XVIII

En su propio mundo relegado al olvido, ellos jamás habrían llegado tan lejos. De algún modo, a lo largo de la línea, habría habido un hombre con bastante independencia de mente como para saltarse a la torera los procedimientos reglamentarios y no esperar a que sus superiores tomaran una tardía decisión. Pero un esclavo no se educa y adiestra para que piense por si mismo. Esa podría ser la razón por la que la libertad, inestable, ineficiente, consecuentemente impulsada hacia el olvido una y otra vez, todavía se alzara de nuevo a través de la historia.

El vehículo volaba suave y rápido por el oscurecido planeta. Lora se convirtió en una luminosa constelación sobre el horizonte y luego desapareció. Sólo noche podía verse. Langley dudaba poder volver algún día a la ciudad. Pasó como un relámpago por encima de su experiencia durante unas pocas semanas pero ahora era como si ella y sus millones de habitantes nunca hubieran existido. Ello le daba alguna comprensión acerca de la filosofía de Valti su manera de aceptar lo no permanente y lo subyugado como esencial al estado general de las cosas.

El rostro recosido de Brannoch se recortaba en la sombra por la débil luz del panel de: instrumentos.

—¿Sabe por qué ha decidido ayudarnos la Sociedad? —preguntó.

—No... no lo sé... milord... —respondió el comerciante.

—Hay dinero en alguna parte. Mucho dinero. A menos que ustedes planeen alguna traición... —durante un momento los dientes rechinaron, blancos y relucientes, luego el thoran soltó una carcajada—. No. ¿Por qué se molestarían conmigo después de todo, si no fuera, por el propósito que usted me apuntó?

—Claro, milord, pero... supongo que la liga estará desagradecida a mis esfuerzos.

—¡Oh!, sí, sí, no tema, tendrá su pellizco.

El vehículo decantó hacia un pequeño bosque, Valti tomó la palabra.

—Ahí tengo un volador que nos conducirá al crucero, ¡Tengan la bondad, caballeros!

Un disparo segó la cerradura de la caja de Saris. El holatano salió de un ágil salto y el grupo se adentró por entre los árboles.

—Todos llevan armas de energía —murmuró Saris en inglés— Todos menos uno, aquel tipo alto allí, ¿podrás dominarle?

—No tendré más remedio que poder hacerlo —dijo Langley entre dientes.

El volador apareció enorme en el claro, como una columna de noche.

—¿Dónde está el resto del grupo? —preguntó Brannoch mientras subía por la escalerilla hacia la hermética esclusa de la nave.

—Cómodamente durmiendo en sus camas, milord —repuso Valti. Su voz sonó alta y llana en la inmensa calma.

En alguna parte, lejos, los grillos cantaban, es probable que esta sea la última vez que los oigo cantar, pensó Langley. Eran veinte hombres los que tenía que capturar.

Aquella espacionave, aunque en realidad no era más que una lancha destinada al transporte desde la Tierra hasta los cruceros en órbita, estaba diseñada con miras más hacia la velocidad que al confort. Una sola habitación contenía asientos para el pasaje y el puesto del piloto. Valti se desembarazó de su armadura plantó su enorme trasero en el sillón de mando y sus dedos iniciaron una graciosa danza por encima del panel. La lancha se estremeció y saltó hacia el firmamento.

La atmósfera cayó atrás. La Tierra giraba enorme y bella e inalterable contra una cortina de iridiscentes estrellas. Langley la miró con el pesar de las despedidas.

«Adiós, Tierra. Adiós, colinas y bosques, altas montañas, llanuras ventosas, gran piélago de Océanos bañados por la luna. Adiós, Peggy».

Un computador charlaba en voz baja para sí. Las luces parpadeaban en el panel. Valti cerró un conmutador, suspiró con cansancio y se volvió a los demás.

—Está bien —dijo—. Vamos ya en vuelo automático, a alta aceleración. Llegaremos a nuestra nave dentro de media hora. Pueden ustedes descansar.

—Eso es más fácil de decir que de hacer —gruñó Brannoch.

La quietud creció dentro de la estrecha cámara metálica.

Langley miró a Saris. El holatano asintió, aunque de manera débil. Marin vio el gesto y su propia cabeza lo repitió. Era la hora.

Langley apoyó la espalda en la pared cercana a los mandos. Sacó su desintegrador.

