VII

Hubo un momento de rugiente confusión mientras Chanthavar emitía órdenes a través de un visifono, organizando una persecución. Luego giró volviéndose a Langley.

—Haré que registren esta zona, naturalmente —dijo—. Pero no creo que los raptores estén todavía aquí. Los robots no están ajustados para advertir quién sale y en qué condiciones, así que no podemos encontrar ayuda por esa parte. Ni espero hallar al empleado de este establecimiento que ayudó a preparar las cosas para el rapto. Pero he puesto alerta a toda la organización. Habrá una profunda investigación en los alrededores dentro de media hora. Y ya el domicilio de Brannoch está siendo vigilado.

—¿Brannoch? —repitió Langley estúpidamente.

Sentía su cerebro lejano, como el de un desconocido. No podía asimilar las cosas ocurridas tan rápidamente como el agente.

—¡Claro! ¿Quién más? Nunca creí que tuviese una pandilla tan eficiente en la tierra. Naturalmente que no le llevarán a sus amigos directamente. Habrá algún escondite en alguna parte de los niveles inferiores. No hay mucha posibilidad de encontrarlo entre quince millones de comuneros, pero lo probaremos. ¡Lo intentaremos!

Un policía se acercó portando una cajita de metal que tomó Chanthavar.

—Quítese esa máscara. Esto es un husmeador electrónico. Trataremos de seguir la pista o el rastro de las falsas caras. Un olor distintivo, así que uno no puede confundirlo. No creo que los raptores les hayan arrancado ya las máscaras en el palacio de los sueños; entonces alguien advertiría a quién se llevaban. Quédese con nosotros. Podemos necesitarle. ¡Vayamos!

Una gran cantidad de hombres, vestidos de negro, armados y silenciosos les rodeó. Chanthavar salía por la puerta principal. Había en él algo de perro de caza. El esteta, el hedonista, el filósofo indiferente estaban enmascarando al cazador de hombres. Una luz brilló en la máquina.

—Una pista, es cierto —musitó—. Si esto no se enfría demasiado de prisa, servirá de algo. Maldición, ¿por qué ventilarán tan bien los niveles inferiores?

Se lanzó en trote rápido, sus hombres no perdieron contacto con él. Las multitudes les cedieron el paso.

Langley estaba demasiado azorado para pensar. Aquello ocurría más de prisa de lo que su mente le permitía comprender y las drogas del palacio de los sueños estaban aún en su sangre, haciendo que el mundo tomase un aspecto irreal. Bob, Jim... ahora la gran oscuridad nos habría arrebatado a ellos también. ¿Volvería alguna vez a verlos?

—Bajaron por un vertiginoso ascensor, cayendo como hojas en otoño, —Chanthavar comprobando cada salida mientras pasaron por ellas. El incesante rugir de las máquinas se hizo más alto, más frenético. Langley sacudió la cabeza, tratando de aclararla, tratando de dominarse a sí mismo. Era como una pesadilla. Le llevaban contra su voluntad fantasmas de negro.

Tenía que escapar. Tenía que estar solo, pensar en paz. Ahora eso era una obsesión para él, arrollando a todos los demás pensamientos de su cabeza. Estaba en una pesadilla y quería despertar. El sudor empapaba su piel.

La luz relampagueó, débilmente.

—¡Por aquí! —Chanthavar salió por un portal—. La pista se debilita, pero quizás

Los guardias pasaron tras él. Langley se retrasó, cada vez mas y salió del ascensor en el siguiente nivel.

Era una sección diabólica, poco iluminada y tenebrosa. Las calles estaban casi desiertas. Puertas cerradas llenaban las paredes, sus pies pisaban escombros y porquería, el batir y el rechinar de las máquinas le llenaban su universo. Caminó de prisa, doblando varias esquinas y tratando de esconderse.

