IV
LA MUERTE DE LUISA CARLOTA
Había muchos líos, muchas intrigas ocultas; la gran mayoría de los palaciegos era carlista. Se hablaba de que en la casa grande se daban jicarazos.
Los confidentes audaces.
EN enero de 1844 supimos los madrileños que la infanta Luisa Carlota, de quien se decía que estaba expulsada de Palacio, se encontraba gravemente enferma.
Vivía la infanta en la calle de la Luna, esquina a la de Panaderos, en la casa del marqués de los Llanos, casa que había proporcionado para los infantes el conde de Parcent.
Los médicos de la reina Isabel, en consulta con los de la infanta, se hallaban de acuerdo en que el estado de la enferma era gravísimo.
Luisa Carlota gozaba de muy pocas simpatías entre la aristocracia y el elemento palaciego. La clase distinguida, entonces francamente absolutista, miraba con odio a la mujer enemiga acérrima de Don Carlos y de los suyos. Los aristócratas no podían perdonar a la infanta su inclinación por las ideas liberales.
El día 30 de enero supe yo la noticia de la muerte de la infanta. Había fallecido a las cinco de la tarde del día anterior, de una enfermedad rápida y, al parecer, bastante oscura.
Se contaron en la calle muchas cosas difíciles de creer. Se aseguró que la habían envenenado, dándole, según unos, digital, y, según otros, tártaro emético. La gente, sin duda, no aceptaba que una mujer joven aún, como Luisa Carlota, y de fama de maquiavélica, pudiese morir de una manera vulgar.
Se hicieron grandes comentarios, más o menos absurdos, sobre la muerte. Unos decían que le dieron el jicarazo los jesuitas; otros, que los masones, porque había hecho traición a la secta.
Eran, naturalmente, fantasías, pero que tenían su significación para comprender la manera de sentir del pueblo.
Apareció y se destacó en este asunto la figura de un escolapio, el padre Fulgencio López, hombre mediocre y vulgar, después casi célebre cuando el Ministerio «relámpago».
Según las versiones populares, el padre Fulgencio, confesor de la infanta y amigo de la célebre sor Patrocinio, asustó a la enferma e hizo que se arrepintiese de su liberalismo y de sus campañas contra Don Carlos. También le convenció de que su actitud contra sor Patrocinio había sido sacrílega. Por todo ello, el escolapio le amenazó con el infierno, y la moribunda se arrepintió de sus pasados errores.
Al saberlo, sor Patrocinio envió a la infanta, en una caja de palo santo, una imagen de la Virgen del Olvido, que, según la monja de las llagas, se le había aparecido a ella.
Dos versiones de la muerte por envenenamiento corrían por todas las tertulias de Madrid; adornadas y explicadas con distintos detalles.
La versión de los liberales cándidos era esta: «A la infanta la han envenenado los jesuitas. Doña Luisa Carlota estaba aliada con los progresistas y masones. Pretendía que su hijo Enrique se casara con Isabel. Entonces Enrique daría la vuelta a la política y España sería liberal de veras; los jesuitas han ganado al padre Fulgencio, que es el confesor de la casa, fraile escolapio ambicioso, amigo íntimo de sor Patrocinio y de los carlistas. El padre Fulgencio ha hecho arrepentirse a la enferma de su liberalismo y después le ha dado el jicarazo».
La versión de los buenos católicos absolutistas era esta otra: «A la infanta la han envenenado los masones. Entre los médicos que la visitaban había algunos masones. La infanta, moribunda, arrepentida de su amistad con ellos, ha comenzado a contar los secretos de la secta al padre Fulgencio, y entonces, para impedir que siguiera revelando los misterios de la masonería, le han dado una gran cantidad de tártaro emético y la han matado».
No hay para qué decir que yo no creía en ninguna de las dos versiones. A los jesuitas no les podía quitar el sueño las maniobras de doña Carlota, y los secretos de los masones no pasaban de cuatro tonterías y de hacer la competencia a los cocineros y zapateros con sus mandiles.
