Jorge Valdano
Mientras Maradona gritaba mamá, Raúl dormía
El ascensor se cierra. La única solución es echar a correr desde la puerta del hall porque la hora de la cita apremia. Al alcanzarlo, ya casi resignado a esperar al siguiente, no puedo reprimir un grito: «¡Esperen!». Una mano sale rauda entre las dos puertas para evitar que se cierren completamente. Al abrirse de nuevo, descubro que se trata de la mano de Jorge Valdano.
—Ha tenido usted suerte —dice.
—Gracias —respondo, aún jadeante—. ¿Tiene usted una entrevista, verdad?
—¿Cómo lo sabe? —pregunta, sorprendido.
—Soy yo quien ha de hacérsela; soy Orfeo Suárez.
—Le dije que estaba de suerte —responde, entre risas.
De esa forma conocí a un personaje que se repite en el Monopoly del fútbol. El encuentro se produjo en Barcelona, el día anterior a un partido que afrontaba como entrenador del Tenerife, frente al Espanyol. En aquella época, tenía la costumbre de acercarme a los hoteles en los que pernoctaban los equipos que jugaban en la ciudad, aunque no hubiera fijado, como sí era en este caso, cita alguna. Era una buena forma de conocer a técnicos y jugadores, de abonar espacios de confianza en un mundo muy endogámico, en el que sus actores, como Valdano, van y vienen de casilla en casilla.
El técnico me indicó que nos sentáramos en la cafetería, en el primer piso. Al lado, a una prudente pero vigilante distancia, Ángel Cappa hojeaba los periódicos. Con su segundo, al que había conocido mientras jugaba en el Zaragoza y Cappa era ayudante de César Luis Menotti en el Barcelona, formaba una sociedad futbolística e ideológica. El propio Menotti, mentor de ambos, dijo en una entrevista en la publicación argentina Página 12: «Ellos eligieron el mismo camino por un montón de cosas pero siempre lo tuvieron dentro. Lo fundamental es que estamos completamente comprometidos en la vida, no solo en el fútbol». Cappa acompañó a Valdano también en el banquillo del Madrid. Después separaron su camino y la distancia fraguó lejos del campo, aunque sin apartarse de la idea que compartían en torno a la pelota.
Al entrenador del Tenerife se le observaba ilusionado con una carrera en los banquillos que había empezado, como siempre que acometía un proyecto, cargado de palabras que transportaban a su vez intenciones. En ese viaje iniciático a la isla, ha admitido que tuvo sensaciones similares a las que había experimentado cuando a los 19 años atravesó el charco, contra el criterio de buena parte de sus seres más queridos. Viajaba hacia una nueva vida, la vida de entrenador que tanto había conocido pero que tanto desconocía. Era una mezcla de ilusiones, inquietudes y temores, de romanticismo por desarrollar una idea y vértigo por la exposición que, a menudo, desemboca en la locura. Al iniciar este libro pedí a Valdano recordar aquella época, hablar de su paso por los banquillos de Tenerife, Madrid o Valencia, de su rol como técnico. Me pidió no hacerlo porque era algo que había relegado al último rincón de la memoria, el lugar donde menos se reconocía, y me dijo que utilizara sus reflexiones de entonces. Quizás hubo otras sombras, no precisamente del pasado, que no deseaba encontrarse en la conversación. Por eso he vuelto al ascensor, a ese viaje, también para mí iniciático, en busca de un personaje que supone una reflexión global sobre el fútbol, se siente o no en el banquillo, se sienta o no ya entrenador.
—Me considero un privilegiado por haber podido empezar a entrenar en la élite, pero llevo incorporada una enseñanza de mi etapa como futbolista: la falsedad del éxito. No me engaño —empezó Valdano en aquel encuentro, ahora recuperado.
—¿Se siente todavía futbolista? —pregunté.
