I

Yo me transformé, por la acción del tiempo, casi por completo. Aviraneta, no. Aviraneta fue siempre hombre de una pieza. Desde su juventud hasta la vejez, siguió siendo el mismo, sin variar en nada, Para él no había posibilidad de cambio.

El amor, el dandismo y la intriga.

PASARON algunos años. Aviraneta, resignado a no llegar a nada, sin esperanza alguna, se contentaba con ser espectador y comentador de los sucesos políticos y populares.

La casualidad y la mala voluntad de un ministro hizo aparecer a don Eugenio unido al policía Chico en un asunto en el cual ni el uno ni el otro tenían nada que ver, y, naturalmente, no podían estar en relación. En 1847 prendieron a Aviraneta y a Chico y los deportaron. A don Eugenio lo enviaron a Alicante, y a Chico, a Almería. La deportación duró sólo una semana.

Las causas interiores de la deportación eran un poco cómicas. El Gobierno, en el Gabinete negro, había interceptado una carta de don Eugenio enviada a René de Baissac, entonces otra vez en Francia, en la que se burlaba de la política de los puritanos, que se encontraban en el Poder.

La supuesta autoridad de Pacheco, Istúriz y Pastor Díaz, y de sus colaboradores Salamanca y Serrano, había hecho que en las Cortes les llamaran los puritanos. Luego, cuando se vio que no se distinguían de los demás políticos en nada y que eran tan ávidos o más que los otros de riquezas y de empleos, la gente empezó a llamarles en broma puritanos.

Esto con respecto a la deportación de Aviraneta; con relación a Chico, el jefe de Policía, tenía en abril de 1847 una letra de veinticinco mil francos del duque de Riánsares, aceptada por el ministro de la Gobernación, don Antonio Benavides, para el cobro. Por entonces hubo una algarada de unos cuantos jóvenes que vitorearon a la libertad y a la reina en el Prado y en la Puerta del Sol.

El ministro, historiador de cierta fama, tuvo una idea literaria.

«Vamos a prender a Chico y a Aviraneta —se dijo—. A este le castigamos por su correspondencia, y al otro no le pago la letra hasta que tenga dinero, o no se la pago nunca. De paso se da la impresión a la gente de que ha habido un complot entre dos personajes misteriosos y siniestros.»

No había complot. Era una pura canallada del notable político e historiador.

Don Antonio Benavides, que parecía una mosquita muerta, era un granujilla y un intrigante. A veces los periódicos satíricos tienen intuición. El Tío Camorra, semanario de Villergas en 1847, suponía que había un cementerio de los políticos del tiempo, y en la tumba de Benavides se leía este epitafio:

Caminante, quita, quita,

sé cauto y no te descuides,

que en esta mansión habita

el terrible jesuita

don Antonio Benavides,

Vivió sin hallarle pero

ningún viviente del globo,

engañando al orbe entero,

con el corazón de un lobo

bajo la piel de un cordero,

Don Antonio Benavides estaba muy bien representado en estos versos. Era hombre culto y sabio, pero capaz de hacer un chanchullo, de quedarse con los cuartos de cualquiera y de meter a un infeliz inocente en la cárcel si le convenía.

El golpe de Benavides lo paró María Cristina, que había empezado a sentir admiración por Aviraneta y a comprender que le había tratado con una ingratitud y un desdén inmotivados.

En aquel año del destierro de don Eugenio, el mismo periódico, El Tío Camorra, decía que Narváez iba a nombrar a Aviraneta ministro de la Gobernación, y en una estampa se veía al presidente sirviendo vino a don Eugenio, que estaba sentado en una silla, con una boina carlista y un vaso en la mano.

Por este tiempo se registraron varias casas con frecuencia inusitada, y entre ellas la de Aviraneta.

Se pensaba, yo creo que sin fundamento, que don Eugenio guardaba papeles importantes. No sé si los tendría en su casa de Bidart; supongo que los destruyó cuando vio que no los necesitaba. Me hubiera gustado encontrar su famosa Memoria secreta, de la que habla en su última relación.

Don Eugenio había perdido sus condiciones y sus medios para la intriga. No tenía apoyo ni confianza en el ambiente; había quedado reducido a ser un hombre escéptico y burlón. Satirizaba a los políticos del tiempo con acritud y gracia. Dudaba de ellos y de sus intenciones.

Yo le oí varias veces desconfiar del liberalismo de González Bravo cuando este presumía de exaltado, y acertó. En otras ocasiones acertó también.

