CAPÍTULO X
¡Los elementos respetan el sello de su Hacedor!
Igual que la recortada copa de un pino
Desafía las tempestades nocturnas,
Así escapé yo de la titubeante llama.
Igual que el pino, resto de pasadas grandezas;
Como las marcas que el aire huracanado
Ha dejado a su paso por el brezal solitario.
Pero ahí está, majestuoso, incluso seco,
Con su salvaje perfil enhiesto.
El Judío Errante
Inmóvil, Wolfstein observaba con atención el rostro de Ginotti, y esperaba a oír lo que éste había de contarle.
—Wolfstein —dijo Ginotti—, te parecerá trivial, en muchos de sus extremos, aquello que estoy a punto de relatarte. Pero he de ser minucioso y, aunque mi narración te produzca extrañeza, te ruego que la soportes sin interrumpirme.
Wolfstein hizo un gesto afirmativo, y Ginotti continuó.
—Desde muy joven, mucho antes de que me sintiera completamente satisfecho, tanto la curiosidad como el deseo de desvelar los misterios latentes de la naturaleza constituyeron la pasión en torno a la cual se engarzaron, intelectualmente, todas las emociones de mi entendimiento. Tal deseo me llevó, en primer lugar, a cultivar, no sin éxito, las diferentes ramas del saber que conducen a las puertas de la sabiduría. Más tarde, me dediqué al cultivo de la filosofía, y la brillantez con que me adentré en ella superó mis expectativas más optimistas. Del amor, no me ocupaba; incluso me preguntaba la razón de que los hombres, en su perversidad, desearan verse inmersos en tal debilidad. Finalmente, decidí que la filosofía natural era, en particular, la ciencia a la que tenía que dedicar mis más entusiastas indagaciones, lo que me arrastró a una serie de meditaciones laberínticas. Pensé en la muerte; me estremecía cuando reflexionaba sobre ella, y me horrorizaba ante la idea, egoísta e interesado como era, de penetrar en una nueva existencia que, para mí, resultaría extraña. Pudiera sumergirme, o no, en los recovecos del futuro, yo no podía morir. ¿No se daría el caso de que esta naturaleza, y la materia de la que se compone, existiesen por toda la eternidad? Tenía la certeza de que así era y, gracias a ejercitar algunas peculiares capacidades con las que la naturaleza me ha regalado, llegué a la convicción de que no podía ser de otra forma. Tal era la opinión que yo mantenía entonces, en un tiempo en el que no creía en Dios. ¡Y a qué precio desorbitado he tenido que pagar la convicción de que hay uno! Como pensaba que el sacerdocio y la superstición eran el fundamento de la religión que el hombre había practicado desde siempre, no podía imaginarme que existieran seres sobrenaturales. Creía en la excelencia de la naturaleza, en su autosuficiencia. E imaginaba, en consecuencia, que nada podía existir más allá de ella misma.
»Cuando andaba allá por los diecisiete años, me entregué a las profundidades de las especulaciones metafísicas. Con argumentos sofísticos, me convencí a mí mismo de que no existía una Primera Causa y, mediante una serie de combinaciones y modificaciones de la materia, inaccesibles al ojo humano, llegué a probar en mis divagaciones que no podía haber otras existencias. Hasta entonces, había vivido entregado a mí mismo por completo, sin preocuparme de los demás. Aunque la mano del destino hubiera borrado de la lista de los vivos a todos mis compañeros de juventud, yo habría permanecido inconmovible, inalterable. No tenía un solo amigo en el mundo. Sólo me preocupaba de mí mismo. Como tenía cierta afición a indagar sobre los efectos de los venenos, probé uno, que había preparado yo mismo, con un joven que me había molestado: duró un mes, y murió tras una terrible agonía. Al regreso del funeral, al que habían asistido todos los estudiantes de la facultad en la que yo me eduqué —la de Salamanca— los más extraños pensamientos comenzaron a rondar por mi mente. Y sentí más miedo que nunca ante la idea de morir. Aunque no tenía ningún derecho a concebir esperanzas o expectativas de una vida más larga que la que le es concedida al resto de los mortales, me esforcé en pensar que era posible prolongar la existencia. ¿Por qué, razonaba en mi fuero interno y sumido en la melancolía, por qué he de pensar que todos estos músculos y fibras están hechos de un material más duradero que los de los demás hombres? Dada la presencia de los átomos que componen mi ser, no tenía más salida que imaginar que, al final del tiempo acordado por la naturaleza, y al igual que el resto de la humanidad, habría de perecer, y quizá para siempre. Y con toda la amargura de mi corazón, maldije a la naturaleza y al azar, en los que creía. Hundido en esa frenética violencia de pasiones encontradas, me dejé caer, desesperado, al suelo, ante un alto álamo, que lucía sus fantásticas formas por encima de un torrente que corría a sus pies.