—No se muevan —dijo.

Alguien maldijo. Un arma saltó con cegadora velocidad. No llegó a disparar.

—Saris controla cada arma de aquí excepto la mía y la de Marin —explicó Langley—. Será mejor que permanezcan quietos y escuchen... ¡No, no lo haga!

Lanzó un rayo al hombre alto de la pistola antigua. El comerciante se doblegó con un gemido, mientras el arma cayó al suelo.

—¡Lo lamento! —Langley hablaba bajo—. No quiero hacer daño a nadie. Pero hay mucho en juego. ¿Quieren darme ocasión de explicarme?

—Capitán... —Valti se incorporó.

Marin le obligó a reprimirse con un gesto de amenaza. Saris, agazapado en un rincón de la estancia, temblaba a causa del esfuerzo.

—Escúchenme. —Langley sintió un vago enojo al ver que su tono sonaba tan suplicante. ¿Acaso no es el amo aquel que está empuñando un arma?

Pero los ojillos de Valti iban sin cesar de un lado para otro como buscando cualquier oportunidad de hacerse con el control de la situación. Las piernas de Brannoch estaban juntas y replegadas bajo su asiento, prestas para saltar. Los comerciantes espaciales gruñían, reuniendo valor para abalanzarse sobre él y dominarlo por el número.

—Quiero explicarles unos cuantos hechos —prosiguió Langley—. Todos ustedes han sido marionetas manejados a capricho por una de las mayores y más aparatosas intrigas de la historia. Ustedes piensan que actúan por su propio bien... Valti, Brannoch... pero voy a demostrarles lo contrario. En cualquier caso hay media hora de espera, así fue nada les impide escucharme.

—Adelante —exclamó Brannoch con voz gruesa.

El americano dio un suspiro tembloroso y se lanzó a relatar lo que sabía: la sumisión de la Liga, del Tecnicado y de la Sociedad a una potencia extranjera y hostil trabajando para sus propios fines.

Dio a Valti el carrete que llevaba consigo y el comerciante lo colocó en un aparato lector y lo estudió con deliberada y enloquecedora lentitud. El reloj desgranó indolentemente los minutos y la Tierra retrocedió a popa de la nave. La habitación era calurosa y silenciosa. Valti alzó la vista.

—¿Qué va usted á hacer si no coopero? —preguntó.

—Obligarle. —Langley agitó su arma.

La peluda y roja cabezota osciló y en su figura panzuda apareció una curiosa dignidad.

—No. Lo siento, capitán, pero de nada le valdría. Usted no sabe manejar una espacionave moderna. No sabe hacerlo y mi viejo esqueleto no vale tanto como lo que haría en su beneficio.

Langley enfundó su desintegrador.

—¡Está bien!

Parecía una cosa arriesgada, pero Valti se limitó a asentir y a ocupar el puesto del piloto.

—Casi hemos llegado —dijo—. Es hora de poner los frenos y conjugar velocidades.

La espacionave creció enormemente. Era un largo cilindro negro, flotando a través de la inmensidad estrellada. Langley vio destacarse sus torretas artilleras contra la lechosa luminosidad de la Vía láctea. Se produjo una leve conmoción, se oyó el ruido metálico de dos planchas de acero al entrar en contacto y la lancha unió su escotilla de manera hermética con la de la gran nave.

—¡Puestos de combate! —exclamó Valti—. Puede venir conmigo, capitán.

Se lanzó hacia la salida.

Langley se detuvo junto a Brannoch. El gigante le miró y le obsequió con una sonrisa salvaje.

—Buen trabajo —dijo.

—Mire —respondió el americano—, cuando se liberte, vuele de aquí, pero no se vaya demasiado lejos. Escuche cualquier conversación por radio. Piense en lo que le he dicho. Luego, si es usted prudente, se pondrá en contacto con Chanthavar.

—Puede... que lo haga.

—Si... en bien de la Sociedad.

—¡Yo no!

La respuesta de Valti restalló como un disparo de pistola.

—Usted, sí, señor, o personalmente romperé el cuello encima de mis rodillas. En este viaje yo soy el patrón. ¿Debo leerle los artículos concernientes a la obediencia absoluta a su patrón?

—Yo... sí, señor. Pero redactaré una queja en...

