XX
Dos noches más tarde sopló un fuerte ventarrón desde el sudeste, saliendo del mar, cruzando la isla y desapareciendo de nuevo sobre el agua. Trevelyan lo oyó silbar como si le llamara. Miró a Nicki, que estaba muy cerca y adorable a la cálida luz amarilla de su habitación.
Ella le sonrió y sintió un horrible estremecimiento al pensar que podría morir en la huida. Pero estaba decidida a ir con él y no atendería a más razones.
El árbol era cómodo, un lugar cálido e iluminado en medio de una inmensa oscuridad ululante. Sentado en el musgoso suelo, lo sentía temblar ligeramente bajo el empuje del viento. Nicki se sobresaltó cuando la cortina que servía de puerta se descorrió y golpeó furiosamente, levantada por una ráfaga. Joaquín apareció en el hueco, completamente vestido, con la capa fuertemente enrollada en torno a su cuerpo de oso. Había en sus ojos una expresión que nunca había visto antes.
—Todo a punto, chicos —dijo—. Venid a la playa. Yo seguiré pasando la voz.
Saludó con un movimiento de cabeza y desapareció; la oscuridad se lo tragó.
Despacio, Nicki se levantó. Un temblor recorrió su cuerpo, y sus ojos azules parecían obsesionados. Sonrió, acariciando con una mano la suave pared de su habitación. Después, sacudiendo la cabeza de modo que sus rizos leonados se agitaron, dijo:
—Muy bien, Micah, vamos.
Levantándose con ella, se acercó a la estantería donde reposaban, olvidadas y polvorientas, todas sus pertenencias.
—Antes de que nos vayamos —dijo, volviéndose hacia Nicki y besándola.
★ ★ ★
Cuando salió, llevando a Nicki de la mano, la oscuridad parecía un remolino de agua profunda. Oyó el aullido de los árboles; el viento gemía burlonamente entre sus ramas y ellos respondían con un gruñido de agonía.
Se dirigieron tropezando hacia la playa. Cuando llegaron a la orilla, el viento les golpeó el rostro. Por un momento, las desgarradas nubes se abrieron mostrando una media luna entre lejanas y pálidas estrellas.
La mayor parte del grupo de Joaquín estaba ya reunido, esperando. La luz de la luna brilló heladamente al chocar contra las hojas de los cuchillos y las puntas de las lanzas de caza, forjadas durante los largos días pasados allí.
Estaban de pie en una húmeda ensenada por donde el río cruzaba la playa. Al borde del agua yacía un bote, traído desde los bosques por Ilaloa. Trevelyan estiró el brazo y tocó el casco con un sentimiento de temor reverencial.
El bote era largo y estrecho, de un solo mástil, vela cangreja y foque, verde oscuro, con timón y una pequeña cabina. Pero era en realidad un árbol vivo, alimentado por sales marinas y había tierra en su base.
Vio a Ilaloa, sentada cerca de la cabaña del timón. Se aferraba a Sean, como si ya se estuviera ahogando.
—Ya estamos todos, supongo. —La voz de Joaquín casi se perdía en el viento—. Será mejor que nos pongamos en marcha. No estoy muy seguro de que los alori no tengan alguna idea de esta travesura.
Tuvieron que llevar el bote más allá de las rompientes. Trevelyan chapoteó en los bajíos del río, entre Nómadas que gruñían y juraban y a los que apenas veía. El casco era frío y resbaladizo al tacto.
Sintió rozar la quilla contra una barra de arena en la desembocadura del río. ¡Ahora... arriba! Tenían que levantar el bote para pasar por encima de la barra y meterlo entre las rompientes. El agua se hizo más profunda mientras vadeaba. El viento de superficie la alisaba un poco, pero sintió que la resaca le atenazaba las piernas.
—¡Empujad! —rugió Joaquín—. ¡Empujad!
Trevelyan lanzó toda la fuerza de sus músculos contra la solidez del casco. Sus pies buscaron un apoyo, pero lo perdió; se agarró a la borda y entonces una mano gigante lo levantó. Una ola estalló encima de su cabeza. Un millón de truenos resonaron dentro de su cráneo. ¡Ahora entraban de veras en las rompientes!
