EL BÁRBARO

Desde la aparición del sistema Howard-de Camp para descifrar inscripciones preglaciares, se ha progresado mucho en reconstruir la historia, etnología e incluso la vida cotidiana de las grandes culturas que florecieron hasta que el período glaciar del Pleistoceno las borrase y obligara al hombre a comenzar de nuevo. Sabemos, por ejemplo, que se practicaba la magia; que había algunos países altamente civilizados en lo que ahora es Asia Central, Próximo Oriente, África del Norte, Europa meridional y diversos océanos; y que el resto del mundo estaba ocupado por bárbaros, de los cuales los europeos septentrionales eran los más grandes, los más fuertes y los más belicosos. Por lo menos, eso dicen los sabios y, como sus antepasados proceden de la Europa septentrional, deben de saberlo.

Lo siguiente es la traducción de una carta recientemente hallada en las ruinas de Cirene. Ésta era una ciudad provinciana del Imperio Sarmiano, un gran aunque decadente reino de la zona mediterránea oriental, cuya capital, Sarmia, fue la ciudad más hermosa, placentera y depravada de la época. Los vecinos septentrionales de los sarmianos eran primitivos nómadas de caballos y/o centauros; pero hacia el este se hallaba el reino de Chathakh, y hacia el sur estaba la herpetarquía de Serpens, gobernada por una casta sacerdotal de adoradores de serpientes, o posiblemente serpientes.

Indudablemente, la carta fue escrita en Sarmia y enviada a Cirene. Su fecha es aproximadamente el 175.000 a. de C.

Maxilion Quaestos, sub-sub-sub-prefecto de la planta imperial de agua potable de Sarmia, a su sobrino Thyaston, canciller de la agencia de taumaturgia, provincia de Cirene:

¡Saludos!

Confío en que al recibo de ésta te encuentres bien de salud, y que los dioses sigan distinguiéndote con su favor. En cuanto a mí, estoy bien, aunque un poco fastidiado por la gota, para la cual he probado (aquí sigue la descripción de un remedio casero, tan tedioso como imposible de publicar). Sin embargo, no me ha servido más que para agotar mi bolsillo y a mí mismo.

Realmente, debías de estar muy lejos de la civilización durante tu viaje por Atlántida, para que me escribas preguntándome por el asunto del bárbaro. Ahora que vuelve a reinar la calma, espero poder ofrecerte un relato detallado y objetivo de todo este desdichado suceso. Gracias al favor de las Tres Diosas, la sagrada Sarmia ha sobrevivido a este episodio; y aunque todavía no nos hemos recuperado totalmente, la situación va mejorando. Si a veces me aparto de la serenidad filosófica que siempre he intentado cultivar, hay que culpar a los bárbaros. No soy el mismo de siempre. Ninguno de nosotros lo es.

Para empezar, hacía tres años que la guerra con Chathakh se limitaba a algunas escaramuzas sin importancia. Unos y otros realizábamos ocasionales incursiones en el país enemigo que no tenían un efecto decisivo. La verdad es que, como estas operaciones proporcionaban unas ganancias parecidas a ambos países, y el tráfico de esclavos era muy activo, los negocios florecían.

Nuestra mayor preocupación residía en la ambigua actitud de Serpens. Como muy bien sabes, los herpetarcas no experimentan simpatía alguna hacia nosotros, y el principal objeto de nuestra diplomacia era evitar que entraran en la guerra de parte de Chathakh. Naturalmente, no esperábamos que se convirtieran en aliados nuestros. Pero mientras mantuviéramos una postura enérgica, lo más probable era que ellos permanecieran neutrales.

Así estaban las cosas cuando el bárbaro llegó a Sarmia.

Hacía mucho tiempo que oíamos hablar de él. Era un soldado vagabundo, procedente de algún reino de guerreros y marinos emplazado en los bosques septentrionales, que viajaba hacia el sur, completamente solo, en busca de aventuras o de un clima más benigno. De dos metros de estatura y vigorosa complexión, era un puñado de músculos, con una larga cabellera leonada y sombríos ojos azules. Era muy diestro con cualquier arma, pero prefería una espada de doble filo y más de un metro de largo, con la cual podía atravesar un casco, cráneo, cuello y otras cosas de un solo golpe. Además, se decía que era un gran bebedor y dueño de una tremenda capacidad amatoria.

