XV

Mañana y mañana y mañana; así es el modo que tiene el mundo de terminar.

En la universidad los hombres eran tranquilos y apacibles. Poseían modales graves y buenos, pero poca formalidad y eran conocidos por el hombre del pasado. Langley recordó sus propios días de estudiante, hacia sido profesor auxiliar durante la temporada y había visto y conocido bastante vida en la facultad. Aquí no había nada de las murmuraciones y pequeñas intrigas y meriendas hipócritas que recordaba; pero tampoco aquí estaba aquel espíritu de la ansiedad y aventura intelectual. Todo se sabía, todo estaba bien aposentado y seguro; únicamente faltaba llenar los detalles. Allá, en el siglo XX, los trabajos y tesis doctorales acerca de la puntuación ortográfica de Shakespeare seguían siendo materia de chistes... hoy, aquello era materia de estudios.

No obstante, Langley encontró en aquellos hombres grises, vestidos con ropas pardas, una compañía con la que congeniaba. Había un historiador en particular, un hombre sabio con enorme cabeza calva, Jath Mardos, de quien se hizo amigo. El individuo poseía una iniciación enorme y un punto de vista refrescantemente irónico, podían pasar horas hablando, mientras un grabador tomaba cada cosa de las que decían para una posterior evaluación.

Para Langley lo peor eran las noches.

—La situación presente era, claro, inevitable —dijo Mardos—. Si una sociedad no se petrifica, debe renovarse, como la suya hizo. Pero tarde o temprano se llega al punto en que toda innovación sucesiva se convierte en cosa impracticable y luego la petrificación se apodera de todo.

—Me parece a mí que ustedes todavía podrían hacer algunos cambios —dijo el hombre del espacio—. Por lo menos, cambios políticos.

—La Sociedad Comercial tiene un alcance de cientos años de luz y no he encomiado nada de lo que usted sueña.

—Con toda seguridad no. Un grupo que quisiese escapar de lo que considerase una civilización diabólica se iría aún más lejos que eso. Y esta la idea de algo escondido detrás de sus alcances...

—¡No maduro!

—Claro. No se olvide, la naturaleza no madura, o Sociedad, es un proceso de crecimiento... Pero, hablando de la Sociedad, me gustaría saber mas de ella. Tengo una especie de sospecha...

—No hay mucha cantidad de información. Han sido siempre bastante reservados. Parecen haber tenido su origen aquí mismo en la tierra, hace un millar de años o cosa así, pero la historia es oscura.

—No debería serlo —exclamó Langley—. ¿No se supone que el Tecnicado conserva registros completos de cada hecho importante? Y seguramente la Sociedad es importante. Cualquiera podía haber previsto que se convertirían en un factor mayor.

—Adelante —se encogió de hombros, Mardos—. usted puede utilizar la biblioteca si es que eso le divierte.

Langley encontró un escritorio y se sentó pidiendo la lista bibliográfica. Era sorprendentemente pequeña. A modo de comparación, consiguió una lista de referencia de Tau Ceti IV, un sombrío planetita de ningún valor especial... era varias veces más larga que la primera.

Se sentó durante algunos minutos meditando los efectos de una cultura estática. Para él, la parquedad de información parecía gritar: tapujo. Por eso los llamados sabios, de su alrededor, solamente notaron que había pocos libros y artículos asequibles y procedieron a olvidar todo lo referente a aquel asunto.

Se lanzó voluntarioso a la tarea de leer cuanto podo encontrar sobre la materia: estadísticas económicas; casos en donde la Sociedad, para protegerse a si misma, había intervenido en la política local de uno u otro planeta; discursos sobre la psicología producida por toda una vida a bordo de una nave... y un apartado fechado mil noventa y siete años atrás al efecto de que un tal Hardis Sanj, representando a un grupo de comerciantes interestelares (la lista de nombres incluida) había solicitado uno de los privilegios especiales y que le fueron concedidos. Langley leyó el decreto de los privilegios: era un documento conmovedor; su lenguaje inocuo daba unos poderes que cualquier ministro podía envidiar. Trescientos años más tarde, el Tecnicado llegó a reconocer a la sociedad como estado independiente; otros planetas ya lo habían hecho, el resto no tardó en seguirles. Desde entonces había habido tratados y...

Langley permaneció sentado muy quieto, cuatro días después de que su búsqueda comenzara. Todo coincidía.

ítem: el Tecnicado había permitido que la Sociedad fuese adelante sin discusión, aunque por otra parte su política base estaba apuntada francamente hacia la gradual reunificación de toda la galaxia accesible.

ítem: La Sociedad tenía varios cientos de millones de miembros ya, incluyendo personal de muchas razas no humanas. Ningún miembro sabía más que una fracción de los demás.

ítem: El rango y el archivo de la Sociedad, hasta llegar a través de los oficiales de nave, no sabía quiénes eran sus últimos gobernantes ni donde estaban, pero habían sido acondicionados para obedecer y a todos les faltaba una normal curiosidad por conocerlo.

ítem: El Tecnicado mismo había ordenado a Chanthavar que soltase a Valti sin prejuicios.