El bote se balanceó. Trevelyan se agarró con dedos que parecían a punto de dislocarse. Un golpe lo derribó, asfixiándole y haciéndole arder los pulmones. Intentó respirar, golpeó con los pies y siguió empujando el bote.
Éste se hallaba ya en el revuelto mar abierto. Una mano agarró a Trevelyan por el pelo y el repentino dolor le devolvió la conciencia. Chapoteó hasta alcanzar la borda, se cogió a ella y pasó por encima. Dándose vuelta, se preparó para ayudar al siguiente.
La luna salió de nuevo entre las nubes y pudo ver una inmensidad de agua revuelta. A barlovento la tierra parecía una sombra llena de bultos, negra contra las nubes teñidas por la luna. A bordo se percibía una confusión de rostros. Apenas podía oír las voces entre el chillido del viento y el rugido de las olas. Joaquín estaba de pie, con las piernas separadas, inclinado hacia adelante mientras contaba.
—Falta uno.
Se enderezó, mirando por encima de los remolinos oscuros.
—MacTeague Alan ha desaparecido. Era un buen chico.
Lentamente, se volvió para encararse con Ilaloa, que seguía junto a la caña del timón. Su mano se levantó y dio la señal de partida. Ella asintió con un movimiento de cabeza, como una figura fantasmal a la luz de la luna y habló a Sean. Éste y otros dos hombres izaron las velas.
El bote saltó hacia adelante. Su mástil, que hasta entonces había estado balanceándose locamente contra el cielo, escoró de tal forma que Trevelyan creyó que volcaría. La botavara giró hacia fuera, formando casi ángulo recto con el casco ladeado, y el cordaje zumbó. El agua saltaba, en blanca espuma, a ambos lados de la proa, la estela se rizaba como una llama agitada detrás del bote y éste ¡corría!
Trevelyan boqueó, sacudiendo su cabeza empapada con admiración.
—¡Lo conseguimos! —dijo ahogadamente.
Todavía no se atrevía a creerlo.
—Lo conseguimos.
Nicki le abrazó sin pronunciar palabra. Se arrastraron por encima de sus compañeros hasta la proa, donde podían ver hacia dónde iba. El rocío de las olas les pinchó el rostro, pero contemplaban el mar y se sentían contentos.
Las nubes se abrían y la media luna, tan grande como la Luna llena de la Tierra, era deslumbrante. Pero era hacia adelante, hacia el noroeste, que Trevelyan y Nicki fijaban la mirada. Allí estaban los botes y el camino para ir a casa.
Joaquín se arrastró hasta la proa, vio a los dos allí sentados y sonrió. Volviéndose, se abrió camino hacia la popa, comprobando el estado de su gente. Hasta ahora no había habido bajas, excepto la del pobre Alan. Joaquín se preguntó cómo se lo comunicaría al padre del muchacho.
Cuando llegó a popa vio a Sean e Ilaloa ayudándose el uno al otro a gobernar el timón. Era difícil imaginar cómo podía la joven mantener la orientación sin un compás, pero lo hacía. La orilla ya se había perdido de vista; estaban rodeados por una absoluta oscuridad. La barra del timón se sacudía, luchando como un animal vivo. Sean e Ilaloa estaban uno a cada lado, hombro contra hombro, con las manos entrelazadas sobre la caña. El hombre tenía la mirada fija, pero el capitán pocas veces había visto tal expresión de felicidad interna.
Se acercó más, agarrándose a la borda con una mano e inclinándose hacia adelante para que pudieran oír su voz.
—¿Cómo va?
El viento aulló por encima de sus palabras.
—Muy bien —contestó Sean—. Pronto avistaremos la isla. Ya podríamos verla ahora si fuese de día.
Joaquín se apoyó en los extremos de las cuadernas que sobresalían y miró a lo largo de la barca. Era extraño que no hiciese agua... no, el agua saltaba dentro, y era absorbida, secada; una fina lluvia saltaba desde los lados del bote, cayendo de nuevo al mar. El bote también se achicaba por sí mismo.
Contempló el mar como si estuviera en lo alto de una montaña. Sobre su cabeza se extendía el cielo, cubierto de parpadeantes estrellas y cúmulos de nubes; debajo y alrededor suyo, el mar inquieto, cambiante y sonoro; en todas partes, el viento. Pudo haber sido a través de años luz que vio la forma vaga del otro bote.
