EL ÚLTIMO DE LOS LIBERTADORES
Hasta que cumplí los nueve años, tuvimos a un loco viviendo en nuestra ciudad. Supongo que él tenía casi cien, y no le quedaban parientes. Pero, en aquellos días, aún había en todas las ciudades unas cuantas personas que no pertenecían a ninguna familia.
El tío Jim era inofensivo, incluso útil. Quería trabajar, y hacía de zapatero. Su tienda se encontraba en su misma casa, siempre limpia, y cuando te hallabas entre los buenos olores del cuero y el aceite, veías su sala de estar al fondo. No tenía muchos libros, pero todos los estantes estaban abarrotados de unos altos y brillantes fajos de papeles guardados en plástico, agrietados y amarillentos por los años igual que su dueño. Él los llamaba revistas, y si los niños nos portábamos bien, a veces nos dejaba contemplar los grabados que había en ellos. Cuando murió, tuve la oportunidad de leer los textos. No tenían sentido. Nadie podía interesarse por las cosas que preocupaban a la gente de aquellos relatos y artículos. También poseía un gran aparato de televisión muy anticuado, aunque no sé por qué lo conservaba cuando no había otra cosa que ver más que notificaciones y la ciudad tenía un aparato magnífico. Bueno, estaba loco.
Todas las mañanas salía a pasear por Main Street. La mayor parte de los árboles que la bordeaban eran olmos, altos y umbrosos en verano excepto cuando los dorados rayos del sol se introducían entre sus hojas. El tío Jim siempre vestía su largo y rígido cuerpo con ropas antiguas, sin importarle el calor que hiciera, y en Ohio puede llegar a hacer mucho calor; así que la sombra debía de ser la razón de su camino. Llevaba deshilachadas camisas blancas con asfixiantes cuellos y una cinta de tela anudada en torno al cuello, pantalones largos, un incómodo tipo de americana y estrechos zapatos que le comprimían los pies. Sus atavíos eran feos, aunque extremadamente limpios. Los niños, jóvenes y por lo tanto crueles, habíamos llegado a pensar que escondía alguna horrible deformidad a causa de la cual nunca se desnudaba, y solíamos gastarle bromas acerca de ello. John, el hermano de mi tía, nos hizo callar de una vez por todas, y el tío Jim nunca se volvió contra nosotros. En realidad, nos daba un pastel que hacía él mismo, hasta que el dentista se quejaba. Entonces sosteníamos solemnes charlas con nuestros padres y nos enterábamos de que el azúcar pudre los dientes.
Finalmente llegamos a la conclusión de que el tío Jim —le llamábamos así, sin concretar de quién lo era y de qué lado, porque en realidad no lo era de nadie— llevaba aquellas cosas como una especie de acompañamiento para su botón, que decía: «GANA CON WILLARD.» Una vez que se lo pregunté, me explicó que Willard había sido el último presidente republicano de los Estados Unidos y un gran hombre que trató de evitar el desastre, sin conseguirlo porque era demasiado tarde y la gente ya se había hundido en la inactividad y la decadencia. Esto fue una gran carga para una cabeza de nueve años y aún no lo entiendo realmente, excepto en el sentido de que entonces las ciudades no se gobernaban a sí mismas y el país se hallaba dividido entre dos grandes grupos que ni siquiera eran clanes, pero que se turnaban con cierta regularidad para suministrar un presidente; y el presidente no era un tercero entre ciudades y estados, sino que lo dirigía todo.
El tío Jim solía bajar por Main Street, dejar atrás el Ayuntamiento y la planta de energía solar, dar media vuelta en la fuente y pasar frente a la casa de Conrad, el tío abuelo de mi padre, hasta llegar al término de la ciudad, donde los campos y árboles se extendían hacia el horizonte. En el aeropuerto daba la vuelta y regresaba por la calle donde vivía Joseph Arakelian, lugar en el que siempre echaba un vistazo a los telares manuales, se reía despectivamente y hablaba de maquinaria automática; aunque no sé lo que debía tener contra los telares, porque los tejidos de Joseph eran famosos. También solía hacer acerbos comentarios sobre nuestro desaseado y pequeño aeropuerto y la media docena de aeroplanos que poseía la ciudad. Esto no era justo; teníamos un buen aeropuerto, asfaltado con el hormigón extraído de la antigua autopista, y muchos aeroplanos para los viajes más largos. Nunca había las de seis grupos que quisieran viajar a la vez en la ciudad de aquel tamaño.
