V
Se celebraba una fiesta en casa del ministro Yulien, alto comisario de metalurgia. Lo más selecto de las sociedades Solar y extranjera asistía y Chanthavar llevó consigo a la tripulación del Explorer.
Langley acompañó a la gente por pasillos altos, con columnas en donde el aire tenía una suave luz y los murales dibujos relucientes que destacaban de las también relucientes paredes. Detrás de él marchaban una docena de guardaespaldas, igualmente gigantes. Chanthavar le había explicado qua eran sus esclavos personales y el resultado de la duplicación de cromosomas en un tanque exogenético. En ellos había algo no completamente humano.
El hombre espacial estaba recobrándose de su sentimiento de torpeza, a pesar de que seguía sin poderse imaginar que su aspecto era bastante ridículo con sus peludas piernas saliendo de debajo de la túnica. El, Blaustein y Matsumoto apenas habían salido de su palacio en el día siguiente al que fueron puestos en libertad. Permanecieron sentados, hablando poco, de vez en cuando maldiciendo en un susurro lleno de dolor. Era todo demasiado nuevo, demasiado abrumador y súbito. Aceptaron la invitación de Chanthavar sin gran interés. ¿Qué iban a encontrar tres fantasmas en una fiesta?
La suite era lujosa: muebles que se moldeaban a los contornos de quien se sentaba y que se aproximaban cuando se les llamaba mentalmente... una caja intérprete que lavaba, cepillaba, depilaba, masajeaba y preparaba pulcramente para salir a la calle con un perfume permanente; suavidad y calor y colores pastel en todas partes donde uno miraba. Langley se acordaba del mantel manchado de una mesa de cocina, de una lata de cerveza delante de él y de la noche de Wyoming con Peggy sentada a su lado.
—Chanthavar —preguntó de repente—, ¿tienen aún caballos?
Había una palabra en aquel lenguaje terrestre para designar a los caballos que le habían enseñado... ¿o quizás...?
—¡Oh!, no lo sé —el agente pareció un poco sorprendido—. Que yo recuerde jamás vi ninguno, fuera de los museos históricos. Creo que queda alguno... si, en Thor para diversión de las gentes, sino en la Tierra. Lord Brannoch a menudo ha aburrido a sus invitados hablándoles de caballos y perros.
Langley suspiró.
—Pero si no hay ninguno en el Sistema Solar se puede obtener sintético —sugirió Chanthavar—. Hay quien fabrica toda clase de animales según pedido. ¿Tiene interés de cazar algún día un dragón?
—No me importa —dijo Langley.
—Esta noche en la fiesta habrán muchas personas importantes —dijo Chanthavar—. Si usted puede entretener lo bastante a una de ellas ha hecho su fortuna. No se acerque a lady Halin. Su marido es celoso y usted acabaría como un esclavo con la mente borrada por completo, a menos que yo quisiese sacar provecho de eso. No necesita usted actuar tan impresionado por lo que vea. Una buena cantidad de intelectuales jóvenes, especialmente, tienen a juego hablar mal de la moderna sociedad y eso sería considerado, si ustedes les siguiesen el ejemplo, como peligroso. Por otra parte, puede hacer lo que quiera y pasarlo bien.
La primera impresión que recibió Langley fue de profunda enormidad. La habitación debería tener un kilómetro de diámetro y era un torbellino de colores relampagueantes, con un millar de invitados, quizás. Parecía que no tenía tejado, que estaba abierta por arriba al suave cielo nocturno lleno de estrellas y de la luna. Sin embargo, decidió que tenía que tener una cúpula invisible. Bajo su turbadora altura, la ciudad era un espectáculo adorable, resplandeciente.
Había perfume en el aire, con una pizca de dulzura y música que venía de algún lugar oculto. Langley trató de escuchar, pero se oían demasiadas voces.
Chanthavar estaba presentando a su anfitrión, que era increíblemente gordo y rojizo pero sin carecer de una cierta fuerza en sus pequeños ojillos negros. Langley recordó las fórmulas de cortesía adecuadas por las que un cliente de un ministerio se dirigía y doblaba la rodilla ante otro.
—Un hombre del pasado, ¿en? —Yulien aclaró su garganta—. Interesante. Muy interesante. Tendré que hablar con usted cualquier día. ¡Hum! ¿Le gusta esto?