—¡Claro que lo hará! —asintió Valti animoso—, y yo estaré a su lado, en el despacho, llenando el impreso de mi reclamación.

Los desintegradores comenzaron a caer a los pies de Langley. Saris se dejó derrumbar en un diván temblando de agotamiento.

—Aten a Brannoch —ordenó el americano.

—Claro... ¿Perdona la libertad, milord? Le dejaremos en este volador, usted podrá libertarse y marcharse a su placer.

Brannoch le miró con ojos asesinos, pero se rindió.

—¿Satisfecho, capitán? —preguntó Valti.

—Quizás. ¿Por qué me cree ahora?

—En parte por las pruebas que me mostró, en parte por vuestra propia sinceridad. Siento respeto por su inteligencia.

—Alguien ha enfocado sobre nosotros un rayo rastreador. Nos están siguiendo.

—¿Quién? ¿Muy lejos? ¿Muy de prisa? —Brannoch disparó las preguntas como un perro hambriento.

—No lo sé. Pueden ser sus amigos de Thrym, puede ser Chanthavar. —Valti jugueteó con algunos botones y consideró la lectura de los diales—. Una nave de buen tamaño. Corre más que nosotros, pero les llevamos nuestros buenos diez minutos de delantera. Costará algún tiempo calentar los generadores para un salto interestelar, así que puede que tengamos que pelear durante ese rato —sus ojos estaban fijos en Langley—. Si el buen capitán nos lo permite.

El americano expelió el aire de sus pulmones con un escalofrío.

—No. Antes que eso les dejaré que nos vuelen a todos.

Valti emitió una risita.

—Sepa, capitán que le creo... a usted y a su fantástica hipótesis.

—Eso tendrá que demostrarlo —contestó Langley.

—Lo haré. Hombres, por favor, arrojen hacia aquí todas sus armas. El capitán nos vigilará a todos, si no lo considera muy aburrido.

—¡Aguarde un momento! —un nómada se puso en pie.

—¿Va a ir usted en contra de las órdenes de los jefes?

Brannoch nada dijo, pero sus ojos eran como fichas azules de piedra.

—¿Es que no lo comprende, hombre? —gritó Langley—. ¿No puede pensar?

—Sus pruebas son muy poco consistentes capitán. Todos esos hechos son susceptibles a otras interpretaciones.

—Cuando dos hipótesis entran en juego, escójase la más sencilla —sentenció Marin, con aire de profeta.

Valti se sentó. Descansó su barbilla sobre un puño, cerró los ojos y de repente pareció muy viejo.

—Puede que tenga razón —dijo Brannoch por fin—. Hace tiempo que me venía yo sospechando de esos monstruos. Pero ya trataremos más tarde con ellos... después que Thor haya conseguido una posición más fuerte.

—¡No! —gritó Langley—. ¡Ciego, loco sanguinario! ¿es que no lo ve? Todo este asunto ha sido maquinado por ellos. Deben considerar a los hombres como gusanos peligrosos. No pueden conquistarnos por sí mismos, pero pueden hacer que nos desangremos en luchas fraticidas. ¡Entonces ellos reirían triunfantes!

Sonó una campana. Langley volvió la cabeza y giró en redondo al oír el grito de Marin. Brannoch casi estaba encima de él. Hizo retroceder al centauriano con un ademán, que sonrió imprudentemente, pero dejó que Valti se acercara al panel de instrumentos.

El comerciante se volvió y anunció con llaneza:

—Dios le ampare si no. Adiós, Brannoch.

Langley cruzó la escotilla. Era el último en salir y la puerta de la gran nave se cerró tras él. No conocía la distribución de aquel crucero, pero siguió su instinto y recorrió los largos pasillos. En su torno se percibía un rugir de máquinas; la espacionave se preparaba para luchar.

A los pocos minutos localizó la cámara de control principal. Valti estaba allí sentado, con Marin y Saris remoloneando, al fondo. La nave debía ser casi por entero automática, un robot en sí, para que pudiese conducirla un hombre solo.

Un globo estelar daba el simulacro de la fría oscuridad exterior saturada de constelaciones. Valti localizó un puntito móvil en el globo y ajustó la telepantalla para ampliar la visión. La nave que se acercaba era una esfera de acero.

—De construcción thrymana —dijo Valti—. Conocería sus líneas en cualquier parte. Veamos qué tienen que decirnos.

