IV
AL volver aquí comprendimos que no habíamos resuelto la cuestión. Mi difunta mujer seguía lamentándose de la suerte de nuestro sobrino; pero si yo decía que estaba dispuesto a ir a buscarle, me contestaba que de ninguna manera.
—¿Usted cree que estará con el general Contreras? —me preguntó Aviraneta.
—Creo que sí.
—Entonces, ¿en la plaza de Santo Domingo?
—Eso pienso.
—Pues nada; si usted quiere, vamos allá.
—¿Nos dejarán pasar?
—Se intenta. Ya tenemos el salvoconducto de Quesada.
Mi mujer, como he dicho, quería y no quería que yo fuera. Mientras vacilaba, Santiaguino, el chico de la imprenta, que andaba curioseando por la calle, entró, nos oyó y dijo:
—Si ustedes quieren, yo voy a buscar a Daniel.
—¿Tú vas a ir?
—Sí.
—Pero ¿cómo?
—¡Bah! Ya me las arreglaré.
Santiaguillo era atrevido y audaz. Vivía en la plaza de Gilimón; capitaneaba a los pilletes del barrio, y como su padre era republicano, él decía que lo era también.
El chico, que conocía al Pelusa y al Galleguín, que estaban en la barricada del alto de la calle de Segovia, cerca de la plaza de Puerta Cerrada, dirigida por Paco el Federal, iría, según dijo, por allí. De Puerta Cerrada pasaría a la plaza Mayor, por la calle y la escalinata de Cuchilleros; después cruzaría la calle Mayor y subiría por la de Capellanes o por la del Postigo de San Martín, acercándose a la plaza de Santo Domingo a buscar a Daniel.
El chico se marchó decidido.
Yo, un poco avergonzado y haciendo de tripas corazón, dije a Aviraneta que si él estaba dispuesto a ir, yo también lo estaba.
Decidimos los dos avanzar hasta Palacio por el mismo camino seguido antes. Llegamos sin obstáculo a la plaza de Oriente.
—Si encontramos a Daniel, ¿qué le vamos a decir? —preguntó don Eugenio.
—He pensado decirle que si al final de la revuelta no tiene sitio donde refugiarse, vaya a una encuadernación de la calle de la Bola.
—¿Quién tiene usted allí?
—Un pariente y amigo.
—¿Le atenderá a usted?
—Creo que sí. Hemos vivido en la misma casa durante mucho tiempo, en la plaza de los Afligidos. Si no puede meterse Daniel en la encuadenación, no sé qué podemos hacer…
—Yo le diré —interrumpió Aviraneta— que vaya a mi casa, a la calle del Barco, veintiocho, donde vivo, y que se esconda allí.
Don Eugenio y yo pasamos por entre la tropa mostrando el salvoconducto de Quesada.
Aquel aparato militar era cosa imponente. Parte del ejército estaba dispuesto para el ataque, y parte esperaba, con los fusiles en pabellones. Había también las baterías preparadas con sus artilleros. Es cosa terrible ver a los soldados que marchan en formación, como una máquina, con sus armas y sus cañones. ¿Cómo se van a oponer a una fuerza así unos grupos de revoltosos sin disciplina y sin orden?
Cruzamos la plaza de Oriente. Los soldados nos ponían el fusil en el pecho a los que nos acercábamos a ellos y nos obligaban a levantar los brazos para demostrar que no llevábamos armas. Avanzamos por la tapia del jardín de la Priora, salimos a la calle de la Biblioteca y llegamos a la de la. Bola.
La calle estaba desierta, con un aire siniestro, amenazador. En la parte alta se veía una barricada, erizada de gentes con fusiles. Nos detuvieron algunos sublevados sueltos que andaban al acecho escondidos, y con nuestras explicaciones nos dejaron pasar.
Fuimos pegados a las casas y ocultándonos en los portales.
La encuadenación de mi amigo y pariente estaba, subiendo a la plaza de Santo Domingo, a mano izquierda, entre la calle de las Rejas y la de Fomento, calle que cuando yo era chico se llamaba de la Puebla, porque la actual que se llama así, entre la Corredera y la de Valverde, se decía de la Puebla Vieja.
Al llegar a la casa de mi pariente la encontramos herméticamente cerrada. La tienda lo estaba también. A fuerza de aldabonazos y de golpes, el encuadernador bajó, y a través de la puerta, preguntó:
—¿Qué hay? ¿Qué se me quiere?