Aviraneta vivía con gran modestia de su sueldo. Se había hecho un hombre muy casero. Tenía una pequeña biblioteca, formada por novelas francesas y españolas y por algunas obras de historia popular. De sus aficiones de cazador le quedaba el entusiasmo por los perros. Casi siempre tenía dos, a los que daba nombres de políticos a quienes odiaba.

Como tenía miedo de que la Policía se incautara de sus papeles, parte de ellos me los dejó para que los guardara. Un legajo de la Sociedad Española de Jovellanos, sociedad que muchos han considerado inexistente y apócrifa, ha estado en mi casa mucho tiempo.

No sé si los documentos eran o no auténticos, pero lo parecían. No tenían gran interés. Llevaban la firma del director y del secretario, para mí desconocidos, y un sello con estas dos palabras en inglés: Nothing Without, cuyo sentido no comprendía bien o quería decir «Nada absolutamente». Esto, quizá, hacía pensar que no se trataba de cosas serias.

A don Eugenio, hasta los últimos años de su vida, le escribieron anónimos insultándole y amenazándole. Sin duda eran los carlistas, que no le perdonaban sus maniobras del final de la guerra. También le registraron la casa muchas veces. No suponía quién podía ser el instigador de estos registros, pero ello le daba cierto miedo.

En los años que transcurrieron desde la vuelta de Aviraneta de Suiza a Madrid hasta su muerte no le ocurrieron acontecimientos de importancia; únicamente su matrimonio y su prisión en el Saladero, cuando la revolución del 54.

Del matrimonio yo no tengo datos personales, porque en esa época estuve en el extranjero. Aviraneta no me habló nunca de las circunstancias en que había encontrado en Madrid a su mujer, Josefina de Esperamons, a la que yo conocía de Tolosa de Francia.

Según unos, en la corte, en 1852, actuaba en los Campos Elíseos, cerca de la calle de Alcalá, una compañía de ópera. Una noche apareció en el escenario una cantante tan mala, que se desencadenaron las iras del público, que protestaba contra aquella desdichada artista.

Desesperada, pues el empresario en el mismo momento le hizo rescindir el contrato, estaba hecha un mar de lágrimas, cuando apareció don Eugenio a consolarla. La muchacha era Josefina, a quien la ruina de su casa había empujado a buscarse la vida de cantante.

Según otros, no fue en ningún teatro, sino en un café de la calle de la Montera en donde don Eugenio encontró a Josefina, que tocaba la guitarra y cantaba.

Fuese en un sitio o en otro, Josefina dijo a don Eugenio que su abuela había muerto, que su madre estaba trabajando en la granja de unos parientes, en donde la trataban mal, y que ella había levantado el vuelo para ver si podía vivir de una manera un poco más decorosa y agradable.

Don Eugenio, no sabiendo cómo protegerla y encontrándose viejo y solo, la propuso que se casara con él.

La muchacha aceptó la proposición con reconocimiento, y el 4 de noviembre de 1852 contrajeron matrimonio. Don Eugenio, intendente militar de segunda clase, tenía cincuenta y nueve años, iba a cumplir sesenta unos días más tarde, era feligrés de la parroquia ministerial del Real Palacio de Madrid, y la novia, Ana Enriqueta Josefina de Esperamons, era natural de Tolosa de Francia, hija de don Francisco, ya difunto, y de doña María Luisa Levert.

El matrimonio tuvo sus dilaciones, porque el Gobierno no quiso dar la licencia a un militar para casarse con una cómica.

Por fin se verificó la boda en el cuarto que ocupaban ambos contrayentes, en la calle de Bailén, número 12. Fueron testigos don Joaquín Barroeta Aldamar, gentilhombre de Su Majestad la reina; don Francisco, de los mismos apellidos, caballerizo de Su Majestad, y don Casimiro Martín, del comercio y natural de Tolosa de Francia, con otras varias personas. El día 6, en la iglesia de la Encarnación, recibieron las bendiciones nupciales, celebrándose la misa, siendo padrinos el excelentísimo señor don Modesto Cortázar, gran cruz de Isabel la Católica, ex ministro de Estado y senador, y madrina, la excelentísima señora doña Felisa Blanco de Lersundi.

Aviraneta quiso dar a la boda un cierto aire aristocrático para contentar a Josefina.

«Ya que se casa con un viejo, le doraremos la píldora», dijo maliciosamente.

Josefina le tenía afecto. Años después decía, poniéndole la mano en el hombro:

—Por este viejecito vivo yo bien.