—Es lo más impresionante, Milord —dijo Matsumoto, con rostro inexpresivo.
—¡Hum! ¡Ja! Sí. Progreso. Cambio.
—Cuando más cambien las cosas, Milord —aventuró Langley—, más permanecen lo mismo.
Una mujer de bastante buena presencia con ojos de algún modo protuberantes le cogió del brazo. y le confesó lo «excitante» que resultaba ver a un hombre del «pasado» y que ella estaba «segura» de que hubo una época «interesante» en la que los hombres eran muy «viriles». Langley se sintió aliviado cuando una mujer de mayor edad y de rostro agudo, la llamó y le sacó del apuro. Con toda claridad las mujeres tenían una posición de sirvientas en el Tecnicado, a pesar de que Chanthavar había mencionado no se qué acerca de algunas grandes mujeres con autoridad.
Avanzó triste hacia el «buffet» en donde se sirvió de algunos manjares muy sabrosos y de vino. ¿Cuánto tiempo duraría la farsa, de todos modos? Reconoció que hubiese preferido estar a solas consigo mismo.
Un individuo fofo que parecía haber bebido demasiado le pasó el brazo en torno al cuello y le dio la bienvenida. Y comenzó a preguntarle acerca de las técnicas sexuales del dormitorio íntimo propias de su época. Fue un alivio para Langley poder deshacerse de él.
—¿Quiere que le proporcione algunas chicas? El ministro Yuilen es muy amable como anfitrión en ese concepto, nosotros lo pasábamos muy bien antes que los Centaurianos me redujeran a polvo.
—Tiene razón —corroboró un joven—. Por eso es por lo que nos van a dar más palos que a una estera. Usted queda simpático para la gente. ¿Sabían luchar en su tiempo, capitán Langley?
—Tolerablemente bien cuando era preciso —dijo el americano.
—Eso es lo que me imaginaba. Tipos supervivientes. Conquistaron las estrellas porque no tenían miedo de dar una patada al prójimo. Nosotros si. Nos hemos ablandado, aquí en el Sistema solar, ¿No sabe usted que hace mil años que no peleamos una gran guerra y que ahora que se esta preparando una no sabemos como proceder?
—¿Pertenece al ejército? —preguntó Langley.
—¿Yo? —el joven pareció sorprendido—. Las fuerzas multares habituales son esclavos, criados adiestrados para el trabajo, de propiedad pública. Los altos jefes son Ministros pero...
—Bueno, ¿abogaría usted por arrastrar a su propia clase al servicio militar?
—¿Eso no serviría de nada. No encajan. No son de la clase de especialistas esclavos, los Centaurianos, en cambio, se llaman a ellos mismos hombres libres y les gusta pelear.
—Hijo —dijo Langley con desaire—, ¿ha visto alguna vez hombres a quienes le habían volado la cabeza, saliéndoles las tripas por algún agujero de la panza?
—¡No... no, claro que no! Pero...
Langley se encogió de hombros. Ya conocía de antes a ese tipo de hombres, allá en la patria. Algunos escribían libros.
Murmuró una excusa y se alejó. Blaustein se le unió y se pusieron a hablar en inglés.
—¿Dónde está Bob? —preguntó Langley.
Blaustein le dirigió una sonrisa maliciosa.
—La última vez que le ví salía de escena con una de esas hembras despampanantes. Una chica muy mona, también. Quizás es el único de nosotros que ha sabido incorporarse.
—Puede que si —Langley.
—Yo no puedo hacer lo mismo. Por lo menos ahora no —Blaustein parecía asqueado—. Ya sabes, pensé que quizás, ahora cuando todo lo que conocimos ha desaparecido, la raza humana habría aprendido por último tener algo de sentido común. Yo era pacifista, ya lo sabes, pacifista intelectual, simplemente porque podía ver que la guerra era una farsa sanguinaria e insensata, en la que nadie nada excepto unos cuantos tipos listos —Blaustein había bebido demasiado también—. ¡Y la solución es tan fácil! ¡Te salta a la cara: un gobierno universal con dientes y garras! Eso es todo. No mas guerras. No más hombres haciéndose matar y energías desperdiciadas y niños quemados vivos. Yo pensé que quizás en cinco mil años incluso esta raza estúpida nuestra aprendería aquella lección tan evidente. Recuerda, jamás tuvieron guerra en Holat. ¿Somos nosotros mucho mas estúpidos.