El entierro de la infanta se verificó en la mañana del 2 de febrero, a las once, en un coche de gala con cuatro hachones. Iban palaciegos, monteros de Espinosa, capellanes, músicos y escolta de caballería y alabarderos. La gente marchó por curiosidad acompañando al cortejo hasta la cuesta de San Vicente, y allí el coche se dirigió camino de El Escorial.
La enfermedad de la infanta
Pocos días después me encontré con un amigo notario, llamado Puga, que tenía que visitar a la señora de Ruiz de Arana, ama de llaves de la infanta y creo que pariente del que fue favorito de Isabel II, conocido por el Pollo Real. El notario Puga iba a hacer una escritura de venta a casa de la señora de Arana.
Le hablé de las mil versiones que corrían acerca de la muerte de doña Luisa Carlota.
—Creo que todas son habladurías —dijo él.
—Sí, yo también.
—Si quiere usted, venga conmigo a casa de la señora de Arana. Necesito dos testigos, y usted será uno de ellos.
Fuimos juntos: la señora de Ruiz de Arana no tuvo inconveniente alguno en contar con detalles la enfermedad de la infanta.
—Desde mediados de enero, Su Alteza se sentía desazonada —nos dijo—, con insomnio y disminución de apetito; pero no se quejó de estas molestias ni cambió su método de vida; fue a El Pardo a una partida de caza, salió a caballo uno de estos días, y sintió, durante el paseo, algunos vértigos que la pusieron por dos o tres veces en peligro de caerse. Todavía no se quejó hasta una tarde que sintió mucho frío. Tuvo una fuerte reacción, le hicieron dos sangrías y quedó la enferma aliviada y sin calentura. A la noche inmediata fue mayor el desasosiego; empezó a tener picazón en la piel, y al amanecer se le presentaron pintas rojas, como de sarampión. No creyendo Su Alteza que la cosa tuviera gravedad, y sintiéndose aliviada, se lavó y peinó y tomó un poco de caldo con pan. Continuó manifestándose la erupción hasta cubrir la mayor parte del cuerpo, sobre todo el pecho y la cabeza. Aquella noche estuvo más inquieta y con mayor dificultad de respirar. Al día siguiente, además de otros remedios, se le hicieron a Su Alteza dos sangrías. Los síntomas del pecho iban aumentando, tenía un estertor terrible y le hicieron otra sangría. Las manchas como de sarampión habían desaparecido casi del todo. El día 29 de este mes se agravó la enferma. Celebraban los médicos varias consultas en los días anteriores, y en este se decidieron a emplear un método que parece que es conocido con el nombre de contraestimulante. Toleró el medicamento muy bien, que era algo como tártaro.
—¿Tártaro emético?
—Eso es. Continuó el pecho en el mismo estado y creció la agitación y el delirio. A las cuatro y media de la tarde de este día se le declaró rápidamente un ataque apopléptico, y a la media hora murió.
—¿Le asistió, como dicen, el padre Fulgencio? —le pregunté yo.
—Sí, es el confesor de la casa. Este la confesó. Ella pidió que se llamase a la servidumbre para pedirle perdón. Llamó también a don Francisco de Paula y a la princesa Luisa Fernanda, y estuvo hablando con ellos. Después, el padre Fulgencio le dio un vaso de agua fría, y en seguida otro. No hizo más que beber el último y quedó muerta. Se le preguntó al escolapio por qué lo había hecho, y dijo que ella se lo había pedido con insistencia.
Nos despedimos de la señora de Ruiz de Arana y salimos el notario Puga y yo a la calle. No era, a pesar de sus explicaciones, muy claro lo que había ocurrido con la infanta.
Le pregunté a un médico amigo:
—¿Qué es eso de los contraestimulantes?
—Esto de los contraestimulantes —me dijo— viene de una teoría de un médico italiano, Rasori, que suponía que las enfermedades eran siempre por defecto o por exceso de vitalidad. Para las unas empleaba los estimulantes, y para las otras, los contraestimulantes.
Le expliqué al médico la enfermedad con los detalles que me había contado la señora de Arana.
—Yo creo que habiendo médicos hubieran notado si había posibilidad de un envenenamiento.
—¿Y los vasos de agua fría del padre Fulgencio?
—Supongo que sería un capricho de la enferma.