Asió a Ilaloa por el hombro con tanta fuerza que ella gritó. Lentamente, Joaquín señaló, y ella y Sean siguieron la dirección de su brazo.
Ilaloa permaneció en pie durante un segundo, sin moverse. Joaquín había visto una vez a un hombre alcanzado en el corazón por una bala, sin haber comprendido todavía que estaba muerto y que seguía en pie exactamente de esa manera.
Se inclinó hacia adelante para gritarle al oído:
—¿Es probable que alguien más esté navegando, en una noche como ésta?
Ella sacudió la cabeza.
—Bueno —comentó entre dientes—, agarrarse todos, chicos, que vamos a empezar una carrera.
Cuando remontaron la cresta de otra ola vio la isla. Era difícil medir las distancias, pero el acantilado de roca que se vislumbraba no podía estar muy lejos. Mirando fijamente hacia atrás, percibió la otra embarcación.
Acortaba distancias rápidamente, cuarteando a babor por popa. No era éste un barco de vela; los alori habían enviado tras ellos una verdadera lancha. Era grande y alta de proa, sin mástil e impulsado por algo que nadaba. Sólo podía ver la gran curva blanca de un dorso alzándose entre las olas, los golpes de una cola y, de vez en cuando, una monstruosa aleta.
Ilaloa le dijo algo a Sean, quien asintió y le hizo un gesto a Joaquín. Unas pocas palabras llegaron a oídos del capitán:
—...coger un remo... arrecife...
Giró y aferró con las manos la barra que golpeaba a un lado y a otro. Sean buscó a tientas los cables de la botadura. La isla estaba ahora muy cerca, rodeada por la blanca espuma de las rompientes. Tenían que rodearla, sin duda, cambiar de bordada... ¿con ese mar?
La vela se deshinchó y flameó violentamente, y el bote guiñó, empezando a dar otra bordada. Fue una maniobra chapucera... Ilaloa hubiera podido hacerla mejor, pero sus ayudantes eran inexpertos. Perdieron la mayor parte de su velocidad anterior. La embarcación de los alori se acercó más; ahora estaría sólo a unos cientos de metros de distancia. Joaquín vio las altas figuras de sus tripulantes de pie en la proa. Creyó reconocer a Esperero entre los demás hombres, pero no podía estar seguro.
La isla se alzaba como una montaña ante ellos. Joaquín percibió la resaca que saltaba en la base de sus acantilados y sintió palpitar su corazón. La embarcación de los alori avanzó rápidamente, casi a su costado, aunque entre ellos había por lo menos unos cincuenta metros. Joaquín observó el lomo y la cola de la bestia marina, que batía el agua.
¡No... todavía no, por el cielo! El bote de vela saltó hacia adelante. Los rompientes estaban ahora justamente a proa; Joaquín sintió el bandazo de la embarcación cuando entró en los remolinos. Una ola pasó pro encima de la proa, tronando a la largo del casco y entonces la quilla chocó contra un escollo.
Ilaloa señaló vivamente hacia un lado. ¡Saltad! ¡Saltad! Por un momento permaneció con la mirada fija. La vela cangreja se desgarró y el aparejo se rompió como si fuera de cuerdas gastadas. Desembarcó.
Pudo hacer pie en un metro de agua. Debían estar en los bajíos. Y, pensó con repentina alegría; ¡el monstruo marino no podría nadar con tan poca profundidad!
Trevelyan y Nicki se le unieron, hundidos en el agua que se pegaba a sus cuerpos y rompía sobre sus cabezas. Una mujer se cayó, sumergiéndose. Trevelyan la cogió por un brazo, ayudándola a ponerse en pie. Nicki la sujetó por el vestido y chapotearon lentamente en dirección a la orilla.
Ilaloa ya estaba allí, con Sean a su lado, al principio de un sendero que conducía serpenteando por la pendiente del acantilado. Ella indicó con un gesto que retrocedieran los que ya se disponían a escalarlo. La tripulación esperó en apretado grupo.
Trevelyan miró al mar abierto, más allá de las espumantes rompientes. La embarcación de los alori navegaba a lo largo de los arrecifes, acorta distancia de donde éstos surgían abruptamente del agua. Ellos ya estaban en tierra y los botes espaciales se hallaban sólo a unos metros de distancia...
