VII

MURMURACIONES

Castelo intervino en la conversación y habló de lo que se decía en la calle; de que la reina madre había tomado parte en todas las contratas y en todos los negocios sucios de España y de Ultramar, para hacer la fortuna de los Muñoz.

El sabor de la venganza

DURANTE algún tiempo se creyó que con el matrimonio de Isabel II con Don Francisco de Asís se había hecho la felicidad de los cónyuges y la de los españoles. Antes del año empezaron a correr noticias de las discrepancias entre marido y mujer. Se supuso que la reina estaba enamorada de su primo; luego resultó que se despreciaban mutuamente. Ella le tuvo a él por poco hombre. Él a ella, por una cortesana.

Al parecer, la cuestión del mando y de la autoridad entre ellos se produjo en seguida. El marido quería mandar y la mujer no se lo permitía.

—Que tú gobiernes el Estado, está bien —decía él—; pero en la esfera de Palacio y en la administración del Patrimonio, debo mandar yo.

—No —contestaba ella, que era orgullosa y bruta—; yo soy la reina, y tengo que mandar en todo.

Al parecer, Isabel II no tuvo por su marido las más elementales consideraciones. Ella era de más carácter, enérgica y mandona. Un escritor francés que conoció a los dos dijo de la pareja real: «Don Francisco de Asís es de buen aspecto cuando está sentado, pues sus piernas son más cortas que el resto del cuerpo. Tiene una figura afeminada, lo contrario de su mujer. Así como esta posee una voz dura y ronca, la del rey es fina y atiplada. Se diría la de un chantre del Papa».

Yo le vi una vez; se parecía a su padre; pero así como el infante don Francisco de Paula tenía una frente estrecha, Don Francisco de Asís la tenía ancha, abultada, un poco de raquítico, y usaba un peinado de gusto de peluquero.

Durante algunos años, todos los ataques de los periódicos revolucionarios fueron contra el Gobierno. La reina quedaba libre de la maledicencia pública.

Con la privanza escandalosa del general Serrano comenzaron las murmuraciones entre los palaciegos y los políticos, y llegaron pronto a ser la comidilla de los círculos y de los cafés.

Pasó el valimiento de Serrano, y se habló de un cantante, Mirall; después, del profesor de música Valdemosa, de Sartorius, del Pollo Real (Ruiz de Arana), de Puig Moltó, del barítono Obregón, del músico Arrieta y, por último, de Marfori.

Cuando el Pollo Real (José Ruiz de Arana) apareció como favorito se destapó la maledicencia. Un periódico dijo: «Mientras los oficiales viejos, llenos de servicios, no han llegado más que a capitanes, Pepito Arana ha pasado en pocos arios de cadete a teniente coronel sin haber hecho más que alguna expedición a los sitios reales».

Después, la murmuración se acentuó.

Era demasiado; se decían cosas horrorosas. De Francisco de Asís, fueran verdad o no, se contaban otras historias casi aún más feas, que, según la voz popular, ocurrían en un convento.

Se dijo también que Francisco de Asís mandó matar al primer hijo de Isabel II, que seguramente nació muerto. A aquel pobre Don Paco todo el mundo le vejó e insultó. La vida del matrimonio real era famosa. Se contó por todo el pueblo que una vez el pollo Arana pidió a Isabel que le diera veinte mil duros. La reina los reunió y los guardó en un armario. Salió de su cámara, y al volver se encontró con que la mitad de la suma había desaparecido. Se los había llevado Don Francisco de Asís. La reina fue a su encuentro, y a empujones y a golpes le obligó a que se los devolviera y pudo dar los veinte mil duros a su favorito.

Los periódicos de oposición hacían continuamente alusiones a todos estos rumores. El público acogía y aumentaba a su placer los conceptos embozados; los comprendía y los comentaba, y la censura no podía evitar las malicias porque temía aumentar más la gravedad de un escrito si lo recogía.

Generales y políticos conspiraban. Se habló con calor del cambio de dinastía, y yo oí decir en una casa:

—Es menester que esa mujer torpe y testaruda se vaya.

Se estaba repitiendo el caso de María Cristina en mayor escala. Después de la adoración, el odio y el desprecio.

La madre y la hija

También se seguía manifestando antipatía contra María Cristina, suponiendo en esta señora una codicia inaudita y una intervención desvergonzada en los ferrocarriles y en los demás negocios dirigidos por el banquero Salamanca.

Se contaba que una noche don Joaquin Francisco Pacheco fue a visitar a Doña María Cristina. La reina madre le dijo:

—Mañana va a caer el Ministerio Narváez.

—No lo creo —contestó el político.

—¿Qué se apuesta usted, Pacheco?

—Me apuesto dos onzas.

—Pues ahí van.

El político y María Cristina pusieron cada uno dos monedas de oro sobre la chimenea. Al salir de Palacio, Pacheco se dijo: «Es evidente; hay crisis, y pierdo la apuesta, porque la reina madre antes deja hundirse el palacio que perder dos onzas».

Así fue.

La gente decía que María Cristina era una coneja por su fecundidad. Había tenido nueve hijos con Muñoz, y a los nueve pensaba dejarles una gran fortuna.

A todos los que andaban en asuntos bursátiles, y a muchos moderados, unidos a María Cristina y dirigidos en política por Sartorius, se les llamaba popularmente los polacos y la legión polaca. Nadie sabía por qué, pero la palabra había corrido por toda España y se consideraba como una manifestación de desprecio dirigida a una pandilla inmoral.

Corriendo los años, el desprestigio de Isabel II y de su madre se acentuó. Y muchas veces pensaba: «¿En qué vamos a terminar?». Se dijo que el padre Claret había conseguido una bula del Papa a favor de Isabel II para pecar en vista de su fogosa naturaleza. Ya se creía todo.

Por lo menos a la reina Isabel, si se le atribuían desórdenes y un erotismo lúbrico, se le reconocía generosidad. A la madre, no; se la tenía por una mujer odiosa.

Se afirmaba que intervenía en inmoralidades y en agios de toda clase. Después se habló de ciertos asesinatos misteriosos, cuyos autores no se podían descubrir; se dijo que desaparecían envenenadas algunas personas depositarias de secretos de la reina madre. A la hija se la consideraba como una Mesalina, y a la madre, como una Lucrecia Borgia.

Yo, alguna vez que otra, iba a saludar a María Cristina a su palacio, cuando ella me llamaba. A Isabel II nunca fui presentado.