V
MÁS CARTAS
He leído su carta y me da mucha pena ver que lleva usted una vida tan arrastrada y que pasa usted tantos trabajos y fatigas. Mi pobre don Eugenio, le veo a usted muy mal.
Con la pluma y con el sable
COMO la carta de la bailarina había dado una idea más clara de lo ocurrido en Valencia que lo que decían los periódicos, escribí a la Perlita agradeciéndole sus informes y pidiéndole que me siguiera escribiendo. Le contaba las dificultades que había tenido con la Policía al desembarcar en Marsella y cómo me habían detenido y querido prender.
La bailarina me contestó con una esquela lamentando mis percances y exhortándome a vivir tranquilo y bien avenido con las leyes. Esto me hizo gracia.
Después hablaba en otra carta de los asuntos políticos.
Valencia, septiembre.
Amigo don Eugenio:
Hoy se me ha presentado en el teatro Isidro Madruga, el agente de Policía que estuvo hablando con usted en la Amable Luisa, con una tal Pura, que es doncella de la reina. Esta Pura es una mujer simpática, charlatana y atrevida, que sabe todos los líos y murmuraciones de la Corte. Según ella, si su ama no estuviera enamorada de Muñoz, que es un zanguango, se arreglaría todo. Con que le hiciera unas cuantas cucamonas a Espartero y a esos viejos tontos que le aconsejan al general, quedaría el país tranquilo.
Según la Pura, María Cristina sabe bien lo que pasa y en Barcelona le dijo a un palaciego: «Esto es otro golpe como el de La Granja, con la diferencia de que aquello estaba dirigido por sargentos, y esto, por generales».
Según la Pura, María Cristina accedió a lo de La Granja porque los sargentos le dijeron que si no firmaba la Constitución fusilarían a Muñoz.
Para la Pura, estas cuestiones de la política, tan serias según los hombres, no son más que tonterías y un arte de fingir desdenes y de hacer carantoñas.
La Pura nos ha contado una porción de cosas y nos hemos reído mucho.
Como me decía usted, don Eugenio, aquí no tengo éxito. Mis bailes les parecen poco desgarrados y violentos y no gustan. Tendré que volver a Inglaterra.
Siguiendo mi oficio de corresponsala, le diré que de Madrid llegan noticias de motines en calles y plazas, La efervescencia popular es grande; la mayoría grita: «¡Viva Espartero!»; algunos, «¡Viva Isabel II!», y nadie, «¡Viva María Cristina!».
La lucha entre la reina y Espartero se acusa cada vez más. Personalmente se dice que no se tienen odio. Sus partidarios son los que les ponen a uno frente al otro. La reina parece que tiene interés en quedarse en España; ha enviado dos candelabros de plata a la capilla de la Virgen de los Desamparados, y están siempre encendidos en el altar como una ofrenda.
Los directores del movimiento anticristino, por lo que me dice el periodista que viene aquí, son don Luis González Brao y don Fernando Corradi.
Ayer, mientras estaba yo en mi cuarto del teatro con algunos amigos, el periodista hablaba de la Taglioni, de la Fanny Essler, de Lola Montes y de otras bailarinas a las que no ha visto en su vida, porque habla por boca de ganso, vino un joven militar, que es ayudante de Espartero, y nos dio noticias de la marcha de los asuntos políticos.
El joven militar nos ha dicho que en este momento luchan en Valencia la influencia inglesa y la francesa. Luis Felipe no quiere de ninguna manera el triunfo de los progresistas.
El duque de la Victoria fue de Barcelona a Madrid a verse con la Junta revolucionaria, y de Madrid a Valencia, con los ministros. El duque ha presentado el programa de su Gobierno a María Cristina. La reina, al recibir el programa, lo ha guardado.
Después ha discutido con los ministros y les ha dicho:
—Quizá tengan ustedes razón, pero yo tengo también razón para no hacer lo que me dicen ustedes.
A los argumentos un poco pesados y machacones de los ministros ha contestado sublevándose, y a lo último, roja de cólera y de soberbia y dirigiéndose al presidente, le ha dicho: «Espartero, yo abdico».
Sorprendido este y sus colegas de una resolución tan inesperada, han tratado de disuadirla.
«No —ha afirmado ella—; mi resolución es irrevocable.»
—Y ahora, ¿qué viene? —le hemos preguntado al militar que nos ha contado esto.
—¡Quién lo sabe! —ha contestado él—. Probablemente, la dictadura militar.
Ahí le envío la noticia fresca.
Dolores la Perlita
Otra carta
Valencia, octubre.
Amigo don Eugenio:
El joven militar que nos visita nos ha dado noticias de lo que ocurre.
Por la noche, ante la concurrencia invitada para la ceremonia de la abdicación, la reina regente ha leído la renuncia de su cargo. Parece que esta renuncia está escrita por Pacheco. Cortina ha dicho que es una tea incendiaria, no sé por qué. Se ha extendido el decreto por el que se instaura una Regencia provisional. Han firmado todos los concurrentes. La variedad de opiniones no ha puesto el menor obstáculo ni se ha levantado una voz contra lo que los moderados llaman violencia irrespetuosa.
