XIV

En el puente, a donde Joaquín le había llamado a toda prisa, Trevelyan contempló una gran extensión de estrellas y un único planeta. El sol era un disco rojizo; con el brillo filtrado por las pantallas visoras, ya reparadas, podía ver los oscuros remolinos de puntos a través de su fotosfera. Como la mayor parte de las estrellas gigantes, tenía una gran familia de planetas.

Era un planeta J, sin embargo, un coloso aún más grande que Júpiter, con la atmósfera como un infernal caldo de hidrógeno, metano, amoníaco y otros ingredientes menos conocidos. Presentaba una visión hermosa, flotando en el espacio, un globo achatado de suave brillo ambarino, con líneas envolventes de verdes, azules y castaños negruzcos, y un punto rojo que parecía un charco de sangre. El hombre divisó tres lunas, lo bastante cercanas para mostrar fases perceptibles.

—¡No tiene sentido!

Joaquín contempló los parpadeantes medidores que indicaban que una nave espacial se acercaba. A esa distancia se podían detectar los neutrinos expulsados por sus motores, la «estela» de fluctuaciones gravitacionales producidas por la energía y hasta la atracción de su propia masa. Los maltratados instrumentos del

Peregrino
podían ser algo inexactos, pero no podía haber error en su mensaje.

—¡No tiene sentido! —repitió Joaquín—. Sabemos que aquí no hay nadie que tenga fuerza atómica.

—X —dijo Trevelyan—. Supongamos que tengan una nave patrullera en todos los sistemas de su imperio... o, por lo menos, en varios de los sistemas dentro del volumen que ellos consideran suyo. Montando detectores en órbitas apropiadas alrededor de una estrella, conocerían automáticamente nuestra llegada. De este modo, sus naves podrían avanzar con alta aceleración para interceptarnos.

—Sí, sí, lo supongo. —Joaquín encendió una pipa de arcilla y aspiró profundamente el humo—. Y como no estamos en condiciones de presentar batalla. ¿Huimos ahora mismo?

—Bueno, vinimos aquí para estudiar los seres de la Gran Cruz.

—Sí. Siempre podremos salir al hiperespacio. Muy bien, esperaremos.

El

Peregrino
entró en caída libre, curvándose lentamente hacia abajo, en dirección al planeta J. El puente estaba silencioso. Sólo el sordo ronroneo de los motores dejaba oír su voz... estaban calientes, esperando. A lo largo de la nave, los hombres permanecían junto a los cañones y a los tubos de proyectiles cohete. Botes armados revoloteaban en el espacio a pocos metros de la nave. Sean estaría pilotando uno de ellos, pensó Trevelyan.

El oficial de comunicaciones levantó la vista de su aparato.

—He probado toda la banda —dijo—. Ni sombra de señales. ¿Los llamo?

—No —dijo Joaquín—. Ya saben que estamos aquí.

Dio una inquieta vuelta por el puente y regresó para lanzar una desafiante mirada a Trevelyan.

—Su Unión preconiza la paz —dijo—. ¿Qué pasará si tenemos que luchar contra estos seres?

Los verdes ojos del coordinador eran firmes y serenos.

—Si nos atacan sin provocación, podemos luchar todo lo que sea necesario para salvar nuestras vidas. Pero tenemos que descubrir

por qué
nos asaltan. Sus razones pueden resultar completamente válidas según su modo de pensar.

Y mi epitafio será: «¡Aquí yace un ciudadano observante de la ley!»

El grito de Petroff Manuel rompió el silencio.

—¡Ahora puedo verlos!

Se acercaron a toda prisa a su pantalla visora y trataron de ver en la oscuridad. Se percibía un punto diminuto de luz roja reflejada, moviéndose rápidamente entre las estrellas. Crecía a simple vista. Joaquín graduó la pantalla a toda potencia amplificadora y ante ellos apareció la imagen de una nave espacial.