»Era medianoche, y me había alejado de Salamanca. Las pasiones, que habían arrastrado mi cerebro a un estado próximo al delirio, habían transmitido su fuerza a mis tendones, su ligereza a mis pies. Tras caminar durante varias horas, me sentí cansado. No había luna, ni una sola estrella que iluminase la bóveda celeste. El cielo estaba cubierto por una espesa capa de nubes y, en mi calenturienta imaginación, me parecía que, en aquel escenario nocturno, el viento, con su rígida cadencia, silbaba con nuevas de muerte y aniquilación. Contemplé la espuma del torrente que corría a mis pies, aunque apenas podía distinguirlo en la densa oscuridad, salvo a ratos, cuando sus aguas encrespadas batían contra la orilla en la que me encontraba. Fue entonces cuando contemplé la autodestrucción. Me había sumergido casi por completo en la corriente de la muerte, ya me había precipitado hacia las desconocidas regiones de la eternidad, cuando el leve tañido de la campana de un convento cercano irrumpió en el silencio nocturno. Y emitió una nota al unísono con mi alma, que me hizo vibrar con la secreta energía del éxtasis. Aparté de mí la idea del suicidio. Sentado como estaba, en las raíces de aquel álamo, me eché a llorar. Nunca lo había hecho antes. Fue una sensación nueva para mí, inexplicablemente placentera. Reflexioné sobre las razones científicas de aquel hecho, y ahí, la filosofía me falló. Hube de reconocer su insuficiencia y, casi en el mismo instante, admití la existencia de un Espíritu superior y benefactor, a imagen del cual está hecha el alma humana. Pero aparté de mí aquellas ideas con celeridad y, vencido por un cansancio excesivo y poco habitual de cuerpo y espíritu, apoyé la cabeza en un saliente del tronco de aquel árbol y, olvidado de todo, caí en un profundo y tranquilo sueño. ¿He dicho tranquilo? No; no lo fue. Soñé que me encontraba al borde de un espantoso barranco, muy por encima de las nubes, bajo cuyas oscuras formas, allí, a mis pies, se precipitaba una formidable catarata, cuyo estruendo llegaba hasta mí en alas del aire nocturno. Por encima de mí, amenazantes y escarpados, veía fragmentos de enormes rocas, bañados por una débil luz de luna. Su altura y el tamaño, de informes proporciones, de aquellas moles me causaron asombro. Difícilmente podría cualquier mente hacerse una idea de la inalcanzable altitud de sus etéreas cumbres. Contemplé cómo pasaban las nubes, arrastradas por la fuerza del viento, por un vendaval que yo no sentía. Tuve la impresión de que lúgubres y oscuras formas vagaban por aquellas alturas inimaginables.
