CAPÍTULO XI

Los cambios y los múltiples avatares del transcurso del tiempo, esos que hacen que siempre aspiremos a días mejores, no tuvieron tal efecto sobre la infortunada Eloise. Nempere, una vez conseguida la finalidad que en su villanía tanto había deseado, sintió poco, por no decir nulo, apego por la desgraciada víctima de su bajeza. Su trato era de lo más cruel, y su falta de atenciones pesaba enormemente sobre la aflicción de la muchacha. Un día en que, apesadumbrada por la terrible aspereza de sus desgracias, Eloise se sentó, con la cabeza apoyada en una mano, y repasó mentalmente, con tristeza y desgarro, las sucesivas circunstancias que le habían conducido hasta allí, trató de modificar el curso de sus pensamientos, pero no lo consiguió. Llevó sus esfuerzos anímicos al límite para intentar disiparlos: la muerte de su querido hermano, aquel hermano a quien tanto amaba, era un puñal más clavado en su corazón. ¿Existiría alguien en el mundo que fuera amigo suyo, y a quien ella estuviera dispuesta a exponer el caudal de sus ideas y sentimientos, incomprensibles para cualquier otro ser? No; ese amigo no existía; nunca, nunca llegaría a conocer a un amigo así. Nunca antes había amado realmente a nadie. Sin embargo, había sacrificado sus ideas sobre el bien y el mal a un hombre que no había sabido apreciar su excelencia, y que sólo era capaz de provocar horror y miedo.

Andaba enredada en estos pensamientos, cuando apareció Nempere en la estancia, acompañado por un caballero, a quien presentó, sin ceremonias, como el Chevalier Mountfort, un inglés de alcurnia y amigo suyo. Era un hombre de rostro atractivo y de agradables modales. Se dirigió a Eloise con una mal disimulada convicción de superioridad sobre ella, como si pretendiera hacer valer su derecho para conversar con la joven. Nempere no hizo nada por rectificar aquella idea preconcebida. La conversación versó sobre música, y Mountfort pidió a Eloise que manifestase su opinión al respecto.

—¡Oh! —dijo Eloise— creo que eleva el alma al cielo. De todos los placeres terrenales, me parece el más excelso. ¿Qué ser, al oír los armoniosos sonidos de la música, no olvida sus desgracias y pierde la memoria de todo lo que existe en la tierra, gracias a la extática emoción que ésta produce? ¿No sois de la misma opinión, Chevalier? —le respondió—. Porque la naturalidad de sus modales había encantado a Eloise, cuyo carácter, flexible y enérgico, había permanecido apagado hasta entonces por culpa de las desgracias y la soledad. Mountfort sonrió ante tan apasionada declaración de sentimientos, al caer en la cuenta, mientras la muchacha hablaba, de que la expresión de su cara se le había iluminado gracias los sentimientos que de ella emanaban.

—Sí —dijo Mountfort— es muy eficaz para reavivar las aspiraciones del alma. Pero ¿no despierta también los pesares, igual que el placer, por el mero hecho de reanimar sentimientos, porque actúa quizá sobre las cuerdas ya muertas de un arrobamiento entusiasta y secreto?

—Ambas cosas pueden ocurrir —contestó Eloise, con un hondo suspiro.

En aquel preciso instante, se acercó a ella. Como si lo hiciera intencionadamente, Nempere se levantó y abandonó aquella habitación. Mountfort tomó la mano de la joven y la apretó, con formalidad, contra su corazón, la besó y, tras soltarla, dijo:

—No, no, inmaculada e intachable Eloise; sin mácula, aunque rodeada de depravación. Por nada del mundo os ofendería. No puedo ocultarlo más tiempo, no puedo hacerlo: Nempere es un villano.

—¿Ah, sí? —dijo Eloise, resignada en apariencia, ahora, ante los más duros golpes de la fortuna—. Entonces, no sé dónde buscaré refugio, porque me temo que todos son villanos.