Tenía la forma alargada necesaria a todas las naves de superimpulsión, en las que los generadores de campo deben montarse a proa y popa. Pero no era una nave construida por el hombre. El cilindro estaba biselado en planos lisos; la popa sobresalía y la proa llevaba una especie de mástil en forma de espada. Su metal era una aleación de cobre, que llameaba rojizamente a la fuerte luz del sol, y pudieron ver que el casco estaba remendado y abollado... era

viejo.

Trevelyan aspiró con un silbido a través de sus dientes. Joaquín le lanzó una larga mirada.

—¿Conoce ese modelo?

—Tiunra.

—¿Eh?

—He visto fotografías de sus naves.

—Los mismos seres que perdieron naves aquí en la Cruz, hace cuatrocientos años.

—¿X es tiunrano? —murmuró Ferenczi.

—No es lógico —replicó vacilante Trevelyan—. Los tiunranos eran exploradores y científicos. Ni física ni culturalmente estaban preparados para la conquista. Y cuando una tecnología ha alcanzado el punto de navegación interestelar, no

necesita
un imperio.

—X —dijo Joaquín— tiene uno.

La nave se iba acercando, igualando velocidades con el

Peregrino
. Joaquín disminuyó la amplificación de la pantalla.

—¡Puede ser! —exclamó el coordinador—. Todavía no lo sabemos.

El navío extraño estaba ahora a solamente unos cien kilómetros de distancia del

Peregrino
, perceptible a simple vista como un parpadeo luminoso. En las pantallas amplificadoras parecía un huso grotesco contra el cielo. Los rechonchos dedos de Joaquín oprimieron los botones de señales del cuadro de comunicaciones, avisando a su tripulación.

Saltó un medidor y zumbó una alarma. Computadores electrónicos dirigieron rápidas órdenes a los pilotos robot. Joaquín leyó las señales.

—Esto es un proyectil autodirigido en su trayectoria —dijo—. Ni negociaciones, ni avisos, ni nada... sólo un proyectil de fisión nuclear lanzado contra nosotros. ¿Desea todavía ejercer sus oficios de pacificador con ellos, coordinador?

Trevelyan no contestó. Contemplaba la nave, preguntándose qué clase de tripulación llevaría. Podían ser cualquier cosa; no había forma de saberlo. Y había tan pocos que pudieran ver más allá de la fealdad, la extrañeza, la hostilidad, hasta llegar al parentesco último de la vida.

¡Extranjero, enemigo, mátalo!

Una luz brilló silenciosamente en el espacio. Los computadores del

Peregrino
interceptaron el proyectil con uno de los suyos. Le siguió otro, para ser arrebatado por un rayo gravitacional y lanzado de nuevo hacia el que lo había disparado. Y ahora el
Peregrino
disparó sus propias municiones, rápidos rayos y una furia demoníaca que estallaban a poca distancia del blanco.

Las constelaciones giraban locamente en las pantallas, mientras el

Peregrino
regateaba por entre una nube de proyectiles. La tripulación no lo notaba; los generadores de gravedad internos compensaban automáticamente la aceleración. Pero la tripulación sólo observaba las esferas de los aparatos, recargaba los cañones y los tubos lanza-proyectiles, atendiendo al cerebro electrónico mientras éste luchaba por ellos. La carne, la sangre y la mente humanas eran demasiado lentas y débiles para pelear en esta batalla.

«Extraño combate», pensó Trevelyan. Era un juego de luces y sombras vacilantes, una partida de ajedrez jugada por máquinas, mientras los hombres observaban. El único sonido era el zumbido irregular de los motores de impulsión gravitacional y el débil susurro de los ventiladores.

No... un momento. Oyó otro ruido, el rechinamiento y el gemido que producían las vigas del casco. Tras la gran tensión a la que estuvo sometida durante la tormenta, sin haber sido inspeccionada ni reparada todavía, la estructura cedía ante el esfuerzo de hacer pasar aquella enorme masa por el laberinto de acometidas, fintas, quites y regates.

Y el rostro barbudo y afilado de Ferenczi se tornó sombrío cuando levantó la mirada de los cuadrantes de los computadores.