—Yo soy el impresor Martínez Requejo, de la calle de Segovia, tu primo.
—¡Ah, sí, sí! Voy a abrirte.
El encuadernador entornó la puerta y la cerró en seguida cuando pasamos nosotros. Al hombre le temblaban las manos del susto.
Le conté precipitadamente cómo mi sobrino Daniel, a quien él conocía, estaba entre los sublevados, con el general Contreras, en la plaza de Santo Domingo, y que yo temía que si no podía esconderse al final de la refriega, le fusilarían.
—¿Y qué quieres que yo haga? —me preguntó.
—Yo quisiera que si se escapa por esta calle, le dejaras meterse en el taller.
—Por esta calle será muy difícil que pueda escapar. Dicen que por aquí y por la Cuesta de Santo Domingo van a atacar la plaza.
—Bien; pero en el caso de que se escape, quisiéramos que le dejaras un rincón donde pueda esconderse unas horas.
—¿Y cómo lo va a saber él?
—Pensamos verle nosotros y decírselo.
—¿Quieren ustedes entrar en la plaza?
—Sí.
—Bueno; yo lo más que puedo hacer es dejar la puerta de la tienda sin cerrojo. Empujándola para afuera se puede abrir. Si encuentro en el taller por la noche a tu sobrino, suponiendo que por la noche haya acabado todo esto, le llevaré a la cochera de la casa de un aristócrata que vive enfrente, y que seguramente no registrarán.
—Bien; esto arreglado, vamos a ver ahora si podemos hablar con su sobrino —me dijo Aviraneta. Era lo más difícil.
—Por la calle esta —advirtió el encuadernador— no pasan ustedes. Al verles avanzar, los sublevados les soltarán una descarga.
—Hay que probar.
Yo no tenía ninguna gana de hacer la prueba.
—Podríamos intentar la entrada por esta calle de al lado —dijo don Eugenio.
—No podrán —replicó el encuadernador.
—¿Por qué?
—Porque les recibirán a tiros.
—Pues algo hay que hacer.
—A esta calle transversal, que es la calle de Fomento —indicó el encuadernador—, tengo yo una ventana. La casa de enfrente está ocupada por los sublevados. Quizá se puedan ustedes poner al habla con ellos. Yo, no… la verdad… yo no me atrevo.
—Iré yo dijo Aviraneta.
La conversación la habíamos tenido en el portal. Subimos las escaleras hasta el primer piso, entramos en la casa del encuadernador, y este mostró a la terminación del pasillo una despensa con una ventana cerrada. Don Eugenio abrió la ventana, se asomó a ella y llamó. En la casa de enfrente había balcones, que cada uno tenía un colchón colgado como una cortina. A las voces de Aviraneta apareció un hombre moreno, con calañés, con un fusil en la mano, que preguntó bruscamente y con tono de mal humor:
—¿Qué demonio quiere usted?
—Queremos pasar a la plaza a ver al sargento Daniel Requejo a darle un recado de su madre, que está enferma —le contestó don Eugenio.
—¿Y quiénes quieren pasar?
—Su tío y yo.
—Quizá puedan ustedes entrar y no puedan ustedes salir.
—Bien, eso será cuenta nuestra.
—Vamos, me gusta usted. Veo que es usted un viejo terne. Ahora saldré de aquí, y desde la calle de Torija les haré señas de que pueden venir.
Efectivamente; poco después, el hombre del calañés, desde la esquina, hizo un ademán con la mano de que podíamos avanzar. Aviraneta y yo salimos de casa del encuadernador, y nos deslizamos por la calle de la Bola, arrimándonos a las paredes. Corrimos por la de Fomento y salimos a la de Torija. La barricada tenía como una entrada en un extremo cerca del ángulo de una casa. Avanzamos entre hombres armados, y nos encontramos a poca distancia dentro del foco de la sublevación.
—Aquí traemos a estos dos pollos —dijo en chunga el hombre del calañés, señalándonos a nosotros.
Yo, la verdad, estaba bastante asustado para hacer caso de bromas, y no podía darme cuenta clara de lo que pasaba a nuestro alrededor en aquel horno hirviente y revolucionario.
Al entrar en la plaza de Santo Domingo, los grupos de los sublevados nos detuvieron y nos hicieron gritar: «¡Viva la libertad! ¡Viva Prim!».
