II

FAUNA Y FLORA DE LA CASA

Yo soy misántropo y odio al género humano. En lo que te concierne, siento que no seas un perro; quizá podría amarte algún poco.

SHAKESPEARE: Timón de Atenas.

EL que entraba en el viejo caserón de los Capellanes y subía desde el portal a las buhardillas, he aquí lo que iba viendo:

El primer encuentro, naturalmente, era el del portero y zapatero remendón, Francisco Cuervo, un antiguo soldado del ejército de la Fe, del año 23, donde se había reunido la flor y nata de los bandidos y criminales de todas las Españas.

Francisco Cuervo, alias Paco, don Paco, Paquíto, don Paquito, Cuervo, el Cuervo y el Chepa, porque tenía la espalda de jorobado, era hombre de unos cuarenta y cinco años, de aire frío y siniestro.

El Cuervo manifestaba cierta mala sangre y cierto ingenio. Era un misántropo. Tenía réplicas incisivas y ocurrentes. Una vez uno de los carreteros que llevaban la sal a la casa le contaba con un gran lujo de detalles sus infortunios conyugales. El Cuervo, después de oírle burlonamente, le dijo:

—¿Sabe usted lo que le digo?

—¿Qué?

—Que vale más que eso le haya pasado a usted que no a otro.

—¿Por qué?

—Porque otro no hubiera tenido su paciencia.

Y el Cuervo dio una puntada al zapato que estaba componiendo. Al Cuervo le gustaba mortificar a la gente. Cuando fue cabo de voluntarios realistas se distinguió por su maldad más que por su valor. A su mujer, de aspecto débil y enfermizo, la dominaba y martirizaba con saña.

El Cuervo tenía un perro tan malo como él. Era un perrillo viejo, sarnoso, que mordía a los chicos y gruñía a todo el mundo. El zapatero le había puesto por nombre Rodil, para expresar su desprecio por el general que había perseguido a Don Carlos.

El remendón azuzaba a Rodil, que perseguía a los gatos. El perro era menos cruel que el amo; cuando cogía una rata, la mataba; en cambio, el Cuervo, cuando cogía una rata la rociaba con petróleo y la pegaba fuego, riendo a carcajadas. El zapatero no faltaba a ninguna corrida de toros ni a ninguna ejecución.

El Chepa tenía una gran admiración y un gran respeto por el amo de la casa, don Tomás Manso, que había sido su jefe entre los voluntarios realistas.

El Cuervo se manifestaba como hombre de gran inteligencia y de astucia, sobre todo para lo que fuera intriga y maldad. Debía de tener algún temor que le inquietaba, porque siempre andaba mirando, desde el portal, a derecha y a izquierda de la calle, y no salía nunca solo. Si salía solo, esperaba al anochecer y marchaba embozado en la capa.

En el entresuelo de la casa vivía un dependiente antiguo apellidado Gómez. Narciso Gómez era un hombre insignificante, gordito, tirando a rubio, casado con una mujer muy chismosa y muy coqueta que se llamaba Juana. Juanita era una mujer pálida, blanca, con los ojos claros y un aire de avispa.

Juanita tocaba la guitarra y cantaba. Solía tener grandes éxitos con la canción del Triste Chactas, que acababa con el estribillo de «Sin mi Atala no puedo vivir».

Juanita solía visitar una casa de huéspedes que había en la vecindad, y estaba enredada con uno que vivía allí de pupilo, un tal Luis, empleado en un Banco. Este Luis era un hombre guapo, de unos treinta años, muy satisfecho de su barba, de sus manos y de sus uñas. Fuera de sus cuentas, de los cuidados de su barba, de sus manos y de sus uñas, era un pobre imbécil.

Juanita le engañaba a Gómez, a su marido, con don Luis; pero si hubiera estado casada con este, le hubiese engañado con Gómez.

Se decía por las malas lenguas de la calle de la Misericordia, 2, que Juanita había tenido algo que ver con don Tomás, el amo de la casa.

—Es falso —decían los que negaban este rumor—. Ella era capaz de eso y de mucho más; pero él, no.

Juanita unía a su descoco una mala intención señalada y mordía cuanto podía y como podía en la fama de las mujeres de la vecindad.

En el primer piso de la casa vivía el dueño, don Tomás. Este hombre tenía ya cerca de sesenta años, y estaba casado con una mujer joven y bonita. Don Tomás era hombre alto, delgado, pálido, afeitado cuidadosamente, con el pelo cano, siempre vestido de negro.

Su perfil era de medalla antigua; tenía una cara de esas que parecen de plata, una cara reconcentrada y grave. Don Tomás era gran trabajador, gran madrugador, muy ordenado y meticuloso. Prestaba dinero a rédito de una manera un tanto usuraria; pero era capaz de hacer un favor y de dar dinero sin interés. Había favorecido en repetidas ocasiones a la familia suya del pueblo; pero estaba convencido de que había hecho mal, porque no había obtenido más que olvidadizos y desagradecidos.