Dominó sus emociones. Ilaloa todavía no se daba por vencida. Y aquí llegaba Joaquín, chapoteando y gruñendo al salir del agua... eso quería decir que todos habían ya desembarcado.
Vio que los Nómadas empezaban a moverse y se puso en fila detrás de ellos. Nicki, a su lado, se agarraba con fuerza a su cinturón. Ilaloa debía estarles indicando el camino de subida, evitando a los guardianes de la isla. Pero los alori...
Miró hacia abajo, pero sólo percibió un pozo de negrura. Los alori les perseguían, sí... pero con este viento sus gases y probablemente, sus insectos picadores, no les servirían para nada. Sería cuerpo a cuerpo, al extremo de la fila, que Joaquín y otros cuantos entablarían una furiosa lucha de retaguardia. Trevelyan maldijo, deseando retroceder y prestar su ayuda, pero el camino era demasiado estrecho y resbaladizo.
Llegaron a las alturas de la isla. El terreno estaba cubierto de arbustos y árboles retorcidos por el viento, vagamente perceptibles en la oscuridad. Pero vio espinas en las flexibles enredaderas, enroscadas en torno a los troncos y creyó vislumbrar ojos que les observaban. No sabía qué clase de vigilantes eran, pero Ilaloa les había ordenado que resistieran su ataque.
Corriendo, resbalando por las húmedas rocas y tropezando en las raíces medio escondidas, siguió a los nómadas por entre esa barricada de madera. Fue una carrera corta y agotadora y, cuando terminó, los árboles se abrieron y pudo ver los botes.
Estaban agrupados, como dispuestos a despegar, con sus agudas proas señalando al infinito y la luz de la luna brillando con un helado reflejo gris en sus costados. Sean ya estaba en uno de ellos, tanteando en busca del interruptor de los apoyos de aterrizaje. Tiró bruscamente de él. Por encima del chillido del viento Trevelyan oyó ponerse en marcha el motor, gimiendo. La escotilla se abrió y la escalera de embarque descendió, con la lentitud de una pesadilla.
Dando media vuelta, Trevelyan vio que los últimos nómadas salían al claro, Joaquín capitaneando la retaguardia. Corrieron hacia la escalerilla como si el infierno viniera pisándoles los talones. Uno a uno, rápidamente pero con cierto orden, subieron a toda prisa al bote. Envió arriba a Sean, Nicki e Ilaloa, y esperó.
Los alori se esparcieron por el vallecito, corriendo con todas sus fuerzas. Joaquín indicó a Trevelyan con un gesto que subiera y después le siguió, mirando hacia atrás. Esperero (ahora reconoció su hermoso rostro) saltó en su persecución, con todos sus compañeros tras él.
El capitán se detuvo cerca de la escalerilla, levantando un pie calzado con bota. Tuvo que gritar para ser oído, pero en su voz se notaba una inmensa calma:
—Si te acercas más, muchacho, te rompo los dientes.
Esperero se detuvo. Hubo una repentina extrañeza en su respuesta... ¿piedad, dolor?
—¿Por qué huís así? No os haríamos ningún daño. Seríamos vuestros amigos.
—Eso —respondió Joaquín— es precisamente el problema, según creo.
Esperero asintió lentamente con un movimiento de cabeza. Una retorcida sonrisa apareció en su rostro.
—Ustedes los humanos tienen un ademán. ¿Puedo estrechar su mano?
—¿Eh?
Joaquín se cogió a la escalerilla con la otra mano. Podía ser un truco, sólo que era difícil imaginar lo que podían ganar capturándole a él solo.
—Muy bien. Desde luego.
Joaquín se inclinó hacia abajo. La mano de Esperero era pequeña y flexible, con cálida fuerza respondiendo al apretón de la suya.
—Adiós, amigo mío —dijo el aloriano.
Soltó la mano de Joaquín y descendió por la escalerilla. El Nómada le miró fijamente, se encogió de hombros y continuó subiendo. Trevelyan oprimió el botón y la escalera se plegó mientras la puerta exterior se cerraba con un chirrido. El ruido del viento disminuyó y sobrevino el silencio. Conectó el motor; ahora el bote sólo podía abrirse desde el interior.
Ilaloa estaba también allí, mojada y temblando de frío a la débil luz blanca de la cabina. Sus ojos estaban dilatados por un renaciente temor.
