CAPÍTULO III
¿De dónde vienes, qué eres, execrable forma,
Lúgubre y tenebrosa, que entrometer
Tu rostro miserable en mi senda osas?
El Paraíso Perdido[1]
El tiempo pasó y, asentados en su nuevo lugar de residencia, Megalena y Wolfstein parecían dispuestos a hacer frente a los vengativos dardos del destino. Wolfstein optó por que pasara algún tiempo antes de hablar a Megalena sobre el asunto que más de cerca le tocaba el corazón, a saber, ella misma. Una tarde, sin embargo, consumido por la pasión que, gracias a su mutua indulgencia, se había tornado irresistible, se echó a sus pies y le declaró su amor casi ilimitado, al tiempo que exigía la oportuna correspondencia. Lució entonces un rastro de virtud en el pecho de la pobre muchacha, que trató de escapar de aquella tentación. Pero Wolfstein le tomó de la mano, y dijo:
—¿Es posible que mi adorada Megalena sea una víctima más de los prejuicios? ¿Creerá, por casualidad, que el Ser que nos creó nos concedió pasiones que nunca habrían de ser satisfechas? ¿O supondrá, más bien, que la Naturaleza nos engendró para atormentarnos unos a otros?
—¡Oh, Wolfstein —dijo Megalena, tiernamente—, levantaos! Sabéis perfectamente que los lazos que me unen a vos son indisolubles. Sabéis que he de ser vuestra. ¿A quién se dirige, pues, tal súplica?
—A vuestro propio corazón, Megalena; porque si la imagen que de mí guarda no es lo bastante elocuente como para que vuestra alma aleje de sí toda duda, no plantearía mi ruego a un cofre que guardase en su interior una joya que no me mereciese la pena poseer.
Ante la fuerza de la decisión que leyó en su cara, Megalena decidió ponerse en pie. Sentía que era completamente suya, y se volvió a mirarle, para leer en aquel rostro el significado de las palabras que acababa de decirle. Y los ojos le brillaron con un exaltado y confiado amor.
—¡Sí —exclamó Megalena—, lejos de mí cualquier prejuicio! Una vez más, la razón ocupa el lugar que debe para decirme que nada hay de punible en pertenecer a Wolfstein. ¡Oh, Wolfstein! Si, por un instante, Megalena ha cedido a la debilidad de la naturaleza, confiad en que bien sabrá ella cómo recuperarse, y sabrá mostrarse tal cual es. Antes de conoceros, tanto un cierto vacío en mi corazón como una falta de inquietud por cosas que ahora reclaman mi interés me desvelaban algo de ese vuestro ascendiente, desconocido para mí. Y mi corazón suspiraba por algo que, ahora, ya ha conseguido. No tengo ningún escrúpulo, Wolfstein, al declarar que se trataba de vos. Sed mío, pues, ¡y que nuestro amor sólo se extinga cuando nuestras existencias lleguen a su fin!
—¡Nunca, nunca tendrá fin! —exclamó Wolfstein, entusiasmado—. ¡Nunca! ¿Qué podría destrozar estos vínculos tejidos por la afinidad de sentimientos, cimentados sobre la unión de unas almas que durará hasta que las partículas espirituales de que se componen queden disueltas en la nada? ¡Nunca tendrá fin! Porque, incluso, cuando convulso por la ruina postrera de la naturaleza, desaparezca este planeta perecedero, cuando la tierra se disuelva y la faz de los cielos se despliegue ante nuestros ojos como un papiro, tornaremos uno en busca del otro, y viviremos, durante toda la eternidad, en una unión sin fin e indivisible, aunque inmaterial.
Pero el amor con el que Wolfstein contemplaba a Megalena, a pesar de lo apasionado de sus manifestaciones, aunque ferviente y excesivo al principio, no era de esos de los que pueda predecirse que hayan de durar toda una vida. Era más bien como el fulgor de un meteoro en mitad de la noche, que brilla intensamente durante un momento en la oscuridad para desaparecer después. La amaba en aquel instante, al menos si es posible considerar como amor la cálida admiración que sentía por la personalidad y gracias de aquella mujer, independientemente de su espíritu.