Don Tomás creía firmemente en la maldad humana. De ahí que fuera un absolutista fiero. Para él el hombre debía estar siempre sujeto y atado como un perro de presa para que no mordiese.

Solía vérsele a don Tomás, de día, recorriendo el almacén, y por las noches, armado de una linterna, en compañía del Cuervo, registrando la casa. La habitación donde vivía don Tomás representaba muy bien el carácter de su dueño. Era una casa lóbrega, oscura, en que constantemente estaban cerrados los cuartos; tenía una sala de respeto de color rojo, con una sillería de damasco, con todas las sillas pegadas a las paredes, y en el techo una araña de cristal. El comedor era triste, recibía la luz por la cocina, y las alcobas, sin luz y sin ventilación, estaban llenas de armarios, de cómodas y de baúles, de estampas de santos y de algún Niño Jesús metido en un fanal, con falditas y una bola de plata en la mano.

De unas habitaciones a otras se pasaba subiendo o bajando varios escalones.

El despacho de don Tomás era un cuarto grande con una ventana al patio, de vidrios pequeños y emplomados y un papel amarillo desteñido. Tenía un armario alacena hecho en el hueco de la gruesa pared, con unas cortinillas verdes sobre los cristales, un buró de caoba, sillas también de caoba y una caja de caudales de hierro. Sobre la mesa, y en la pared, había un crucifijo de marfil y una estampa con la imagen del pretendiente Don Carlos.

El suelo del despacho era de baldosas rojas, y solía estar cubierto por una estera amarilla en invierno. En un ángulo, sobre un estante, había varios libros de comercio, de pasta verde, con las cantoneras de cobre. En este despacho, triste y frío, don Tomás trabajaba en invierno y verano, vestido siempre de negro. Don Tomás no tenía nunca fuego en la casa.

Don Tomás guardaba el dinero en unos capachos pequeños, donde ponía los duros, las pesetas y los cuartos, y tenía una gran cartera para los billetes de Banco.

Desde la puerta mampara del corredor se le veía escribiendo con una pluma de ave, con una letra española de finos gavilanes, dedicándose a estas fórmulas tan queridas por los españoles: «Mi querido amigo y dueño: Su Majestad el Rey, que Dios guarde, etc., etc.».

Don Tomás no salía nunca de día. Al anochecer se vestía con cierta elegancia, se ponía camisa y cuello limpio, la capa, el sombrero de copa alta, el bastón, y se marchaba a la calle, siempre muy serio y grave.

Al volver a casa encendía una vela y volvía a su despacho, donde solía estar escribiendo.

Don Tomás trataba de convencer a todos que el mundo había degenerado de tal manera, que nada era digno de interés.

En el piso segundo, en la parte que daba a la calle, tenía una casa de huéspedes una señora gruesa, doña Leonarda, casada con un francés. Era una casa de huéspedes de gente acomodada, en donde se comía bien. El pupilo más antiguo era un tal don Jacinto, un viejo currutaco, agente de negocios, que iba a todos los teatros y fiestas y visitaba a don Tomás. En esta casa vivía también don Luis, el amante de la Juanita.

Un poco más arriba que la casa de doña Leonarda, la escalera se bifurcaba y había un arco que daba al aposento de los frailes. Después, más arriba, volvía a bifurcarse la escalera, y por otro arco se pasaba a la habitación del capellán de las Descalzas. Estos dos arcos constituían la servidumbre de la casa.

Unas escaleras más arriba había un cuarto grande y largo, con tres ventanas, que abarcaba una de las paredes del patio.

El sotabanco se hallaba hecho primitivamente sobre el tejado, y estaba sin baldosas y sin cielo raso. Había allí relojes parados, cajas cerradas, sacos, y en un estante una porción de instrumentos de platero.

El padre de don Tomás había tenido este oficio, y el mismo don Tomás lo había practicado en su juventud.

Por la parte de atrás del sotabanco tenía una puerta pequeña, con un montante que daba a una escalera estrecha.

Por aquella escalera se llegaba a una azotea abandonada, con unos palos podridos y unos trozos de cuerdas de esparto.

Más arriba, y al otro lado del sotabanco, estaban las buhardillas, en donde dos dependientes de don Tomás, Burguillos y el Morenito, tenían sus viviendas.

Burguillos, ex sargento realista, había establecido sobre el tejado una azotea de tablas, con un barandado de madera, y puesto luego unas cajas con plantas en su terraza, que cuidaba y consideraba como los jardines colgantes de Nínive.

Vigilante de esta terraza era el gato Manolo, que cazaba golondrinas y vencejos, y era tan listo como su amo.

Desde la azotea de Burguillos, hecha de contrabando, pues las monjas de la vecindad, de saber que había allí un observatorio, no lo hubieran permitido, se abarcaba el jardín de las clarisas, que tenía un estanque, y se veía pasear a las profesas y trabajar al jardinero.