Una vez hubo conquistado a los centauros por sí solo, se internó en nuestras provincias septentrionales y, un buen día, apareció frente a las puertas de Sarmia. Fue una curiosa visión: las murallas que se alzan junto a la carretera pavimentada, los guardas provistos de casco, escudo y peto, y el gigantesco y casi desnudo individuo que blandía su espada ante ellos. Cuando bajaban las picas para cerrarle el paso, exclamó con voz de trueno:

—¡Soy Cronkheit, el bárbaro, y quiero una audiencia con vuestra reina!

Su acento era tan extremadamente inculto que los centinelas se echaron a reír. Esto le encolerizó; sonrojándose de ira, alzó la espada y avanzó con decisión. Los guardas retrocedieron, y el bárbaro pasó tranquilamente entre ellos.

Tal como después me explicó el capitán de los centinelas:

—Allí estaba él, y allí estábamos nosotros. A la distancia de una pica, percibimos el olor. Por todos los dioses, ¿cuándo debía de haberse bañado por última vez?

Y mientras la gente se alejaba corriendo de las calles y bazares a medida que él se aproximaba, Cronkheit siguió adelante por la Avenida de las Esfinges, dejó atrás los baños y el Templo de Loccar, y llegó al Palacio Imperial. Como de costumbre, las puertas estaban abiertas; él contempló los jardines y las paredes de alabastro, y lanzó un gruñido.

Cuando los centinelas dorados se acercaron a él y le preguntaron lo que deseaba, volvió a lanzar un gruñido. Ellos levantaron sus arcos y habrían dado buena cuenta de él, pero en aquel momento llegó un esclavo que les hizo desistir.

Verás, a causa de algún dios maligno, la emperatriz se hallaba en un balcón y le había visto.

Como es bien sabido, nuestra amada emperatriz, su seductora majestad, la ilustre señora Larra, la voluptuosa, tiene la complexión de una montaña y se la considera la encarnación viviente de su deidad tutelar, Afrosex, la diosa de visón. Se hallaba en el balcón, con su fina túnica transparente y grueso cabello negro agitados por el viento, y una súbita ansiedad encendió su orgulloso y hermoso rostro. Esto era comprensible, pues Cronkheit sólo llevaba un faldellín de piel de oso.

El esclavo fue enviado rápidamente, para inclinarse ante el extranjero y decirle:

—Noble señor, la emperatriz hablará en privado contigo.

Cronkheit hizo un chasquido con los labios y entró en el palacio. El chambelán se retorció las manos al ver las pisadas de aquellos enormes y sucios pies sobre inapreciables alfombras, pero no pudo evitarlo, y el bárbaro fue conducido al dormitorio imperial.

Lo que allí sucedió es de todos conocido, porque como es habitual en tales entrevistas la señora Larra sitúa a sus esclavos mudos en convenientes mirillas, para llamar a los guardias si el peligro parece amenazarla; y los cortesanos han enseñado a escribir a estos mudos. Nuestra emperatriz estaba resfriada, y además había comido una ensalada de ajo, así que su nariz aristocráticamente curvada no fue ofendida. Tras unas pocas formalidades, ella comenzó a jadear. Entonces, muy lentamente, extendió los brazos y dejó que la túnica de color púrpura se deslizara sobre sus blancos hombros y sedosos muslos.

—Ven —susurró—. Ven, magnífico varón.

Cronkheit lanzó una carcajada, dio una patada en el suelo y se abalanzó sobre ella, estrechándola entre sus brazos.

—¡Ayyy! —gritó la emperatriz al rompérsele una costilla—. ¡Socorro! ¡Auxilio!

Los mudos corrieron en busca de los centinelas dorados, que entraron inmediatamente. Ataron al bárbaro con gruesas cuerdas y le arrastraron lejos de su pobre señora. Aunque considerablemente dolorida y muy trastornada, ésta no ordenó su ejecución; su paciencia con algunos individuos es bien conocida.

