CAPÍTULO IX

Aunque Satán nunca hubiera caído,

Para ti se habría creado el abismo.

The Revenge[1]

¡Oh, pobre inocencia confiada! ¿Ha de estar a punto de perecer tan hermosa flor a manos de un vendaval de abandono y crueldad? El diablo ha de ser quien se atreva a escudriñar esos dulces ojos, de óvalo tan perfecto y emblema de sensibilidad, para hundir a continuación ese espíritu intachable, emblema inmaculado, en un mar de arrepentimiento e inútil aflicción. Casi imposible resultaría imaginar a un demonio que así actuase; pero hay corazones mucho más depravados que los de esos diablos que destrozan algún alma inmaculada y la arrojan desde el pináculo de la excelencia, el mismo en el que, más tarde, ellos se aposentarán, con una sonrisa, para celebrar su diabólica victoria, mientras su víctima se retuerce en medio de terribles remordimientos, y lucha por ocultar su vana desesperación en el polvo del que había brotado el germen de sus virtudes. «¡Ah, me temo que la muchacha sin tacha desaparecerá!»; no conoce la malicia ni las astucias de los perjuros, ¡y ya nada queda de ella!

Tarde ya, al ocaso, Eloise regresó, triste y melancólica, del funeral de su madre. Pero incluso con la opresión que sentía por aquella pena, cualquiera podía darse cuenta de la sorpresa y del asombro que, inseparables de un cierto goce, de una cierta gratitud, se adueñaban de su espíritu a medida que leía y releía los caracteres escritos en la nota que aún sostenía en las manos. Ya era tarde; la luna estaba baja, e incontables estrellas adornaban el casi ilimitado hemisferio. La suave luz del lucero vespertino dormía en la superficie cristalina del lago que, apenas agitado por la brisa nocturna, exhibía el lento fluir de sus ondas. El solemne follaje de los pinos, junto con los álamos, producía confusas sombras en el agua; y un ruiseñor, solo, sobre un espino blanco, vertía en la callada quietud del anochecer su agradable y melancólico canto. ¡Escuchad! Sus trinos ascienden y penetran en la quietud de la noche, y se apagan, con una cadencia solemne, larga, en la brisa que los arrastra, como un lamento sostenido, por todo el valle. ¡Y con qué animoso y melancólico éxtasis escucha tales trinos aquel cuyo amigo, cuyo querido amigo, se encuentra lejos, muy lejos! Quizá los haya oído alguna vez a su lado, o junto a una persona amada, y nunca volverán a hacerlo juntos. ¡Eso sí que es melancolía! Incluso le ve allí, sentado en aquellas piedras que se asoman sobre el lago, sumido en una delirante languidez, y echa la cuenta con tristeza de los días que han transcurrido desde que se separó, tan apresuradamente, de la persona querida.

Eloise se dirigió con paso rápido hacia la abadía en ruinas, que se alzaba en el extremo sur del lago. El presentimiento de algo sobrenatural ocupaba su mente por completo. Echó un vistazo, con temerosa inquietud, a su alrededor, aunque apenas logró convencerse a sí misma de que no acechaban informes figuras en los lúgubres recovecos de aquel paisaje.

Llegó a la abadía. Sus vastas ruinas erguían sus arcos ojivales hacia el firmamento, con una grandeza no exenta de melancolía. Por todas partes había montones de piedras en desorden y, a excepción del zumbido de los murciélagos, el silencio era total. Y allí se encontraba Eloise, dispuesta a reunirse con aquel extraño que le había confesado que era su amigo. ¡Y la pobre se lo había creído! Todavía faltaba una hora para la cita, y Eloise esperó a que ésta transcurriese. Aquella abadía le recordó unas ruinas similares, cerca de St. Irvyne, y le vino a la memoria una canción que Marianne había compuesto poco después de la muerte de su hermano. Y cantó en voz baja:

CANCIÓN

Cuán duro es el infortunio del doliente desconsolado,

Cuando se inclina, apenado, sobre el venerado féretro

Y, angustiado, se aparta del alborozo del miserable,

Hasta que brota una lágrima, como mejor recuerdo.

Cuando la desesperación recorre sus pálidas mejillas,

Sin que atisbo alguno de dicha alumbre en su corazón;

Un momento de reposo, y al punto abandona su sueño,

Para contemplar, desgarrados, los lazos de aquel afecto.

¡Vencerá la luz del día a la oscuridad de la tumba,

Sucederá el estío al invierno de la muerte!

Descansa, pobre víctima, que el Cielo querrá para sí

El espíritu que se marchitó a fuerza de respirar.