—Escuchad, ofendida inocencia, y reparad en quién habéis depositado vuestra confianza. Hace diez días, estaba Nempere en una casa de juego, en Ginebra. Se puso a jugar conmigo, y le gané una suma considerable. Me dijo que no podía pagarme en aquel momento, pero que tenía una preciosa muchacha, que me entregaría, si le condonase la deuda. Est-elle une fille de joie?, —pregunté—. Oui, et de vertu praticable[1]. Aquella respuesta acalló mi conciencia. En un momento de atrevimiento, acepté su propuesta y, como el dinero casi no tiene ningún valor para mí, rompí aquel recibo por valor de tres mil zequíes. Pero ¿cómo podría haber pensado que un ángel había de ser sacrificado a la depravada avaricia del ser con quien el destino la había comprometido? Por todos los cielos, voy a buscarle ahora mismo para censurarle por su inhumana bajeza, y…

—Deteneos, deteneos —exclamó Eloise—; no vayáis en su busca. Todo está bien. Le abandonaré. Cómo os agradezco, señor, vuestra inmerecida compasión hacia una infortunada que bien sabe que no la merece.

—Os lo merecéis todo —la interrumpió Mountfort, con pasión—; os merecéis el paraíso. Pero abandonad a ese perjuro villano; y no digáis, belleza cruel, que carecéis de amigos. En mí, habéis encontrado al más afectuoso y desinteresado de ellos.

—Pero ¿qué dirá…? —preguntó Eloise, no sin cierta vacilación.

«¿… el mundo?» —estaba a punto de añadir—; pero tan sólo suspiró, convencida de que, en su opinión, se había faltado claramente a su respeto, y de manera flagrante.

—Está bien —continuó Mountfort, como si no se diera cuenta de sus vacilaciones—; ¿vendréis conmigo a una preciosa casa de campo que poseo muy cerca de aquí? Creedme si os digo que, en vuestra situación, seréis tratada con la deferencia que os merecéis. Y aunque en un momento dado haya cedido a mi natural disoluto, tengo el honor necesario como para alejar la tristeza de alguien que padece por causa de otro.

Licenciosa y libre, tal como había transcurrido la existencia de Mountfort, ésta no era sino consecuencia de una naturaleza propensa al vicio, ligada a los libres impulsos de una imaginación no demasiado refinada. Sin embargo, en la desesperada situación de Eloise, todas las buenas tendencias de su naturaleza le incitaban a compadecerse de ella. Su corazón, capaz en un principio de los mejores sentimientos, había sido tocado, y hasta un libertino como él, aunque no carente principios, sentía real y sinceramente lo que decía.

—Gracias, generoso desconocido —dijo Eloise, con determinación—; os lo agradezco de corazón.

Como todavía no estaba suficientemente familiarizada con el mundo, Eloise recelaba de los motivos de sus seguidores.

—Acepto vuestro ofrecimiento, y tan sólo confío en que mi conformidad no os induzca a considerarme como lo que no soy.

—Nunca, nunca podré imaginaros más que como un ángel sufriente —replicó Mountfort, con apasionamiento—. Eloise se sonrojó al comprobar que el énfasis que Mountfort ponía en sus palabras dejaba bien sentado que no se trataba de un cumplido.

—Puedo preguntaros, mi generoso benefactor, ¿cómo, dónde y cuándo me veré libre?

—Dejad eso de mi cuenta —contestó Mountfort—; estad preparada mañana por la noche, a las diez. Abajo, habrá una silla para esperaros.

Al poco, regresó Nempere. Pero la conversación no se interrumpió, y la velada transcurrió con lentitud, de forma anodina.

Rápidamente pasaron las horas que faltaban, y pronto llegó el momento en el que Eloise se sintió dispuesta a probar, una vez más, la compasión del mundo. Llegó la noche, y Eloise montó en la silla. Mountfort brincaba a su lado. Durante un instante, había sentido una fuerte agitación, pero Mountfort consiguió tranquilizarla.

—¿Por qué, mi querida señora —le preguntó—, por qué habéis de preocuparos sin tener necesidad? Os juro que, para mí, vuestro honor me es más querido que mi vida, y que mi compañero…

—¿Quién? —preguntó Eloise, tras interrumpirle.

