VI

EN EL SALADERO

Era de ver dormir algunos envainados, sin quitarse nada de lo que traían de día; otros, desnudarse de un golpe todo cuanto traían encima.

QUEVEDO: El buscón.

ENTRAMOS en la casa de la Panadería y nos condujeron al estudiante y a mí ante un grupo de personas constituidas en tribunal. Era una Junta revolucionaria. Nos interrogaron, e inmediatamente el estudiante fue puesto en libertad. Yo dije mi nombre y no oculté mis amistades ni mi historia política.

Aquella Junta estaba formada por personas sensatas, y el presidente dijo que no había el menor motivo para mi detención.

—Puede usted retirarse —me indicó el presidente.

—¡Muchas gracias!

El Mosca salió detrás de mí y gritó:

—Hay que detener a ese hombre. Es un cristino, un confidente de Sartorius, un consejero de la Piojosa.

—¡Señores! —clamé yo con todas mis fuerzas, dirigiéndome al público—. El hombre que quiere detenerme es un carlista, un miserable que ha estado en la facción. Me odia porque yo soy liberal, liberal de siempre. Yo fui ayudante del Empecinado; yo hice el Convenio de Vergara, en que se dominó para siempre el carlismo. ¿Me vais a entregar al capricho de un esbirro de la reacción?

Al mismo tiempo, el Mosca gritaba que yo era traidor, amigo de Sartorius, de Salamanca y de Chico.

El público se dividió; yo iba ganando terreno, cuando un desconocido propuso que nos llevaran al Mosca y a mí a la Casa de Correos, donde estaba reunida la Junta Suprema Revolucionaria.

En medio de un grupo de desharrapados llegamos a la Puerta del Sol y entramos en el Principal. Pronto vi que se tenía bien distinto procedimiento con el Mosca que conmigo, pues a él se le dejó en libertad en seguida. Llevado delante de la Junta, la ira que me devoraba me hizo pronunciar un discurso violento, en el cual dije que aquella revolución era una farsa, que estaba dirigida por moderados y hasta por carlistas, y que así podía darse el caso de que un hombre como yo, que había peleado por la libertad con el general Empecinado y había sufrido persecuciones como liberal, se le quisiera encarcelar por la denuncia de un miserable que había peleado en las filas de Don Carlos.

—No sólo es el Mosca el que le denuncia a usted como amigo y cómplice de María Cristina —dijo uno de la Junta—; hay otros que afirman lo mismo.

—¿Quiénes son esos otros? —grité yo—. Que vengan, que muestren su cara.

—¿Niega usted su amistad con María Cristina?

—Niego la complicidad.

—Retírese usted —dijo el presidente.

Me tomaron por su cuenta dos andrajosos, me ataron en el patio en una cuerda de presos y nos llevaron al Saladero, rodeados de bayonetas.

—¡Son de la camarilla de la Piojosa! —decía la gente al vernos por la calle.

—Son los amigos de Sartorius.

—¡Mueran! ¡Mueran!

Y nos insultaban y nos tiraban piedras. Llegamos al Saladero.

Me metieron en un calabozo húmedo y oscuro, y estuve allí encerrado cerca de un mes. La vida para mí, en aquellos días, fue horrible. Dormía en el suelo, comía el rancho de la cárcel y no podía hablar con nadie más que con algunos desdichados como yo, que pasajeramente me hicieron compañía.

¡Qué miseria! ¡Qué pobreza! ¡Qué gente harapienta! Y, en medio de esta miseria, ¡qué modo de adaptarse y de vivir allí como en su propia casa! Había industriales que seguían dirigiendo su industria desde la cárcel; falsificadores que preparaban sus falsificaciones; un editor de un periódico carlista que corregía sus pruebas.

La mayoría de los presos eran ladrones; pero había también conspiradores y revolucionarios. Entre ellos, conocí dos que me dijeron que se habían hecho prender a propósito para ponerse de acuerdo con un preso que estaba en el Saladero.

Estos eran republicanos, y tenían preparado el complot de matar al general Espartero, a su entrada en Madrid, a tiros, desde una casa de la Carrera de San Jerónimo, que tenía salida por la calle del Pozo, y proclamar la República.

Yo conocía la casa, porque en ella habíamos tenido, en 1822, una Venta Carbonaria. Encontré el proyecto bien tramado en su primera parte; pero su segunda me pareció absurda. Les intenté convencer a los republicanos de que la República que ellos pudieran proclamar no duraría más que horas. Se persuadieron y abandonaron el proyecto.

Cuando me sacaron de aquel calabozo me pusieron en comunicación, y mi mujer vino a verme; empezó a llorar al encontrarme en tan lastimoso estado. Me hallaba flaco, enfermo, sin poder tenerme en pie, con los ojos inflamados, lleno de parásitos, con la ropa interior sucia y casi podrida.

Empezó el juez a tomarnos declaración a las personas presas durante el período revolucionario, y la mayoría no teníamos la menor culpa ni la menor relación con los hechos que se nos imputaban. Habíamos sido casi todos enviados al Saladero por sospechas, por capricho de los sublevados; algunos, eran indudablemente, víctimas de venganzas particulares.

Le indiqué a mi mujer que fuera a casa de Istúriz y de otros amigos, y que se enterara de la situación en que había quedado la política.

Don Evaristo San Miguel fue nombrado por entonces ministro de la Guerra. Después de su nombramiento había tres núcleos revolucionarios importantes y rivales que trataban de anularse los unos a los otros.

Estos eran: la Junta de Salvación, Armamento y Defensa, con San Miguel de presidente, lazo de unión entre el Palacio y los revolucionarios de Madrid, el cuartel General de O’Donnell, que obraba por cuenta propia, y la Junta de Espartero, que radicaba en Zaragoza.

En cada grupo de estos había un sinfín de escisiones, y los mismos revolucionarios de Madrid no obedecían siempre a la Junta de Salvación.

Ya enterado de quiénes eran los personajes más influyentes, escribí una carta al general Espartero y otra a don Joaquín Francisco Pacheco, que no me contestaron.

Mandé también un documento a don Evaristo San Miguel exponiéndole los hechos, y una esquela recordándole nuestra antigua amistad y nuestra fraternidad como masones, y San Miguel, inmediatamente que recibió mi esquela, mandó ponerme en libertad.