XVII
Los Nómadas fueron llevados a un valle en la costa noroeste de la isla, rodeado de colinas y abierto al mar. Cuando el grupo de Trevelyan llegó allí, ya había pasado la confusión inicial. Mil quinientas personas se instalaron para esperar aturdidas lo que sucedería a continuación.
Joaquín recibió a los recién llegados en el borde del valle.
—Los estaba esperando. Uno de los nativos me dijo que vendrían por este camino.
—¿Cómo lo sabían? —preguntó Nicki.
Los hombres de Esperero los habían dejado a unos cuantos kilómetros de distancia, indicándoles la ruta que debían seguir.
—No lo sé —dijo Joaquín, encogiéndose de hombros.
—¿Telepatía?
—No —respondió Trevelyan—. Por increíble que parezca, empiezo a creer que el bosque forma un sistema de comunicaciones.
—El telégrafo original, ¿eh? Bueno, es igual. Tuvimos alguna dificultad al principio, pero esos chicos saben lo que hacen.
Joaquín hizo chascar la lengua con admiración.
—Su judo empieza donde termina el nuestro. Sin embargo, no nos hicieron daño y ahora la tripulación está muy tranquila.
—¿Les han proporcionado algún sitio donde vivir?
—Sí. Los nativos que conocen la lengua básica nos dijeron que habían evacuado esas casas arbóreas para que las ocupásemos nosotros. Dijeron que querían ser amigos nuestros, aunque no pudieran dejarnos libres para que trajésemos a toda la raza humana. Desde entonces, no se nos ha acercado nadie. Son muy discretos.
Joaquín contempló agudamente a Sean.
—En tu lugar, muchacho, yo no me mostraría demasiado durante algunos días.
—Comprendo —dijo Sean.
—Ya se darán cuenta de que no fue culpa tuya y se les pasará dentro de poco, pero vine para prevenirte. Conozco un grupo de árboles alejado de la población central, en los que podrás vivir.
El capitán se volvió al coordinador.
—¿Tiene usted idea de lo que se espera que hagamos?
—Que nos instalemos. Y que aprendamos más cosas acerca de su organización antes de intentar nada.
—Ya. ¡Me quitan la nave! ¡Me trasplantan como si fuera una hortaliza! Es más que suficiente para impulsar a un hombre a la bebida.
Trevelyan estudió las casas de los alori con un interés más que superficial. Se parecían a los árboles naturalmente huecos en los que habitaban los aborígenes de Nerthus, pero eran incomparablemente más adelantados. Cada tronco contenía una habitación de paredes suaves y cilíndricas, de unos siete metros de fondo, bien iluminada y aireada; la madera era dura y bellamente veteada. Tenían ventanas que podían cerrarse con un trozo de tela transparente que formaba parte del árbol; una cortina parecida, pero más recia servía de puerta. El suelo estaba alfombrado con una hierba, semejante al musgo, cuya esponjosidad mantenía un continuo calor.
Un par de estanterías salientes servían de mesa; no había más muebles, pero el suelo formaba una cama agradable. Las lianas que se enroscaban en el tronco se introducían también en el interior, en una orgía de flores, entre las que colgaban unas vejigas que, por la noche, brillaban con luz fría y amarilla. Podían «apagarse» tapándolas con sus propias vainas, que colgaban a los lados. En una de las paredes crecía hacia dentro una rama hueca, que soltaba agua si se retorcía, con un desaguadero debajo para recoger el líquido sobrante. Cerca del árbol crecía un arbusto cuyos frutos cerosos constituían un excelente sucedáneo del jabón; los otros cuidados del cuerpo podían hacerse en los ilimitados bosques.
Trevelyan se instaló en un árbol aislado, con Sean y Nicki como vecinos. Careciendo de gustos rebuscados, no echó en falta los acostumbrados accesorios de la vida humana.
La aldea, descubrió, era en realidad un poblado bastante grande, formado por unas quinientas moradas... más que suficiente para los Peregrinos, sobre todo si se pensaba que uno podía vivir igualmente en el exterior. Sólo era necesario acostumbrarse al rocío; después de eso, hasta los árboles parecían estrechos y sofocantes.
Los animales domésticos favoritos también habían sido traídos desde la nave. Era extraño ver a un «terrier» ladrándole a un insecto de alas como el arco iris o durmiendo a la sombra de una flor de medio metro de diámetro. Poco después de la llegada de los humanos, algunos de los alori volvieron con el cortés ofrecimiento de traer todo lo que desearan del
Los Nómadas empezaron a tranquilizarse. Era evidente que sus captores no deseaban infringirles daño alguno, sino que se sentían aparentemente contentos de dejarles hacer lo que se les antojara.