Pulsó los botones de la radio.

¡Thrymanos! Entonces debieron escapar casi nada más irse los otros, disparando las armas que indudablemente poseían en algún lugar de su tanque, llegando hasta algún escondido navío de guerra y partiendo al espacio a una velocidad casi imposible. Deberían conocer la órbita de la nave de Valti gracias al Tecnicado. Langley se estremeció. Marin se apretó contra él.

—¡Hola, Thrym! —Valti habló casi con indiferencia. Ojos y manos se movían aún, pulsando botones, ajustando diales, observando las luces indicadoras que flameaban de un departamento a otro.

La voz mecánica respondió de manera estridente:

—¡Han sido seguidos! Si son sensatos, se rendirán inmediatamente. Los patrulleros solares nos han aplicado un rayo rastreador. Nos siguen de cerca y antes de permitirles que se apoderen de ustedes, lo destruiremos todo.

—¡Solares! —Langley emitió un silbido. Chanthavar había sido muy rápido en entrar en acción, según parecía. Pero, claro, la fuga de los thrymanos le habría alertado mucho más que cualquier otra cosa.

—Parece que la fiesta pronto tendrá demasiada gente —murmuró.

Valti bajó un conmutador. El globo celeste reflejó diminutos puntitos de fuego que debían ser explosiones fenomenales.

—Las naves pelean entre sí —observó tranquilo—. Nuestra tripulación tiene poco que hacer excepto estar alerta con los controles de emergencia para el caso de que recibamos un impacto directo.

Las dos naves maniobraron, lanzando su propio tonelaje a través del cielo tan ligeramente como si fueran ágiles danzarinas. Proyectiles nucleares partieron raudos para ser destruidos y aniquilados por proyectiles anti proyectiles. Los rayos de energía de largo alcance hurgaron el firmamento con sus fogonazos. Todo lo que Langley notó fue el ulular de los generadores, la loca danza de las chispitas del globo y el afanoso cliquear del cerebro robot entre la nave.

Saris gruñó hambriento.

—¡Si pudiera salir! —exclamó rabioso—. ¡Les clavaría los dientes a todos!

Langley atrajo a Marin hacia sí.

—Puede que nos destruyan antes de que podamos largarnos —dijo—. Me siento terriblemente impotente.

—Lo hiciste muy bien, Edwy —respondió ella.

—Bueno... lo intenté. Te amo, Marin.

Ella suspiró con gran felicidad.

—Con eso basta.

Las paredes temblaban y el aire estaba lleno de cólera.

Una voz sonó por el intercomunicador.

—Por poco nos dan en Siete, señor. Las placas exteriores están abolladas por la expansión de la explosión de energía, pero todavía no se pierde aire.

—Adelante —dijo Valti.

Incluso una explosión nuclear tenía que ser muy próxima para causar mucho daño en el vacío. Pero una simple granada que tocara a la nave antes de estallar haría de ella una lluvia de acero fundido.

—Aquí llega Chanthavar —dijo Valti—. Tengo una idea. Estaré a la escucha por la radio así que... —dio vuelta a una llave—. ¡Hola, Thrym! ¡Hola! Los solarianos caerán sobre nosotros dentro de un instante. Les tengo más fobia a ellos que a ustedes, así que, zanjemos nuestras diferencias un poco más tarde, ¿de acuerdo?

No hubo respuesta. Los thrymanos jamás desperdiciaban palabras y debían reconocer aquel fraude tan diáfano.

Pero dos cruceros solares describieron un círculo próximo y ellos sí que lo oyeron. El más próximo describió un arco gracioso que habría sido imposible sin impulsión gravitatoria, y abrió fuego contra la nave thrymana. Valti lanzó un «viva» y lanzó su nave hacia adelante. Un navío no podía hacer frente al ataque de otros dos.

Las pantallas no transmitieron aquella detonación cegadora. Rehusaron la carga, se pusieron blancas y cuando volvieron a funcionar unos segundos más tarde, los thrymanos eran una nube de gas que se expandía rápidamente.

Las dos naves solares describieron un circulo precavido, sondeando a los nómadas con unos cuantos rayos y granadas. Tronó una sirena. Valti rióse estrepitosamente.

—La superimpulsión está lista. Ahora podemos irnos de aquí.