La verdad es que, tras engullir un vaso de vino para tranquilizarse, invitó a Cronkheit a ser su huésped. Cuando se lo llevaron para conducirlo a sus habitaciones, llamó a la duquesa de Thyle, una obsequiosa y ágil coquetuela.

—Tengo un trabajo para ti, querida —murmuró—. Espero que lo cumplas como una dama leal.

—Sí, seductora majestad —dijo la duquesa, que había adivinado de qué trabajo se trataba y consideraba que ya había esperado bastante. Una semana entera, en realidad. Su tarea consistía en amansar la impetuosidad del bárbaro.

Se engrasó concienzudamente para poder escaparse en caso de peligro, y corrió a las habitaciones de Cronkheit. Su perfume a almizcle sofocó cualquier pestilencia y, despojándose del vestido, murmuró con ojos semicerrados:

—¡Tómame, mi señor!

—¡Ajáaa! —bramó el guerrero—. ¡Yo soy Cronkheit, el fuerte; yo soy Cronkheit, el intrépido; yo soy Cronkheit, el que ha matado a un mamut con sus propias manos y se ha hecho jefe de los centauros, y ésta es mi noche! ¡Acércate!

La duquesa lo hizo así, y él la estrechó entre sus poderosos brazos. Al cabo de un momento se oyó otro chillido. Los servidores del palacio disfrutaron el placer de ver a una desnuda y furiosa duquesa corriendo por el pasillo de jade.

—¡Tiene pulgas! —gritaba, rascándose mientras corría.

Así que, con todo, Cronkheit el bárbaro no resultó un éxito como amante. Incluso las mujeres de la calle de la alegría solían esconderse cuando le veían acercarse. Decían que se habían visto sometidas a torpes técnicas muchas otras veces, pero que aquello era demasiado.

Sin embargo, su corpulencia era tan grande que la señora Larra le puso al mando de una brigada, infantería y caballería, y le envió a reunirse con el general Grythion en la frontera de Chathakh. Cubrió la marcha en un tiempo récord y entró gritando en la ciudad de tiendas que se había levantado en nuestra base principal.

Ahora bien, admitamos que nuestro buen general Grythion es un dandy, que se riza la barba y está dominado por sus esposas. Pero siempre ha sido un competente soldado, ganador de honores en la academia y conductor de las tropas en muchas batallas antes de llegar al puesto de estrategia. Es fácil comprender la descortesía de Cronkheit cuando se encontraron. Pero cuando el general declinó cortésmente su invitación de seguir adelante con el grueso del ejército y señaló que él era de más utilidad como coordinador en retaguardia, Cronkheit no dudó en golpear a su superior hasta dejarlo tendido en el suelo y llamarlo cobarde. Grythion no tuvo más remedio que meterlo entre rejas, a pesar de las bajas ocurridas. Incluso así, el espectáculo había desmoralizado tanto a nuestras tropas que perdieron tres importantes batallas durante el mes siguiente.

¡Qué lástima! Las noticias de lo sucedido llegaron hasta la emperatriz, y ésta no ordenó que cortaran la cabeza a Cronkheit. Al contrario, envió la orden de que fuera dejado en libertad y rehabilitado. Quizá todavía acariciase la esperanza de civilizarle hasta el punto de convertirle en un aceptable compañero de cama.

Grythion se tragó su orgullo y presentó disculpas al bárbaro, que las aceptó de mala gana. Su nuevo rango hizo necesario que fuese invitado a cenar y conferenciar en la tienda de los oficiales.

Esto fue un gran error. Cronkheit irrumpió en el interior y empezó a hacer sarcásticos comentarios acerca de las elegantes togas que llevaban los demás oficiales. Eructó al comer y fue incapaz de distinguir el producto de una viña del otro. Su conversación consistió en inacabables monólogos sobre sus propias hazañas. El general Grythion vio que la moral bajaba en picado, y se apresuró a extender los mapas y planos sobre la mesa.

