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Estas gentes miraban el mar con respeto. Lanzaban sus redes en la orilla. Algunos tenían unas pequeñas canoas. Los niños y las mujeres se bañaban entre las olas.

Cuando intentaba explicarles que yo venía de Europa, sonreían.

Les decía:

—Venecia.

Sonreían.

Y entre sus sonrisas me convertí en un pobre hombre, capaz de captar con ilusión el movimiento de una planta trepadora, el paso de las estaciones, el olor de los peces secándose al sol, el lento caminar de un caracol, o el paso de mi sombra. Y para entonces, yo sabía que nunca volvería a ser el mismo.

Se convirtieron en oyentes fieles.

Con el paso del tiempo cada vez que yo les decía:

—Venecia.

Ellos contestaban:

—Lejos, lejos.

Si les decía:

—Elisa.

Ellos replicaban:

—Lejos, lejos.

Así fue como temí olvidar otras palabras que hablaban de promesas no cumplidas que seguían sonando en mis oídos:

—Giacomo: ¿me prometes tu amor?

—Para toda la vida.