—De prisa —dijo—. Despegad lo más rápidamente que podáis. Quedan los otros botes que también están a punto para despegar. ¡Y están armados!
Joaquín se acercó de un salto a la pantalla más próxima, pero sólo pudo ver oscuridad y las nubes que pasaban. Oprimió el botón del intercomunicador.
—¡Estaciones de emergencia! ¡Puestos de combate! ¡Y despegad!
No formaban una tripulación normalmente organizada, pero todos los hombres poseían algún entrenamiento. Sus botas resonaron sobre el metal cuando se dirigieron a sus puestos. Había ametralladoras y tubos de proyectiles dirigidos en las aletas de planear y exactamente encima de los conos de energía gravitacional, y un cañón pesado en la proa. Joaquín permaneció en la escotilla central; Trevelyan giró rápidamente y subió por el eje de gravitación hasta la proa. Ilaloa no le siguió, aunque Sean era el piloto. Permaneció con el capitán, encogiéndose en un rincón como si deseara hacerse invisible.
Trevelyan atisbo a Nicki en el interior de un camarote mientras subía y le dirigió un saludo. Ella respondió con la mano. Estaba ayudando a curar a una mujer, herida durante el naufragio de desembarco. Al llagar a la cabina de proa vio a Sean instalado en el sillón del piloto, mirando por la pantalla delantera mientras sus dedos volaban sobre los botones e interruptores. La despeinada cabeza del Nómada se volvió hacia él, mientras reía.
—¡Buen chico, Micah! ¿Puedes manejar uno de esos grandes amigos?
—Sí, claro. ¡Pero despega cuanto antes, Sean!
Trevelyan se sentó de un salto en el puesto del servidor de la ametralladora. El arma se cargaba y disparaba automáticamente, pero se necesitaban dos hombres para dirigir a los robots. Petroff Dushan era el otro hombre; su barba empapada y roja como el fuego rozaba el resplandeciente panel de control. Kogama Iwao estaba en el asiento del copiloto y Ferenczi se instaló en el fondo.
—Lo haré despegar a tiempo —dijo Sean.
Era extraño, pensó Trevelyan, que la felicidad absoluta hiciera a un hombre tan indiferente a la muerte.
El bote tembló. Sean lo hizo despegar tan suavemente que, por un instante, Trevelyan no se dio cuenta de que ya estaban en el aire. Cielo arriba, hacia el espacio, en dirección a las estrellas... las palabras sonaban como un canto en su interior.
No tenían idea de dónde estaba el
—Nos disparan, Sean —dijo Kogama.
Sean miró los cuadrantes de los detectores. La embarcación se estremeció un poco al recibir el impacto del aire producido por un tiro fallido, hecho estallar por su propio contra-fuego.
—Sí —contestó—. Y... ¡Oh, oh!
Habló por el intercomunicador.
—Piloto a capitán. Nos persiguen con otro de los botes. Emisión de neutrinos.
—Dame tiempo para enfocar mi pantalla —respondió Joaquín—. Sí, ahora lo veo. Hermanos, esto se complica.
Sean extendió la mano y graduó los mandos de su pantalla auxiliar, hasta que en ella apareció el suelo. Parecía un enorme círculo negro, cayendo hacia abajo, mientras ellos se dirigían cielo arriba. La luz de la luna mostró un reflejo metálico que ascendía.
—¿Podremos escapar? —inquirió Ferenczi.
—No —dijo Sean—. Vienen demasiado de prisa. Será mejor que viremos para poder dispararles con las armas de gran calibre.
La voz de Joaquín resonó en el intercomunicador:
—Capitán a tripulación. Capitán a tripulación. Parece que va a haber lucha. Aseguren los cinturones.
El bote no poseía campos de gravedad internos, exceptuando el eje de ascensión. Trevelyan aseguró las hebillas del correaje que le rodeaba y miró hacia fuera, percibiendo la noche azotada por el viento. Sus manos se movieron a lo largo de los pulidos y mortíferos controles de la ametralladora.
«Esperaba que pudiésemos huir sin tener que recurrir a esto», pensó.