La eternidad apunta a una pérgola amaranto donde

Ninguna nube fatal humillará las dulces esperanzas,

El inefable placer de las riquezas de la dote,

Y dispersará todo dolor, como bruma de un brezal.

No cantó más; la cadencia melancólica de su angelical voz se apagó en reverberaciones cada vez más débiles prolongadas por el eco y, una vez más, se hizo el silencio.

Próxima estaba la hora. Antes de que dieran las diez, un desconocido, de proporciones enormes, gigantescas, atravesó el refectorio en ruinas y, sin detenerse ante ningún objeto, se dirigió con celeridad hacia Eloise, que estaba sentada en una de las piedras allí desparramadas, y tras retirar la capa en que se embozaba, apareció ante los ojos de la joven el extraño ser de los Alpes, el mismo que durante los últimos días siempre había tenido presente. Por un momento, su extrañeza fue tal que cada una de sus facultades permaneció en suspenso. Iba a ponerse en pie, pero aquel ser le tomó la mano con suave violencia y la obligó a permanecer donde se encontraba.

—¡Eloise! —dijo, con una voz rebosante de fascinadora ternura—. ¡Eloise!

En un instante, la suavidad de aquella voz hizo que todo lo que Eloise sentía en su interior experimentase un cambio. Y ni siquiera se sorprendió de que supiese su nombre: ya no tenía ningún miedo ante aquel misterioso encuentro con una persona de la que, hasta entonces, la sola mención de su nombre bastaba para hacerla temblar. No; era incapaz de definir las ideas que bullían en su cabeza. Contempló aquel rostro durante un momento, y después, tras taparse la cara con las manos, sollozó con sentimiento.

—¿Qué es lo que os aflige, Eloise? —preguntó aquel hombre—: ¡qué crueldad que tan hermoso pecho haya de experimentar la tortura del dolor!

—¡Ah! —gritó Eloise, olvidando que hablaba con un extraño—, ¿cómo se puede evitar la tristeza cuando quizá no haya un solo ser en el mundo a quien pueda considerar amigo mío, cuando no existe nadie a quien pueda recurrir en busca de ayuda?

—No digáis eso, Eloise —replicó el desconocido, con un reproche cargado de benevolencia—; no penséis que podéis afirmar que nadie sea amigo vuestro, porque aquí estoy yo. Diez mil vidas que tuviera, ¡estad segura de que dedicaría cada una de esas existencias al servicio de una persona a la que amo más que a mí mismo! Hacedme depositario de todas vuestras penas y secretos. Os amo, claro que sí, Eloise; pero ¿por qué dudáis de mí?

—No dudo de vos, extranjero —contestó la inocente muchacha—; ¿qué motivos tendría para hacerlo? Porque de nada os valdría decir algo así, si no lo sintierais. Y os agradezco que améis a una persona que, en realidad, carece de amigos. Si me permitís que sea amiga vuestra, yo también os amaré. Nunca antes he amado a nadie, a excepción de mi madre y de Marianne. Si fuerais amigo mío, ¿os vendríais a vivir conmigo y con Marianne a St. Irvyne?

—¡A St. Irvyne! —exclamó el extraño, de forma brusca, tras interrumpirla—. Luego, como si temiese traicionar sus emociones, calló un instante, aunque sin soltar la mano de Eloise, que temblaba entre las suyas con sentimientos de los que su razón no desconfiaba.

—¡Sí, dulce Eloise, os amo! —dijo, finalmente, con sentido afecto—. Y os agradezco que me creáis, pero no puedo ir a vivir con vos a St. Irvyne. He de deciros adiós por esta noche, porque mi pobre Eloise debe dormir.

Tras pronunciar estas palabras, se dispuso a abandonar la abadía, pero Eloise lo detuvo para preguntarle su nombre. —Frederic de Nempere.

—Siempre recordaré ese nombre, Frederic de Nempere, como el de un amigo, incluso si no he de volver a veros nunca más.

—No soy infiel, y pronto habréis de verme otra vez. Adiós, mi querida Eloise.

Y tras decir esto, abandonó las ruinas con celeridad.

Aunque ya hubiera desaparecido, el cálido tono de su tierna despedida persistía en los oídos de Eloise. Pero, con cada instante que duraba su ausencia, disminuía su confianza en su amistad, y aumentaban las sospechas que, aunque inexplicables para ella misma, se adueñaban de su corazón. No entendía cuál era el motivo que le había llevado a confesar su amor a una persona que le inspiraba miedo, y un secreto terror crecía dentro de ella, convencida como estaba del irresistible dominio que aquel extraño ejercía sobre ella. Aunque se echó para atrás ante la sola idea de llegar a ser suya, deseaba ardientemente volver a verle, a pesar de que no estuviera dispuesta a aceptarlo.