«Seguramente me hice entrenador al retirarme porque el banquillo es el lugar más cercano al campo. Pero no sueño con tácticas; sueño que marco y fallo goles.» —Claro, por eso siento un poco de envidia. Seguramente me he hecho entrenador porque el banquillo es el lugar más cercano al campo. Cuando la pelota llega a mi altura, la devuelvo siempre con el pie o con la cabeza, jamás con la mano. En los sueños, además, soy siempre y voy a ser siempre jugador. No sueño con planteamientos ni tácticas ni fichajes. Sueño que marco… y fallo goles —contestó, con humor. Esa misma respuesta me ha vuelto a dar varias veces, incluso en las dos etapas en las que fue la máxima autoridad del Madrid después de Florentino Pérez. Nunca se encontró en sus sueños con José Mourinho. Quizás en sus pesadillas.
—Se siente jugador pero manda a jugadores.
—Quiero que se genere entre ellos y yo una complicidad, porque es la mejor forma de comprometerlos con una idea. Detrás de este trabajo, que es angustiante, subyace una relación humana con veinte jóvenes que viven en tensión, que para algunas cosas son más maduros de lo que corresponde a su edad y para otras no.
—¿Tanta complicidad no puede comprometer la autoridad?
—Son personas durante toda la semana, menos cuando tengo que tomar decisiones. Entonces son jugadores. El futbolista tiene una inteligencia natural, un instinto que le hace detectar todas las debilidades a su alrededor. Entra en un lugar público y, de pronto, sabe quién lo está mirando y con qué intención. Lo da este trabajo. Las debilidades del entrenador son de las cosas que capta primero.
El propio Valdano explica cómo fue su primera sesión de entrenamiento con los futbolistas del Tenerife en el libro Sueños de fútbol, escrito por los hermanos Carmelo y Martín Rivero. Cuenta que junto a Cappa organizaron un partidillo con los supuestos titulares contra los suplentes y armaron una defensa en zona a partir de una formación de 4 - 4 - 2, con un medio campo en rombo. Les dejaron moverse con libertad para observar si interpretaban bien la zona. «Vamos a tratar de mover este barco como si fuera un transatlántico, muy lentamente», les dijimos. Fue un fracaso y el supuesto equipo titular acabó deprimido. Reunieron a los jugadores en el centro del campo y les dijeron si no les daba vergüenza, como profesionales de alto nivel, jugar de esa forma. «El que no interprete apasionadamente el fútbol no puede vivir de esto», les dijo. «No hablo de disciplina ni de responsabilidad, porque estamos entre gente madura y eso se da por entendido —prosiguió—. Ganas de perfeccionarse y deseos de jugar bien tienen que ser los motores de todo entrenamiento. Valoro las intenciones más que los aciertos. ¿Están cansados? Seré sincero: así no se puede jugar al fútbol. Si pasara por aquí y los hubiera visto, habría dicho que eran veteranos. Prefiero un equipo atropellado que anodino. Vamos a jugar otros veinte minutos. Vamos a salir y nos vamos a matar. Vamos a jugar al límite para recuperar la pelota, con un esfuerzo colectivo, y después la vamos a cuidar, siempre con la intención de agredir al contrario, no con el miedo a perderla. Agredir quiere decir atacar para marcar, no solo tocar y tocar, tener la pelota por tenerla. Tocar, pensado en el gol, eso es». El segundo tiempo fue distinto totalmente, como si hubiera jugado otro equipo. «Les dijimos que se fueran a sus casas, que ya sabíamos cuál era el problema y el remedio. Les dijimos también que pensaran en lo que acababa de ocurrir; es decir, en la capacidad de un hombre de estimularse en apenas minutos para encarar un objetivo», concluyó. En el siguiente entrenamiento, el cambio fue aún mayor, según el relato de Valdano: «Parecían ya más seguros y por ello empezamos a practicar en pequeños grupos las esencias del sistema: la defensa en zona, el achique de espacios. El cambio era brusco para ellos. Pero lo importante es que se contagiaron de nuestra irresponsabilidad. Ellos estaban al borde de un precipicio y nosotros les gritábamos: corran, corran para adelante que ya verán como no se caen. Y salieron corriendo».
Unas jornadas después nada más, había salvado al Tenerife, al que llegó en una situación límite, a falta de cinco jornadas. En la última, además, apartó al Madrid de la primera de las dos Ligas que se dejó en la isla. A la temporada siguiente se produjo nuestro primer encuentro, cuando estaba ya bajo el foco principal.