Pero yo quería hablar del comunista.
Aquello fue en primavera. La nieve se había fundido, el suelo empezaba a secarse y nuestros campesinos se habían ido a cultivar la tierra. El resto de la ciudad bullía con los preparativos de la Fiesta, cocinando y asando, mientras deliciosos aromas invadían el aire; las mujeres intercambiaban recetas de un porche a otro, los artesanos martilleaban, aserraban y soldaban, las cuerdas de tender la ropa se curvaban bajo el peso de los mejores trajes domingueros recién sacados de la cómoda, los enamorados paseaban de la mano hablando sobre los próximos festivales. Red, Bob, Stinky y yo jugábamos a canicas cerca del aeropuerto. Era un juego de niños, pero algunos de los muchachos lanzaban su cuchillo contra los árboles y los Mayores establecieron la regla de que ningún muchacho podría llevar un cuchillo sí no iba acompañado de alguna persona adulta.
Así que era una hermosa mañana, el cielo formaba una inmensa bóveda azul, los rayos de sol pasaban a través de algunas nubecillas blancas y descendían hasta la tierra, y las colinas habían empezado a teñirse de verde. Nuestras canicas alzaban una nube de polvo al caer, un ligero viento del sur se deslizaba sobre mi piel y alborotaba mi cabello; el mundo, la estación y nosotros éramos jóvenes.
Estábamos a punto de ir a buscar las armas e internarnos en el bosque a la búsqueda de algún conejo, cuando una sombra se cernió sobre nosotros y vimos al tío Jim y al primo de mi madre, Andy. El tío Jim llevaba un abrigo muy largo encima de sus demás ropas, temblaba sin cesar a pesar de apoyarse en su bastón y tenía las manos azules del frío. Andy llevaba una falda escocesa, su faltriquera y sandalias. Era el ingeniero de la ciudad, y debía rondar los cuarenta años. En el prehistórico pasado anterior a mi nacimiento, había formado parte de una expedición a Marte, y esto le convertía en un héroe ante nosotros. Nunca comprendimos por qué no era un valiente corsario. Debía tener unos tres mil libros como mínimo, más del doble de los que poseía la ciudad. Además, pasaba muchos ratos con el tío Jim, y yo no sabía por qué. Ahora supongo que debía querer saber cosas del pasado, no del pasado muerto que encierran los libros de historia sino de la gente que había vivido en otro tiempo.
El anciano bajó la vista hacia nosotros y dijo:
—¡Si vais casi desnudos! Debéis moriros de frío. —Tenía una voz fina y estridente, pero firme. Durante los muchos años que había pasado solo, debía haber aprendido a ser firme consigo mismo.
—¡Oh, tonterías! —dijo Andy—. Apuesto a que estamos a quince grados al sol.
—Íbamos a cazar conejos —declaré con aires de importancia—. Le llevaré el mío a su casa y su esposa podrá hacernos un estofado. —Como todos los niños, pasaba tanto tiempo con mi familia como con mis orto-padres, pero sentía una especial predilección por la casa de Andy. Su esposa era una cocinera magnífica, su hijo mayor tocaba espléndidamente la guitarra, y su hija jugaba al ajedrez igual que yo, ni demasiado bien, ni demasiado mal.
Yo había ganado la mayor parte de las canicas, así que se las devolví.
—Cuando yo era pequeño —dijo el tío Jim—, nos las quedábamos.
—¿Qué ocurría cuando el mejor tirador había ganado todas las canicas de la ciudad? —preguntó Stinky—. Es muy difícil hacer una buena canica, tío Jim. Me cuesta mucho reponer las que pierdo.
—Podrías haber comprado más —le respondió él—. Había almacenes donde se podía comprar cualquier objeto.
—Pero ¿quién hacía las canicas?
