II

LA «PROPAGANDA DE LA FE» TRABAJA

Este Ríos afirmó delante de don Eugenio que la reina Cristina era en el fondo carlista, que creía que su cuñado Carlos era el que tenía la razón y el derecho a la cuestión dinástica, que estaba dispuesta a entenderse con él.

La Isabelina.

APENAS la reina María Cristina llegó a Francia, de acuerdo con Guizot y con Luis Felipe, su gran amigo y pariente, avisó al antiguo ministro don Francisco Cea Bermúdez para entrevistarse con él. En su conferencia quedaron de acuerdo los dos en proponer una inteligencia secreta con el pretendiente Don Carlos.

María Cristina tenía una gran debilidad por Cea Bermúdez. Por lo que supe, la reina y el ex ministro mandaron un emisario a Bourges, donde vivía el pretendiente. La maniobra me pareció indigna. Si hubiera tenido medios de fortuna, me hubiera retirado definitivamente de la política.

Cea Bermúdez estaba entonces en pleno clericalismo. Su mujer era una malagueña inflada y redonda como una bola de grasa. Tenía como director espiritual un padre jesuita y se confesaba y comulgaba todos los días.

La «Propaganda de la Fe»

Por esta época, la sociedad de la Propaganda de la Fe trabajaba desde Lyón en fundar sociedades realistas. La directiva de la Junta de Insurrección de París, de carácter clerical, contaba arzobispos, obispos y una porción de personas influyentes. Se intentaba hacer en España una contrarrevolución realista y teocrática.

Al trasladarse María Cristina a Paris, muchos de los afiliados a la camarilla madrileña de la reina abandonaron la corte para trasladar su tertulia al palacio de la calle de Courcelles, donde se había instalado la ex regente.

En esta morada tenía Cristina su residencia suntuosa. Le acompañaban don Fernando Muñoz y sus hijos. Las puertas del palacio de la calle de Courcelles estuvieron siempre abiertas a los moderados y a los carlistas; en cambio, se cerraron para los sospechosos de ser liberales auténticos.

Por esta época fue a París mi agente García Orejón a espiar a María Cristina y a sus amigos no sé por parte de quién, quizá del mismo Espartero.

El antiguo picador era muy ladino, como recriado entre los hombres de la Policía de Calomarde. No se sabía a quién iba a servir. Don Carlos, Tamarit, Negrete y los incondicionales de la corte del pretendiente en Bourges estaban entusiasmados con él.

A mí Orejón me tenía cierta ley y me dio una prueba de ello enviándome a Ginebra noticias e informes muy útiles, a pesar de que sabía que yo no se los podía pagar.

Por las noticias de Orejón, en el palacio de María Cristina se conspiraba y se preparaban negocios bursátiles.

Entre los partidarios cristinos hubo dos tendencias: una, la de Cea Bermúdez, absolutista, templada y clerical; otra, la de don Ramón María Narváez, ordenancista, liberal, en parte moderada y militarista.

Cea Bermúdez tenía a su lado el elemento religioso, y muchos políticos franceses estaban a su favor. Los carlistas le consultaban. Belmaseda, antes de ir a Rusia, estuvo a conferenciar con él.

Dirigían el movimiento cristino, liberal y militarista de París, como políticos, Istúriz y Montes de Oca. En la parte militar, Narváez llevaba la voz cantante. Pronto el partido militar preponderó sobre el civil y virtualmente lo hizo desaparecer. Al mismo tiempo, los elementos adictos a Cea Bermúdez, al ver la prepotencia de Narváez, se aliaron al carlismo.

Los amigos de Narváez

Los amigos de Narváez, casi todos ellos generales, veían con disgusto la elevación de Espartero. Sentían celos. Algunos eran muy vanidosos; otros, muy vanidosos y muy rapaces.

En el partido de Narváez se habían afiliado O’Donnell, don Diego de León, Azpiroz, Felipe Ribero, Borso di Carminati, don Gaspar de Jáuregui y muchos de los carlistas pasados al campo constitucional desde el Convenio de Vergara.

El general don Diego de León había escrito a París, adhiriéndose a los proyectos de María Cristina, y al parecer estaban identificados con él don Santos la Hera, Urbina, Concha, Quiroga, Palarea, Pavía, Lersundi, Urbiztondo y otros muchos.

Don Juan Hernández, ex cónsul de Perpiñán y encargado interinamente de la Embajada española de París, conocedor de estas intrigas, enviaba en su correspondencia noticias detalladas de Espartero.

Don Juan Hernández hizo después las gestiones para que Olózaga quedara de embajador en París, puesto al que le enviaba el duque de la Victoria, que no le gustaba tenerlo cerca. Por otra parte, Olózaga no era persona grata al Gabinete de las Tullerías; así que no le querían ni en Madrid ni en París.

Narváez, para luchar contra el regente, fundó una asociación secreta de carácter masónico, la Orden Militar Española, cuyos afiliados extendieron su influencia y su acción por la Península. Se hizo también una propaganda grande entre los ayacuchos o antiguos partidarios de Espartero y compañeros suyos en el ejército. Estos trabajos llegaron a su apogeo con la coalición de los progresistas enemigos del regente y amigos de Olózaga y de don Joaquín María López con los jefes militares adictos al general Narváez.

Yo quedé fuera de tales combinaciones y no me llamó nadie a colaborar en ellas. Quizá no hubiera acudido al llamamiento. Estorbaba y empezaba a estar de más.

La camarilla de la reina madre, que tenía sus reuniones políticas en el palacio de la calle de Courcelles, formó un directorio con residencia en Madrid. Se trataba de derribar al duque de la Victoria y de volver a llevar a la regencia a Cristina, pero no como reina constitucional, sino como absolutista.

Cristina iba preparando el alzamiento con su manifiesto firmado en París en julio de 1841, con su carta dirigida a Espartero y con sus instrucciones y consignas a sus partidarios. Estos documentos, por lo que se dijo, los escribió Donoso Cortés. En la intimidad, María Cristina nunca habló mal de Espartero; por el contrario, lo elogiaba.

Yo estaba en la desgracia y nadie se ocupaba de mí. Se aseguraba, por lo que me dijeron luego, que me había hecho carlista.

La razón de esta falsedad fue el haber tenido correspondencia con Salvador. Este mostró mis cartas a Hernández; quizá les añadió algo, lo que no era difícil para un hombre que tenía condiciones para la falsificación como él.

Don Juan Hernández se presentó en el Ministerio del Interior con mis cartas. El ministro francés seguramente no las leyó ni sabía castellano.

Por otra parte, en el Ministerio se había traducido y leído mi Memoria, y se dijo que yo era hombre peligroso, de mucho temple, y que de estar en Francia podía unirme y hasta dirigir alguna fracción de republicanos y comunistas.

Al parecer influyeron también en mi destierro la infanta Luisa Carlota y sus amigos, que me consideraban adversario de las pretensiones de la familia, y Martínez López, el cochambroso y pedantesco gramático y libelista.

Por todos estos motivos me expulsaron de Francia, pasándose el ministro por debajo del sobaco libertades individuales y demás zarandajas que aparecen en las Constituciones y por las cuales han muerto tantos ilusos y tantos infelices.

Fue mi expulsión una canallada más de políticos que se llamaban liberales.