—Creo que en una guerra interestelar sería difícil de pelear —dijo Langley—. Muchos años de viaje para llegar hasta el enemigo.
—Ajá. También poco incentivo económico. Si un planeta puede ser colonizado en total, eso será auto-suficiente. Esas dos razones son por las que no habido una verdadera guerra durante miles de años, desde que las colonias se independizaron.
Blaustein se acercó más, jugueteando con algo entre los pies.
—Pero ahora se está preparando una. Nosotros puede que la veamos muy bien. Ricas fuentes de primeras materias minerales en los planetas de Sirius y el gobierno allí es débil, y los de Sol y Centauro fuertes. Ambos desean esos planetas. Ninguno puede dejar que el otro se apodere de ellos; sería demasiada ventaja. Hace poco que hablé con un oficial, que está destinado cerca de esos mundos, y que oyó además algo acerca de que los Centaurianos son sucios bárbaros.
—Aún así y todo me gustaría saber cómo se podría pelear a través de cuatro años luz —dijo Langley.
—Uno envía una flota de tamaño real, completa con cargueros llenos de suministros, uno se encuentra con la flota enemiga y la barre del espacio. Después uno bombardea los planetas enemigos desde el firmamento. ¿Ya sabes qua ahora puedan desintegrar cualquier clase de materia? Nueve veces diez a la vigésima potencia de ergios por gramo, y hay cosas como el virus sintetic y polvo radioactivo uno destroza una civilización en esos planetas, aterriza y hace los que les place. ¡Sencillo! la única cosa que hay que asegurar es que la flota enemiga no te derrote a ti, porque entonces tu propia casa queda abierta, Sol y Centauro han estado intrigando, agitándose, desde hace décadas. Tan pronto como uno de ellos consiga una clara ventaja... ¡bam! fuegos artificiales.
Blaustein agitó su copa y fue por más.
—Claro —continuó lúgubremente—, siempre está la posibilidad de que incluso si tu bates al enemigo bastantes de sus naves escapen para llegar a tu sistema, destruir tus defensas planetarias y bombardear. Entonces uno tendrá dos sistemas que han vuelto a la época de las cavernas. ¿Pero cuando esa perspectiva ha servido para detener a un político? O a un administrador psicotécnico, como creo que se les llama ahora, déjame tranquilo. Quiero emborracharme.
Chanthavar encontró a Langley unos cuantos minutos más tarde y le cogió por el brazo.
—Venga —dijo—. Su Fidelidad el jefe de los Sirvientes del Tecnicado, quiere conocerle. Su Fidelidad es un hombre muy importante... ¿Excelente Sulon, puedo presentarle al capitán Edward Langley?
Era un hombre alto y delgado con una sencilla túnica azul y capuchón. Su rostro delgado era inteligente, pero hay algo falto de humor y fanático en su boca.
—Eso es interesante —dijo con aspereza—. Tengo entendido que usted vagó muy lejos por el espacio, capitán.
—Sí, Milord.
—Sus documentos han sido ya presentados al Tecnicado. Cada retazo de información, sin embargo, aunque parezca remota, es valiosa. Porque sólo a través del seguro conocimiento de todos los hechos puede la máquina tomar decisiones seguras. Usted se quedaría sorprendido si supiese cuantos agentes hay cuyo único trabajo es la recopilación constante de datos. El estado le da las gracias por sus servicios.
—No ha sido nada, Milord —dijo Langley con la debida deferencia.
—Puede ser mucho —repuso el Sulon—. El Tecnicado es el fundamento de la civilización Solar, sin él, estamos perdidos. Sin propia ubicación es desconocida para todos excepto los más altos rangos de mi orden, sus servidores. Por esto nacemos y nos educamos, por esto renunciamos a todos los lazos familiares y a los pareces mundanos. Estamos tan acondicionados que si hiciese el intento para conseguir nuestro secreto, que no hubiese escapatoria evidente, moriríamos automáticamente. Le digo esto para que se haga una idea de lo que significa el Tecnicado.
Langley no pudo pensar ninguna respuesta. SuIon era la prueba de que el Sol no había perdido toda su vitalidad, pero había en él algo inhumano.