—Ahora, nobles caballeros —empezó—, tenemos que decidir la campaña veraniega. Como todos sabéis, tenemos el Desierto Oriental entre nosotros y las posiciones enemigas más cercanas. Esto plantea difíciles cuestiones de logística y emplazamiento de catapultas. —Se volvió cortésmente hacia el bárbaro—. ¿Quieres hacer alguna sugerencia?

—No —repuso Cronkheit.

—Yo creo —aventuró el coronel Faraón— que si avanzáramos hasta el oasis Chunling y nos instaláramos allí, construyendo una ruta de suministros…

—Esto me recuerda —dijo Cronkheit— una vez que estaba en los pantanos de Norriki; me topé con unos individuos que usaban flechas envenenadas…

—No veo lo que eso tiene que ver con nuestro problema —dijo el general Grythion.

—Nada —admitió alegremente Cronkheit—. Pero no me interrumpas. Como iba diciendo… —Y siguió hablando durante una hora interminable.

Al término de una conferencia que no había llegado a ninguna parte, el general se acarició la barba y dijo sagazmente:

—Señor Cronkheit, parece ser que tu habilidad pertenece más al campo táctico que al estratégico.

El bárbaro desenvainó su espada.

—Quiero decir —se apresuró a añadir Grythion— que tengo un trabajo que sólo un jefe de gran valor e intrepidez podría realizar.

Cronkheit guardó la espada y su rostro se iluminó. Tendría que guiar una expedición para capturar Chantsay, que era un puerto enclavado en las montañas que hay más allá del Desierto Oriental, y un gran obstáculo para nuestro avance. Sin embargo, a pesar del sensato halago de Grythion, una brigada completa habría podido tomarlo con escasa dificultad, pues se sabía que la guarnición era insuficiente.

Cronkheit se puso en marcha a la cabeza de sus hombres, blandiendo la espada en el aire y vociferando un tosco cántico de batalla. Después no se supo nada de él durante seis semanas.

Al cabo de ese tiempo, las mermadas, hambrientas y enfermas tropas volvieron a rastras hasta la base e informaron del más absoluto fracaso. Cronkheit, que disfrutaba de una excelente salud, se disculpó torpemente. Pero nunca se había imaginado que unos hombres capaces de marchar veinte horas al día no tenían fuerzas para luchar al final del viaje, y mucho menos si dejaban atrás el tren de suministros.

Debido a los deseos de la emperatriz, el general Grythion no pudo hacer lo que el caso requería y dar de baja al bárbaro. Ni siquiera pudo degradarle a soldado raso. En lugar de eso, utilizó su bien conocida astucia e invitó al gigante a una cena privada.

—Evidentemente, valeroso señor —dijo—, la culpa es mía. Tendría que haberme dado cuenta de que un hombre de tu clase es demasiado para unos decadentes meridionales como nosotros. Tú eres un lobo solitario, que lucha mejor solo.

—Hum —asintió Cronkheit, partiendo una gallina con los dedos y enjugándoselos con el mantel de damasco.

Grythion frunció el ceño, pero siguió hablando hasta plantearle una operación de guerrillas compuesta por un solo hombre. Cuando el bárbaro hubo partido a la mañana siguiente, todos los oficiales se felicitaron por haberse librado definitivamente de él.

A pesar de las subsiguientes críticas y requerimientos para que se abriera una investigación, sigo manteniendo que Grythion hizo lo único lógico en aquellas circunstancias. ¿Quién habría podido imaginarse que Cronkheit, el bárbaro, era tan primitivo que la lógica resbalaba sobre su velluda piel?

La historia completa nunca se sabrá. Pero, al parecer, a lo largo del año siguiente, mientras la guerra fronteriza proseguía como de costumbre, Cronkheit se internó en las altiplanicies septentrionales. Allí formó una banda de nómadas tan ignorantes y brutales como él. También reunió una manada de mamuts y la condujo a Chathakh, lanzándola sobre el enemigo. Por tales medios, llegó hasta la misma capital, y el rey le ofreció su rendición.