—Un amigo mío —le respondió—, que vive en mi casa de campo. Es un irlandés, tan moral y tan opuesto a cualquier clase de gaieté de coeur[2], que no habréis de tener ningún cuidado. En resumen, es un enamorado, un enfermo de amor, aunque nunca ha encontrado lo que él da en llamar la mujer adecuada. Deambula por ahí, escribe poesía y es demasiado sentimental como para que os preocupéis sobre este particular. Pero os aseguro que —añadió, con voz más seria—, aunque yo mismo no haya llegado muy lejos en cuanto a romances se refiere, los sentimientos de honor y humanidad que poseo me enseñan a respetar vuestros pesares como si fueran míos.

—Pues, claro, claro que os creo, generoso desconocido. En ningún momento he pensado que pudierais tener por amigo a una persona de principios deshonrosos.

Mientras así hablaba, la silla se detuvo y, tras saltar de ella, Mountfort condujo a Eloise a sus habitaciones, que estaban decoradas al gusto inglés.

—Fitzeustace —dijo Mountfort a su amigo—, permitidme que os presente a la señora Eloise de… —Eloise se sonrojó, lo mismo que Fitzeustace.

—Venid —dijo Fitzeustace, en un intento de dominar su cortedad—; la cena está preparada y, seguramente, la señora estará fatigada.

Fitzeustace era de complexión delgada, y una cierta languidez impregnaba toda su figura. Sus ojos eran oscuros y expresivos y, cuando por casualidad, se cruzaban con los de Eloise, brillaban sobremanera, movidos sin duda por la curiosidad y el interés. Durante la cena, habló poco, y dejó que su amigo llevase el grueso de la conversación con Eloise, la cual, contenta de haber escapado de las garras de un odiado perseguidor, desplegó un maravilloso dominio de las convenciones sociales. Y otra vez parecía que Eloise revivía, como si el dulce espíritu del intercambio social no hubiese muerto en su interior, ese mismo espíritu que llega a iluminar incluso a quienes padecen esclavitud, que hace que cualquier horror resulte menos terrible, y que ni el calabozo es capaz de sofocar.

Por fin llegó la hora de retirarse. Y amaneció un nuevo día.

Aquella casa de campo estaba situada en medio de un hermoso valle. El penetrante perfume de rosas y jazmines que flotaba en brazos del céfiro, el camino escarpado y lleno de flores que se abría ante él y la oscura belleza de la campiña que lo rodeaba contribuían a crear un lugar perfecto para llevar una vida retirada y feliz. Eloise solía pasear por aquel valle en compañía de Mountfort y su amigo y, dado su natural complaciente, al poco, Fitzeustace le resultó tan familiar que parecía que se conocieran de toda la vida.

El tiempo pasaba, y los días parecían sucederse con el único objeto de extraer nuevos goces de aquel delicioso retiro. En las tardes de verano, Eloise solía cantar, mientras que Fitzeustace, cuyo gusto para la música era realmente exquisito, le acompañaba con el oboe.

Aunque antes hubiera preferido la de Mountfort, poco a poco, comenzó a encontrar interesante la compañía de Fitzeustace. Casi sin darse cuenta, aquel hombre había adquirido una consideración en el corazón de Eloise del que la muchacha no era del todo consciente. Casi sin darse cuenta, buscaba su compañía y cuando, como ocurría con frecuencia, Mountfort estaba en Ginebra, experimentaba unas sensaciones maravillosamente deliciosas en compañía de su amigo. Como en un trance silencioso, callada, se sentaba y escuchaba las notas del oboe, que se esparcían en la quietud del atardecer. Y no sentía ningún temor por el futuro porque, como si viviese en un sueño acogedoramente delicioso, pensaba que siempre habría de estar como en aquellos instantes, feliz, sin pensar que nada sería igual de faltar quien, con su ausencia, dejara de ser la causa de tanta felicidad.

Fitzeustace adoraba loca y apasionadamente a Eloise y, con todas las energías de su inocente naturaleza, sólo buscaba la felicidad del objeto de todos sus afectos. Y dejó de pensar en las causas de su aflicción, porque le bastaba con haber dado con una mujer con la que comprendía y compartía los sentimientos y sensaciones que cualquier hijo de la naturaleza, no viciado por el lujo o los refinamientos mundanos, ha de sentir: el cariño, el desprecio por la egoísta satisfacción que experimenta cualquier alma capaz de elevarse por encima de la multitud. En su fuero interno, pensaba que el destino de Eloise era el de ser suya. Incluso aceptó la idea de morir, con tal de vivir con ella; le habría regalado un instante de felicidad, aun si hubiera tenido que pagarlo con una eternidad de tormentos sin esperanza. La amaba con un cariño apasionado y extremo. Si se separaba de ella un solo momento, suspiraba con ansiedad enamorada por su regreso. Pero no se atrevía a declararle su pasión, quizá por miedo de que desapareciera aquel irracional sueño de maravillosa y exultante felicidad. Era en esos momentos, ciertamente, cuando Fitzeustace admitía que era mejor morir.