—Me han dicho que un ser extraterrestre de raza desconocida estaba con su tripulación y que se ha escapado —prosiguió el anciano—. Debo tener una vista muy completa y seria de esto. Es ese ser un factor completamente imprevisible... su propio diario de a bordo da muy pocas informaciones.
—Estoy seguro de que es inofensivo, Milord —dijo Langley.
—Eso está por ver. El Tecnicado mismo ordena que se le encuentre o se le destruya de inmediato. ¿Tiene usted, como conocido suyo, cualquier idea de cómo seguir adelante con esto?
Allí estaba de nuevo. Langley sintió frío. El problema de Saris Hronna les tenía a todos ellos asustados. Y un hombre asustado podía ser una criatura maligna.
—Los sistemas de búsqueda normales no han dado resultado —dijo Chanthavar—. Le digo todo esto, a pesar de que es secreto: él mató a tres de nuestros hombres y se escapó con su nave voladora. ¿Dónde se ha ido?
—Tendré... tendré que pensármelo —balbuceó Langley—. Eso es de lo más desgraciado Milord. Créame, le dedicaré toda mi atención.
Langley fue apartado por una mano peluda y rolliza. Pertenecía a un hombre grande, barrigón, con vestido al estilo extranjero. Su cabeza era maciza, con una nariz elefantina, con un pelo rojo llama desordenado y la primera barba que Langley había visto en aquella época. El hombre tenía ojos sorprendentemente penetrantes y ligeros. La voz bastante alta tenía un acento, una entonación no terrestre.
—Saludos señor. Tenía muchísimas ganas de conocerle. Me llamo Goltam Valti.
—A su servicio, Milord —dilo Langley.
—No, no. No tengo ningún título. La pobre gota de grasa llamada Goltam Valti no ha nacido para los colores. Soy de la Sociedad Comercial y no tenemos nobles. No podemos darnos ese lujo. El trabajo lo bastante duro para que podamos vivir honradamente estos días con compradores y vendedores aliados para quitarte el suficiente beneficio como para dejarte sin nada ya que tienes tus haciendas muchas generaciones lejos. Bueno, en mi caso aún ha de quedar, soy de Amon en el sistema Tau Ceti originalmente. Un planeta dulce, miel, con cerveza dorada y chicas para servirte, es maravilloso.
Langley sintió algo de interés. Había oído hablar de la sociedad, pero poco. Valti le condujo a un diván y se sentaron y silbó a una mesa que pasaba con refrescos.
—Soy factor jefe en el Sol —prosiguió Valti—. Algún día tiene usted que venir a ver nuestro edificio. Recuerdos de cien planetas que tenemos allí y estoy seguro que le interesarán. Pero la cantidad de 5.000 años de vagabundeo es demasiado incluso para un comerciante. Usted ha debido ver muy grandes negocios, capitán, grandísimos negocios. Ah, si yo fuese otra vez joven...
Langley se apartó sutilmente y pidió que le contestase a unas cuantas preguntas directas. Sacar informes a Valti costaba tiempo y paciencia; uno tenía que escrutar una parrafada de autocompasión, para conseguir una frase que valiese la pena oírse, pero algo se sacaba. La sociedad había existido ya mil años o más, reclutada de todos los planetas, incluso de razas no-humanas; portaba la mayor parte del comercio interestelar, tratando con mercancías que eran procedentes a menudo de mundos desconocidos en aquella pequeña sección de la galaxia. Para el personal de la sociedad, las grandes espacionaves eran el hogar de hombres y mujeres y niños que vivían todas sus vidas en ellas. Tenían sus propias leyes, costumbres, idioma; no debían obediencia a ninguna persona que no fuese la propia sociedad.
—¿No tienen ustedes una capital, un gobierno?
—Los detalles, amigo mío, los detalles los podremos discutir más tarde. Venga a verme. Soy un viejo solitario. Quizás pueda ofrecerle alguna pequeña diversión. ¿Por casualidad ha estado usted en el sistema Tau Ceti? ¿No? Es una lástima. Le habría interesado: el sistema doble anular de Osiris y los nativos de Horus y los hermosos, hermosísimos valles de Amon, sí, sí.