—Había fábricas…
¡Imaginaos! ¡Hombres hechos y derechos que perdían el tiempo fabricando bolas de cristal coloreado!
Estábamos a punto de irnos cuando apareció el comunista. Le vimos cuando rodeaba el grupo de Árboles al norte de la zona de un kilómetro cuadrado, que aquel año se dedicaba al pastoreo. Estaba en la carretera de Middleton, y el polvo cubría sus pies desnudos.
Un desconocido en la ciudad siempre constituye una gran noticia. Los niños echamos a correr hacia él hasta que Andy nos detuvo con una sola palabra y nos recordó que él era el más cualificado para darle la bienvenida. Entonces aguardamos, con los ojos muy abiertos, hasta que llegó junto a nosotros.
Pero aquél era un melancólico desconocido. Alto, como el tío Jim, la andrajosa capa le caía sobre un estrecho tórax en el que podían contarse las costillas, y bajo una cabeza desprovista de pelo se veía una barba blanca que le llegaba hasta la cintura. Andaba pesadamente, apoyándose en un palo, tan pesado como el Tiempo, e incluso entonces intuí la soledad como un peso sobre sus delgados hombros.
Andy dio un paso adelante y se inclinó.
—Saludos y bien venido, Nacido Libre —dijo—. Soy Andrew Jackson Welles, ingeniero de la ciudad, y en nombre de la Gente te invito a quedarte, descansar y refrescarte. —No dejó escapar las palabras como habría hecho con alguien conocido, sino que las declamó con gran cuidado.
El tío Jim sonrió, con la sonrisa del deshielo que sucede a nueve años de invierno, pues aquel hombre era tan viejo como él y había nacido en el mismo mundo olvidado. Avanzó unos pasos y extendió la mano.
—Hola, señor —dijo—. Me llamo Robbins. Encantado de conocerle. —No tenían muy buenos modales en su época.
—Gracias, camarada Welles, camarada Robbins —dijo el desconocido. Su sonrisa se perdía entre aquella barba enmarañada—. Yo soy Harry Miller.
—¿Camarada? —repitió lentamente el tío Jim, como si se debatiera en una pesadilla. Retiró la mano—. ¿Qué ha querido decir?
El vagabundo se enderezó y nos miró de una forma que me asustó.
—Quiero decir lo que he dicho —contestó—. No me gusta andarme con rodeos. ¡Harry Miller, del partido comunista de los Estados Unidos de América!
El tío Jim lanzó un profundo suspiro.
—Pero… —balbuceó—, pero yo creía que… como mínimo, creía que todos los de su calaña habían muerto.
—Haz el favor de dominarte —dijo Andy—. Le pido perdón, Nacido Libre Miller. Nuestro amigo no es, uh, no es él mismo. No lo considere una ofensa personal, se lo ruego.
Hubo cierta severidad en la risita de Miller.
—Oh, no me importa. Me han llamado cosas peores.
—¡Porque se las merece! —Yo nunca había visto al tío Jim tan enfadado. Su rostro se sonrojó y golpeó el bastón contra el suelo—. Andy, este…, este hombre es un traidor. ¿Me oyes? ¡Es un agente extranjero!
—¿Quiere decir que viene de Rusia? —murmuró Andy, y los niños nos arrimamos unos a otros, aguzando el oído, porque un extranjero constituía una verdadera novedad.
—No —dijo Miller—. No, yo soy de Pittsburgh. Nunca he estado en Rusia. No me gustaría ir. Es demasiado horrible…, en otra época tuvieron el socialismo.
—No sabía que quedara alguien en Pittsburgh —dijo Andy—. Estuve allí el año pasado con un equipo de salvamento, en busca de acero y cobre, y no vimos nada más que pájaros.
—Unos cuantos; unos cuantos. Mi esposa y yo. Pero ella murió, y yo no podía quedarme en aquella ciudad podrida, así que salí a la carretera.
—Ya puedes volver a ella —replicó el tío Jim.
—Vamos, vamos, cállate —dijo Andy—. Venga a la ciudad, Nacido Libre Miller…, camarada Miller, si así lo prefiere. ¿Puedo invitarle a que se aloje en mi casa?