Pero estaba equivocado. Eloise le quería con toda su inocente ternura, confiaba en él sin reservas y, aunque sin darse cuenta de la clase de amor que sentía por él, devolvía, ardorosamente encantada y sin límite, toda la agradable atracción que experimentaba su elevado espíritu. Y tal era la razón de que Fitzeustace creyese que no era amado. ¿Por qué pensaba así?

Un atardecer en que Mountfort se había ido a Ginebra, ya tarde, Fitzeustace caminaba con Eloise hacia el lugar que la muchacha había elegido como sitio de paseo preferido, por su incomparable belleza. Las copas entremezcladas de altos fresnos y robles cubrían sus cabezas allá arriba, mientras ellos recorrían paseos artificiales, trazados a imitación de los naturales. Y caminaron hasta llegar a un templete que había construido Mountfort, y que estaba situado en una isla de tierra, completamente rodeada de agua, a la que se accedía gracias a un puente rústico, que servía de prolongación a la vereda.

De forma mecánica, hacia allá caminaron Eloise y Fitzeustace, aunque diferentes eran los pensamientos de cada uno de ellos. Con total ausencia de nubes, la luna se mostraba en todo su esplendor, y su trayectoria se reflejaba en las ondas de aquel agua cristalina, que mecía una suave brisa. Sin prestar atención a la belleza de la naturaleza ni a la hermosura del paisaje, entraron en el templete.

Eloise se llevó, de repente, una mano a la frente.

—¿Qué ocurre, queridísima Eloise? —preguntó Fitzeustace, cuya solícita ternura le había sobrevenido sin pensar.

—Nada, nada; es sólo un desmayo momentáneo. Pronto se me pasará. Sentémonos.

Entraron en el templete.

—Es sólo un poco de sueño —dijo Eloise, con fingida alegría—, y pronto se disipará. Anoche estuve levantada hasta muy tarde; debe de ser eso.

—Recostaos aquí, en el sofá —dijo Fitzeustace, mientras le acercaba otro cojín para que estuviese más cómoda—, y tocaré alguna de esas melodías irlandesas que tanto os deleitan.

Eloise se recostó en el sofá, mientras Fitzeustace, sentado en el suelo, comenzaba a tocar. La queja melancólica de aquella música afectó a Eloise, quien suspiró y ocultó sus lágrimas con un pañuelo. Al rato, cayó en un profundo sueño, aunque Fitzeustace siguió con su música, sin percatarse de que ella dormía plácidamente. Luego, le oyó cómo hablaba, pero en un tono de voz tan bajo que supo que estaba dormida.

Se aproximó a ella. Mientras dormía, el rostro de la muchacha mostraba una dulce y celestial sonrisa; sus gestos tenían algo de etéreo. De pronto, como si las visiones de sus sueños hubieran cambiado, aunque aún perduraba la sonrisa, su expresión se volvió melancólica, y de sus párpados brotaron algunas lágrimas. La joven dio un suspiro.

¡Con qué maravillosa ilusión se inclinó Fitzeustace sobre su cuerpo! No se atrevía a hablar ni a moverse, aunque se llevó a los labios un tirabuzón que se le había soltado, mientras esperaba en silencio.

—Sí, sí; creo que podría —musitó la joven, pero de forma tan confusa que resultaba casi ininteligible.

Fitzeustace permaneció quieto, y escuchó con toda atención.

—Pensé, pensé que me miraba como si me amase —dijo, no sin dificultad, Eloise, adormecida—. Aunque, si no me quiere, debería consentir en que yo le amase. ¡Fitzeustace!

Pero, de repente, cambiaron de nuevo las visiones de sus sueños y, aterrorizada, se despertó y gritó: «¡Fitzeustace!».