Eloise regresó a Ginebra. Se fue a dormir; pero, hasta en sueños, la imagen de Nempere estaba presente en su imaginación. ¡Pobre y engañada Eloise! ¿Pensaste que un hombre sería merecedor de tu amor sin que le moviera ningún otro interés? ¿Pensaste que aquel a quien imaginabas superior a ti, aunque inferior, en realidad, en la escala de los seres, buscaría tu compañía por amor? Porque su superioridad es como la de los locos, que imaginan que están por encima de las criaturas en las que se ensañan: se coloca tan por encima como se lo permite su presunción, mas gemirá con los demonios de la oscuridad, en infinitos sufrimientos, mientras que tú recibirás, a los pies del trono del Dios al que amaste, la recompensa por tu intachable excelencia, y aquél, que tanto presume de su superioridad, será entregado al sufrimiento por haberte pisoteado. Reflexiona sobre ello. Y vosotros, libertinos, temblad, por haber seguido esa senda de lascivia que ha incapacitado vuestras almas para disfrutar de la mínima, pero real, felicidad, en esta vida o en la otra. ¡Temblad, os digo, porque vendrá el día del justo castigo! Pero la pobre Eloise no se estremecerá, porque las víctimas de vuestras odiosas astucias no han de temer ese día, no. Porque la causa de aquellos que tienen el corazón destrozado será vengada por Aquel ante quien lloran y claman reparación.

Nempere poseía una casa de campo, a unas pocas millas de Ginebra, y convenció a Eloise para que fuera allí con él.

—Porque —le explicó—, aunque yo no pueda ir a St. Irvyne, mi amiga ha de venir a vivir conmigo.

—Y así será —respondió Eloise, porque sintiera lo que sintiese en ausencia de él, en su presencia se ablandaba sin darse cuenta, e incluso un sentimiento parecido al amor se adueñaba, en algunos momentos, de su alma.

En cualquier caso, no era fácil apartar a Eloise del camino de la virtud. Cierto es que sabía poco, y que el desarrollo de su inteligencia no era tal como para justificar la exaltación de cualquier desalmado por haber triunfado sobre su rectitud. Fue esa tímida y sencilla inocencia la que impidió que Eloise comprendiera el sofisma oculto al que aquel falso amigo la conducía. Pero como no lo entendía, esto mismo evitó que se dejara enredar por sus argumentaciones. Por otra parte, los principios morales de Eloise eran tales, que no podían verse sacudidos fácilmente por los atractivos que la tentación pudiera presentar ante su candor sin doblez.

—¿Por qué —le decía Nempere—, nos han enseñado a pensar que la unión de dos seres que se aman está viciada, a no ser que haya sido autorizada mediante ciertos ritos y ceremonias, que en nada han de cambiar el tenor de los sentimientos que están destinadas a experimentar esas dos personas?

—Supongo que es así —respondía Eloise, con tranquilidad—, porque Dios así lo ha querido; además…, —y trataba de continuar, aunque se sonrojaba de no saber cómo.

—¿Así que el alma superior y elevada de Eloise se ve sujeta a sentimientos y prejuicios tan rancios y vulgares? —le interrumpía Nempere, indignado—. Decidme, Eloise, ¿no consideráis que es un insulto para dos almas que se sienten unidas por los irrefragables lazos del amor y la afinidad, el tener que prometerse, ante un Ser a quien no conocen, esa fidelidad que para ellos está más allá de cualquier duda?

—¡Pero yo conozco a ese Ser! —replicaba Eloise, con entusiasmo—; ¡y moriría, si dejase de hacerlo! Le rezo todas las mañanas y, al arrodillarme por la noche, le doy gracias por todas las misericordias que ha tenido con una pobre chica sin amigos, como yo. ¡Él es quien protege a quienes no tienen amigos, y le amo y le adoro!

—¡Cruel Eloise! ¿Cómo podéis decir que no tenéis amigos? ¡Pues claro que el hecho de que dos seres se adoren, sin ningún tipo de trabas, ha de resultar aceptable! Pero, venid, Eloise, esta conversación nada tiene que ver con lo que pretendemos. Creo que los dos pensamos lo mismo, aunque diferentes sean los términos con los que expresamos nuestros sentimientos. ¿Cantaréis para mí, querida Eloise?

Eloise cogió el arpa de buena gana, porque no tenía ningún deseo de continuar con el análisis minucioso de las ideas que tenía en la cabeza. Tras un corto preludio, comenzó a cantar.