Trevelyan se reunía a menudo con varios de los alori. Solía pasear por el bosque, solo o con Nicki. Cuando deseaba hablar con alguno de los... digamos nativos, no pasaba mucho rato sin que se presentase alguien. Esperero parecía ser su mentor especial.
—¿Qué planes tienen respecto a nosotros? —preguntó el coordinador.
Esperero sonrió.
—Ya le he dicho que no les forzaremos... por lo menos directamente. Pero son ustedes un pueblo inquieto. La mayor parte de ustedes pronto empezarán a ansiar el espacio abierto.
—¿Y por consiguiente...?
—Por consiguiente, preveo gran actividad entre ustedes. En primer lugar, reanudarán las artes mecánicas. El bosque ofrece muchas posibilidades a las mentes creadoras, y nuestra gente les aconsejará cuando sea necesario. Esto ayudará a borrar la enemistad que sienten hacia nosotros.
—Algunos de esos proyectos quizá no le gusten —dijo Nicki.
—Lo sé. Por ejemplo, los hombres empezarán a pensar en la caza. Construirán arcos y otras armas. Pero entonces descubrirán que la vida animal ha desaparecido. De un modo semejante, todas sus demás ambiciones inadecuadas se frustrarán.
—¿Y si se rebelan contra ustedes? —preguntó Trevelyan.
—Se guardarán mucho de organizar una guerra contra todo un planeta. Pero la cultura nómada, como cualquier otra, es el producto de un medio ambiente y de sus necesidades. Aquí su medio ambiente físico, el espacio abierto, ha desaparecido. El planeta los absorberá.
»No se convertirán en alori. Esta generación y tal vez las dos siguientes, no serán absorbidas por completo. Pero, uno a uno, cuando estén preparados, saldrán de nuevo al espacio... en nuestro provecho.
Esperero movió la cabeza con aire de sabiduría.
—Así ha sido con nuestros otros huéspedes viajeros del espacio.
El suyo era un plan de largo alcance, como comprendió Trevelyan, pero los alori tenían paciencia de sobra. Y ¿cuál era la forma tomada por sus influencias restrictivas? Toda cultura tenía que tener alguna. La moderna sociedad solariana intentaba inculcar en cada individuo un modelo de costumbres y reacciones... una moralidad y una visión del mundo. Técnicamente, la suya era una cultura con sentido de la culpabilidad. Los Nómadas, con la importancia conferida por ellos al honor y prestigio personales, a la riqueza y su visible extinción, tenían una cultura basada en la vergüenza. ¿Y los alori?
Se fue convenciendo de que la cultura de los alori era una simbiosis a nivel planetario. La pertenencia a un todo orgánico era su motivo fundamental... una cultura basada en el temor, pero modificada.
La profecía de Esperero resultó exacta. De nuevo se practicaban las artes mecánicas entre los Nómadas aislados en el planeta. Empezaron a aparecer telares, yunques y tornos de alfarero.
Trevelyan lo encontró casualmente un día y el aloriano le preguntó si le gustaría asistir a un festival.
—Ciertamente —dijo el coordinador—. ¿Cuándo?
Esperero se encogió de hombros.
—Cuando todos se hayan reunido. ¿Vamos?
Era así de sencillo. Trevelyan, sin embargo, retrocedió para invitar a Nicki y Sean. El joven rehusó amargamente, pero Nicki la acompañó muy contenta.
Anduvieron hacia el sur, los humanos y algunos alori, avanzando sin prisa por los valles y colinas. Llovió durante la mayor parte de un día, pero a nadie le importaba. Casi al final del segundo día, llegaron al sitio donde tendría lugar el festival.
Se hallaban en un vallecito en forma de cuenco y los árboles que se erguían en la pradera central eran de especies desconocidas para Trevelyan. Ya se encontraban allí un centenar o más de alori. Se movían suavemente por el lugar, saludándose los amigos con grave ceremonia; todo formaba parte de un armonioso ritual. Trevelyan fue amablemente recibido y tuvo oportunidad de practicar sus conocimientos del idioma. Nicki, que no poseía ninguna particular habilidad lingüística, permaneció callada; pero sonreía. Se había tornado extrañamente serena durante el último mes.
Las dos lunas alcanzaban el plenilunio esa noche. Cuando la azul penumbra se acentuó, el hombre y la mujer se reunieron con los alori sentados en torno al prado. Durante un rato reinó el más profundo silencio.