—Nos estamos rezagando —dijo—. Nuestros detectores y calculadores no son lo bastante exactos ni rápidos. Dentro de poco, una de estas bombas o proyectiles nos tocará.

—Eso pensaba yo —Joaquín saltó hacia el cuadro de comunicaciones y cogió el micrófono de radio—. ¡Regresen todos los botes! ¡Vuelvan todos a la nave!

Éste era el momento más peligroso. Las pequeñas embarcaciones espaciales tenían que volver atrás y entrar en las cabinas para botes para estar bajo la acción de los campos de impulsión. Y cuando descendían, el

Peregrino
tenía que reducir la violencia de sus maniobras, o los haría chocar contra su propio casco exterior. Durante esos momentos, el enemigo podría...

Joaquín estudió los cuadrantes de los detectores.

—Ya no atacan con tanta furia. No nos disparan tanto.

¿Por qué?

Trevelyan miró hacia la nave extraña.

—Tal vez —dijo suavemente— no deseen aniquilarnos.

—¿Eh? —la expresión de Joaquín era casi cómica—. Pero qué...

—No nos asaltaron con más potencia de la que podíamos resistir. Ahora han cedido un poco, justo cuando cualquier comandante decidido se echaría sobre nosotros con todos sus recursos. ¿Y si solamente nos están advirtiendo?

Un zumbido cortó sus palabras.

—Ya están todos dentro —dijo Joaquín.

Dejó el interruptor de señales de la sala de máquinas.

—Hasta luego, amigo.

A tan corta distancia de la estrella y sus planetas, la superimpulsión aumentaba de potencia con penosa irregularidad. Trevelyan se agarró a una mesa, luchando contra la protesta de su estómago. A los pocos minutos cesó el tormento y el sol rojizo disminuyó rápidamente de tamaño a popa. El espacio resplandecía, frío, a su alrededor.

Joaquín se secó el rostro. Lo tenía húmedo de sudor.

—¡No me gustaría tener que pasar otra vez por esto!

La voz de Ferenczi habló secamente.

—Hemos tomado los datos astronómicos de toda esta región. Hay una estrella de tipo Sol a unos diez años luz.

—Si los otros están también allí... —empezó a decir Petroff.

Joaquín se encogió de hombros.

—Tenemos que ir a algún sitio. Muy bien, Karl, dame una ruta para ese sol.

—Esos seres, si son los mismos que X, saben que nosotros tenemos predilección por pequeñas estrellas GO —dijo Trevelyan—. ¿No se le ha ocurrido, Hal, que nos están llevando a donde ellos quieren, como se lleva a un rebaño?

Joaquín le miró de una forma extraña.

—Es una idea —dijo lentamente—. Pero este es un asunto en el que no podemos elegir, ¿no es verdad?

Trevelyan abandonó el puente y volvió a su habitación. Después de bañarse y cambiarse de ropas, fue en busca de Nicki. La encontró esperando a la puerta de su departamento. Durante un momento permaneció contemplándola; entonces ella se le acercó y la estrechó contra sí.

Después de un largo rato, ella suspiró y abrió los ojos.

—Vayamos a una de las casillas de botes —dijo—. Es el único sitio donde podremos estar más o menos solos. El parque está lleno de cuadrillas de trabajadores. Pero en este momento estoy libre de servicio.

Él echó una mirada al apartamento, pero ella le indicó con un gesto que no entrara.

—Sean y Loa están ahí dentro —le explicó—. Él estaba fuera en su bote, disparando proyectiles, y la embarcación no tiene ni los computadores ni la potencia necesarios para escapar de los disparos. Creí que Loa se volvía loca.

Bajaron por el corredor. Los dedos de ella se cerraban con fuerza en torno a los de él.

—Pensé que estábamos acabados —dijo con súbita aspereza—. Sabía que estábamos acabados. Sabía que no podríamos resistir un verdadero ataque, y tú estabas en el puente y yo no podía ir allí...

—Ya pasó. Nadie resultó herido.