Poco a poco su cerebro se aclaró. Un anciano con vestiduras sucias estaba sentado con las piernas cruzadas junto a una puerta y le contemplaba con ojos maliciosos. Una mujer perezosa estaba junto a él, mostrando unos dientes irregulares en una mecánica sonrisa y retrocediendo. Un joven alto, desaliñado y sin afeitar, apoyado contra la pared, siguió sus movimientos con ojos inquietos. Era la escoria, la sección más vieja, pobre y descuidada... el último refugio del fracaso. Ahí era en donde aquellos a quien la fiereza de la vida de los niveles superiores había derrumbado, había arruinado convirtiendo sus vidas en cosas sin importancia para el Tecnicado.

Langley se detuvo, respirando con dificultad. Una mano furtiva salida de un pasadizo estrecho, tanteando en busca de la bolsa de su cinturón. Le dio manotazo y los pies desnudos de un chiquillo repicaron al alejarse en la oscuridad.

«Maldita cosa la que tengo que hacer», pensó. «Me podrían matar para robarme. Encontremos a un policía y salgamos de aquí, pronto».

Caminó calle abajo. Un mendigo sin piernas les suplicó algo con una voz aguda, pero no se atrevió a darle ningún dinero. Nuevas piernas podrían haberle crecido tí impulsos de la codicia, del ansia de robarle, aunque pareciera imposible. Bien, detrás, una pareja siniestra le seguía. ¿Dónde diablos habría un policía? ¿Es que nadie se preocupaba de lo que ocurría allá abajo?

Una forma enorme dobló una esquina. Tenía cuatro patas, un torso con brazos, una cabeza no humana. Langley la llamó.

—¿Por dónde se sale? ¿Dónde se encuentra el próximo ascensor para subir? Me he perdido.

El ser extraño le miró inexpresivo y siguió adelante.

No hablo Inglés.

Etie Town, el barrio reservado a los visitantes de otra raza, estaba en alguna parte, por aquí. Allí podría encontrar seguridad, a pesar de que la mayor parte de los compartimentos estarían clausurados, siendo su interior ponzoñoso para él. Langley siguió por el camino por el que vino el desconocido. Sus perseguidores acortaron la distancia.

La música tronaba desde una puerta abierta. Allí había un bar, gente, pero no de la clase a quien pudiera pedir ayuda.

Mientras las nieblas finales de la droga se evaporaban, Langley se dio cuenta de que podía hallarse en una situación muy comprometida.

Dos hombres salieron de un pasadizo. Eran corpulentos, bien vestidos para ser comuneros. Uno de ellos se inclinó:

—¿En qué puedo servirle, señor?

Langley se detuvo, sintiendo la frialdad de su propio dolor.

—Sí —dijo con voz espesa—. Sí, gracias. ¿Cómo puedo salir de esta sección?

—¿Forastero, señor? —ambos se le colocaron uno a cada lado—. Nosotros le guiaremos. Por aquí.

—¡Muchísimas gracias! ¿Qué hacen ustedes aquí abajo? —preguntó de pronto Langley.

—Sólo dando una vuelta, señor.

Los modales eran demasiado cultivados, demasiado finos.

«¡Estos son tan comuneros como yo!».

—No importa. No... no quiero molestarles. Indíquenme solamente la dirección.

—¡Oh!, no, señor. Eso sería peligroso. Esta zona no es buena para ir a solas.

Una enorme mano caía sobre su brazo.

—¡No! —Langley exclamó enérgico.

—Me temo que nos vemos obligados a insistir —un empujón experto y se vio semiarrastrado por los dos desconocidos—. No le pasará nada, señor, confíese y no sufrirá ningún daño.

Apareció a la vista la forma alta de un policía esclavo. El aliento de Langley carraspeó en su garganta.

—Suéltenme —dijo—. Suélteme o...

Unos dedos se cerraron en torno a su cuello, sin hacerle mucho daño, pero haciéndole estremecer. Cuando se hubo recuperado, el policía había desaparecido de la vista.

Sintiéndose atontado, les siguió. El portal de un ascensor gravitacional se asomaba delante de él. Me siguieron, pensó con amargura, claro que lo hicieron. Yo no sé lo estúpido que puede ser un hombre, pero esta noche me he ganado el primer premio de idiotas.