El tío Jim agarró a Andy por un brazo. Éste se lo sacudió como si fuera una hoja muerta, agitada por el viento.
—¡No puedes! —chilló—. ¿No ves que envenenará tu mente, te trastocará, y acabaremos siendo esclavos suyos y de su pandilla de bandidos?
—Al parecer, también usted envenena la mente, señor Robbins —dijo Miller.
El tío Jim guardó silencio unos instantes, con la cabeza inclinada hacia el suelo, y las fáciles lágrimas de un hombre viejo brillaron en sus ojos. Después levantó la cara y el orgullo resonó en sus palabras:
—Yo soy republicano.
—Lo suponía. —El comunista miró a su alrededor y asintió para sí—. Una típica seudocultura burguesa. Sólo hay que ver a esos hombres, con su propio tractor en su propio campo, asidos a su propio egoísmo.
Andy se rascó la cabeza.
—¿De qué está hablando, Nacido Libre? —preguntó—. Estas máquinas pertenecen a la ciudad. ¿Quién va a querer preocuparse de su propio tractor, arado y segadora?
—Oh…, ¿quiere decir que…? —Vislumbré un destello de esperanza en los ojos del comunista. Estuvo a punto de extender las manos. Eran manos envejecidas; se veían los huesos debajo de la piel reseca—. ¿Quiere decir que trabajan colectivamente la tierra?
—No, claro que no. ¿De qué serviría tal cosa? —repuso Andy—. El hombre tiene derecho a todo aquello que cultiva, eso es todo.
—Así que la tierra, que debería ser propiedad de todos, está dividida entre esos kulaks, ¿no? —exclamó Miller.
—¿Cómo diablos puede ser la tierra propiedad de nadie? Es…, es la tierra. Uno no puede meterse cuarenta acres en el bolsillo y llevárselos. —Andy tomó aliento—. Debía usted encontrarse muy desconectado de todo en Pittsburgh. Seguramente ha tomado la antigua comida enlatada, ¿verdad? Lo suponía. Es muy fácil de explicar. Mire, esa zona que hay allí está sembrada de maíz por Glenn, el primo de mi madre. Es su maíz, y él lo cambia por cualquier otra cosa que necesite. Pero el año próximo, para conservar la tierra, sembraremos alfalfa, y el hijo de mi hermana, Willy, se encargará de hacerlo. En cuanto a frutas y hortalizas, la mayoría de nosotros cultivamos las nuestras, lo justo para salir al aire libre todos los días.
El destello se apagó en los ojos de nuestro visitante.
—Eso no tiene sentido —dijo Miller, y por el tono de su voz me di cuenta de que estaba cansado. Debía de haber recorrido un largo camino desde Pittsburgh, viviendo de las sobras que le daban los gitanos y los Granjeros Solitarios.
—Estoy completamente de acuerdo —dijo el tío Jim con sonrisa forzada—. En tiempos de mi padre… —Cerró la boca. Yo sabía que su padre había muerto en Corea, en una guerra que tuvo lugar cuando él era muy pequeño, y el tío Jim siguió conservando su recuerdo y el inútil orgullo de sus hazañas. Recordé la historia, que Nacido Libre Levinsohn enseñó en nuestra ciudad porque era el que mejor la conocía, y un escalofrío me recorrió la espina dorsal. ¡Un comunista! Habían matado y torturado a los americanos…, sólo que aquel hombre era un pobre exponente de lo que debía haber sido, y no podía matar ni a un cachorro. Era muy extraño.
Nos pusimos en marcha hacia el Ayuntamiento. La gente nos vio y empezó a congregarse a nuestro alrededor, mirando y murmurando tanto como el decoro permitía. Yo correteaba con Red, Bob y Stinky, muy cerca del desconocido, el comunista en carne y hueso, bajo los ojos de los demás muchachos.
Pasamos frente al telar de Joseph. Su familia y aprendices salieron para unirse a los curiosos. Miller escupió en la calle.
—Me imagino que esta gente está a sueldo —dijo.
—No esperará que trabajen por nada, ¿verdad? —preguntó Andy.
—Deberían trabajar por el bien común.