—Vivo una tortura ante la petición de autógrafos. Sé que es un defecto —confesó apesadumbrado—. Tampoco me gustan los halagos exagerados. Hablan de mi imagen pero no es nada impostado. Me gusta afeitarme todos los días y salir a la calle bien vestido, pero en ambos casos se trata de hábitos contraídos antes de ser entrenador. Son cosas que forman parte de tu educación.
Sé que hasta eso genera opiniones, pero no me importa. Yo tengo las mías, las digo, y por eso también tengo adversarios. Me considero buen amigo y también buen enemigo. Para ambas cosas sirvo.
Que nadie lo dude.
—Espero devolver algún día al Madrid todo lo que le he quitado.
Con esas palabras aventuró su futuro Jorge Valdano después de impedir por segundo año consecutivo que el Madrid conquistara el título, al derrotarlo en Tenerife en la última jornada de Liga. La isla pasó a ser un lugar maldito para el madridismo y Valdano no dejó de ser un personaje sospechoso para los sectores más radicales de la afición blanca. Hombre de fútbol, hombre de letras, hombre de izquierdas, argentino y español, siempre fue demasiado híbrido para un mundo que recela del debate y se acomoda mejor en la uniformidad y el maniqueísmo. Así es la grada. No han faltado, asimismo, algunos reproches al personaje desde el madridismo ilustrado, como la demanda de una posición más comprometida con sus principios a partir del inicio del tsunami Mou. Pero eso nada tiene que ver con descalificaciones y pintadas anteriores a la llegada del portugués, nacidas de los peores sentimientos que agita el fútbol, sea con el color que sea. Incluso el blanco inmaculado puede mancharse.
Un año después de aquella profecía, de la que ya había hablado con Ramón Mendoza, al que dijo que estaba preparado para dirigir al Madrid mucho antes de empezar por el Tenerife, Valdano se sentó en el banquillo del Santiago Bernabéu. El romance duró año y medio, pero pasaron tantas cosas que es injusto, como muchos pretenden, pasar de puntillas sobre un periodo con todos los ingredientes de un ciclo inacabado. El Madrid de Valdano incorporó a Laudrup del Barcelona y devolvió al Dream Team un doloroso 5 - 0, preludio del título de Liga que cerraba el esplendoroso periodo azulgrana. El entrenador hispano-argentino sentó a Butragueño, excompañero y uno de los futbolistas por los que más devoción ha sentido. Intentarlo condenó previamente a Leo Beenhakker, al que Mendoza advirtió: «Con el patrimonio del Madrid no se juega». Valdano incrementó ese patrimonio con la llegada de Raúl González, un imberbe de diecisiete años, un juvenil, al que hizo debutar en Zaragoza. Ese día lo falló todo pero estuvo siempre cerca del gol. Fernando Redondo llegó para incorporarse al santoral del Madrid y le acompañaron, además de Laudrup, Quique Sánchez Flores y un enérgico Amavisca. Fue un Madrid coral, un Madrid eficaz, un Madrid campeón, pero un Madrid demasiado efímero. Como el fútbol.
—¿Quieres saber cómo es Raúl? —me preguntó Valdano durante una comida en uno de sus restaurantes de cabecera, cerca del Bernabéu, años después de haber dejado el banquillo—. Te lo definiré con una anécdota del día en que debutó. Habíamos hablado previamente de esa situación, pero entendía que debía estar muy nervioso. Por eso, en mitad del silencio del autocar que nos llevaba a La Romareda, me levanté para ir a sentarme con él, para tranquilizarlo. Cuando llegué a su asiento… ¡estaba dormido! ¡Iba a debutar en el Madrid con 17 años y un par de horas antes se dormía! ¿Cómo es posible? El tipo ya era como ahora: frío y duro, un superviviente.
A la siguiente jornada, Raúl marcó en el Bernabéu en un derbi contra el Atlético de Madrid. Desde entonces, no dejó de hacerlo hasta batir los récords del club, encerrado en un concepto templario de la profesión y la vida: el fútbol y la familia. Eran los dos sueños del chico de un barrio duro de Madrid, acostumbrado a observar las dificultades y los desencuentros a su alrededor, demasiado cerca. Es un jugador en una coraza que solo abre a determinadas personas, a hombres contados a los que, cuando se encuentra, da dos besos en la mejilla. Como a un hermano. Valdano es uno de ellos, un compadre en la distancia, por encima de las filiaciones circunstanciales. El primogénito de los cinco hijos de Raúl se llama Jorge.