Tres hombres aparecieron, casi surgidos de la nada. Vestían las túnicas grises de la sociedad.

—¡Ah! —dijo uno—; lo encontrasteis. Gracias.

—¿Que es esto? —los compañeros de Langley retrocedieron—. ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué desean?

—Deseamos llevar a su casa al buen capitán —respondió uno de los recién llegados. Su rostro de barba bien recortada sonrió y una pistola apareció en la mano.

—Eso es ilegal... esa arma...

—Posiblemente. Pero morirá si no me hace caso... por muy ilegal que sea tener esta arma. Venga con nosotros, capitán, haga el favor.

Langley entró en el ascensor con sus nuevos captores. No parecía tener elección posible.

Los desconocidos no hablaron, si no que le acuciaron para que se apresurase. Parecían conocer todos los pasillos vacíos. Su progreso hacia arriba fue un viaje rápido y apenas vieron en el camino otro rostro. Langley trató de calmarse, sintiéndose arrastrado a lo largo de una marea oscura e irresistible. De nuevo en la parte superior de la ciudad, pináculos brillantes y lazos de luz diamantina contra las estrellas. El aire era cálido y dulce en sus pulmones, pero se preguntaba cuánto tiempo podría respirarlo. No lejos de la salida del ascensor, una torre impresionante octogonal se alzaba destacando del complejo general, su arquitectura extranjera la hacía fácilmente apreciable en contraposición con la ostentosa exuberancia fruto del Tecnicado. Un rotulo luminoso colgaba sobre su picacho con letras llameantes que crecían hasta formar las palabras: SOCIEDAD COMERCIAL. Entrando por un puente con suelo rodante, los cuatro fueron conducidos en un ascensor hacía una serie de apartamentos cerca del centro de este edificio.

Cuando salieron de la correa sin fin, se hallaron en una especie de cornisa y una pequeña aeronave negra aterrizó sin ruido junto a ellos, se oyó una voz, amplificada Hasta resonar a través de la murmurante quietud;

—¡No se muevan mas. Es la policía!

«¡Policía!» Las rodillas de Langley parecieron acuosas. Debió haberse figurado que Chanthavar no dejaría aquel lugar sin vigilancia. Había comunicado la alarma cuando notó la desaparición del hombre del espacio; la organización era eficiente y ahora estaba salvado.

Los tres comerciantes permanecieron inmóviles, sus rostros inexpresivos, como tallados en madera. Una puerta se dilató y otro humano salió del edificio mientras cinco esclavos vestidos de negro y un oficial ministerial bajaban de la nave. Era Goltam Valti. Esperó con los otros, frotándose las manos con un movimiento nervioso, como si se las lavara.

El oficial se inclinó ligeramente.

—Buenas noches, señor. Me complace ver que ha encontrado al capitán. Se le citará en la orden del día por este servicio.

—Gracias, milord. —Valti se inclinó. Su voz era aguda, casi irresistible hinchó sus gruesas mejillas y agitó su peluda cabeza de manera obsequiosa—. Han sido ustedes muy amables al venir, pero no había requerido su asistencia.

—No se preocupe, lo llevaremos a su casa ahorrándole esa molestia —dijo el oficial.

—¡Oh, señor!, seguramente usted me permitirá que yo ofrezca mi pobre hospitalidad a este desgraciado desconocido. El lema de la Sociedad es: un invitado jamás debe marcharse sin haber sido tratado bien.

—Lo siento, señor, pero tiene que venir con nosotros —en la vaga y oscilante luz el oficial frunció el ceño y en su tono de voz había un filo cortante y enérgico—. En otra ocasión, quizás. Ahora tiene que venir con nosotros. Esas son mis órdenes.

Valti se inclinó y emitió un murmullo.