Bendecidos por aquel mutuo afecto, si así puede decirse, el tiempo pasó como un soplo para Wolfstein y Megalena. No se produjo nada digno de mención en el plácido transcurso de su existencia. Pero, al cabo fatigados, aunque deliciosamente, hasta el placer se tornó monótono en su larga duración, y comenzaron a frecuentar sitios públicos. Una tarde, casi un mes después de haber fijado su residencia en Génova, acudieron a una fiesta a Duca di Thice. Y allí fue donde Wolfstein notó la mirada de alguien que, en medio de aquella multitud, se posaba sobre él. No fue capaz de definir la emoción que le embargó entonces. En vano se dirigió a diferentes partes del salón para evitar el escrutinio de aquel extraño. Al mismo tiempo, no era capaz de ordenar las ideas que le rondaban en la cabeza, aunque éstas eran bien conocidas de su corazón, horribles e indescriptibles sensaciones. Se dio cuenta de que ya había contemplado los rasgos de aquel extraño personaje, pero no recordó a Ginotti. Sin embargo, era la mirada escrutadora de Ginotti la que tanto había impresionado a Wolfstein. Era efectivamente el fulgor, extraño y amenazador, de los ojos de Ginotti aquello a cuya fascinación Wolfstein intentaba substraerse. Pero su mirada, irresistiblemente atraída por la esfera de escalofriante horror que acompañaba a los ojos de Ginotti, en vano trató de buscar el vacío. Tras avisar a Megalena de que sufría una repentina y fuerte indisposición, ambos se retiraron y, al poco tiempo, llegaron a la escalinata de su casa. Una vez allí, Megalena se interesó, cálidamente, por lo que había provocado el malestar de Wolfstein, pero sus vagas respuestas, así como algunas frases inconexas, le indujeron a pensar que no se trataba de una enfermedad física. Wolfstein, sin embargo, como quería ocultar a toda costa a Megalena la verdadera razón de sus emociones, le dijo, entre evasivas, que se había sentido mareado por causa del calor que hacía en aquella reunión. Pero por su forma de hablar, ella se percató de que no le había dicho la verdad. Aun así, fingió quedar satisfecha con la respuesta, al tiempo que se decía que ya llegaría el momento en que consiguiera desvelar el misterio que, evidentemente, rodeaba a Wolfstein. Una vez que se retiró a descansar, la cabeza de Wolfstein no fue capaz de conciliar el sueño, desgarrado como se sentía ante tantas pasiones encontradas. Dio vueltas a la misteriosa reaparición de Ginotti y, cuanto más reflexionaba sobre aquel asunto, más perplejo le dejó el resultado de sus cábalas. La extraña mirada de Ginotti, la conciencia de que estaba por completo en las manos de un ser tan indefinible, así como la certeza de que, fuese a donde fuese, Ginotti le seguiría, fue suficiente como para que sintiera una opresión en el corazón. Ignorante de las conexiones que pudieran existir entre ellos y el misterioso observador de sus actos, todos los espantosos y repugnantes delitos que había cometido asediaron la mente de Wolfstein. Y pensó que, aunque en aquellos momentos disfrutase de salud y vigor juveniles, llegaría el momento, el terrible día del juicio, cuando ante él se abriera la perspectiva de una condenación eterna, en que retrocedería ante el sempiterno castigo que le impondría el tribunal de aquel Dios a quien había ofendido. Sin saber por qué, la idea de esquivar la muerte le obsesionó por completo. Pensó en ello largo rato hasta que, tristemente convencido de su imposibilidad, se esforzó en cambiar el rumbo de sus cábalas.