Burguillos era manchego, hombre de cara dura y juanetuda, bigote entrecano, orejas como aventadores, frente pequeña y estrecha y color cetrino. Burguillos, flor de pedantería castellana, hablaba siempre ex cathedra, con esa perfección que a algunos encanta y que, en general, no consiste más que en el uso de lugares comunes. La frase, el refrán, el como dice el otro, estaban siempre en sus labios. Burguillos se creía la ciencia infusa, sabía hacer de todo, pero de todo mal, por lo que sus enemigos le motejaban de chapucero. Hablaba por sentencias, y era extraordinariamente dogmático. Este manchego tenía una hija muy guapa, la Pepa, una mujer con ideas de manola, tan redicha como su padre, de quien había heredado su manera de hablar recortada y sabihonda. La Pepa era costurera y aficionada a toda clase de desplantes.

La Pepa, moza vistosa, morena, tenía unos ojos negros, grandes, brillantes, de estos ojos que parecen reflejar mejor el mundo exterior que la vida del espíritu.

Burgillos albergaba un huésped, un empleado del Monte de Piedad, don Plácido del Moral. Don Plácido, hombre de unos cincuenta años, seco, espartoso, vivía muy humildemente.

Don Plácido era soltero, económico y avaro. Decía a todo el mundo alguna frase amable; cerraba su buhardillita, como decía él, y no permitía que nadie entrara en ella.

Era hombre bastante ilustrado, de buena memoria, que sabía latín. Le hacía copia de documentos al capellán mayor de las Descalzas. Compraba la ropa y los sombreros en el Rastro, y leía las Odas de Horacio en latín, en un viejo ejemplar grasiento.

Don Plácido había sido un gran aventurero: había estado en América y tomado parte en la guerra de la Independencia y en las luchas de los años constitucionales. Su falta de imaginación extraña le hacía contar con tan poco encanto lo visto por él, que, al oírle, su vida de militar no parecía más que una serie de fechas de salida de un pueblo y entrada en otro.

La guerra, para él, era una cosa burocrática y aburrida.

El otro empleado de la casa, el Morenito, era un hombre muy callado; tenía la cara amarilla, los ojos pequeños, brillantes, como granos de café tostado, el bigote negro y el traje negro. Daba la impresión de una urraca.

De los frailes franciscanos que vivían en la casa y eran confesores de las monjas, el más constante era el padre Cecilio, un fraile grueso, abultado, poco inteligente, y, por eso quizá, predicador favorito de las monjas.

Le solía acompañar un lego, el hermano Félix, un hombre grueso, grasiento, como derrengado, con una manera de andar de pato, unos ademanes afeminados y una voz atiplada. El hermano Félix había estado largo tiempo rasurado; pero después de la matanza de frailes se dejaba la barba, negra y cerrada. Este hermano Félix era un tipo repulsivo e inquietante.

El capellán mayor, don Bernardo, tenía una cara de aldeano castellano, dura y ceñuda; pero era buen hombre. No trataba apenas con nadie, no miraba de frente y estaba dedicado a estudios históricos.

Cuando alguno lo visitaba le veía escribiendo en una pequeña mesa, rodeado de manuscritos y de libros viejos, en un pequeño despacho con estantes llenos de tomos en pergamino. Por entonces estaba componiendo la historia de algunas comunidades religiosas.

Dos Bernardo era gran latinista e historiador concienzudo, con lo cual no ganaba favores ni amistades.

—Antes que nada, la verdad —solía decir rudamente y mascullando las palabras.

Con este espíritu verídico no quería meterse en cuestiones de moral y de dogma, comprendiendo que podía venirse abajo su fe.

Don Bernardo decía misa en las Descalzas, pero por cualquier motivo se quedaba en casa y no iba a la iglesia. Siempre inclinado a la transigencia en cuestiones de moral, contrastaba con el padre Cecilio, que era intransigente y fanático. Don Bernardo encontraba precedente para todo; así que él y el fraile franciscano de la vecindad no se tenían la menor simpatía.

Había quien aseguraba que el padre Cecilio odiaba profundamente a don Bernardo, y que don Bernardo despreciaba, en general, a los frailes, y, sobre todo, a los de la vecindad.

La Casa de los Capellanes, antes como un pólipo unido a la iglesia y al convento, tenía su vida propia.

Se dice que cada casa es un mundo. Aquella lo era. Había sus preocupaciones, sus enredos amorosos y sus misterios. La Pepa de Burguillos, la Juanita y las muchachas de casa de don Tomás y de la casa de huéspedes daban pábulo a la murmuración.

Se hablaba de que don Tomás guardaba secretos; se decía que debajo de uno de los almacenes de sal, del que tenía en la pared una fuente de alabastro con una cabeza de Medusa, había una cueva con grandes subterráneos, y que estos subterráneos comunicaban por galerías con el convento de las Descalzas y con el Palacio Real.

Burguillos, que a veces trabajaba de albañil, aseguraba haber recorrido parte de estos subterráneos.

Como moluscos agarrados a una roca, vivía aquella parte de humanidad en el viejo caserón.

Era por dentro una casa siniestra esta casa del barrio de las Descalzas, Misericordia, 2; una casa buena para crímenes, para duendes, para toda clase de intrigas y de misterios.