—Simpatizo con usted, señor, pero estos humildes ojos lloran ante el pensamiento de disputar con su eminencia, pero a pesar de ser un pobre y desamparado gusano, como soy —el tono suplicante se convirtió en una amenaza enérgica—, me veo obligado a recordarle, milord, muy en contra de mi voluntad, sólo por mantener las relaciones en plan amistoso, que usted se encuentra en una zona que no es de su jurisdicción. Por el tratado de la Luna, la Sociedad tiene derechos de extraterritorialidad. Honorable señor, le ruego que no me obligue a pedirle su pasaporte.

El oficial se puso rígido.

—Le dije que tenía mis órdenes —dijo con voz espesa.

El corpachón corpulento del comerciante pareció de pronto enorme, recortado contra el firmamento. Su barba pareció erizarse. Pero la voz continuó ligera.

—Señor, el corazón me sangra por usted. Pero sea tan amable como para recordar qua este edificio está armado y con dotación. Una docena de pesadas piezas de artillería le apuntan y, con gran dolor, debo hacer respetar la ley. El capitán tomará un refresco conmigo. Después será enviado a su casa, pero en el presente es de la peor educación mantenerle de pie bajo este frió y húmedo aire. Buenas noche, señor.

Tomó a Langley por el brazo y le encaminó hacía la puerta. Los otros tres le siguieron y la puerta se cerró tras ellos.

—Supongo —dijo despacio el hombre del espacio—, que lo que yo desee no tendrá ninguna importancia.

—No esperaba tener el honor de hablar con usted privadamente tan pronto, capitán —dijo Valti—. Ni creo que usted lamente una charla mientras nos tomamos una copa de buen vino Amonite. Durante el viaje se estropeó un poco, para un paladar tan delicado como el suyo que lo notará sin duda, pero humildemente le aseguro que aún así y todo conserva muchos puntos de superioridad.

Había bajado por un vestíbulo y una puerta se abría ahora para ellos.

—Mi despacho, capitán —se inclinó Valti—. Tenga la bondad de entrar.

Era una habitación poco iluminada, enorme, de techo bajo, cubierta de estanterías que no tenían sólo microcarretes sino también algunos auténticos volúmenes en folio. Los sillones eran viejos y cómodos y el escritorio era grande y cubierto de papeles. Había una especie de bruma de tabaco fuerte en aquel aire un poco viciado.

Una criatura del tamaño de un simio, con pico en el rostro y ojos extrañamente luminosos bajo pequeñas antenas, entró llevando en sus peludos brazos una bandeja. Langley ocupó un sillón y aceptó una copa de vino caliente y oloroso y un platito con pastelillos. Valti rezongó y bebió un trago profundo.

—¡Ah! Esto sienta muy bien para mis viejos y reumáticos huesos. Me temo que las medicinas nunca serán capaces da remediar el cuerpo humano, que encuentra siempre los medios más ingeniosos para cambiar. Pero el buen vino, señor, buen vino y una chica linda y las queridas y brillantes colinas de la patria, esa es la mejor medicina que jamás pueda inventarse. Cigarros, Thakt, tenga la bondad.

La cosa simiesca saltó grotescamente sobre el escritorio y extendió una caja. Ambos hombres tomaron un cigarro y Langley encontró el suyo bueno. El ser extraño se sentó sobre el hombro de Valti, rascándose su piel verde y emitiendo risitas. Sus ojos jamás abandonaron a los del hombre del espacio.

—Bueno... —después de aquel último par de horas, Langley estaba, agotado. Ya. no tenía dentro de sí más ganas de pelear, se relajó y dejó que el cansancio corriera a través de sus nervios y músculos. Pero su cabeza permanecía anormalmente clara—. Bueno, señor Valti, ¿A qué ha venido todo esto?

El comerciante expelió el humo y se arrellanó, cruzando sus regordetas piernas.

—Los acontecimientos comienzan a producirse con incómoda rapidez —dijo con voz tranquila—. Me alegro de que se haya presentado esta oportunidad de verle.

—Esos policías parecían deseosos de que no se hubiese producido.