Aunque tales pensamientos no le abandonaban, el sueño se adueñó imperceptiblemente de sus sentidos. Hasta en sus pesadillas, Ginotti estaba presente. Soñó que se encontraba al borde de un espantoso precipicio, en cuyo fondo las olas del océano rompían con terrible y ensordecedor estruendo; por encima de él, el destello azul de un relámpago iluminaba la oscuridad de la noche, mientras el fuerte estallido de un trueno retumbaba de piedra en piedra. Soñó que, en el acantilado en el que se encontraba, una sombra, mucho más terrible de lo que pueda alumbrar la imaginación humana, avanzaba hacia él, dispuesta a arrojarle de cabeza desde lo alto de la roca en la que se encontraba, cuando Ginotti apareció y le trasladó fuera del alcance de aquel monstruo. Pero que aún no le había soltado Ginotti, cuando aquella sombra lo arrojó al precipicio y, al punto, se oyeron sus gemidos tras el impacto con el fondo marino. Confusas visiones borraron el rastro de aquella sombra, y Wolfstein se levantó por la mañana cansado, agotado.
Un peso, que no era capaz de apartar ni con el mayor esfuerzo, oprimía su pecho. Es más, hasta su inteligencia, superior y elevada como era, no pudo concentrar energía suficiente para desecharlo. Como último recurso, aquella miserable víctima del desenfreno y la locura se dio al juego: sólo el ambiente de un garito era capaz de levantar los ánimos de aquel que buscaba algo importante, incluso en su pasado, en lo que volcar su interés. Apostó grandes sumas y, aunque trató de ocultar sus escapadas a Megalena, ésta pronto las descubrió. Al principio, la suerte le sonreía; pero una noche regresó a casa desesperado por su mala fortuna y, tras increpar a todos los malos hados, ya no pudo ocultar la verdad a Megalena. Ella le regañó con dulzura, y sus muestras de cariño afectaron de tal manera a Wolfstein que rompió a llorar, no sin antes prometerle que nunca más se dejaría arrastrar por la perversa influencia de tal locura.
Los días transcurrieron con celeridad, y cada jornada reforzaba en Wolfstein la convicción de que Megalena no era aquel celestial modelo de perfección que su calenturienta mente había imaginado. Y comenzó a no encontrar en ella el inagotable filón de afinidad que había supuesto. La posesión, cuando no va acompañada de un amor real, intelectual, bloquea al hombre, al tiempo que agudiza las ardientes e incontrolables pasiones femeninas hasta la locura. Y así, Megalena aún adoraba a Wolfstein con el más ferviente amor. Pero Wolfstein, aunque todavía muy ligado a Megalena, que no le hubiera gustado verla en brazos de otro, ya no la contemplaba con ese afecto idolatrado que antes colmaba su interior. Naturalmente, sentimientos de esta índole hicieron que Wolfstein se preocupara menos de su hogar que de buscar un trabajo. Pero ¿qué clase de trabajo, a excepción del juego, podía la ciudad de Génova ofrecerle a alguien como él? ¿Qué otra ocupación podía desempeñar? Dicho y hecho: rompió la promesa que había pronunciado ante Megalena, y se volvió mucho más adicto al juego que antes.
¡Cuán fuerte es el poder de atracción de los vicios más vanos! Wolfstein comenzó pronto a jugar fuertes sumas, mucho mayores que antes. ¡Con qué ansiedad contemplaba los dados! ¡Cómo se esforzaban sus pupilas ante la confusa expectativa de riqueza o pobreza! Al principio la fortuna le sonrió, pero no hizo partícipe a Megalena de su buena suerte. Mas, a la larga, mudó el azar, y perdió cantidades inmensas. Desesperado por su mala suerte, maldijo su miserable destino y, muy enojado, abandonó aquel local. Una vez más, juró solemnemente ante Megalena que nunca jamás arriesgaría su mutua felicidad por causa de aquella locura.