CANCIÓN

I

Débiles son sus miembros, y cansados ya sus pasos,

Pero más lejos ha de vagar aún la caminante solitaria,

Bajo fuertes tempestades y opresivas montañas:

De noche hubo de abandonar su despiadado hogar.

Veo cómo sus rápidos pies roban el rocío a los arándanos,

Cuando se apresura hacia la verde arboleda de mirtos.

Y oigo, mientras se cubre el cuerpo con la túnica:

«Lleva el bote al agua, queridísimo Henry, que ya llego».

II

Su pecho, henchido por el pálpito del amor;

Su silueta que se desliza, ligera, por la pradera,

Y vuelven a su cabeza recuerdos muy queridos.

«Ya llego, queridísimo Henry, sólo espero en ti».

¡Qué pena que, cuando la tristeza mece dulces esperanzas,

Cuando exaltados sentimientos conmueven un pecho

Y la mente experimenta las dulces alegrías del amor,

Sea la voz del destino la que saluda a la felicidad que huye!

III

Bajas y oscuras nubes, en esta horrible noche,

Y la luna sólo brilla, débil, en la tempestad.

¿Qué cálidas visiones defraudarían tanta dulzura?

¿Qué falsas esperanzas osarían herir tan bello pecho?

Fuertes embestidas empapan el pálido cadáver de tu amor,

El feroz estruendo de la tormenta estalla sobre su cuerpo.

Pero, no temas, espíritu que partes; porque tu bondad

Te reserva, en las pérgolas de la eternidad, un asiento.

—¡Cuán dulces tonos! —exclamó Nempere, cuando hubo concluido.

—¡Ay! —dijo Eloise, con un hondo suspiro—: es una canción melancólica. Recuerdo que mi pobre hermano la compuso unos diez días antes de morir. Se trata de una triste historia que le tocaba muy de cerca. No se merecía tal destino. Algún día os contaré algo más, pero no ahora, que ya es muy tarde. Hasta mañana.

El tiempo pasaba, y Nempere se daba cuenta de que debía actuar con más cautela, por lo que cesó en su intento de imponerse a la capacidad de comprensión de Eloise con argumentos tan poco fundados. Pero era tan grande y decisivo el influjo que había ganado sobre aquella alma inocente que, al poco tiempo, el candor de la intachable Eloise fue inmolado en el altar del vicio, del orgullo, de la malicia. Y vosotros, orgullosos, los de la rígida conciencia de una intachable reputación, según la falacia imperante en este mundo, ¿por qué miráis a otro lado, como temerosos de veros salpicados, cuando tan cerca os habéis hallado de lo mismo por causa de vuestra debilidad? ¡Contemplad las furtivas lágrimas que corren por sus mejillas! ¡Ella se ha arrepentido; vosotros, no!

¿Y piensas tú, libertino, desde tu más profunda depravación, piensas que te has elevado al ras de Eloise por el simple hecho de verla zozobrar en tu muladar? ¡No! ¿Esperas que la maldición que sobre ti pende haya sido descuidada o ignorada? ¡El Dios a quien has insultado te ha señalado! ¡Y en los eternos libros del cielo ha quedado registrada tu ofensa! Porque el pecado de la infortunada Eloise ha sido borrado por la misericordia de Aquel que sabe de la inocencia de su corazón.

¡Sí, prevalecieron tus sofismas, Nempere, que sólo servirán para ensuciar aún más la lista de tus ofensas! ¡Escucha! ¿Qué es ese grito que rompe el magnífico silencio del crepúsculo? Era el grito angustiado de alguien que amó a Eloise hace mucho tiempo, y que ahora está muerto. ¡Es una advertencia! ¡Infructuosa! Ha cesado, pero no para siempre.

Ya era tarde, y la luna, majestuosa, en un cielo sin nubes, sin manchas, había ocultado sus pálidos rayos hacia oriente, tras una nube de polvo, como si se sonrojase de haber contemplado escena de tamaña maldad.

Pero ya está hecho. Y en los votos del transitorio delirio del placer, de las lamentaciones, del horror y de la miseria, ¡levántate! ¡Alguien tira de los mechones de Gorgona de Eloise! Horrorizada, se estremece de pavor, y se queda postrada al pensar en las consecuencias de su imprudencia. ¡Cuidado, Eloise! ¡Un precipicio, un espantoso abismo se abre a tus pies! ¡Si das un paso más, perecerás! No, no abandones tu religión, que es lo único que puede servirte de apoyo en el infortunio, en las desgracias, las mismas que, por causa de tu imprudencia, han marcado tan fuertemente el desarrollo de tu existencia.