—Claro —los ojos hundidos destellaron—. Pero les llevará algún tiempo preparar esas colecciones de reflejos que llaman cerebro y dedicarse a atacarme. Para entonces, usted estará en su casa, porque no le retendré mucho. El buen Chanthavar no lo soportaría, pero por fortuna está ocupado en otro lugar.

—Sí, tratando de encontrar a mis amigos —Langley sintió dentro de él un torpe rencor—. ¿Sabe usted dónde los llevaron?

—Lo sé —en su tono había simpatía—. Tengo mil propios agentes dentro de las fuerzas Solares y conozco más o menos todo lo que ocurrió allá abajo.

—¿Dónde están? ¿Como están?

La tristeza retorció la media torcida boca.

—Temo muchísimo por ellos, capitán. Probablemente estarán en poder de Lord Brannoch. Es posible que les suelten. No lo sé —Valti suspiró—. No poseo espías en su organización, ni él en la mía, espero.

—¿Está usted seguro de que Brannoch...?

—¿Quién si no? Qué yo sepa Chanthavar no tenía necesidad de poner en escena tal medida; podía ordenar que todos ustedes fuesen arrestados cuando le viniera en gana. Ninguno de los otros estados extranjeros está en esto en absoluto; son demasiado débiles. Brannoch es conocido como jefe del servicio de inteligencia militar Centauriano en Sol, a pesar de que hasta ahora ha sido lo bastante listo como para no dejar pruebas que dieran píe a su expulsión. No, las únicas potencias que cuentan en esta parte de la galaxia son Sol, Centauro y Sociedad.

—¿Y por qué querría Brannoch apoderarse de ellos? —preguntó Langley lentamente.

—¿No está claro? el ser extraño, Saris Hronna creo que se llama. Puede que sepan donde encontrarle. Usted no se da cuenta de la fiebre que ese Hronna nos ha causado a todos nosotros. Ustedes han sido vigilados a cada instante por agentes de las tres potencias. Yo jugaba con la idea de hacerles raptar por mi mismo, pero la Sociedad es demasiado pacifica para ser muy buena para esa clase de cosas. De todas maneras, Brannoch nos derrotó a todos. Al instante en que me enteré de lo que había ocurrido, envié a un centenar de hombres para que tratasen de localizarle. Por fortuna, un grupo tuvo éxito.

—Por poco no —dijo Langley—. Tuvieron que arrebatarme de otros... Centaurianos, supongo.

—Claro. No creo que Brannoch trate de asaltar esta fortaleza, especialmente puesto que tendrá, esperanzas de conseguir la información de sus amigos. ¿Cree que ellos les dirán algo?

—Depende —Langley contrajo los ojos y una profunda bocanada de humo—. Sin embargo lo dudo, nunca tuvieron gran intimidad con Saris. Yo sí, solíamos hablar durante horas, a pesar de que sigo sin poder saber que es lo que le hizo huir.

—¡Ah! vaya —Valti tomó un sorbo ruidoso de vino. En su rostro pesado no había ninguna expresión—. ¿Sabe usted por qué es tan importante?

—Me lo figuro. El valor militar de su habilidad para estropear o controlar las corrientes electrónicas, etc. Pero me sorprende que ustedes no tengan ninguna máquina que haga lo mismo.

—La ciencia murió hace tiempo —dijo Valti—. Yo, que he visto mundos en donde están todavía progresando, aunque estén por detrás de nosotros todavía, conozco la diferencia entre una ciencia viva y una muerta. El espíritu de mentes abiertas inquiere y se convierte en cosa extinguida cuando las civilizaciones humanas alcanzan su propio desarrollo.

Valti miró por debajo de sus párpados caídos.

—Hay, claro, modos de hacer que un hombre hable —dijo—. No la tortura, es demasiado cruda, pero hay drogas que desatan la lengua. Chanthavar ha dudado de utilizarlas con ustedes. Si ustedes no tienen, después de todo, idea de dónde está Saris, el proceso bastante desagradable podría preparar un bloqueo subconsciente que les impediría seguir pensando en ese problema. Sin embargo, puede que esto ahora lo bastante desesperado para dar ese paso. Seguramente lo hará en el momento en que sospeche que usted ha deducido algo. ¿Lo ha deducido?

