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Así pasaba mi vida, contándoles cuentos que ellos no entendían o al menos, eso me parecía. Porque la distancia de Venecia había despertado en mí: la imaginación.
¡Qué sabían ellos de mis pensamientos! ¿Y de mis recuerdos?
¡Qué importa! —me decía a mí mismo—. ¡Qué importa que no entiendan, que no sepan quién eres, qué inventen un pasado e incluso un futuro para ti!
Me oyen hablar y pensarán que estoy contento entre sus humildes chozas. Mis pies desnudos entre sus pies desnudos.
Me escuchan, y pensarán que soy agradecido a su comida. Acaso me convierto todos los días en un entretenimiento para sus niños, como las fieras de los antiguos circos romanos.
Soy más grande, más alto que todos ellos. Y la pronunciación de su lengua me pareció tan difícil, que desistí de ella, tras aprender algunas palabras.
Yo era un pobre y viviría como un pobre, y me complacía soñar con que un día necesitarían mis servicios, que dos brazos de los míos equivalían a cuatro de los suyos. Que en mi estatura casi les doblaba su talla, y sin embargo, yo era nadie. Dependía de ellos para vivir.
Y también pensaba que si un día lograse regresar a mi tierra… ¡Qué extrañas me sonaban esas palabras…! «Regresar a mi tierra…» Hablaría de ellos, y volvería con productos nuevos y desconocidos para comerciar. Aún no tenía claro qué clase de productos podrían necesitar aquellas gentes de vida tan sencilla. Sí sabía cuáles de sus productos se venderían fácilmente en otros puertos, y ya imaginaba en los muelles de carga, fardos y barriles de aquellas especias, mientras mozos de cuerda las subirían por las rampas hacia el interior de las naves o los bajarían de ellas en lejanos puertos.
Y allí estaría yo, el riquísimo mercader Giacomo Baldosini, aquel que naufragó, y luego hizo una fortuna.