XI

Nadie podía acusar a las naves de transportar una sociedad particularmente intelectual; sin embargo, la lectura era un modo de pasar el tiempo durante los largos viajes. El

Peregrino
, como sus hermanos, tenía una gran biblioteca. Era una larga habitación de mamparos dobles, situada en el anillo exterior, cerca del centro de la nave y no demasiado lejos del parque. Trevelyan había pasado en ella una parte del tiempo que duró el viaje desde Nerthus.

Entró ahora en dicha habitación. Estaba silenciosa, casi vacía excepto por el adormilado bibliotecario y un par de viejos que leían en una mesa. A lo largo de las paredes descansaban micro-libros de planetas civilizados: obras de consulta, filosofía, poesía, ficción,

belles
-
lettres
, un increíble nido de cornejas de todo lo habido y por haber. Pero también había folios de gran tamaño escritos por los nativos de un centenar de mundos o por los Nómadas mismos. Cogió del estante la historia resumida de las naves y abrió el libro.

Empezaba con las memorias de Thorkild Erling, primer capitán de los Nómadas. Los hechos escuetos eran conocidos hoy día en la Unión por toda persona educada: cómo el primer

Viajero
, una nave de emigrantes en los primeros tiempos de los viajes interestelares, cayó en un vórtice de trepidación (en aquel tiempo un fenómeno totalmente insospechado y hasta hoy un fenómeno escasamente comprendido) y fue arrojado a unos dos mil años luz de distancia de su ruta. Los motores de superimpulsión de entonces necesitaron unos buenos diez años solamente para regresar a regiones donde las constelaciones parecían más o menos familiares; y, después de esto, el navío había estado vagando durante otra década, buscando sin muchas esperanzas. Encontraron un planeta tipo T deshabitado, Puerto, y construyeron su colonia, y la mayor parte de ellos se alegraron de olvidar aquella desesperante caza a través de las profundidades de la eternidad. Pero unos pocos no pudieron permanecer allí; al final, embarcaron en el
Viajero
y se lanzaron al espacio una vez más.

Esto era lo que decía la historia. Ahora, leyendo las palabras de Thorkild, Trevelyan sintió algo del hechizo que había existido durante esos primeros años. Pero los sueños cambian. Por el mero hecho de su realización, un ideal deja de serlo. Había una nota de desilusión en los últimos escritos de Thorkild; su nueva sociedad estaba convirtiéndose en algo muy distinto de lo que él imaginara. «Esto es de nuevo la Humanidad, no siendo nunca capaz, en realidad, de seguir la lógica de sus propios deseos.»

Trevelyan pasó rápidamente las páginas del volumen, buscando indicaciones sobre la evolución de la economía Nómada. Un navío espacial puede convertirse en un ecosistema cerrado y las naves Nómadas mantenían sus propias plantas alimenticias (hidroponía, síntesis de bacterias fermentales de alimentos proteínicos y vitaminas) además de hacer en gran parte sus propias reparaciones, cuidar de su mantenimiento y hacer los trabajos de construcción. Yendo a la deriva, podían subsistir indefinidamente. Pero era más fácil y más productivo explotar los planetas como comerciantes y empresarios.

No todo era comercio... de vez en cuando, trabajaban en una mina o en otra industria por algún tiempo; y el bandidaje, aunque reprobado, no les era desconocido. De todo lo que ganaban, cogían lo necesario y empleaban el resto para cambiarlo o venderlo.

Tales empresas siempre eran llevadas a cabo por individuos o grupos de individuos, una vez que el capitán hubiera hecho todos los arreglos preliminares necesarios. Un pequeño impuesto bastaba para sostener las varias empresas y servicios públicos.

La sociedad era democrática, aunque sólo los hombres adultos tenían derecho al sufragio. Las cuestiones de política general Nómada se resolvían en las citas, estando facultado el Consejo de Capitanes para llegar a ciertas decisiones, mientras que otras debían tomarlas las tripulaciones. En el seno de la nave, los hombres reunidos discutían y votaban cualquier problema que el capitán no pudiera resolver por rutina, y todos los Nómadas parecían sentirse apasionadamente inclinados hacia la política. El capitán tenía amplios poderes y, si los usaba bien, su influencia era todavía mayor... el hecho de que Joaquín pudiera capitanear al

Peregrino
de esta forma, basándose en su propia decisión, hablaba por sí mismo. Si...

Trevelyan levantó la vista, volviendo súbitamente a la realidad, y sintió que su pulso se aceleraba. Nicki acababa de entrar.