—¿Y, por qué debería decírselo, señor?

Valti le miró con paciencia.

—Porque solo a la Sociedad se puede confiar un arma decisiva.

—Sólo nuestro partido debe tener esa arma —replicó Langley secamente—. He oído muchas veces esa canción.

—Considere —dijo Valti. Su voz permaneció desapasionada—. Sol es una civilización petrificada, interesada sólo en mantener el estado actual. Los Centaurianos fanfarronean mucho acerca del vigor de las gentes de la frontera, pero están tan muertos como los demás. Si ganasen, habría una energía de destrucción seguida por un molde similar, nada nuevo excepto un cambio de amos. Si un sistema sospecha que el otro se ha apoderado de Saris, atacará en seguida, iniciando la guerra más destructiva de la historia; que ya he visto reducciones a escala como usted no podría jamás imaginarse. Los otros estados mas pequeños no serían mejores, aún cuando estuviesen en posición de utilizar el arma de manera efectiva.

—De acuerdo —dijo Langley—, Quizás tenga razón. ¿Pero qué pretende lograr su preciosa Sociedad? ¿quien dice que ustedes son una raza de...? —Se detuvo dándose cuenta de que no encontraba una palabra que equivaliese a Santo o a Ángel, y terminó de manera débil: —¿Por qué ustedes lo merecen todo?

—No nos interesa el imperialismo —dijo Valti—. Nosotros llevamos el comercio entre estrellas...

—Probablemente limpiando los bolsillos en ambos extremos.

—Bueno, un comerciante honrado tiene que vivir. Pero no poseemos planeta, no estamos interesados en tener ninguno... nuestro hogar es el espacio mismo. No matamos excepto en defensa propia. Normalmente evitamos una pelea por la simple retirada; hay siempre sitio en abundancia dentro del universo y un salto largo hace fácil derrotar a los enemigos meramente sobreviviendo a ellos. Nosotros somos gente muy nuestra, con nuestra propia historia, tradiciones, leyes... la única potencia humana neutral en la galaxia conocida.

—Hábleme más —dijo Langley—. Hasta ahora tengo sólo su palabra. Ustedes deben tener algún gobierno central, alguien que tome decisiones y coordina sus esfuerzos. ¿Quienes son? ¿Donde están?

—Seré sincero por completo, capitán —dijo Valti con tono suave—. No lo sé.

—¿En?

—Nadie lo sabe. Cada nave está facultada para manejar por si misma los negocios ordinarios. Llevamos informes en las oficinas planetarias, pagamos nuestro impuesto. No sé, sin embargo, dónde van los informes y el dinero, ni los enlaces terrestres en las oficinas. Hay una cadena de comunicaciones, una burocracia secreta tipo celular que sería imposible de rastrear a través de miles de años luz. Yo tengo un alto rango, dirigiendo de momento las oficinas solares y puedo tomar muchas decisiones por mi mismo. Pero por circuito sellado recibo de vez en cuando ordenes particulares. Debe haber por lo menos uno de los jefes aquí en la Tierra, pero donde y quién, o qué, no se lo podría decir.

—¿Cómo consigue este... gobierno... mantenerles; a ustedes en línea?

—Obedecemos —dijo Valti—. La disciplina naval es potente, incluso en aquellos quienes como yo mismo son reclutados en planetas más que nacidos en el espacio. Los ritos, los juramentos... condicionados a la propia voluntad, sé que no tienen caso cuando una orden ha sido deliberadamente violada. Pero somos gente libre. No hay ni esclavitud ni aristocracia entre nosotros.

—Excepto para sus patronos —murmuró Langley—. ¿Cómo saben que ellos trabajan para su propio bien?

