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Elisa y yo, éramos primos lejanos.

De niños pasábamos largas horas mirando las estrellas, y los rescoldos ardientes del fuego del hogar.

Como criaturas vivas nos veía pasar el huerto, el jardín, el pozo, el sol de la mañana, y el de la tarde también.

Los perros y los criados nos respetaban, y lo que de más tétrico, horrible y espantoso tenía el mundo, aún lo desconocíamos.

Si cruzábamos un prado lo hacíamos juntos. Si mirábamos ordeñar una vaca, allí estábamos riendo. Un camino sólo era una forma de ir y de volver. Y una sombra, siempre la de un amigo.

Pero si he de decir en qué se justificaba su favoritismo; el favoritismo de Elisa hacia mí, he de decir que en mi fidelidad como oyente. Yo era su audiencia. Yo: ¿lo imagináis? Yo: su única audiencia.

Porque aquel padre no contaba. Siempre tan frío y distante. Viviendo para su negocio. Pero yo…

Os lo aseguro, conocía su rostro de memoria. Puedo asegurarlo: no perdía detalle. ¿Cómo iba a perdérmelo? Si ella era mi única riqueza. Yo no tenía sedas, ni especias… para ofrecerle.

¿Me comprendéis si os digo que la curvatura de sus cejas era perfecta? ¿Y su frente? Amplia y de piel tan suave. ¡Qué brillo en su mirada! Amigos míos, cuando ella sonreía, sonreía el mundo; yo podía ver aparecer aquellos pequeños hoyuelos y entonces… Se abrían sus labios estallando en una sonrisa, alegrando la tarde como si toda ella fueran miles de ángeles dispuestos a bailar frente a nosotros en un banquete celestial.

—¿Sabes —preguntaba ella— que en el cielo se preparan matrimonios?

—¿Sí? —respondía yo, embobado.

—Sí, son matrimonios del cielo —contestaba ella complacida.