—Es lo que hacen. Cada vez que alguien necesita una prenda o una manta, Joseph reúne a sus muchachos y la hacen. Él nos proporciona un material mucho mejor que el que harían las mujeres en casa.
—Lo sé. El explotador burgués…
—Desearía que éste fuera el caso —dijo el tío Jim, con los labios apretados.
—No lo dudo —replicó Miller.
—Pero no lo es. La gente de hoy día carece de empuje. No hay espíritu de competencia. No desean mejorar su nivel de vida. No… compran lo que necesitan, y lo llevan mientras dura… y está hecho para que dure siempre. —El tío Jim agitó su bastón en el aire—. Te lo digo, Andy, el país se va al infierno. La economía está estancada. ¡Los negocios se limitan a un miserable puñado de tiendecitas y la gente se fabrica lo que antes solía comprar!
—Yo creo que estamos muy bien alimentados, vestidos y albergados —replicó Andy.
—Pero ¿dónde está tu…, tu empuje? ¿Dónde está el levántate y anda, la actividad que hizo de América una gran nación? Mira…, tu esposa lleva el mismo modelo de bata que su madre. Tú usas un aeroplano que fue construido en tiempos de tu padre. ¿No deseas algo mejor?
—Nuestra maquinaria funciona bastante bien. —Andy hablaba con voz cansada. Aquella discusión le resultaba muy conocida, mientras que el comunista significaba algo nuevo. Vi que la raída capa de Miller desaparecía en el interior de la carpintería de Si Johansen y le seguí.
Si estaba haciendo una cómoda de cajones para George Hulme, que se casaba aquella primavera. Dejó las herramientas y le atendió cortésmente.
—Sí…, sí, Nacido Libre… Claro, trabajo aquí… ¿Organizar? ¿Para qué? ¿Se refiere a algo de tipo social? Pero la verdad es que mis aprendices tienen demasiada vida social. Cada tres días una fiesta, maldita… No, no están oprimidos. ¡Diablos, si son mis parientes!… Pero no hay nadie que no tenga buenos muebles. A menos que sean malos carpinteros y demasiado altivos para pedir ayuda…
—¡Pero la gente de todo el mundo! —exclamó Miller—. ¿Es que no tiene corazón, hombre? ¿Qué me dice de los peones mexicanos?
Si Johansen se encogió de hombros.
—¿Qué quiere que le diga? Si desean llevar las cosas de otro modo, es asunto suyo. —Dejó la lijadora eléctrica y comunicó a sus aprendices que tenían el resto del día libre. Naturalmente, se lo habrían tomado de todas formas, pero Si era un poco mandón.
Andy condujo nuevamente a Miller hacia la calle. En el Ayuntamiento, el alcalde le recibió en cuanto llegó del campo. Como se esperaba buen tiempo para el resto de la semana, decidimos que no había prisa en sembrar y pasamos toda la tarde agasajando a nuestro huésped.
—¡Puñado de holgazanes! —explotó el tío Jim—. Vuestros antepasados no dejaban el trabajo hasta que estaba terminado.
—Ya lo terminaremos a tiempo —dijo el alcalde, como si hablara con un niño—. ¿Qué prisa hay, Jim?
—¿Prisa? Seguir con ello, terminarlo y empezar otra cosa. ¡Cosas mejores para una vida mejor!
—Para beneficio de sus explotadores —intervino Miller. Se hallaba sobre el primer escalón del Ayuntamiento, como un gallo hambriento y furioso.
—¿Qué explotadores? —El alcalde estaba tan sorprendido como yo.
—Los…, los grandes hombres de negocios, los…
—Ya no hay hombres de negocios —dijo el tío Jim. Una nueva parte de su vida pareció escaparse de su cuerpo al admitirlo—. ¿Nuestros tenderos? No. Sólo aspiran a ganarse la vida. Nunca han oído hablar de beneficios. Son demasiado perezosos para expansionarse.
—Entonces, ¿por qué no establecen el socialismo? —Miller miró a su alrededor como si buscara a algún enemigo oculto—. Todas las familias trabajan para sí mismas. ¿Dónde está su solidaridad?