Los nombres originalmente dados a los planetas habían cambiado, pero no tanto que Langley no pudiese reconocer las figuras mitológicas que los descubridores habían tenido en cuenta. Valti prosiguió su reminiscencia de mundos que había visto en los últimos y lamentados días de su juventud y Langley encontró distraída la conversación.
—Eh, ustedes.
Valti se puso en pie de un salto y se inclinó servil.
—¡Milord! ¡Vos me honráis más de lo que valgo! Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que os vi.
—Dos semanas completas —sonrió el rubio gigante vestido con la chillona chaqueta carmesí y los pantalones azules.
Llevaba en la mano una copa de vino, en su mano peluda, en la otra sujetaba por los tobillos a una diminuta y exquisita bailarina que colgaba de su hombro y se agitaba riendo.
—Y entonces tú me engañaste mil solares, tú y tus sobrecargados dados.
—Muy excelente señor, la fortuna debe de vez en cuando sonreír a mi feo rostro; la ley de las probabilidades así lo exige —Valti hizo con sus manos el gesto de lavárselas—. ¿Quizás a Milord le venga bien que le conceda la revancha alguna noche de la semana que viene?
—Puede que si. ¡Baja! —el gigante dejó que se deslizase la chica hasta el suelo y la despidió con una juguetona palmada en las nalgas—. Vete, Thura, Kolin, o como te llames. Te veré más tarde —sus ojos eran brillantes y azules y se clavaron en Langley—. ¿Es éste el hombre precursor de que he oído hablar?
—Sí Milord. ¿Puedo presentarle al capitán Edward Langley? Lord Brannoch dhu Crombar, el embajador Centauriano.
Así que este era uno de los hombres odiados y temidos de Thor. El y Valti fueron los primeros tipos caucásicos reconocibles que el americano había visto en aquella época: presumiblemente sus antecesores habían dejado la Tierra antes de que las razas se fundiesen en los seres casi uniformes de aquí y con toda posibilidad los factores ambientales tenían algo que ver con la fijeza de sus rasgos distintivos.
Brannoch sonrió jovial, se sentó y contó una cómica e interesante historia. Langley contraatacó con el relato de un vaquero que consiguió tres deseos, y la carcajada de Brannoch hizo que temblasen los vasos.
—¿De modo que ustedes todavía utilizaban caballos? —preguntó después.
—Sí, Milord. Yo me crié en un país de caballos. Los utilizábamos junto con los camiones. Yo iba... iba a dedicarme a su cría.
Brannoch pareció advertir el dolor del hombre del espacio y con sorprendente tacto prosiguió para describir el establo de su casa.
—Creo que le gustaría Thor, capitán —terminó—. Todavía tenemos ocasión para trabajar con ahínco. ¿Cómo pueden respirar con veinte millones de pedazos de carne gruesa en el Sistema Solar? Nunca lo he sabido. ¿Por qué no viene a vernos alguna vez?
—Me gustaría Milord —dijo Langley y quizás no mentía por completo.
Brannoch se arrellanó, estirando sus largas piernas.
—Yo también he viajado un poco —dijo—. Tiempo atrás tuve que abandonar el sistema, cuando mi familia dio fin a una pelea. Pasé cien años de tiempo externo dando vueltas, hasta que tuve oportunidad de volver. La Planetografía es una especie de afición mía, por eso podré decir que es la única razón por la que vengo a sus fiestas, Valti, viejo barril engañoso. Dígame, capitán, ¿ha tocado usted alguna vez en Procyon?
Durante media hora la conversación versó de estrellas y planetas. Algo del peso interior de Langley sufrió alivio. La visión de muchas cosas extrañas de diversos rostros girando en torno a una sin fin oscuridad exterior era capaz de dejar sin respiración.
—A propósito —dijo Brannoch—. He oído algunos rumores acerca de un ser extraño que traían con ustedes, que se escapó. ¿Qué hay de verdad en eso?
—¡Ah si! —murmuró Valti mientras se acariciaba la barba—. A mí también me ha intrigado. Sí, parece que es un tipo la mar de interesante. ¿Por qué tomaría una acción tan desesperada?
Langley se puso rígido. ¿Qué es lo que había dicho Chanthavar? ¿No se suponía que todo el asunto era confidencial?
Brannoch, claro, tendría sus espías. Consecuentemente Valti también. El americano sintió un escalofrío al notar fuerzas inmensas confluyentes, como una máquina marchando desbocada. Y comprendió que le hablan pillado entre los alocados engranajes.