Ni don Eugenio ni yo tuvimos inconveniente alguno en cumplir la orden. Unos cuartos que repartí yo nos libraron de algunos desharrapados fastidiosos. Abundaba allí la gente harapienta, con calañés y gorrilla; muchos iban con manta; otros, con capa, a pesar de que hacía calor. Se veían caras foscas, duras que mostraban la decisión de ir hasta el final.
Entre tipos de guerrilleros y de facinerosos, se notaban señores y jóvenes de traje negro, melenas y sombrero de copa, Estos parecían los directores. Nos dijeron que un señor bizco, mal encarado, corpulento, vestido con levita, era don Manuel Becerra. Había chiquillos desvergonzados, mujeres gordas y chillonas, otras flacas y renegridas, verdaderas arpías, tipos de rateros y alguno que otro gitano.
Una vieja vendía agua, café y aguardiente con perfecta tranquilidad. Se hablaba, se cantaba, se chillaba y, sobre todo, se bebía y se fumaba.
Las caras de aquella gente, que gritaba y accionaba, me dio la impresión de que estaba en una plaza de toros en que el público se hubiera vuelto loco. Se gritaba:
—¡Eh, Legaña! ¡Fuera este! ¡Al corral! ¡Que baile don Pepito! ¡Que venga el padre Claret a confesar al Canene, que no puede con la cogorza que ha pescado! ¡Que traigan a la Soplatocino para que nos enseñe la llaga! ¡A ver esas vecinas de la casa de citas de la calle de Tudescos, que quieren una bula para pecar como la de Isabel II!
Los soldados, en pelotones, más serios, se hallaban en las esquinas, y algunos, en las ventanas y tejados.
Preguntamos a varios por mi sobrino Daniel, y un mozo que le conocía se encargó de avisarle.
Esperamos Aviraneta y yo. Entonces me di cuenta del aspecto de la plaza. Las bocacalles estaban cerradas con barricadas altas, hechas con adoquines, carros, tablas y sacos llenos de tierra y de piedra. Los que guardaban las barricadas, tendidos en el suelo, acechaban la aparición de cualquiera para disparar sobre él.
Los balcones y ventanas se hallaban defendidos por colchones puestos como cortinas, y en los tejados y en las buhardillas los había también para proteger a los tiradores.
¿Todo esto bastaría para detener a las tropas? Me pareció difícil. En la plaza, a medias desempedrada y llena de zanjas, había muebles de las casas de la vecindad que habían desmantelado. Un señor con levita y sombrero de copa, sentado en un sillón, con el fusil atravesado apoyado en los brazos del asiento, leía un papel con tranquilidad.
Había dos hogueras, en las que ardían marcos y patas de silla. Sin duda, las habían encendido para calentar la comida o el café. Vi también unas barricas llenas de agua, vigiladas por dos hombres armados.
La gente bebía mucho, y las botellas y las botas pasaban de mano en mano.
Vino Daniel, mi sobrino, con la chaqueta desabotonada, la gorra cuartelera torcida y aire de mal humor. No nos recibió nada amablemente. Oyó mis recomendaciones, y no me entendió bien, porque con el apuro no supe explicarme.
Entonces Aviraneta tomó la palabra, y le dijo con claridad lo que se había pensado.
—Su tío le advierte que cuando acabe la pelea, si no tiene sitio donde acogerse, vaya usted a la calle de la Bola, a una encuadenación que está, bajando, a mano derecha, enfrente del jardín de un palacio. La puerta estará entornada y podrá esconderse en el taller. Si por ese lado les atacan, puede usted ir a la calle del Barco, número 28, donde estaremos su tío y yo en el balcón y le abriremos la puerta.
Daniel contestó de mal humor:
—Todavía podemos vencer.
—No lo dudo —le replicó Aviraneta—. Si vencen ustedes, no hay cuestión. ¿Sabe usted que ha tomado la tropa el cuartel de San Gil?
—Sí, ya lo sé; pero aquí no lo diga usted.
Don Eugenio añadió a las anteriores otras recomendaciones. Le indicó a mi sobrino que si no podía ganar ninguno de los dos refugios que le brindábamos y encontraba un tercero, que no hiciera la tontería de buscar otro mejor, a no ser que se viera perdido; le recomendó que no saliera de Madrid, porque lo más seguro era que darse dentro del pueblo.
Mi sobrino, que estaba fosco, se fue serenando.
—Y ustedes, ¿por dónde van a salir de aquí? —nos preguntó.
—Vamos ahora a la calle del Barco —le dijo don Eugenio.
—Pues apresúrense ustedes.
