CAPÍTULO XII
Porque el amor es el cielo, y el paraíso es amor.
Romance del Último Trovador[1]
Ya no tenían que esconderse en sus manifestaciones. Se amaban, y eso basta para cualquiera que sienta como Eloise y Fitzeustace.
Una noche, ya tarde, mucho más allá de la hora a que Mountfort solía regresar de Ginebra, Eloise y Fitzeustace se habían sentado a esperarle. Se hizo muy tarde para seguir allí y, a punto estaba Eloise de desearle las buenas noches a Fitzeustace, cuando llamó su atención un golpe en la puerta. Y al instante, con paso apresurado e incierto, con las ropas manchadas de sangre, el rostro convulso y pálido como el de un muerto, irrumpió Mountfort.
La aterrorizada Eloise no pudo reprimir una involuntaria exclamación de sorpresa.
—¿Qué, qué es lo que ha ocurrido?
—¡Nada, nada! —respondió Mountfort, con voz atropellada y dominada por la angustia—. Pero la ferocidad de su mirada contradecía sus afirmaciones. Fitzeustace, quien se había dedicado a comprobar si estaba herido, al ver que no era así, se aproximó a Eloise.
—¡Dejadme! —exclamó la muchacha—. Estoy segura de que ha pasado algo. Decidme, querido Mountfort, qué es lo que ha pasado, os lo ruego.
—¡Nempere ha muerto! —contestó Mountfort, con voz deliberadamente desesperada; calló un momento, y añadió en voz baja—: Y me persiguen gentes de justicia. ¡Adiós, Eloise! ¡Adiós, Fitzeustace! Bien sabéis cuánto me cuesta tener que separarme de vuestro lado. Fijaré mi residencia en Londres. ¡Adiós! ¡Adiós, una vez más!
Y tras hablar así, con un gran esfuerzo en el que consumió toda su energía, abandonó la estancia, montó en un caballo que le esperaba a la puerta y desapareció rápidamente. Al instante, Fitzeustace había comprendido que allí no podía quedarse, y no se mostraba sorprendido de tal cosa. Suspiró.
—Bien sé —terció Eloise, muy agitada— que soy la causa de todas estas desgracias. Seguro que Nempere me buscaba, y la generosidad de Mountfort le habrá impelido a no entregarme. Y ahora es él quien se ve obligado a huir, con riesgo de su vida quizá. Mucho me temo que esté escrito que todos mis amigos hayan de padecer la fatalidad que me rodea. ¡Fitzeustace! —añadió, y con tanta ternura que, casi sin darse cuenta, éste le tomó la mano y se la llevó al pecho, en un expresivo, aunque silencioso, arrebato amoroso—. ¡Fitzeustace! ¿No desearíais también abandonar a la infortunada y solitaria Eloise?
—No digáis que estáis sola, queridísima mía. ¿Cómo podéis tener miedo, amor mío, durante el tiempo que dure la existencia de Fitzeustace? Decidme, adorada Eloise, que ahora estaremos juntos y que nada nunca nos separará. Contestadme, ¿consentís en nuestra inmediata unión?
—Pero ¿no sabéis —dijo Eloise, en voz baja, titubeante—, no sabéis que he pertenecido a otro?
—¡Imaginad que no es así! —le interrumpió un apasionado Fitzeustace—; no estoy dominado por un prejuicio tan vulgar, propio de mentes estrechas. ¿O es que la odiosa villanía y la ingratitud de Nempere podrían mancillar la inmaculada excelencia del alma de mi Eloise? No; no; y así habrá de permanecer, intachable, gracias a la delicadeza del cuerpo que la recubre. Y se elevará por encima de esta tierra. Por eso os adoro, Eloise. Decidme, ¿se trata de Nempere?
—¡Oh, no! ¡Jamás! —exclamó Eloise, con fuerza—. ¡Sólo el miedo perteneció a Nempere!
—Entonces, ¿por qué afirmáis que sois suya? —preguntó Fitzeustace, con voz no exenta de reproches—. Nunca podríais haber sido suya, destinada como estabais para mí, desde el primer instante en que se unieron las partículas que componen ese alma que yo adoro, y semejantes como son al Dios en quien creo.
—Os ruego que me creáis, queridísimo Fitzeustace; os amo mucho más que a cualquier otra cosa: ¡la existencia carece de valor, si no es para disfrutarla a vuestro lado!
Aunque algo le advertía de que las desechase, Eloise sintió como verdaderas las entusiastas y apasionadas ideas de Fitzeustace. Su alma, tendente siempre a abarcar más y abierta a la más excelsa virtud, aunque cruelmente disminuida en el momento de su desarrollo, se emocionó con un gozo desconocido hasta entonces, al darse cuenta de que había dado con un ser que comprendía y percibía la verdad de sus sentimientos, y lo saboreó por anticipado, al igual que Fitzeustace. Por su parte, mientras disfrutaba de las virtudes de aquel alma, unida a la suya y que animaba el cuerpo de Eloise para él, Fitzeustace se sintió transportado, porque todo aquello era tan cálido y apasionante como la imagen de la felicidad que siempre imaginó que no llegaría a conocer. Sus espléndidos ojos oscuros brillaron con la luz de diez arañas de cristal. Cada uno de sus nervios, cada una de sus pulsaciones ponía de manifiesto su conciencia avivada de que aquella a quien adoraba con toda su alma, incluso desde el momento en que fue consciente de la existencia de su propio espíritu, era real y estaba delante de él.
