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Los días se repitieron. Y aún siendo iguales, parecían distintos. Dejé de saber que edad tenía.
También me dejé el cabello largo, y ya era blanco cuando la serenidad se reflejó en mi rostro por primera vez.
El tiempo había pasado en los cuerpos de los habitantes de Nam y también en el mío.
Y un día llegó la noticia de que naves europeas —aquellas que tanto había deseado ver llegar— comenzaron a arribar a otras islas cercanas y no tardarían en hacerlo a la nuestra.
Era como si aquellos signos estuviesen escritos en el cielo y se pudiesen leer en el aire, hasta que se sintió el presagio más cerca. Y aquel mundo viejo volvió con sabor a pasado.
Llegó. Pero nada cambió en el fondo de mi ser y continué haciendo lo que había hecho durante más de treinta años: contar historias ante aquellas humildes gentes.