—Si te hubieran matado —dijo ella—, hubiese robado una embarcación y hubiera perseguido al asesino hasta encontrarle.

—Harías mejor en ayudar a corregir las condiciones que condujeron a mi muerte.

—Eres demasiado civilizado —dijo ella con amargura.

La antigua guerra, pensó él, la inmemorial lucha de la inteligencia por dominarse a sí misma. Nicki jamás podría vivir en la Tierra. Como si leyera sus pensamientos, ella dijo lentamente:

—Si alguna vez salimos de esto, tendremos que tomar una decisión.

—Sí.

—¿No hay ninguna posibilidad de que te quedes en la nave? —preguntó ella ansiosamente—. ¿Y si te adoptaran?

—No lo sé. No he sido educado para esto. Para mí, la vida es algo más que viajar de estrella en estrella y comerciar. No puedo huir de mí mismo.

—Pero viajas mucho en tus misiones —dijo ella—. Yo podría acompañarte. ¿No has necesitado nunca un... un ayudante?

—Cuando surge el caso, me procuro uno, otro coordinador, casi siempre un ser de otra especie. Pero... ya veremos, Nicki.

Bajaron por la escalera de cámara, pasando a la cubierta inferior, y entraron en una de las casillas para botes. No había mucho espacio entre el bote y los voladores que lo rodeaban, pero estaban solos, de pie sobre las planchas de metal y contemplando las estrellas a través de una de las pantallas visoras.

Se volvió hacia él con fiereza.

—Tú eres más sabio que yo. Sabes mejor en qué acabará esto. Sólo que nunca te dejaré marchar. Nunca.

—Si abandonaras la nave para venir conmigo —inquirió él—. ¿no la echarías en falta?

Ella hizo una pausa.

—Sí. Aquí la gente es estúpida, de mentalidad estrecha y ruin, algunas veces, pero son los míos. Sin embargo, lo haría y nunca me arrepentiría.

—No —concordó él—, tú no eres de las que se echan atrás después de haber tomado una decisión.

Contempló el acerado brillo de las estrellas.

—Esperaremos y ya se verá.

★ ★ ★

El

Peregrino
siguió cruzando el espacio. Su tripulación trabajó duramente, haciendo las reparaciones... preparándose en vistas a lo que pudiera suceder al final del viaje. Joaquín los espoleaba sin descanso, menos para tener el trabajo hecho que para apartar sus mentes del peligro.

Casi al final del tercer día, abandonaron la superimpulsión y aceleraron hacia el interior. Los instrumentos registraban el espacio, murmuraban y les presentaron un cuadro del sistema. Se detectaron otros mundos. Uno de ellos tenía su planeta primario girando a una distancia ligeramente superior a la de una unidad astronómica y la nave se le aproximó, ajustando velocidades. Los telescopios, espectroscopios y medidores de gravedad trabajaron duramente durante las horas de vuelo.

No se percibía ningún signo de energía atómica; y, cuando el

Peregrino
se puso en órbita alrededor de su punto de destino, tampoco apareció ninguna otra nave. La tripulación se agolpó ante los visores para echar una ojeada al planeta.

Era de tipo terrestre bajo varios puntos de vista. Resultaba una visión serena y agradable mientras se le acercaban; contra el desnudo fulgor de las estrellas, era un signo de paz.

Joaquín ordenó ponerse en órbita a algunos cientos de kilómetros de altura, empleando la energía gravitacional para permanecer sobre el lugar escogido.

—Es bonito —dijo—. Mandaremos abajo a un grupo de exploradores. Creo que Ilaloa debería ir con ellos. Esa telepatía que posee, o lo que sea, tal vez descubra algo. Sean tendrá que ir también. Y usted, Micah; está usted entrenado para tratar con seres extraños.

—Estoy dispuesto —dijo el coordinador—, pero si voy, tendrá que atar a Nicki de pies y manos para que se quede en la nave.

—Eso no serviría de nada, a menos que también pudiéramos amordazarla. Muy bien, llévela consigo.