Pasó un breve espacio de tiempo, y Eloise dio a luz al hijo de Nempere. Fitzeustace lo quiso con afecto paternal y, en las ocasiones en que por fuerza tenía que ausentarse del aposento de su adorada Eloise, disfrutaba con la contemplación de aquel niño, al tiempo que escrutaba en su rostro inocente los rasgos de aquella madre a quien tanto quería.
Y el paso del tiempo no se hacía monótono ni pesado para Eloise y Fitzeustace. No deseaban mayor alegría que la de sentirse felices de estar juntos. Unidos por las leyes de su Dios y atraídos por similares sentimientos, imaginaban que los meses por venir transcurrirían de la misma manera, en esa total satisfacción que proporciona la unión inocente que se disfruta gracias al espíritu. Y mientras el tiempo volaba en extática sucesión de venturosos momentos, avanzaba el otoño.
Un atardecer, cuando ya era tarde, a su hora habitual, Eloise y Fitzeustace echaron a andar hacia el pabellón que tanto les gustaba. Fitzeustace se sentía más abatido de lo normal, y sus ideas acerca del futuro estaban teñidas de la melancolía que ocupaba su espíritu. En vano, trató Eloise de tranquilizarlo; la liza que se libraba en su cabeza era demasiado evidente. Le condujo hasta el templete, y entraron en él. Brillaba una luna otoñal, cuyo apagado brillo, apenas visible, quedaba amortiguado por la oscuridad reinante y, como el espíritu del éter intangible, que sabe cómo ocultarse a la penetrante mirada del ser humano, el astro se escondía tras una nube de color plomizo. El aire, con suave y melancólico susurro, soplaba entre las ramas de aquellos imponentes árboles; sólo las apagadas cadencias del canto de un ruiseñor quebraban la solemnidad del momento. Aunque su alma no encuentre motivo alguno de contento, ¿hay alguien en quien un cambio de ambiente no produzca una variación en sus sentimientos? ¿Existe la persona que, a pesar de escuchar el murmullo de la brisa del atardecer, no sea capaz de reconocer en su espíritu las sensaciones de celestial melancolía que le inspira? Si así fuera, su vida carecería de valor y nadie lloraría su muerte. Porque la ambición, la avaricia, mil mezquindades y pasiones innobles habrían apagado en ella la inigualable e indefinible sensibilidad de las alegrías más puras, aquellas en las que un alma, cuya delicadeza no haya sido destruida por las exigencias de egoístas apetitos, se emociona exultante, sin perseguir nada más que la unión con aquel otro, cuyos sentimientos vibran al unísono con los propios, hasta llegar a alcanzar el más insuperable de los deleites.
Atendamos a los razonamientos de los epicúreos, y convengamos en que «no hay placer más que en la satisfacción de los sentidos». Pero allá ellos con sus opiniones: desecho el placer, si puedo disfrutar de la felicidad. Bien pueden los estoicos argumentar que «débil es quien piensa que existen los buenos sentimientos, y más débil aún quien a ellos se somete». Allá ellos también, tan seguros en su propia vanidad, que les permite la formulación de hipótesis tan sórdidas como degradantes. Allá ellos, incapaces de imaginar que nada, salvo lo material, es capaz de ejercer su influencia sobre la humana naturaleza. Porque si soy capaz de disfrutar de un placer inocente y afín, imposible de explicar a cualquier extraño, me siento satisfecho.
—Querido Fitzeustace —dijo Eloise—, cuéntame qué es lo que te aflige, dime la razón de esa melancolía. ¿No ves cómo nos queremos, sin límites para disfrutar de nuestra mutua compañía?
Fitzeustace emitió un hondo suspiro, y apretó la mano de Eloise.
—¿Por qué piensas, queridísima Eloise, que no soy feliz?
Su voz era temblorosa, mientras que sus mejillas se cubrían de una palidez mortal y reposada.
—Entonces, ¿no estás triste, Fitzeustace?
—Sé que no debo estarlo —replicó, con una sonrisa forzada—; se detuvo un instante.
—Eloise —continuó Fitzeustace—, sé que no debo afligirme; pero me disculparás si afirmo que mi espíritu está intranquilo por la maldición de un padre, aunque quizá no sea más que un prejuicio de mi educación o la innata conciencia de su horror. No puedo abandonarte; no puedo marcharme a Inglaterra; y tú, ¿abandonarías tu país, Eloise, por complacerme? No, no será así; no tengo ningún derecho a esperar algo así.
—Pero ¡encantada! ¿Qué es un país? ¿Qué es todo sin ti? Ven, amor mío, enjuga tus lágrimas, que vamos a ser felices.
—Pero antes de que partamos para Inglaterra, antes de que mi padre nos vea juntos, preciso es que nos casemos. No; no empieces, Eloise; comparto tu misma opinión, y considero que, como institución humana, es incapaz de garantizar el lazo de unión que sólo las mentes pueden alcanzar. Creo, además, que se asemeja a unas cadenas que, aun capaces de sujetar el cuerpo, dejan al alma libre de ataduras. Y eso no es amor. Para quienes piensan como nosotros, Eloise, tales ideas son inocuas. Mas si tenemos en cuenta los prejuicios del mundo en el que vivimos, y buscamos en él un acomodo moral, hemos de sacrificar, al menos en parte, aquello que pensamos que es correcto.
—Está bien, está bien; así lo haremos, Fitzeustace —añadió Eloise—; pero ten la certeza de la promesa que te he hecho, de que no seré capaz de amarte más.
No tardaron en llegar a un acuerdo sobre algo que tan banal importancia revestía para ellos y, una vez en Inglaterra, disfrutaron de esa felicidad que sólo otorgan el amor y la inocencia. Aunque los prejuicios triunfen en algún momento, siempre resultará victoriosa la virtud.