—¡Espere! —dijo Langley—. Llámeles. Quiero hablarles.

—Pero pueden caer sobre nosotros mientras hablamos y...

—¡Maldito sea, hombre! ¡La Tierra tiene derecho a saberlo también! ¡Llámeles! ¡Llámeles inmediatamente!

Pero fue Chanthavar quien entró primero en onda. Su voz sonó crispada.

—¡Hola! Aquí Sociedad... Deténganse para ser abordados...

—No tan de prisa, hermano... —Langley se asomó por encima del hombro de Valti, buscando el auricular. ¡Nos basta dar a un interruptor para vernos a diez años luz de distancia! ¡pero tengo algo que decirle...!

—¡Oh...! ¿Usted? —el tono de Chanthavar tenía algo de comicidad impertinente—. ¿Usted otra vez? ¡Mis respetos hacia los aficionados ha crecido mucho esta noche! ¡Me gustarla tenerle entre mi personal!

—¡Pues no tendrá este gusto! ¡Lo siento! Ahora escuche: —Langley le explicó lo que sabía tan de prisa como pudo...

Hubo luego un silencio expectante. Después Chanthavar dijo despacio:

—¿Puede demostrarlo...?

—Usted puede demostrárselo a sí mismo. Estudie los mismos documentos que yo. Reúna a cuantos agentes centaurianos pueda y, después, les interroga... los thrymanos deben tener en su nómina a algún humano. Ponga los hechos y las hipótesis ante el Tecnicado, pídale una reevaluación... Debe ser capaz ese gran cerebro de sumar dos y dos.

—Puede... puede que tenga usted razón, Langley. Es muy posible.

—Puede apostarse el cuello a que la tengo. Los thrymanos no nos pueden utilizar. Somos para ellos tan monstruosos como ellos lo son para nosotros y la guerra que sostuvimos les convenció de que nosotros somos peligrosos, aun para con los de nuestra raza. Su objetivo debe ser, poco más o menos, el exterminio de todo ser con vida. Quizás me equivoque... pero ¿puede uno correr el riesgo de comprobar esta hipótesis tan probable...?

—No —repuso Chanthavar con sosiego—. Creo que no.

—Prenda a Brannoch. Flota por algún lugar cercano. Usted, él y la Sociedad —todos los planetas— van a tener que enterrar sus pequeñas ambiciones. Si no lo hacen, están acabados. Juntos, pueden enfrentarse ante cualquier poder.

—Necesitaremos ese nulificador.

—No. No lo necesitan. No se puede conquistar un planeta del tamaño de Thrym, pero pueden ustedes hacer retroceder a sus nativos y mantenerles en su sitio si compaginan sus posibilidades. Después, será beneficioso para ustedes saber que «alguien» en la galaxia, en un planeta de hombres libres, posee un arma que no puede contrarrestar nadie. Incluso eso puede sugerirles algunas ideas para libertarse ustedes mismos... ¡Adiós, Chanthavar! ¡Buena suerte!

Desconectó el transmisor y se puso en pie, sintiendo una súbita y enorme satisfacción íntima... Como si acabase de cumplir con algo que le estaba designado desde antes de la consumación de los siglos...

—¡Está bien! —dijo—. ¡Viajaremos!

Valti le dirigió una mirada especial. Sólo más tarde, al evocarla identificó Langley como la mirada de adhesión que un hombre dedicaría a su jefe.

—Será mejor que vayamos primero a Cisne y dejemos que la Sociedad... la verdadera Sociedad... sepa todo.

—Sí —asintió Langley—. Después a Holat, para construir las defensas que prometimos a Saris... ¡Volverás a tu patria, Saris!

La negra y grande cabeza se frotó contra las piernas cariñosa.

—¿Y después? —preguntó Valti; sus manos estaban posadas sobre el panel de control, preparadas para iniciar el salto.

—Y después... —exclamó Langley con una sonrisa de satisfacción—, ¡Marin y yo partiremos en busca de un mundo en el que «nos» podamos sentir como en la patria!

—¿Les importaría que me fuera con ustedes? —sugirió Valti tímidamente.

Marin cogió la mano de Langley. Se miraron sin ojos para ninguna otra cosa más. Y, cuando volvieron a mirar a su alrededor...

¡Había un nuevo sol en el firmamento...!

O, por lo menos, ellos así lo creyeron.

FIN