Se elevó una sola nota y flotó en el aire. Trevelyan se sobresaltó y miró a su alrededor, buscando la fuente. La nota siguió elevándose, creciendo triunfalmente, y se le unieron otras, entrando y saliendo de una escala desconocida para él, pero extrañamente agradable. Descubrió, primero con sorpresa y después calmosamente, que era el bosque quien cantaba.
La noche cayó sobre el planeta. El lívido puente de la Vía Láctea se arqueaba en una bóveda de transparente oscuridad. Las lunas subían rápidamente por el cielo, convirtiendo el valle en un ensueño de plata y sombras, y el primer rocío condensó su luz en diminutos puntos, como si fueran planetas caídos.
La música sonó con más fuerza. Era la voz del bosque, el rugido del viento entre las ramas, el rumor cristalino del agua, el canto de los pájaros, gritos de animales y, por debajo de todo esto, una fuerte y continua pulsación, semejante a la de un corazón vivo. Aparecieron los bailarines, saliendo de entre las sombras a la irreal luz de la luna, alzándose como si poseyeran alas. Adelante y atrás, entrando y saliendo, y las brillantes bolas de fuego acompañándoles; pájaros de plumaje luminoso se movían rápidamente entre sus blancas formas volantes y la música hablaba de la primavera.
Después vino el verano, con su crecimiento y su fuerza, y una gigantesca tromba de agua; las nubes se levantaron, el sol las atravesó y brilló sobre el inmenso océano. La tierra sobresalía verdeante del mar, que azotaba espumeante los acantilados, con los árboles alzándose hacia el cielo y hundiendo sus raíces en el planeta. Rugió un animal, sacudiendo la cornamenta en todo su poderío y esplendor. La danza degeneró en furia.
Después se hizo más lenta, majestuosa, con la pasión de las ramas cargadas de fruto y la tierra dorándose en espera de la cosecha. La muerte del verano se adivinaba en la calinosa distancia y en las noches heladas. A gran altura, una bandada de pájaros en forma de cuña volaba hacia el sur y sus gritos eran un canto desolado para los caminantes.
Trevelyan se preguntó qué significado tendría la música para los alori. Para él representaba la Tierra, los años que transcurrían velozmente y el regreso final al seno de la tierra. Pero él era humano; oprimió fuertemente a Nicki contra sí.
Invierno. Los bailarines se esparcieron como hojas arrastradas por el viento; la luz de la luna brillaba fríamente en el vacío y la música repitió el aullido del viento invernal. La helada cubrió el planeta; la luz del sol brillaba aceleradamente y la noche estaba llena de frías estrellas, caía silbando la nieve y los glaciares se corrían hacia el sur. La aurora boreal extendía su brillo fantasmal por el cielo. Una bailarina se adelantó y permaneció inmóvil por un momento, como sumida en la desesperación. Después golpeó el suelo con el pie, una vez, otra, y empezó a bailar el fin de todas las cosas. Trevelyan advirtió que era Ilaloa.
Bailó lentamente al principio, como si avanzara entre la niebla o la fuerte nevada. La música se elevó de nuevo, aguda y salvaje; bailó más de prisa, huyendo, agachándose, remedando el arrastrar de alas rotas, el hambre y la destrucción, el frío, la muerte y el olvido. Bailaba con un salvajismo y una desesperación que le obligaban a mirar. La música era como el choque de los glaciares aplastando montañas bajo su peso, derramándose por las anchas planicies y cubriendo los orgullosos bosques. Era como si el invierno hubiera enloquecido, viento y nieve, noche y tormenta, icebergs flotantes en el norte y huracanes aullando en el sur. El mundo gemía bajo su peso.
Murió la tormenta. Lentamente, la bailarina se alejó, tan pausada como la vida desapareciendo de la creación. Cuando se hubo ido, quedó sólo el rumor tormentoso del mar y del cielo, el viento fúnebre y el sol brillando débilmente. Había terminado.
Y, sin embargo, había plena realización en ello. La vida había nacido, luchado y muerto. La realidad era... el hombre no necesitaba nada más.
Cuando renacieron el silencio y la luz de la luna, los alori no se movieron. Permanecieron sentados durante largo rato, sin hablar ni hacer el menor ademán. Después, uno a uno, se levantaron y desaparecieron en las sombras. El festival había terminado.
El rostro de Nicki aparecía blanco a la luz de las lunas. Éstas se ponían, comprobó Trevelyan con sorpresa. ¿Sólo había pasado una noche?
Cuando se hallaron de nuevo en el campamento Nómada, Joaquín los casó. Después hubo una fiesta y un banquete, pero Trevelyan y Nicki no estuvieron mucho rato.