A Josefina le quedaba mucho entusiasmo por la música, y cantaba, acompañándose de la guitarra muy bien, con mucho estilo, aunque con poca voz. Varias veces le oímos los amigos la canción de Jenny l’ouvriere, que tuvo un éxito enorme, y corrió por Francia y por todas partes.

Al oír las distintas estrofas, las damas que entendían la letra de la canción en francés se enternecían y hasta derramaban algunas lágrimas. Luego Josefina tuvo la especialidad de cantar zortzikos vascongados.

Durante algunos años, Aviraneta vivió también en San Sebastián, en el barrio de San Martín. Leía periódicos y alguno que otro libro, escribía sus recuerdos, daba paseos y hacía colección de insectos, de conchas y de caracoles, para cuya clasificación se valía de un librito en francés de Historia Natural.

Tenía dos o tres casas en San Sebastián adonde iba de tertulia: la de Goñi, la de Alzate y la de Errazu, que eran parientes suyos, y solía pasar grandes ratos en la imprenta de Baroja. Allí se reunían don Nazario Eguía, el manco; el general don Antonio Van Halen, el intendente Arizaga, don Modesto Lafuente, Antonio Flores, el autor de Ayer, hoy y mañana, y otros.

Con frecuencia, algunos de estos carcamales solían ir en pandilla a comer a los fonduchos de Pasajes. Se embarcaban en un bote, llevado por una batelera chillona que les gastaba bromas y les pedía noticias de Bretón de los Herreros, el dramaturgo tuerto y malicioso que las había sacado a ellas en una comedia. No era raro tampoco que entre aquellos viejos volviera a veces el más serio un tanto alegre, con la levita desabrochada y el sombrero de copa torcido, y quisiera bromear con la batelera, capaz de darle un soplamocos si se propasaba en lo más mínimo.

Unos años después de su estancia en San Sebastián, sintiendo de nuevo la nostalgia de la vida más agitada de la corte, don Eugenio volvió a Madrid y se instaló con Josefina en un modesto piso tercero de la calle del Barco, cerca de la plaza de San Ildefonso. Don Eugenio tenía pocas amistades entre políticos; conocía a algunos militares y a los comerciantes fruteros de la plaza, e iba de tertulia a sus tiendas.

Josefina y don Eugenio pasaban las temporadas veraniegas en Salas de los Infantes y en San Leonardo.

Don Eugenio solía ir de visita a casa de sus amigos. A la suya de la calle del Barco acudía poca gente. Algunas veces se encontraba allí a las hijas del general Lersundi, que eran entonces niñas. Aviraneta las obsequiaba con caramelos, les hablaba en vascuence y cantaba el Iriyarena y daba palmadas para que las chiquillas bailaran.

Nadie se acordaba en España de Aviraneta; pero quedaban en el ambiente algunas historias falsas que se referían a él.

En Burgos me dijeron que, al principio de la guerra de la Independencia, Aviraneta, preso con su padre, que era regidor, y condenado con él a muerte, estuvo en una mazmorra del castillo hasta que fue enviado a la ciudadela de Bayona.

En Zaragoza me contaron que había seducido allí a dos hermanas, las había dejado encinta, y, perseguido, se había escapado a nado por el Ebro; luego, llegado a Barcelona, había sublevado un regimiento.

En Madrid, un viejo me contó que don Eugenio, solo, con una navaja, degolló a varios frailes en el colegio de San Isidro en 1834.

En Vitoria se hablaba con detalles de un hecho melodramático. Aviraneta, en tiempo de guerra, se había presentado con un puñal en el alojamiento de Don Carlos para matarle, y en el momento en que le descubrieron se tiró por una ventana y salió huyendo por el campo.

En Aranda me aseguraron que don Eugenio había sido un hereje, y que en su juventud tuvo un proceso en la Inquisición, lo que parece que fue cierto.

También me aseguraron que en el segundo período constitucional, de 1820 al 23, preparó el asesinato del Cura Merino, lo que escandalizó al pueblo y le hizo odioso a los absolutistas.

Algunos decían que había sido carlista y traidor a los liberales.

Lo único que se sabía de él eran algunas historias, la mayoría, indudablemente, falsas. Al acercarse a los ochenta años, don Eugenio volvía un poco a la infancia, le gustaba cantar en vascuence canciones de su juventud, era muy entusiasta de Iparraguirre y se pasaba la vida leyendo folletines y memorias de generales.