El motivo de la abdicación ha sido objeto de discusiones.
La reina afirmó:
—El motivo principal de mi renuncia —es el estado de mi salud, harto quebrantada para poder continuar al frente de la gobernación del reino.
El presidente le contestó:
—Ruego a Su Majestad que considere que ese motivo no puede ser suficiente para justificar a los ojos de la nación y de Europa un paso de esa gravedad.
Los ministros han secundado a Espartero en sus ruegos, y este ha llegado hasta el extremo de arrodillarse ante la regente y pedirle que no renuncie.
El abogado Cortina, que ha creído que el duque se excedía en la súplica, le ha dicho con acento grave y resuelto:
—¡Basta, general!
El duque de la Victoria se ha incorporado y dicen que ha dicho:
—Sea lo que Su Majestad quiera.
Se ha tratado después de la manera de hacer la renuncia y de dar una explicación de sus causas, María Cristina escuchaba los distintos pareceres; tan pronto aceptaba como negaba, sugería una idea y se volvía atrás.
De pronto, la reina, después de guardar silencio por unos instantes, ha dicho:
—Aunque me causa vergüenza el manifestarlo, —vosotros sabéis lo que la Prensa se ha permitido escribir de mí— y ha sacado un sobre con recortes de periódico.
Entonces, unos dicen que Cortina y otros que el mismo Espartero, ha replicado:
—Esta misma causa, señora, podía ser una explicación para renunciar a la Regencia.
—No entiendo —ha contestado ella con candidez fingida.
—Corre el rumor de que Su Majestad quiere contraer segundas nupcias.
—Es falso. Es un rumor que la maledicencia y la calumnia han inventado.
Los hombres dicen que no comprenden para qué emplea la reina tales disimulos y embustes; pero hay que tener en cuenta que esta señora se encuentra sola y que tiene que defenderse de algún modo. Los hombres dicen que María Cristina ha seguido cobrando la pensión como viuda de Fernando VII, a pesar de que se asegura que está casada con Muñoz.
El duque de la Victoria y los ministros no han podido replicar, por más de que todos tengan el convencimiento de la verdad de los hechos, que María Cristina califica de calumnias.
En la conversación particular que la reina ha tenido con Espartero, según nos cuenta el joven militar, le ha dicho María Cristina:
—Los reyes son siempre ingratos, tienen que serlo. Más vale que me vaya ahora, voluntariamente. Si no, pronto mi hija me echaría o me obligaría a que me marchase.
¡Qué opinión más cruda sobre la familia!
Después de firmar, la reina ha conversado con los concurrentes y se ha retirado a sus habitaciones. Al ir a despedirse de ella los ministros, la encontraron leyendo tranquilamente los periódicos.
Después de la ceremonia de la abdicación, María Cristina ha dicho:
—Los pocos días que permanezca en Valencia ya no seré más que la condesa de Vista Alegre.
—Nosotros —le ha replicado uno de los ministros— debemos manifestar a la condesa de Vista Alegre que no es posible que dejemos de ver en su augusta persona a la madre de Isabel II, nuestra soberana.
La reina ha pedido a todos que la dejaran sola, y cuando se han ido, ha entrado Muñoz, y, por lo que cuentan, le ha dicho:
—Ya estoy libre. De ahora en adelante nada turbará nuestro reposo ni nuestra felicidad.
Se dice que la reina quiere salir de España en un buque francés; pero el Gobierno se opone.
Días después
No le he enviado la carta hasta el desenlace de la cuestión política que le interesa a usted.
Se había dispuesto que el día de la salida de la reina oyese misa en la capilla de la Virgen de los Desamparados.
El Gobierno parece que supo que algunos individuos del partido moderado trataban de oponerse a la partida de María Cristina y que otros progresistas intentaban pedir cuentas a la regente de su tutela. Los concejales, a su vez, no han querido acompañar a la reina al puerto de El Grao.
Se han intentado allanar las dificultades, se ha suprimido la misa de la capilla de la Virgen de los Desamparados, se han tendido las tropas desde Valencia a El Grao, y a las seis y media de la mañana ha salido la reina con los ministros y su comitiva. Le acompañaban la duquesa de la Victoria, la marquesa de Valverde y los ministros de Estado y de Marina. La reina, por lo que me han dicho, iba alegre y sonriente. Se trasladó en una falúa, guiada por el capitán del puerto, al vapor español Mercurio, que se ha alejado en seguida.
Quedan en Valencia las dos hijas de la reina. Dicen que el poeta Quintana será su ayo.
Yo voy a Málaga mañana o pasado. Fanny vuelve a Francia.
Esta noche ha venido a mi cuarto del teatro, con el joven militar, un comerciante que hace negocios de Banca y de Bolsa. Ha dicho que la subida del duque de la Victoria al Poder está produciendo gran marejada en los negocios bursátiles. Según él, los amigos del duque, los progresistas y los del partido inglés, enterados de antemano de los proyectos del futuro Gobierno, se van a hacer ricos. Se lo digo a usted por si le interesa.
Hasta que nos veamos, don Eugenio.
Dolores la Perlita.