—No es necesario leer nada siniestro o melodramático en las simplificaciones de una política de seguridad, capitán. Si los cuarteles generales y la identidad de nuestros jefes fuesen conocidos, serían demasiado fáciles de atacar y aniquilar. Tal y como es, la promoción de la burocracia envuelve la desaparición completa, probablemente el disfraz quirúrgico. Yo aceptaré contento las ofertas si alguna vez se me hace.

»Bajo estos patronos, como usted los llamó, la sociedad ha progresado en los mil años de su fundación. Somos una fuerza con la que hay que contar. Usted vio como fui capaz de hacer que ese oficial de policía mordiese el polvo ante mí.

Valti aspiró profundamente y siguió en el asunto:

—Y todavía no he recibido ninguna orden sobre Saris, obro porque me adelanto a los acontecimientos; si me hubiesen mandado que le mantuviese a usted prisionero, tenga la completa seguridad de que no saldría de aquí. Pero tal y como están las cosas, tengo bastante campo libre para negociar. He aquí mi ofrecimiento: Hay pequeñas naves interplanetarias escondidas en varios lugares de la Tierra. Usted puede marcharse cuando guste. Alejarse de este planeta. Seguramente oculto para cualquier volumen del espacio a menos que uno conozca su órbita, hay un crucero armado de gran velocidad. Si me ayuda a encontrar a Saris, les llevaré a ustedes dos y haré cuanto pueda por rescatar a sus compañeros. Se estudiará a Saris, pero no se le hará ningún daño. Si él lo desea más tarde puede ser devuelto a su mundo natal. Ustedes pueden unirse a la sociedad, o pueden hacer que se les envíe a cualquier planeta colonizado por los humanos más allá de la región conocida por Sol y Centauro. Hay ahí fuera muchos mundos adorables, una amplia variedad cultural, lugares en donde usted puede sentirse de nuevo en casa. Su recompensa monetaria le dará a usted un buen comienzo.

»No creo que le guste a usted ya más la Tierra, capitán. Ni me parece que preferirá la responsabilidad de desencadenar una guerra que desvastará los planetas. Me parece que su mejor camino es estar con nosotros.

Langley miraba el suelo. El cansancio estaba a punto de apoderarse de él. De volver a casa, deslizarse hacia atrás durante años de luz y siglos hasta encontrar de nuevo a Peggy... era un grito que nacía en su interior.

—No sé que hacer —murmuró—. ¿Cómo puedo estar seguro de que usted no me miente? —con un instinto de autopreservación, dijo—: No sé tampoco dónde está Saris, dése usted cuenta. Dudo hasta de poder encontrarle yo mismo.

Valti alzó una ceja de manera escéptica, pero no dijo nada.

—Necesito tiempo para pensar —suplicó Langley—. Déjeme que lo consulte con la almohada.

—Si usted desea —Valti se levantó y rebuscó en un cajón—. Pero recuerde, Chanthavar o Brannoch pueden pronto impedirle a usted que haga su elección, si ha de ser suya propia, tiene que hacerla pronto.

Sacó una caja pequeña, de plástico, plana y se la entregó.

—Esto es un comunicador, ajustado a una frecuencia que varía continuamente de acuerdo a unas series numéricas escogidas al azar. Únicamente puede ser detectado por otro similar, que yo poseo. Si me necesita, oprima este botón y llame. No es preciso que se lo lleve hasta la boca. Podría incluso rescatarle de enmedio de una fuerza armada, a pesar de que es mejor mantener en silencio este asunto. Aquí... manténgalo cerca de su piel, bajo sus ropas. No se le caerá, quedará colgado por si mismo y es transparente hasta para los rayos ordinarios que emplean los espías.

Langley se levantó.

—Gracias —musitó—. Es usted muy honrado dejándome ir.

«¿O es sólo una triquiñuela para desarmarme?».

—No vale la pena, capitán —Valti le acompañó adelantándose hasta el exterior. Un coche armado de la policía tomó tierra en la terraza—. Creo que le espera a usted un vehículo para transportarle a casa. Buenas noches, señor.

—Buenas noches —respondió Langley.