—Nos llevamos muy bien unos con otros, Nacido Libre —dijo el alcalde—. Disponemos de un tribunal para dirimir cualquier problema.
—Pero ¿no desean seguir adelante, avanzar…?
—Tenemos suficiente —declaró el alcalde, acariciándose la barriga—. Yo no podría comer más de lo que como.
—¡Pero podría tener otras cosas! —dijo el tío Jim. El pobre loco se tambaleó sobre los escalones, bailando ante nuestros ojos como las marionetas de un espectáculo ambulante—. Podría tener un coche propio, un modelo nuevo todos los años con cromados por todas partes, y máquinas para aligerar su trabajo, y…
—Y para comprar todas esas cosas de mala calidad, destinadas a estropearse en seguida, tendrían que esclavizar su vida a los capitalistas —dijo Miller—. El pueblo debe producir para el pueblo.
Andy cruzó una mirada con el alcalde.
—Mire, Nacido Libre —dijo amablemente—, me parece que no ha entendido de lo que se trata. Nosotros no queremos esos aparatos. No vale la pena proyectar y trabajar para obtener más de lo que tenemos, por lo menos mientras haya muchachas que amar en primavera y ciervos que cazar en otoño. Y cuando trabajamos, preferimos trabajar para nosotros mismos, no para cualquier otro, llámenlo el capitalista o el pueblo. Ahora tomemos asiento y descansemos antes de comer.
Metido entre las piernas de la Gente, oí que Si Johansen murmuraba al oído de Joseph Arakelian:
—No lo entiendo. ¿Qué haríamos con esa maquinaria? Si yo tuviera alguna máquina que me hiciese los muebles, ¿de qué me servirían las manos?
Joseph se alzó de hombros.
—Yo tampoco lo entiendo, Si. Personalmente, no me gustaría nada ver a dos personas con un estampado idéntico.
—Sería fantástico —me dijo Red— tener un coche como los que hay en las revistas del tío Jim.
—¿Adónde irías con él? —preguntó Bob.
—Vaya, no lo sé. A Canadá, quizá. Pero, demonios, puedo ir a Canadá con sólo decirle a papá que alquile un aeroplano.
—Desde luego —dijo Bob—. Y si vas a algún sitio que esté a menos de ciento cincuenta kilómetros, tienes un caballo, ¿verdad? ¿Quién quiere un coche viejo?
Me escabullí entre la multitud en dirección a la Plaza, donde las mujeres habían preparado varias mesas y estaban sacando la comida para un banquete. La multitud era tan grande en torno al lugar donde nuestro huésped tomó asiento, que no pude acercarme a él; pero Stinky y yo nos encaramamos al Árbol Plaza, un enorme roble gris, y nos arrastramos a lo largo de una rama hasta quedar justo encima de su cabeza. Era una cabeza desprovista de pelo, que bailaba sobre un cuello finísimo, pero él la movía rápidamente y hablaba con voz chillona.
Andy y el alcalde estaban sentados junto a él, saboreando su pipa, y el tío Jim también se encontraba allí. La Gente le había cedido el puesto para ver los fuegos artificiales. Fue una imprudencia, pero ¿cómo íbamos a saberlo? El tío Jim siempre había sido muy pacífico, y nunca habíamos tenido dos locos en la ciudad.
—… fuerzas de reacción —estaba diciendo el camarada Miller—. No estoy seguro de las fuerzas que tramaron la disolución de la Unión Soviética. Las noticias se transmitían con dificultad, ya no había muchos programas televisivos y… bueno, debo admitir que no creo que los capitalistas ni los chinos estuvieran detrás de la tragedia. Ambos sistemas se habían desmoronado hacía tiempo.
—Pero ¿qué sucedió en Rusia? —se preguntó Ed Mulligan. Era el psicoconsejero de la ciudad, y había estudiado en Menninger, Kansas—. Me refiero a los sucesos actuales. Nunca hubiera pensado que los comunistas permitirían la libertad, difiere totalmente de lo que he leído sobre ellos.