Llevaba un libro bajo el brazo y lo devolvió a su estante. Volviéndose, le sonrió.

—¿Dónde ha estado estos últimos días? Casi no le he visto.

—Por ahí —dijo él vagamente—. ¿Hay algo nuevo?

Ella sacudió la cabeza y la luz resbaló por sus trenzas rubio oscuro.

—Ahora estoy tejiendo —le informó—. Ferenczi Mei-Ling, ya sabe, la esposa de Karl, desea una alfombra nueva y puede pagarla.

Una arruga cruzó su amplia frente.

—Nunca sucede nada nuevo.

—Yo pensaba que toda su vida de Nómadas estaba basada en la idea de que suceda siempre algo nuevo —dijo él.

—¡Oh!, saltamos de un planeta loco a otro más loco todavía, pero ¿qué significa eso?

—La vida —reprochó él con una sonrisa— no tiene ningún propósito o significado extrínseco; por ser sólo otro fenómeno del universo físico,

es
simplemente. Y esto es también verdad refiriéndose a cualquier sociedad. Lo que le molesta a usted es no poder encontrar un propósito para usted misma.

Sus ojos, de un azul grisáceo, se enfrentaron con los de él.

—¡Ya está usted con lo mismo! —dijo enfadada—. ¿No puede pensar o hacer cualquier cosa, sin considerarla un... un caso específico de una ley general?

«En realidad» pensó Trevelyan, «no».

En voz alta, dijo suavemente:

—También me divierto. Me gusta un vaso de cerveza tanto como a cualquier otro. Y ya que hablamos de eso, ¿le gustaría acompañarme a beber algo?

—No me responde usted —le acusó ella—. Siempre pasa lo mismo. ¡Las mujeres no pueden pensar! Que se ocupen sólo de la cocina y de los críos. ¡Ya me estoy cansando de esto!

—Yo soy solariano —le recordó él—. Nosotros somos los últimos en conservar ideas sobre la superioridad masculina.

—Sol...

Durante un momento su expresión se dulcificó, dejó caer sus pestañas negras como el hollín y murmuró la palabra como si la acariciase. Luego dijo desdeñosamente:

—¿Qué puede ofrecerme Sol? ¿Qué hacen allí si no es intentar engreídamente gobernar el universo de acuerdo con un montón de... de ecuaciones? ¡Una teoría!

—Cualquier cultura está basada en una teoría —respondió él—. La única diferencia consiste en que la nuestra está explícitamente formulada.

—Hay momentos en que le odio —dijo ella, cerrando los puños.

—No estoy intentando engañarla —espetó él—. Si hubiera querido contarle un cuento tranquilizador y bonito, nunca hubiera sabido que lo había hecho. ¡Pero no desdeñe lo que no puede entender!

Ella resistió su mirada con firmeza y después, sorprendentemente, sonrió.

—Muy bien, me rindo —dijo riendo—. Vayamos a beber esa cerveza, ¿quiere?

«¡Y yo que creía ser un buen psicólogo!» pensó Trevelyan, furioso.

Aulló una sirena. Nicki se puso rígida, escuchando el sonido.

—¿Qué es esto? —preguntó él.

—Una señal —respondió ella serenamente—. Alerta los puestos de combate. Todos dispuestos para la superimpulsión.

—¿Estando tan cerca del planeta?

—Puede ser urgente.

Se dirigió a toda prisa hacia la pantalla de la biblioteca.

Había varias pantallas monitoras como aquélla en la nave; cada apartamento tenía una y también las había en los sitios públicos. Podían sintonizarse con cualquiera de los visores colocados a lo largo de la nave, estratégicamente montados para procurar una visión de todos los puntos en que pudiera suceder alguna cosa de interés general. Nicki hizo girar los mandos rápidamente, pasando por todas las imágenes de las escotillas. Los dos Nómadas que habían estado leyendo se situaron a su lado y Trevelyan miró por encima de sus hombros.

Pasaron varios minutos antes de que la temblorosa pantalla se fijara en un imagen. Trevelyan reconoció la salida de una de las cabinas para botes. Joaquín salía en aquel momento y su rostro estaba ceñudo.

Sus palabras resonaron como un rugido a través de los altavoces de la nave.

