III

RETRATO DE FAMILIA

Cristina consideraba a su hermana como a una víbora.

Vitrina pintoresca.

POR entonces circuló entre la gente la carta que desde París escribió María Cristina a Isabel II en 1842. Yo no sé quién la copió, pero parece auténtica. Retrata el carácter de las dos hermanas.

Luisa Carlota era la ambiciosa furibunda. Cristina, la mujer egoísta, codiciosa y lúbrica, disimulada e inteligente sólo para sus negocios.

La carta que corrió, y que quizá no la redactó ella, porque no sabía apenas escribir en castellano, era larga y muy significativa. Los principales párrafos en que se refería a Luisa Carlota decían:

La primera persona a quien ha hecho traición tu tía Carlota ha sido a tu tío Carlos. Aquí me veo obligada a describirte una escena lamentable. Tu padre, el rey Fernando, estaba moribundo, y tu tía Carlota, que alimentaba un profundo odio contra el infante don Carlos y que esperaba, además, tener más influjo bajo mi regencia que bajo el reinado de tu tío, me excitaba hacía mucho tiempo a hacer mudar la ley de sucesión en tu favor. Faltaba aún la última firma que conseguir, y te lo confieso, hija mía, a la vista del lecho de muerte, yo dudaba. ¿Sería, por ventura, el ángel de mi guarda quien me detenía al borde del precipicio? ¿Se me representaría en siniestro y confuso presentimiento alguna débil idea de todos los males que he sufrido hace diez años, las angustias de mi regencia, los horrores de Barcelona, las tristezas de mi destierro? No lo sé; pero, en fin, yo dudaba. Sea por temor de ti y de mí misma, sea por respeto a aquella agonía que era menester violentar, a aquella mano entorpecida por la muerte, que, ya fría e inmóvil, como de mármol, no se levantaba ya. Pero tu tía Carlota estaba a mi lado como mi mal genio. Se reía de mi debilidad, insultaba mis escrúpulos, y observando con ojos inquietos los progresos de la agonía de tu padre, me decía que aún era tiempo, que aquella mano, por fría e inmóvil que estuviese, podía todavía firmar. Viendo, en fin, que yo no tendría nunca el triste valor que procuraba inspirarme, me trató de alma débil y pusilánime, y, acercándose ella misma al lecho del dolor, se dirigió al moribundo y le presentó el papel que era menester que firmase. Tu padre entonces, dirigiendo hacia ella una mirada suplicante, en que apenas se percibía la última chispa de vida, le dijo con voz apagada: «Déjame morir». Pero tu tía Carlota, asiéndole la mano y llevando la pluma que en ella había colocado, le gritó: «Se trata de morir bien, se trata de firmar». Mira tú, hija mía, a qué precio te ha hecho reina tu tía Carlota.

Desde que murió tu padre, no cesó de instarme para que la España estuviese siempre cerrada a Don Carlos. Persiguió con su odio la vida de tu tío, como había atormentado la muerte de tu padre con sus asedios. Estaba escrito que Carlota sería el azote de su familia, y yo tuve muy pronto motivo para quejarme de ella, como tu padre.

Tu tía no había pretendido hacerme un favor: había querido vendérmelo, y no contribuyó a hacer pasar la corona a tu cabeza sino para llevarla en tu nombre. Yo encontraba siempre delante de mí sus intrigas y conspiraciones; me ponía obstáculos, me tendía lazos, y, presentando en todas partes turbulencias o manteniendo las que se suscitaban naturalmente en aquella época desgraciada, era enemiga de mis partidarios y aliada de mis enemigos. Yo procuraba apoyarme en el partido moderado y combatía a los exaltados, que amenazaban sepultar la España bajo una vasta ruina; al momento alargó Carlota su mano a los exaltados. Fue el alma de sus conciliábulos; soñó en hacer en España el papel que representó en otro tiempo en Francia Philippe Egalité. Creyó que llegaría a subir al trono siendo la cómplice de la demagogia. Gracias a ellos, los peligros, ya tan grandes, de mi situación, se agravaron más; ya no sólo tuve que luchar contra los desórdenes inevitables en un tiempo de revolución; fue necesario combatir proyectos ambiciosos que amenazaban tu poder y mi autoridad. La anarquía, la licencia, nada arredraba a tu tía Carlota, y todo camino que parecía deber conducirla al poder supremo, le parecía digno de ella, aunque fuese necesario pisar escombros y andar sobre sangre.

Ahí tienes, hija mía, una parte de lo que tu tía Carlota había hecho cuando me vi obligada a desterrarme de España. No ha habido una conspiración de que no haya sido cómplice; no ha habido una intriga cuyo hilo no haya tenido; no ha habido un acto de mi Gobierno que no haya combatido. Después de haber llegado a Francia no ha renunciado ni a sus odios ni a sus proyectos. Cuando Espartero, cansado ya de ser fiel, preparaba los acontecimientos que debían obligarme a alejarme de España y a separarme de ti; cuando, entregada, sin defensa, a los ultrajes de los amotinados de Barcelona, me libraba con gran trabajo de los puñales de los asesinos, ¿sabes, hija mía, lo que hacía tu tía Carlota? Depositaba todo el veneno de su odio en los folletos infames en que el honor de tu madre era entregado a las encrucijadas y al desprecio de la calle. Excedía al furor de los amotinados de Barcelona, porque es preferible a una reina tener un traje manchado de sangre que tenerlo de lodo.

Ahí tienes, hija mía, lo que debes recordar cuando tu tía Carlota quiera apoderarse de tu espíritu y de tu corazón; cuando se insinúe en tu confianza para engañarte, cuando reclame de ti un afecto de que es indigna, ¡ah!, interpóngase entonces entre ella y entre ti el lecho de tu padre, cuya agonía turbó, Ten presente la memoria de tu tío Don Carlos, cuyas desgracias ha causado, y la ternura de tu madre, cuyo reposo ha destruido Carlota, cuyo honor ha marchitado, y detente al borde del precipicio a que esta mujer pérfida quiere arrastrarte. Acuérdate de ello, hija mía; tu padre, tu madre, tu tío; en una palabra: toda tu familia, tiene motivo para quejarse de la infanta Carlota; ha hecho traición a todos a los que debió amar; es el mal genio de tu casa. Dios te guarde de este mal genio.

La reina madre, egoísta, avarienta y ansiosa, no se acordaba para nada de los miles de muertos que habían producido la ambición de su cuñado y la suya.