—Lo que ustedes llaman libertad —dijo despectivamente Miller— yo, por mi parte, creo que fue una cuestión de revisionismo. Una vez eso hubo conducido a la corrupción, todo el país estuvo maduro para un golpe de estado contrarrevolucionario.
—Eso no es verdad —dijo el tío Jim—. Yo también seguí las noticias, no lo olvide. Los comunistas rusos se corrompieron y descuidaron por sí solos. Los tiranos siempre lo hacen. No previeron los cambios de la nueva tecnología, y la introdujeron alegremente. Su Telón de Acero no tardó en oxidarse. Todo el mundo dejó de escucharles.
—Es bastante exacto, Jim —dijo Andy. Vio mi rostro entre las ramas, y me guiñó un ojo—. Hubo algo de violencia, la desintegración fue más complicada de lo que crees, pero esto es esencialmente lo que ocurrió. Lo malo es que no pareces darte cuenta de que sucedió lo mismo en USA.
Miller sacudió su marchita cabeza.
—Marx demostró que los adelantos tecnológicos significan un progreso inevitable hacia el socialismo —dijo—. Oh, la causa ha sido olvidada, pero ya llegará el día.
—Pues quizá tenga usted razón hasta cierto punto —dijo Andy—. Pero verá, la ciencia y la sociedad fueron más allá de ese punto. Quizá pueda explicárselo fácilmente.
—Si así lo desea… —dijo Miller, de mal humor.
—Bueno, he estudiado esa época muy a fondo. La tecnología hizo posible que unas cuantas personas y acres alimentaran a todo el país, dejando sin cultivar muchos millones de acres; los comprabas por nada. Mientras tanto, las ciudades se asfixiaban bajo los impuestos, carecían de una representación adecuada y sucumbían bajo su propio tráfico. Paralelamente surgieron la económica unidad de energía solar y el acumulador de gran capacidad. Estas máquinas permitieron al hombre atender sus propias necesidades, sin desgastarse el corazón trabajando para otro a fin de pagar los abultados precios requeridos por una economía donde cada negocio estaba subvencionado o protegido por los contribuyentes. Además, el nuevo sistema de vida permitía que un hombre redujera sus ingresos monetarios hasta un punto donde casi no tenía que pagar impuestos, y vivía mucho mejor con una semana laboral más corta.
»Progresivamente, la gente abandonó la ciudad y estableció pequeñas comunidades rurales. Consumían menos, lo cual produjo una gran crisis, y eso impulsó a muchas más personas a valerse por sí mismas. Cuando las grandes empresas y la clase obrera organizada se dieron cuenta de lo que estaba ocurriendo y propugnaron unas leyes contra lo que ellos denominaban prácticas antiamericanas, era demasiado tarde; nadie estaba interesado. Como verá, todo sucedió gradualmente. Pero sucedió, y creo que fue para bien de todos.
—¡Ridículo! —dijo Miller—. El capitalismo llegó a la bancarrota, tal como Marx predijo hace doscientos años, pero su viciosa influencia seguía siendo tan poderosa que, en vez de avanzar hacia el colectivismo, han retrocedido a una vida de campesinos.
—Por favor —dijo el alcalde. Me di cuenta de que se había ofendido, y pensé que quizá los campesinos no fueran Nacidos Libres—. Uh, quizá podamos distraernos cantando un poco.
Aunque carecía de una voz propiamente dicha, la cortesía requería que Miller fuese el primero en actuar. Se levantó y canturreó algo sobre un muchacho llamado Joe Hill. Era una bonita melodía, pero incluso un niño de nueve años como yo se dio cuenta de que los versos eran muy rudimentarios. Un infantil esquema de rimas masculinas a-b-c-b y ni una metáfora doble. Además, ¿a quién le importa lo que le ocurrió a un oscuro y desconocido vagabundo, cuando nosotros tenemos canciones de caza y poemas acerca de los exploradores interplanetarios? Me alegré de que Andy le sustituyera y cantara algo con un poco de nervio.
Llamaron al almuerzo. Yo me deslicé del Árbol y encontré un asiento no lejos de allí. El camarada Miller y el tío Jim se miraban con ira a través de la mesa, pero no se dijo gran cosa más hasta después de la comida, un par de horas después. La gente perdió gran parte de su interés por el desconocido al enterarse de que había pasado toda su vida en una ciudad muerta, y se alejaron para bailar y jugar. Andy se quedó, aunque de mala gana, porque era el anfitrión de Miller.