»Mientras estaba allí de pie y miraba a la enorme sima que se abría ante mí, me pareció que, en la quietud de la noche, se colaba furtivamente un sonido argentino. La luna se tornó tan brillante como plata pulida, y todas las estrellas refulgieron con destellos de inefable blancura. Sin darme cuenta, agradables imágenes se apoderaron de mis sentidos, y a mi alrededor flotaba una encantadora y armoniosa cadencia, una dulce melodía. Tan pronto sonaba cercana, como se perdía con tonos melancólicos. Mientras duró el éxtasis, más fuertes sonaban las notas de aquella seráfica armonía, que vibraba en lo más íntimo de mi alma, al tiempo que una misteriosa calma imponía un reposo obligado a mis impetuosas pasiones. Observé con curiosidad impaciente la escena que tenía ante mis ojos, porque una radiación plateada hacía que todas las cosas fueran imperceptibles, excepto para mí, y eso que lucía, espléndido, un sol en su cenit. De repente, mientras aquellos compases ascendían por un cielo empíreo, en algunos lugares parecía dispersarse la bruma, lo que me permitía ver cómo pasaban algunas nubes de color carmesí. Sobre ellas y, apoyada en el aire invisible, se hizo presente una forma de la más perfecta y exacta simetría. De su brillante ojo partían rayos de un fulgor imposible de describir, mientras que el resplandor de su rostro alumbraba con luz plateada las nubes transparentes que había más abajo. Aquel fantasma avanzó hacia donde yo estaba. Imaginé, en aquel momento, que aquella figura había aparecido por causa de la maravillosa y dulce música que llenaba el aire que nos rodeaba. Con voz por demás fascinadora, aquel ser se dirigió a mí y me dijo: “¿Vendrás conmigo? ¿Estás dispuesto a ser mío?”. Sentí un irrefrenable deseo de no ser nunca suyo. “No, no” —grité sin dudar, con un sentimiento tal que no hay lenguaje que pueda explicarlo o describirlo—. Pero en cuanto hube pronunciado tales palabras, tuve la sensación de que un horror mortal estremecía mi cuerpo nauseabundo. Un terremoto sacudió la sima bajo mis pies; aquel maravilloso ser se esfumó, y las nubes del caos avanzaban velozmente, mientras que sus oscuras masas lanzaban meteoros sin cesar. Escuché un ruido ensordecedor, por todos lados, como si la naturaleza entera fuera a desaparecer, mientras una luna de un rojo sangre, desorbitada, se hundía más allá del horizonte. Sentí que algo se aferraba con fuerza a mi cuello y, al darme la vuelta en aquella horrible agonía, contemplé la forma más repugnante que la imaginación humana concebir pueda, de proporciones gigantescas, deformes, quebrantada por las imborrables trazas de los rayos divinos. Aunque muy diferente de mi visión primera, en aquel espantoso y horripilante rostro fui capaz de reconocer mi anterior y adorable visión. “Desgraciado —gritó, con voz atronadora—, ¿dices que no estás dispuesto a ser mío? Me perteneces más allá de la redención, y mi triunfo reside en la certeza de que ninguna otra potencia podrá hacer de ti otra cosa. Respóndeme: ¿serás mío?”. Tras decir esto, me condujo hasta el borde del precipicio: la contemplación de mi muerte próxima hizo que mi cerebro percibiese las más altas cotas del horror. “Sí, sí, soy tuyo” —exclamé—. En cuanto hube pronunciado tales palabras, aquella visión se desvaneció, y me desperté. Pero incluso despierto, el recuerdo de todo lo que había sufrido en sueños acudía a mi imaginación desordenada. Mi inteligencia, incontrolable tras tantas emociones, no encontraba un asunto concreto en el que derrochar sus energías, que se veían superadas en todas sus capacidades.
»Desde aquel día, una profunda melancolía se adueñó de la sede de mi espíritu. Hasta que por fin, al hilo de mis investigaciones filosóficas, averigüé cuál era el método gracias al cual el hombre podría vivir para siempre, y que mucho tenía que ver con mi sueño. Exigiría una terrible narración el pasar revista a todas y cada una de las circunstancias tal como se sucedieron. Baste con decir que me convencí de que realmente existe un ser superior. ¡Y qué alto precio he pagado por tal conocimiento! A un hombre tan solo, Wolfstein, me es permitido revelarle el secreto de la vida inmortal. Sólo así renunciaré a mi pretensión, y con cuánto placer me veré privado de ella. A ti te lego mi secreto. Pero, antes de nada, debes jurar que si…, si quisieras que Dios…».
—Lo juro —gritó Wolfstein, transportado de gozo: sus venas revelaban un ardiente éxtasis, mientras que sus ojos emitían un fulgor complacido.
—Lo juro —prosiguió— y si alguna vez…, que Dios…
—Innecesario resultaría para mí —prosiguió Ginotti— que me extendiese mucho más sobre los medios que he utilizado para adueñarme de cada uno de tus actos. Todo quedará suficientemente explicado cuando hayas seguido mis instrucciones. Toma —añadió Ginotti—… y… y…; mézclalos según las directrices que contiene este libro. Busca, a medianoche, la abadía en ruinas que está en las proximidades del castillo de St. Irvyne, en Francia; una vez allí, y no necesito decirte nada más, te reunirás conmigo.