—¡Todos los Peregrinos, atención! Aquí el capitán. Vamos a salir de aquí ahora mismo con la impulsión gravitacional. ¿Me ha oído, sala de máquinas? ¡Impulsión gravitacional completa al norte de la elíptica, en seguida! ¡Alerta para continuar con la superimpulsión, si fuera necesario! —la voz se relajó un poco—. No, no creo que nos den caza ni que se hayan encolerizado con nosotros en Erulan, pero nunca se sabe. Hemos conseguido cierta información que podría valer muchas vidas y vamos a alejarnos a una distancia donde no resulte peligroso saber demasiado.

Trevelyan sintió temblar la cubierta, muy levemente, por la impulsión delantera. La aceleración gravitacional, siendo uniforme en todos los objetos, no le hizo experimentar presión, pero se imaginó que iban en dirección al firmamento a unos buenos cincuenta G.

La voz de Joaquín le llegó hasta él.

—Trevelyan Micah, ¿querrá hacer el favor de presentarse a mí, en el puente, en seguida? Voy a necesitar ayuda en esto.

Nicki apartó a los hombres de un empujón.

—¿Qué puede ser?

—Es lo que voy a descubrir —dijo Trevelyan.

—Entonces yo también iré con usted.

★ ★ ★

Joaquín permanecía en pie junto al computador astrogacional, dejando que Ferenczi dirigiera la nave. Sean estaba cerca, con sus delgadas facciones descompuestas. Pero los ojos de Trevelyan se volvieron hacia Ilaloa. Estaba sentada en la silla del astrogador, inclinada sobre el escritorio y pudo ver cómo la tensión doblegaba su forma, convirtiéndola en un arco.

—¿Qué sucede? —preguntó.

—Todavía no estoy seguro...

Joaquín miró a Nicki, que estaba junto a Ilaloa, con una mano sobre la cabeza de la loriniana.

—¿Qué haces tú aquí?

Nicki alzó el rostro y golpeó el suelo con el pie.

—¿Tiene algo que objetar?

—Bueno, no, supongo que no. Tal vez puedas calmar a la muchacha. Tiene un buen susto.

Relató en breves palabras lo que habían descubierto en Erulan: humanos de extrañas costumbres que compraban en secreto naves espaciales y la recepción por parte de Ilaloa de un pensamiento que ninguna mente hubiera tenido que tolerar.

—Irrumpieron en mi cuarto, ella y Sean, justamente cuando estaba pensando en marchar —terminó—. Eso lo decidió. Sin embargo, Loa es una buena chica. No permitió que la vencieran los nervios hasta que estuvimos a salvo.

Trevelyan contempló a las dos mujeres. Ilaloa lloraba apoyada en el hombro de Nicki, dejando escapar fuertes sollozos.

—¿Era un pensamiento emitido verdaderamente por un ser extraño? —preguntó el terrestre—. Pero, si no puede leer nuestras mentes, ¿cómo pudo captar aquello?

—Los modelos de ondas varían —la respuesta de Sean sonó ronca—. Por suerte, éste era más parecido al suyo propio que lo que lo es el de los hombres. Pero su contenido era... diferente.

—Micah, ¿qué saca usted de esto? —preguntó Joaquín.

—Bueno... suponiendo que no fuera una equivocación o algo así... —Trevelyan se frotó la barbilla—. Humanos en el primer caso, seres extraños en el otro. ¿Podrían estar operando independientemente, tal vez sin saber los unos de los otros?

—Bueno —dijo Joaquín, dudando—, supongo que sería posible, pero no parece muy probable.

—Tal vez no. De todos modos, se me ocurre que...

Trevelyan vio que Ilaloa se enderezaba en su asiento. Temblaba todavía, pero ya no lloraba. Se dio cuenta de que el llanto no la desfiguraba, como sucede con los humanos.

—Trátela con suavidad —dijo Nicki en voz baja.

—Así lo haré.

Trevelyan cruzó la habitación y se sentó en el escritorio, dejando balancear sus piernas. Los ojos de color violeta de la loriniana se enfrentaron con los suyos, mostrando una especie de desesperada confianza.

—Ilaloa —preguntó—, ¿quiere usted hablar de esto?

—No —dijo ella—. Pero lo haré, ya que es necesario.

—¡Buena chica!

Trevelyan sonrió. Observando la cordialidad de su rostro, Nicki se preguntó en qué medida era sólo fingimiento.

—Sólo quiero que me describa a qué se parecía el pensamiento de Kaukasu. ¿Cómo sentía? ¿Decía algo?

—Si nunca ha sentido usted un pensamiento de otro ser, no puedo explicárselo con palabras.