Su cabeza se balanceó cuando Sean hizo virar el bote. Se inclinaron sobre la superficie del planeta, intentando aprovechar la ventaja de su mayor altura. El otro bote ascendía abruptamente hacia ellos. Trevelyan vio llamaradas cuando los proyectiles interceptados estallaron. Una vez, la explosión de una granada de metralla alcanzó el caso cerca de la proa y éste resonó como un enorme gong.
—Su manera de pilotar es desastrosa —dijo Sean—. Nos resultará fácil.
—¿Tenemos que hacerlo?
Sorprendentemente, fue Ferenczi quien dijo esto.
—¿No podemos limitarnos a dejarles atrás?
—¿Y que nos derriben por la espalda? Si ese lunático no sabe reconocer que está vencido, tendremos que enseñárselo.
La dureza desapareció de la voz de Sean y se mordió los labios.
—¡Pero odio tener que hacer esto!
«Esperero», pensó lúgubremente Trevelyan «es mi amigo».
Durante un momento, la filosofía de toda su vida se rebeló.
«¿Hasta cuándo tendremos que aceptar al mundo tal como es? ¿Durante cuánto tiempo tendremos que permanecer con las manos cruzadas, viendo cometer injusticias?»
El bote nómada picó hacia abajo, cayendo sobre su enemigo como un halcón. El piloto aloriano intentó esquivarlo, desviándose torpemente a un lado. Sean pasó a pocos metros del otro y todas las armas de su bote dispararon al mismo tiempo mientras lo sobrevolaban. Los proyectiles cruzaron el espacio y el bote aloriano estalló en una llamarada, cayendo luego en pequeños trozos de metal ardiendo.
«¡No estaba bien! ¡No debieron morir de esta forma!»
Los Nómadas viraron otra vez cielo arriba; Trevelyan vio que habían cruzado el límite de la noche. El sol aparecía muy bajo por el este, produciendo largas sombras sobre un mundo de bosques que brillaba por el rocío.
—Ya estamos lejos. —De repente, Sean echó hacia atrás la cabeza y se rió—. ¡Estamos lejos y libres de nuevo!
Trevelyan oyó un grito en el intercomunicador... El bramido de toro de Joaquín, cortado a la mitad. Después sólo se oyó el aullido del viento.
—¿Qué demonios...? —Sean se inclinó sobre su micrófono—. ¿Qué pasa, capitán?
El viento ululó. Por el tubo de gravedad subía una fría corriente.
—Yo iré —dijo Trevelyan.
Su voz no parecía salir de su interior.
—Iré a ver lo que ha sucedido.
Trevelyan se desembarazó del correaje de seguridad y corrió por la cubierta, dio dos zancadas hasta el eje de gravedad y descendió por el rayo como una hoja seca caída en el otoño. Oyó a Joaquín por los altavoces:
—Todo va bien. Sólo ha sido un pequeño accidente. Capitán a tripulación, permanezcan en sus puestos de combate.
Trevelyan salió por la escotilla del vestíbulo. La puerta exterior estaba abierta frente a un cielo que parecía infinitamente azul. Joaquín estaba junto a la cámara con sus ropas agitándose alrededor de su cuerpo inclinado. Su rostro curtido se volvió hacia Trevelyan, luchando por mantenerse sereno. Joaquín lloraba. No sabía cómo; lloraba con tanta fuerza y desesperación, que parecía que su cuerpo fuera a hacerse pedazos.
—¿Cómo se lo diré, Micah? ¿Cómo se lo diré al muchacho?
—¿Saltó?
—Yo estaba ocupado con la pantalla, observando. Vi que habíamos derribado al otro bote y continué mirando un minuto más. Después oí accionar el motor de la escotilla. La puerta sólo se había abierto un poco e Ilaloa estaba junto a ella. Corrí para sujetarla, pero la puerta se abrió lo bastante para darle paso.
Joaquín sacudió la cabeza.
—Pero, ¿cómo voy a decírselo a Sean?
Trevelyan no contestó. Pensaba en Ilaloa, cayendo a través del cielo hasta sus bosques y se preguntó que habría pensado en esos momentos. Oprimió el interruptor y la puerta se cerró.
Trevelyan Micah se enderezó y posó una mano en el hombro de Joaquín.
—Está bien —dijo—. Sean tiene mucha más entereza de lo que usted cree. Pero no se lo digamos ahora.
El cielo se oscureció a su alrededor y salieron las estrellas.