Pero de nuevo, movido por el ardiente deseo de despertar sus apagados sentidos, faltó a su promesa y se acercó a una mesa de juego. Jugó una suma muy importante, de forma que aquel fatal lanzamiento de dados podía decidir la suerte del infortunado Wolfstein.
Se produjo un silencio, como si algún terrible acontecimiento hubiera de producirse, y todos contemplaron a Wolfstein, quien, en su desesperación ante el peligro, tan sólo mostraba una expresión de firmeza.
Un extraño se situó frente a él, del otro lado del tablero. Parecía no tener demasiado interés en lo que allí sucedía, pero, con mirada fría, fijó sus ojos en el rostro que tenía enfrente.
Wolfstein sintió cómo, de forma instintiva, un escalofrío recorría su cuerpo, cuando, ¡oh terrible confirmación de las peores expectativas!, se dio cuenta de que allí estaba Ginotti, el terrible y misterioso Ginotti, cuya temible mirada, posada sobre él, hacía que se estremeciese, dominado por un miedo insuperable.
Opuestas y enfrentadas emociones inundaron los más íntimos recovecos de su corazón. Por un instante, su cerebro se vio sometido a una tremenda conmoción. Pero tomó una determinación incluso de cara a los horrores del infierno y la nada. Devolvió la mirada a aquel ser extraño que tenía enfrente y, tras olvidar la cantidad que había apostado y que, hasta hacía un instante, reclamaba toda su atención y excitaba su más vivo interés, arrojó el cubilete sobre la mesa y siguió a Ginotti, quien se disponía a abandonar aquella estancia, con el fin de aclarar, de una vez por todas, la razón de aquella fatalidad que le rodeaba, capaz de volatilizar todos sus proyectos. Porque estaba absolutamente convencido de que la causa de todas las desgracias que le habían ocurrido tras su pertenencia a aquella banda de malhechores residía en Ginotti.
Con estas reflexiones en la cabeza, fruto de la más extrema de las confusiones, Wolfstein estaba decidido a desvelar el misterio que rodeaba a Ginotti. Decidido, en consecuencia, a pasar toda la noche, si tal fuera preciso, en busca del domicilio de Ginotti. En ese estado, corrió hacia la calle y se fue tras la gigantesca silueta de Ginotti, quien andaba con paso majestuoso y seguro, como si ignorase la impaciencia con la que Wolfstein escrutaba cada uno de sus movimientos.
Aunque ya era medianoche, seguían su camino. Era tal la desesperación que azuzaba a Wolfstein, que estaba decidido a ir tras Ginotti aunque fuera a la otra punta del mundo. Pasaron por varias callejuelas estrechas; a pesar de la casi total oscuridad, el resplandor de las farolas, al iluminar la alargada figura de Ginotti, servía de guía para Wolfstein.
Llegaron hasta el final de la Strada Nuova; Wolfstein tan sólo oía el ruido acompasado de los pasos de Ginotti. Pero, de repente, dejó de vislumbrar aquella sombra. Miró a su alrededor, buscó por todas partes por si se hubiera escondido. No cabía duda: ¡Ginotti había desaparecido!
Imposible describir la mezcla de sorpresa y terror que se apoderó del alma de Wolfstein. Buscó por todas partes. Se llegó hasta un puente, donde había un grupo de pescadores; les preguntó si habían visto pasar a un hombre de una estatura fuera de lo normal; le miraron sorprendidos, y le respondieron que no. Aunque todo tipo de sentimientos latía tumultuosamente en su pecho, Wolfstein, que en su vida había tenido ocasión de asistir a acontecimientos extraordinarios, optó por descansar un momento para pensar en el misterio de la aparición y desaparición de Ginotti. No había duda de que algún asunto del más alto interés le había llevado hasta Génova. Tampoco podía ponerse en tela de juicio su indiferencia en la mesa de juego y la forma en que miraba a Wolfstein, pues estaba claro que mostraba un terrible y misterioso interés por todo lo relacionado con él.