ítem: Los datos económicos mostraban que durante largos períodos de tiempo, más y más planetas se convirtieron en dependientes de la Sociedad por uno u otro vital elemento de su industria. Era más fácil y más barato comerciar con los nómadas que salir y conseguir lo que necesitaba unos mismos; y la Sociedad era, después de todo, bastante. neutral...

«¡Y un infierno!»

Langley se preguntaba por qué nadie más parecía sospechar la verdad. Chanthavar, ahora, pero Chanthavar, siempre inteligente, estaba también acondicionado. Su trabajo era meramente llevar a cabo la política dispuesta por la máquina, no hacer profundas averiguaciones. Claro que ningún ministro podía permitirse saber, y si ocurría, de vez en cuando, que tropezase con los hechos, no tardaba en desaparecer. Porque si una persona no utilizada lo descubría, el secreto no podría ser conservado; pronto se extendería entre las estrellas y la autoridad de la Sociedad acabaría... y su utilidad para el Tecnicado.

¡Claro! La Sociedad se fundó poco después, de que las colonias se independizaran. No había esperanza de ocuparlas de nuevo en un futuro previsible. Pero una potencia que fuere a todas partes e informase para una oficina central desconocida...

Una potencia en la que todo el mundo, incluidos los miembros propietarios, quisieran ser desinteresados y no agresivos... era el frente perfecto para vigilar y gradualmente dominar a los demás planetas.

¡Vaya máquina que tenía que ser el Tecnicado! ¡Qué magnífico monumento, la conquista final de una ciencia milenaria! Sus creadores lo habían hecho mejor de lo que se pensaban; sus hijos crecieron, se hicieron capaces de pensar milenios adelantados, hasta que por último hubo civilización. Langley tuvo de súbito el deseo irracional de ver aquella enorme máquina. Pero eso nunca podría ser.

¿Era esa cosa de metal y de energía realmente un cerebro consciente? No... Valti había dicho, y en la biblioteca se confirmaba, que la mente viva tiene casi en todo capacidades infinitas que nunca han podido ser duplicadas por medios artificiales. Así que el Tecnicado pensaba, razonaba, dentro de los límites de su propia función, de eso no se podía dudar. Algo equivalente a la imaginación creadora se necesita para gobernar planetas enteros y para imaginar planes como la Sociedad. Pero había todavía el robot, el supercerebro electrónico; sus decisiones eran aún hechas de manera estricta y sobre bases de datos que se le proporcionaban y sería errónea tu conclusión según el grave error de los datos.

Era como un niño, un grande, casi un impotente niño sin humor, fijando el destino de la raza que había edificado sus propias responsabilidades en él. La idea no era atractiva.

Langley encendió un cigarrillo y se arrellanó. De acuerdo. Había hecho un descubrimiento que podía hacer tambalear a un imperio. Eso era porque venía de una época completamente distinta, un modo diferente de vivir y de pensar. Su inteligencia no admitía imposiciones, era libre, sin contraventanas mentales.

¿Pero qué hacer con sus hechos? Tenía un deseo nihilista de llamar a Valti y Chanthavar y decírselo. Destruir por completo todos los trabajos. Pero no... ¿quién iba a trastornar todo el universo que contenía millones de vidas y probablemente conseguir que lo matasen durante el proceso? No tenía criterio, no era Dios... su deseo era meramente un reflejo de rabia impotente.

«Así que es mejor mantenga la boca cerrada. Si alguna vez se sospechase lo que he aprendido, no duraría ni un minuto. Yo fui importante durante una temporada y mira lo que pasó».

Aquella noche, solo en su apartamento, se miró en el espejo. Su rostro había adelgazado y perdido la mayor parte de su color bronceado. Las salpicaduras grises de su cabello se habían extendido. Se sentía muy viejo y cansado. La compasión se apoderó de él. Simplemente, no pertenecía a allí. Marin... ¿Qué estarla haciendo? ¿Viviría siquiera? ¿O puede llamarse vida a la existencia allá en el nivel inferior? No querría que se vendiese ella misma; se morirla de hambre antes de doblegar su fiero orgullo que tan bien conocía. Pero cualquier cosa podría ocurrir en la Vieja Ciudad.

El remordimiento había dado su zarpazo. No debería haberla mandado que se fuera. No debería haber descargado su propio fracaso sobre ella, que solo había deseado compartir su carga. Su salario en total era pequeño, apenas suficiente como para soportar a dos personas, pero podrían haber trabajado en alguna otra cosa más.

A ciegas, marcó el número de la principal oficina policíaca de la ciudad. El rostro cortés del esclavo le dijo que la ley no permitía la libre pesquisa de un comunero que no era reclamado por ningún crimen. Un servicio especial se ofrecía a un precio, de... más dinero del que tenía. Muy lamentable, señor.

Pedir prestado el dinero. Robarlo. Bajar él mismo a nivel inferior, ofrecerle recompensas, cualquier cosa. ¡Pero encontrarla! ¿Y querría ella volver?

Langley se encontró temblando.

—Eso no te servirá de nada hijo —dijo en voz alta, en la vaciedad de la habitación—. Te estás volviendo loco de prisa. Siéntate. Siéntate y piensa algo para variar.