Daniel estrechó la mano de Aviraneta y me abrazó a mí.
Salimos de la zona de las barricadas entre balas, y por consejo de Aviraneta, nos metimos en un portal de la calle de Tudescos. Entraron allí unos soldados con un oficial, y Aviraneta les presentó el salvoconducto de Quesada. Lo leyeron y nos dejaron pasar. Adelantamos por la calle del Desengaño, y llegamos a la del Barco. Entramos en casa de don Eugenio y subimos al piso tercero. Yo estaba trastornado y tembloroso. Tenía una sed ardiente. No había agua en la tinaja de la cocina, Oíamos desde allí el estruendo terrible del fuego de cañón y de fusilería. Se debía de estar batiendo el cobre de lo lindo.
—¿Qué cree usted que pasará? —le pregunté a don Eugenio.
—¡Qué va a pasar! Que pierden de la partida los revolucionarios. Lo han hecho muy mal. ¡Tantos medios para nada! Ahora han perdido el contacto los unos con los otros, y los machacarán.
Aviraneta consideraba la cuestión, principalmente, desde el punto de vista militar.
Descansábamos en el comedor de la casa. De la ventana abierta a un patio, y en un cuarto de la vecindad, se oía el rumor de voces de mujeres que estaban rezando.
Aviraneta se puso a contemplar desde el balcón de su despacho, con un anteojo, la gente que aparecía huyendo en la calle.
—Quítese usted de ahí —le decía yo—. Le va a dar alguna bala.
—¡Ca, hombre!
—¿No podríamos beber un poco de agua?
—¿Tiene usted sed?
—¡Horrible!
—No es cosa de llamar en la vecindad, porque no nos abrirán. Yo iré.
—Espere usted. Ahora hay gran alboroto.
Desde el balcón vi la fuga de los sublevados, que huían a la desbandada, y después una compañía de tropa ocupaba la plaza de San Ildefonso, sin duda con el objeto de impedir que algún grupo de revolucionarios se hiciera fuerte en los puestos del mercado de la plazuela y diera que hacer.
Aviraneta bajó con la botella y se acercó a la plaza de San Ildefonso por agua y a ver qué se decía. Con la botella en la mano se puso a hablar con el oficial, que acababa de llegar a la plaza.
—¿Eso está resuelto? —parece que le preguntó.
—Sí, ahora va la tropa por las afueras, hacia la puerta de Bilbao. Retírese usted, caballero. Estas cosas no son para personas de su edad.
Aviraneta subió a casa con el agua. Yo bebí, porque la sed me abrasaba. Don Eugenio no tenía sed.
Le habían dicho que Serrano, con sus batallones, atacaba en aquel instante las barricadas de la plaza de Santo Domingo.
En aquel momento quizá estaría herido o muerto mi sobrino Daniel. La idea me desazonaba.
Dos horas después oímos en la calle que grandes columnas de operaciones, una al mando de Concha, venían hacia la plazuela de San Ildefonso, deshaciendo a cañonazos las barricadas que encontraban en el camino. Serrano ya había ocupado Santo Domingo y fusilado a algunos cabecillas rebeldes.
Las tropas sufrían el fuego desde las ventanas y los tejados, y había caído herido, algunos decían que muerto, el general Jovellar.
Supimos por la tropa que las fuerzas del Gobierno tomaron poco después las barricadas de las calles de Hortaleza, San Antón, Gravina y Arco de Santa María.
Serrano, a la una de la tarde, avanzaba por la calle Ancha, dejando en ella muchos cadáveres; se apoderaba de un cañón, con el cual los sublevados hicieron fuego durante largo tiempo en la desembocadura de la calle de la Luna, y se unía con el general Concha en la parte alta de la calle de San Bernardo, hacía el Noviciado.
Pocas horas más tarde nos dijo un vecino que el ejército había dispersado los grupos de la puerta de Bilbao, apoderándose de las cuatro piezas de artillería que habían situado allí los artilleros insurrectos, al mando del general Contreras, y haciendo cerca de cien prisioneros entre paisanos y militares.
Al oír estas noticias, yo estaba sobresaltado, pensando que mi sobrino Daniel habría ya perecido y que mi mujer estaría en casa desesperada e inquieta.