El comunista lanzó un suspiro y se levantó.
—Han sido muy amables conmigo —dijo.
—Creía que éramos un puñado de capitalistas —replicó el tío Jim.
—Lo que me interesa es el hombre, esté donde esté, y las circunstancias bajo las que tiene que vivir —dijo Miller.
El tío Jim alzó la voz al mismo tiempo que el bastón.
—¡Hombre! ¿Dice que le importa el hombre, usted que lo mató y esclavizó?
—Oh, déjalo, Jim —intervino Andy—. Eso ocurrió hace mucho tiempo. ¿A quién le importa ya?
—¡A mí! —El tío Jim empezó a gritar, pero miró a Miller y se dirigió hacia él, con las piernas rígidas y los dedos torcidos—. Ellos mataron a mi padre. Muchos miles de hombres murieron… por un ideal. ¡Y a ti no te importa! ¡Todo este maldito país ha perdido sus agallas!
Yo me quedé debajo del Árbol, con una mano sobre la áspera y rugosa corteza. Estaba un poco asustado, porque no comprendía lo que estaba sucediendo. Indudablemente Andy, que había sido enviado a Marte por la Fundación de Investigación de Municipios Unidos, sólo para adquirir nuevos conocimientos, no era un cobarde. Indudablemente mi padre, un hombre amable y alegre, no carecía de agallas. ¿Qué se suponía que debíamos querer?
—¡Usted, lacayo servil y despreciable! —chilló Miller—. ¡Fue usted quien los destripó! ¡Fue usted el que asesinó a los trabajadores y llevó a sus hijos a las falsas uniones!, y… y… ¿qué hay de los peones mexicanos?
Andy trató de interponerse entre los dos. El palo de Miller se estrelló sobre su cabeza. Andy retrocedió, enjugándose la sangre, con aspecto desvalido, mientras los dos locos se insultaban. Él no podía emplear la fuerza; le habría hecho daño.
Quizá, en aquel momento, encontró la solución.
—Ya está bien, Nacidos Libres —dijo rápidamente—. Ya está bien. Os escucharemos. Veréis, esta noche habrá un bonito debate, en el Ayuntamiento, y todo el mundo asistirá…
No llegó a tiempo. El tío Jim y el camarada Miller ya se estaban pegando, con los delgados brazos entrelazados y los ojos llenos de lágrimas porque no les quedaba fuerza para destruir lo que odiaban. Pero ahora creo que su odio estaba provocado por un amor frustrado. Ambos nos amaban de una forma extraña, y nosotros no lo apreciamos, no lo apreciamos.
Andy reunió a algunos hombres, que los separaron y condujeron a diferentes casas para que descansaran. Cuando el doctor Simmons fue a visitar al tío Jim al cabo de unas horas, éste se había ido. El doctor corrió a buscar al comunista, y éste también se había ido.
Yo no me enteré hasta más tarde, pues me había ido a jugar a la peste con los demás niños junto al río. Fue en el mismo río, a la mañana siguiente, donde Constable Thompson encontró al comunista y al republicano. Nadie supo lo que había sucedido. Se encontraron bajo los Árboles, solos, al anochecer, cuando empezaban a encenderse las fogatas y los Mayores bailaban en torno a ellas, mientras los enamorados se escabullían hacia el bosque. Esto es todo lo que sabemos. Les hicimos un solemne funeral.
Fue la comidilla de la ciudad durante una semana, y toda la región de Ohio se enteró de lo ocurrido; pero al cabo de unos días, las charlas cesaron y los locos yacieron en el olvido. Fue el mismo año que la Hermandad apareció en el norte, y la gente se preguntaba lo que esto podía significar. Se enteraron a la primavera siguiente, se hizo una alianza y la guerra se extendió por las colinas. Porque la banda de la Hermandad, tal como había amenazado, taló muchos Árboles y no plantó ninguno. Tanta maldad no podía dejar de ser castigada.