Pero todos sus pensamientos se dirigían en la misma loca carrera. El era el extraño, él descentrado, la oveja negra, que existía sólo por la calidad y por el interés intelectual. Nada había que pudiese hacer. No recibió adiestramiento, no tenía educación; si no hubiese sido por la universidad, él mismo una cosa; anacrónica, habría bajado, hasta la escoria.

Algo de profunda tozudez en él le impedía suicidarse. Pero su otro aspecto, la locura, le acechaba a pasos agigantados. Aquella repugnante autocompasión era el primer signo de su propio desintegrarse. ¿Cuánto tiempo llevaba aquí, en la universidad? unas dos semanas y ya estaba harto de ella.

Dijo a la ventana que se abriese. Allí no había terraza, pero se asomó y respiró con fuerza. El aire de la noche era cálido y húmedo. Incluso a aquella altura, podía oler los kilómetros de Tierra y las plantas creciendo. Las estrellas parpadeaban por encima de la cabeza, burlándose de él desde su lejanía. Algo se movió allí afuera, una sombra imprecisa. Se acercó y vio con torpeza que era un hombre con traje espacial. Volaba con un equipo personal antigravitacional modelo policíaco. ¿Tras qué iban ellos ahora?

La negra armadura pasó cerca. Langley saltó hacia atrás mientras aquella atravesó la ventana. Aterrizó con un salto que hizo que el suelo temblara.

—¿Qué diablos...? —Langley se interrumpió. Una mano con guantelete metálico se había extendido, desabrochando el macizo casco, echándoselo hacia atrás. Una enorme nariz asomó por en medio de una mezcolanza de cabello rojo.

—¡Valti! en cuerpo y alma —dijo el comerciante—. Quizás más en cuerpo, ¿verdad? —polarizó la ventana y ordenó que se cerrase—. ¿Cómo está, capitán? Parece usted bastante cansado.

—Lo... lo estoy —poco a poco el hombre del espacio sintió que su corazón se reanimaba y que había una tensión reuniéndose a lo largo de sus nervios—. ¿Qué es lo que desea?

—Un poco de charla, capitán, sólo una pequeña discusión en privado. Por fortuna, tenemos algunos reglamentos que nos permiten poseer equipo solar en la oficina... Los hombres de Chanthavar se están poniendo infernalmente interesados en nuestros movimientos; es difícil esquivarlos. ¿Cree usted que puedo hablar sin miedo?

—Sí. Eso creo. Pero...

—Nada de refrescos, gracias. Tengo que irme lo antes posible. Vuelven a ocurrir otra vez cosas —Valti soltó una risita y se frotó las manos—. Sí, de veras. Sabía que la sociedad tenía tentáculos en lugares bien altos, pero nunca pensé que su influencia fuese tan grande.

—¿Sí? —Langley se detuvo, aspiró profundamente y se obligó a presentarse con una calma glacial—. Vaya al grano, ¿Quiere? ¿Qué es lo que desea?

—¿Estar seguro, capitán, de que le gusta permanecer aquí? ¿Ha abandonado por completo la idea de iniciar una nueva vida en cualquier otra parte?

—Vaya, de modo que me lo vuelve a ofrecer, ¿Por qué?

—Ah... mis jefes han decidido que Saris Hronna y efecto unificador no deben entregarse sin forcejeo. Me han ordenado que le saque de su confinamiento. Créalo o no, mis ordenes vinieron acompañadas por credenciales autenticas e infalsificables del Tecnicado. Con toda evidencia, tenemos agentes muy listos bien altos en el gobierno de Sol, quizás en el cuerpo de Sirvientes. Ellos han sido capaces de dar a la máquina falsos datos de manera que automáticamente ha concluido que sus propios intereses están en conseguir que Saris se aleje del lado de Chanthavar.

Langley se acercó al robot de servicio y consiguió una bebida estimulante. Sólo después de habérsela tragado volvió a confiar en si mismo lo suficiente como para hablar.

—Y usted me necesita —dijo.

—Sí, capitán. La operación será azarosa en todos casos. Si Chanthavar lo descubre, naturalmente tomará como cuestión de honor tenerlo todo hasta que pueda interrogar con más detenimiento al Tecnicado. Luego, a la luz de datos nuevos y frescos, el Tecnicado ordenará una investigación y se enterará de la verdad. Así que tenemos que actuar de prisa. Usted será necesario como amigo de Saris y en quién él tiene confianza, y como posesor de un lenguaje común desconocido con el Holatano... Ya debe saber el nuestro, en estos momentos... así que se podrá dar cuenta de que estamos dispuestos a ayudarle y cooperar con nosotros.

¡El Tecnicado! El cerebro de Langley se tambaleaba. ¿Qué fantástico plan nuevo aquella cosa había preparado ya?

—Supongo —dijo despacio—, que iremos primero a Cisne como usted planeó originalmente.

—No —el rostro regordete se contrajo tuvo en su voz un tono fantástico—. Yo no entiendo en realidad. Se supone que debemos entregárselo a los Centaurianos.