Por la tarde, el alboroto en la plaza de San Ildefonso y sus inmediaciones se había calmado. Se dijo que O’Donnell había dispuesto que los generales Serrano y Concha y el capitán general de Madrid, Hoyos, se dirigieran, cada uno al frente de una columna, al sur de la ciudad. Entonces se sostuvieron rudos combates, según dijeron, en las calles de Segovia y Toledo, en las plazas del Progreso y de Antón Martín, y se dio una carga a la bayoneta en la plaza de la Cebada, en la que quedaron gran número de muertos y de heridos.
A las once y media de la noche aún se oían descargas cerradas en la calle de Jacometrezo. Dijeron que varios rebeldes, al mando de un jefe carlista, se habían hecho allí fuertes.
La noche fue horrorosa de calor y de inquietud, con tiros, ayes y gritos por todas partes.
Al día siguiente, por la mañana, Aviraneta y yo volvimos a esta casa. El salvoconducto de Quesada nos sirvió para pasar.
Mi mujer estaba medio loca de miedo. No se sabía nada de Daniel. Se había escondido o había muerto. Tampoco se sabía nada de Santiaguillo, el aprendiz, y esto era más extraño.
A los dos días se averiguó que Santiaguillo había muerto en la plaza de la Cebada. Unos dijeron que le habían matado al marchar a su casa; otros afirmaron que había defendido una barricada, haciendo alardes de valor. Todos fueron «se dice», porque nadie lo vio. En Madrid, como sabe usted, comenzaron en seguida los fusilamientos.
La fama de la reina y de O’Donnell y sus simpatías populares bajaron mucho con esta represión sangrienta. Se dijo que cuando al general Zabala le avisaron para que corriera de su casa a Palacio a preparar la defensa y el ataque a los sublevados, la reina Isabel le invitó a comer.
Bajó antes con Don Francisco de Asís al cuartelillo, visitaron los dos los noventa y tantos heridos de la guardia de Palacio, y al tomar el café, después de la comida, preguntó la reina:
—¿Cuántos prisioneros hay, general?
—Por ahora más de mil, señora —contestó Zabala.
—Pues que se cumpla la ley en todos, en todos y antes del amanecer —gritó la reina con voz ronca y chillona.
Doña Isabel y su camarilla querían que se fusilara inmediatamente a los prisioneros en masa, fueran paisanos o soldados rebeldes.
—Eso no se puede hacer —aseguran que respondió O’Donnell—; no hay bastantes piquetes para tantas ejecuciones.
—¿Para cuándo quieres la metralla? —dicen que replicó la reina con furia.
Isabel II estuvo en esta ocasión frenética; quería el exterminio completo del pueblo. Así se lo dijeron al general O’Donnell, que contestó con ira:
—Pero ¿no ve esa señora que si se fusila a todos los paisanos y soldados prisioneros va a derramarse tanta sangre que llegará hasta su alcoba y la ahogará a ella? Además, yo no fusilo a nadie; los tribunales competentes juzgarán y fallarán.
Esta contestación enérgica de O’Donnell influyó en su caída, y cuando Narváez, al entrar en el Poder, declaró que no habría ya más fusilamientos, O’Donnell dijo muy alto:
—¿Es decir, que esa señora quería que fuese yo el que derramase tanta sangre para inspirar horror a España?
Desde entonces O’Donnell quedó descartado de la política. El Cazador no tuvo suerte ni gran habilidad.
Confirmó con esto lo que antes dijeron de él en una semblanza en verso que quizá usted leería:
Dicen que tienes talento
y lo demuestras muy mal,
pues eres, según presiento,
en la guerra, general,
y en política, sargento.
A los dos días de la revuelta fui yo a casa del encuadernador, amigo y pariente, de la calle de la Bola para ver si tenía noticias del paradero de mi sobrino. El encuadernador no sabía nada de él. No se había presentado en su tienda. El hecho, según él, hubiera sido difícil o casi imposible, porque la calle de la Bola estuvo todo el día y toda la noche del ataque a la plaza de Santo Domingo ocupada por las tropas.
A los tres o cuatro meses, un día de otoño, Aviraneta recibió en su casa de la calle del Barco a un hombre fuerte y barbudo que quería hablarle. No le conoció. Era mi sobrino Daniel. Había estado escondido, y quería proporcionarse papeles para marchar a Portugal. Aviraneta se los consiguió.
Daniel se reunió con los maragatos de la plaza de San Ildefonso, entró en Portugal y murió al poco tiempo en América del vómito negro. La peinadora que estaba liada con él nos trajo la noticia. Ahí tiene usted lo que es el destino.
Me despedí del impresor de la calle de Segovia, y con el folleto de don Eugenio en la mano me marché a mi casa.