—Me gustaría poderle añadir a mi colección —dijo Brannoch en tono casual—. Es decir, no hacerle ningún daño, sólo conocerle. Si en verdad es un verdadero telépata, es casi único.
—También tendría interés en asociarme en este asunto —dijo Valti con tono de desafío—. El planeta puede tener algo que valga la pena comerciar incluso a costa de un largo viaje.
Al cabo de un momento, añadió ensoñador:
—Creo que el pago por este informe sería muy generoso capitán. La sociedad tiene sus pequeños caprichos y el deseo de conocer una raza nueva es uno de ellos. Sí, habría dinero para pagar el informe.
—Yo aventuraría por mi cuenta una cantidad —dijo Brannoch—. Un par de millones de Solares... y mi protección. Estos son tiempos borrascosos, capitán. Un patrón poderoso no es para despreciar.
—La sociedad —observó Valti—, tiene el privilegio de extraterritorialidad. Puede garantizar un santuario, también como la salida de la Tierra, que se está conviniendo en un lugar malsano. Y, claro, recompensas monetarias: tres millones de solares, como inversión en un nuevo conocimiento.
—Este no es sitio para hablar de negocios —dijo Brannoch—. Pero como dije, creo que le gustaría Thor. Y podríamos enviarle a alguna otra parte que usted eligiese. Tres millones y medio.
Valti gimió.
—¿Milord, deseáis arruinarme? Tengo familia que mantener.
—Sí. Una en cada planeta —bromeó Brannoch.
Langley permaneció sentado muy quieto. Pensó saber por que querían ellos a Saris Hronna. ¿Pero qué podía hacer él?
La forma ágil de Chanthavar salió de entre la gente.
—¡Oh!, estaba usted ahí... —dijo. Se inclinó con deferencia ante Brannoch y Valti—. Su sirviente, Milord y buen señor.
—Gracias, Channy —dijo Brannoch—. Siéntese, ¿quiere?
—No. Hay otra persona a quien le gustaría conocer al capitán. Perdónenos.
Cuando estuvieron seguros entre la gente, Chanthavar llevó a Langley aparte.
—¿Iban esos hombres en busca de que usted les entregase ese ser extraño? —preguntó. Había algo frío en su rostro.
—Sí —respondió Langley, cansino.
—Me lo pensé. El gobierno Solar está plagado de estos agentes. Bueno no lo haga.
Una cólera cansada e insensata bullía dentro de Langley.
—Mire, hijo —exclamó mirando fijamente a los ojos de Chanthavar bien por debajo de los suyos—. No veo yo por qué tengo que deberme hoy día a cualquier facción. ¿Por qué no deja usted de tratarme como si fuera un crío?
—Yo no voy a tenerle a usted incomunicado, a pesar de que podría —dijo Chanthavar con voz meliflua—. No vale la pena, porque antes de mucho probablemente tendremos a esa bestia. Le estoy solamente avisando, sin embargo, de que si él cayese en cualquiera de otras manos, que no fuesen las mías, se las pasarla usted muy mal.
—¿Por qué no me encierra y sigue adelante con las suyas?
—Eso no, me obligaría usted a pensar como yo quiero que piense en caso de que mis propias búsquedas fallen. Y es demasiado crudo —Chanthavar se detuvo, luego añadió con una curiosa intensidad—: ¿Sabe usted por qué juego esta partida de política y guerra? ¿Cree usted que ambiciono el poder para mí mismo? Eso queda para los locos que desean mandar a otros locos. Sin embargo, es divertido jugar. La vida de otro modo, se volvería aburridísima. ¿Qué otra cosa puedo hacer que no haya hecho cientos de veces ya? Pero sí es agradable probar fuerzas con Brannoch y con ese pelirrojo fanfarrón; sus consecuencias, ganar, perder o empatar, son también divertidas; aunque, claro está tengo intención de ganar.
—¿Incluso no ha pensado usted nunca en... un compromiso?
—No deje que Brannoch le engañe. Es uno de los cerebros más fríos e inteligentes de la galaxia. Bastante decente, lo lamentaré cuando tenga por último que matarle, pero... ¡no importa! —Chanthavar se volvió—. Vamos dirijámonos al serio negocio de emborracharnos.