Todo estaba en silencio. Los habitantes de Génova dormían y, salvo el parloteo de los pescadores cuando volvió a pasar cerca de ellos, ningún ruido perturbaba aquel sosiego; espesas y negras nubes ocultaban el resplandor del cielo.
Wolfstein volvió a husmear por la parte de la ciudad más próxima a la Strada Nuova. Nadie había visto a Ginotti, aunque todos se hacían preguntas al observar el semblante desencajado y enloquecido de Wolfstein. El reloj dio las tres de la madrugada, cuando Wolfstein renunció a sus pesquisas y, tras decidir que resultarían infructuosas, alquiló una silla de manos para regresar a su residencia, donde tenía la certeza de que Megalena le estaría esperando, preocupada.
Cuando pasaba por aquellas calles, la noche no era tan cerrada como para que dejase de notar que la silueta de uno de los porteadores era más alta que la del común de los mortales, y que, además, llevaba calado el sombrero para ocultar su rostro. Su apariencia, sin embargo, no llamaba la atención. Además, Wolfstein iba lo suficientemente absorto en sus pensamientos como para no darse cuenta de algo que, en otro momento, hubiera avivado su curiosidad. Quejumbroso, el viento silbaba entre las silenciosas columnatas, y las luces grises del amanecer comenzaban a brillar sobre las colinas del este.
Torcieron por una calle y, al poco tiempo, se encontraron ante la mansión de Wolfstein, quien posó su mirada sobre el porteador. Sus enormes proporciones le hicieron sentir miedo; imprevisibles son las asociaciones de ideas en la mente humana. Tuvo un estremecimiento. Ese hombre, pensó, es Ginotti, el mismo que espía cada uno de mis actos, y cuyo poder sobre mí es irresistible y al que no me puedo sustraer. Respiró con fuerza ante la asociación de ideas, terrible y misteriosa, que había formulado acerca de Ginotti y de él mismo. Y su alma naufragó, en su fuero interno, ante la idea de su propia pequeñez, ante la perspectiva de que otro mortal, sin ser visto, hubiera conseguido tal dominio sobre él. Pero tenía la sensación de haber perdido su independencia. Mientras todas estas ideas cruzaban por su cabeza, llegaron a su residencia. Dio una vuelta al carruaje para distinguir el rostro del porteador, cuando, al posar su mirada sobre aquel rostro, que hasta aquel momento había permanecido oculto, ¡oh, horrible y estremecedora convicción!, reconoció en aquellos oscuros rasgos la faz de Ginotti. Y como si el infierno se hubiera abierto a sus pies, como si algún espectro nocturno le hubiera traspasado con la fuerza de sus pupilas, se quedó paralizado. Y su espíritu se arrugó, entre atemorizado y horrorizado, ante un ser que, incluso en su propia opinión, era claramente superior al orgulloso y altivo Wolfstein.
—¡Wolfstein! Hace mucho que te conozco y, desde tiempo ha, he reparado en que eres el único hombre ahora mismo existente capaz de apreciar en todo su valor lo que te tengo reservado. Mis designios son inescrutables. No intentes, pues, comprenderlos. Llegará un tiempo en que entenderás todo. No has de saber la razón de mis incontables miramientos para contigo; no te esfuerces, pues, en descubrirlos. Me verás con frecuencia, pero no trates de hablarme o seguirme, porque si así lo hicieras…
Y los ojos de Ginotti brillaron con inefable fulgor, al tiempo que todos los rasgos de su cara reflejaban las torturas que estaba a punto de mencionar. De repente, se contuvo, y añadió tan sólo:
—Espera mis instrucciones; pero intenta, si te es posible, olvidarme. No soy lo que parezco. Un tiempo vendrá, y así lo espero, en que podré mostrarme ante ti tal cual soy. De entre todas las personas, a ti solamente, Wolfstein, te he elegido como depositario…
Dejó de hablar, y abandonó el lugar precipitadamente.