—¡Oh, sí que lo he sentido! Viene de pronto, ¿no es verdad? Un hilo central, pero hay toda clase de pequeñas líneas secundarias e insinuaciones, indirectas, susurros, vislumbres. Y todo el conjunto nunca es lo mismo; cambia constantemente. ¿No es así?

Ella asintió con un movimiento de cabeza.

—Hasta donde es posible expresarlo con palabras, así es.

—Entonces, muy bien, Ilaloa. Tan aproximadamente como pueda, ¿quiere decirme a qué se parecía ese pensamiento que usted sintió?

Ella miró fijamente ante sí y sus finos dedos aferraron los brazos de la silla, hasta que los nudillos se le pusieron blancos.

—Sucedió de repente —murmuró—. Vino pulsando, como si una cosa que estuviera dentro de una charca subiera a la superficie y después se hundiera de nuevo en la oscuridad.

Un estremecimiento sacudió su cuerpo. Sean dio un paso adelante, pero Joaquín le hizo retroceder.

—Tenía poder, desprecio y grandeza —les explicó—. Era como una mano agarrando el universo, como de hierro. Pero lento, paciente, vigilante. Y había un brillo contra el negro del cielo, un campo de luz, con estrellas a todo su alrededor. Se curvaban como una hoz al segar el campo. Y había una estrella más brillante que todas las demás, alta y fría, y también otra espiral de luz, tan lejana que me dieron ganas de gritar y...

Sacudió la cabeza.

—No —dijo respirando dificultosamente—. No puedo más.

—Comprendo.

Trevelyan cruzó las manos y se inclinó hacia adelante, con los codos apoyados en las rodillas.

—¿Cree usted que podría dibujar un plano de esas estrellas?

—¿Un... un plano? Pues...

—Me gustaría ponerla a usted en trance hipnótico, Ilaloa —dijo—. Es sólo como un sueño. Deseo un recuerdo total. Usted no se dará cuenta. Y de ese modo puedo quitarle el miedo.

Ella miró hacia abajo, después levantó la vista y su boca tembló.

—Sí —dijo—. Puede hacerlo. Quiero ayudarle.

La sesión de hipnotismo no duró mucho. Ilaloa cayó en trance rápidamente. Sean se sobresaltó ante la violencia de su nueva representación, pero la paz que la siguió valía la pena. Trevelyan le dio un lápiz y ella esbozó un campo estelar con rápida seguridad, añadiendo las formas de las nebulosas y una sección de la Vía Láctea. El coordinador cogió el papel y la sacó del trance. Ella sonrió soñolientamente, se levantó y se arrojó en los brazos de Sean.

—Esto debería irle bien —dijo Trevelyan—. Creo que le he quitado el pánico asociado. Era debido sólo a la extrañeza, no a una amenaza personal.

Después se volvió y sus facciones se endurecieron mientras pensaba.

—¿Qué hemos conseguido? —preguntó Joaquín.

—Bien —dijo Trevelyan—, aparentemente, esos seres X piensan en una banda y en una forma de onda variable; Ilaloa captó solamente los fragmentos que eran parecidos al patrón mental de su raza. Este hecho quizá nos diga algo acerca del pensador... todavía no estoy seguro. Lo más importante es este plano estelar. Representa otra región del espacio... probablemente el hogar celeste de X.

—Hmmm, eso es obvio.

Joaquín contempló el dibujo.

—Entonces, hemos conseguido una buena pista. Veamos. La brillantez es una nebulosa gaseosa de fuerte luz, naturalmente, y la espiral lejana es probablemente la galaxia de Andrómeda. Esa estrella muy luminosa sólo puede ser Canopus, si se trata de la región de la Cruz, y aquí está la misma muesca en la Vía Láctea que podemos ver desde aquí.

Indicó con un gesto la pantalla visora del techo, que mostraba un fondo oscuro y el fantasmal puente de estrellas.

—En pocas palabras —dijo Trevelyan, con una nota de triunfo en la voz—, tenemos una idea bastante aproximada de dónde vive el enemigo.

—¡Ajá! Creo que podremos sacar algo más de esto. ¡Eh, Manuel!

El joven astrogador levantó la vista. Joaquín formó un avión de papel con el dibujo y lo arrojó volando en su dirección.

—Sitúame esta parte del espacio con tanta exactitud como te sea posible —ordenó el capitán—. Emplea todas nuestras tablas estelares y todos los ordenadores, si es necesario, pero identifícala sin que haya un centímetro de error en sus dimensiones.