Pero Cronkheit no quiso ni oír hablar de ello. ¡Claro que no! Su idea de la guerra era matar o esclavizar hasta al último hombre, mujer y niño de la nación enemiga. Además, sus irregulares debían recibir la paga en el saqueo. Y, por otra parte, como era demasiado antihigiénico incluso para las muchachas nómadas, sentía una cierta necesidad.

Así que penetró en la capital de Chathakh y la redujo a cenizas. Esto le costó la mayoría de sus propios hombres. También destruyó varios libros y obras de arte considerados inapreciables, y cualquier posibilidad de tributo a Sarmia.

¡Entonces tuvo la desfachatez de organizar una procesión triunfal y regresar a nuestra propia ciudad!

Eso fue demasiado incluso para la emperatriz. Cuando se presentó ante ella —porque era demasiado tosco para la simple cortesía de doblar la rodilla—, se excedió a si misma en describir lo tonto, idiota y estúpido que era.

—Hum —dijo Cronkheit—. ¡Pero si he ganado la guerra! He ganado la guerra; la he ganado. He ganado la guerra.

—Sí —siseó la señora Larra—. Has aplastado una noble y antigua cultura hasta reducirla a la nada. ¿Acaso no sabías que la mitad de nuestro comercio realizado en tiempo de paz se hacía con Chathakh? Ahora habrá una crisis comercial tal como la historia no ha conocido jamás.

El general Grythion, que había regresado, añadió sus propios reproches.

—¿Por qué crees que se hacen las guerras? —inquirió amargamente—. La guerra es una extensión de la diplomacia. Es el último medio para obligar a que los demás hagan lo que nosotros queremos. El objetivo no es matarlos a todos. ¿Cómo van a obedecerte los cadáveres?

Cronkheit dejó escapar un gruñido.

—Habríamos negociado una paz en la cual Chathakh se convirtiese en nuestra aliada contra Serpens —prosiguió el general—. Entonces habríamos estado a salvo contra cualquiera. Pero tú…, tú has dejado un horrible desierto que ahora tendremos que cubrir con nuestras propias tropas para que los nómadas no se adueñen de él. Tus atrocidades nos han enemistado con todos los estados civilizados. Nos has dejado solos y sin amigos. ¡Has ganado esta guerra perdiendo la próxima!

—Y además de la crisis que sobrevendrá —dijo la emperatriz—, tendremos el coste de mantener esas guarniciones. Menos impuestos y más gastos; es posible que acabemos con el tesoro y, entonces, ¿qué haremos?

Cronkheit escupió en el suelo.

—Sois unos decadentes, eso es lo que sois —replicó—. Sería una gran cosa que vuestro imperio se derrumbara. Tendríais que llevar a la chusma de esta ciudad vuestra hacia los bosques y convertirlos en cazadores, como yo. Déjalos que coman carne.

La señora Larra dio una patada en la alfombra con su exquisito pie enfundado en una chinela de oro.

—¿Crees que no tenemos nada mejor que hacer con nuestro tiempo que cazar durante el día y meternos en un cuchitril durante la noche, lamiéndonos la grasa de los dedos? —exclamó—. ¿Para qué crees que sirve la civilización, si se puede saber?

Cronkheit desenvainó su enorme espada y la alzó ante sus ojos.

—¡Ya estoy harto! —gritó—. ¡He terminado con vosotros! ¡Ya es hora de que os borren de la faz de la Tierra, y yo soy la persona indicada para hacerlo!

Y, entonces, el general Grythion hizo gala de las cualidades que le habían elevado hasta su importante puesto. Astutamente, gimió:

—¡Oh, no! ¿No pensarás luchar del lado de…, de Serpens?

—Exactamente —repuso Cronkheit—. Hasta la vista. —Lo último que vimos de él fue su ancha espalda cubierta de pulgas, en dirección hacia el sur, y el reflejo del sol sobre una espada.

Como es natural, desde entonces nuestros asuntos han prosperado y Serpens pide desesperadamente la paz. Pero nosotros pensamos continuar la guerra hasta que acepten nuestros términos. ¡No vamos a dejarnos engañar por sus traidores ruegos y soportar nuevamente al bárbaro!