—El Barcelona le había quitado al Madrid la pelota pero nosotros entramos en la discusión —explicaba entonces Valdano—. A pesar de ello, nos llevaban cinco años de ventaja. En la mayoría de enfrentamientos que habían tenido lugar en ese tiempo, el Madrid había interiorizado su inferioridad como punto de partida. Eso lo cambiamos y creo que podríamos haberlo hecho más tiempo con algunas contrataciones, con cuatro o cinco jugadores. No sé si habríamos ganado la Champions pero sí más Ligas, seguro. Cruyff no la ganó en sus dos primeros años pero continuó en el banquillo. Tiene una gran significación para su club, algo que yo no he tenido nunca, lo sé. Creo, además, que es más fácil ser holandés en el Barcelona que argentino en el Madrid. Nos acusaron, en ocasiones, de haber sido un equipo coreográfico. Es cierto que el madridismo cree en un fútbol más vertical, más racial. A lo largo de su historia se ha permitido pocas excepciones: la más expresiva por su patrón creativo es la de Butragueño, sin cuotas de sacrificio en su juego. Esa es la prueba de que hay muchos más caminos para emocionar. El fútbol está lleno de frases hechas que nadie sabe si son o no ciertas. Parece obligatorio colocar a un mediocentro que corra, por torpe que sea, porque lo importante es que robe y que sude. Yo no lo creo. Butragueño apenas sudaba. El orden es suficiente para arrebatar la pelota o provocar el error del rival y el torpe interfiere cuando se recupera la pelota. Un equipo que pretende asumir la iniciativa del juego durante todo el partido solo puede conseguirlo a través del talento. Por eso fuimos a por Redondo, a por Quique o Laudrup. El Madrid, además, no admite la mediocridad, va contra su naturaleza. Para mí, la mejor forma de buscar la grandeza, de recuperarla, era a través del juego que proponían esos futbolistas.
Redondo, al que dirigió en Tenerife, era el mediocentro puro, el inicio del rombo, la representación de casi todas las cosas que Valdano buscaba en un jugador: talento, técnica, autoridad, personalidad y una desbordada autoestima.
—Cuando sacaba el portero rival, Redondo era el primero en enfrentarse a la lucha aérea. Cuando nos pasaban por los lados, acudía al espacio de los centrales para cubrir sus salidas a las bandas. Cuando recuperábamos la pelota, proponía los caminos. Cada vez que daba un pase era como si dijera al compañero: «Inténtalo y, si no puedes, vuelve que me encuentras». Era un eje incomparable —recordaba Valdano del futbolista argentino.
—Fue una dura decisión prescindir de Butragueño. ¿Cómo se enfrentó interiormente a ella? —pregunté.
«Parece obligatorio colocar a un mediocentro que corra, por torpe que sea, porque lo importante es que robe. Yo no lo creo. El orden es suficiente para arrebatar la pelota. Redondo era un eje incomparable.» —Afectivamente lo llevé muy mal. Tener autoridad sobre un amigo te lleva irremediablemente a situaciones desagradables, porque es posible que debas ejercerla en detrimento suyo. Lo que ocurre es que cuando uno ocupa un puesto de responsabilidad tiene derecho a sentir pero no a explicar aquello que siente.
Raúl reforzó los argumentos de Valdano, los acabó por hacer incontestables, y Butragueño los asimiló desde la racionalidad. En una conversación con el Buitre, me dijo: «Jorge obró como un técnico que busca lo mejor para el equipo. Cuando yo llegué a la primera plantilla del Madrid, me encontré con una situación semejante. Entonces sentar a Santillana era un pecado. Yo fui el elegido y Raúl el elegido para sentarme a mí. Si observas esas cosas en perspectiva, encuentras las razones que no quieres escuchar». Con Butragueño, Valdano volvió a compartir etapas en el Madrid de Florentino Pérez de inesperado final para el hispano-argentino. Con Mourinho o sin él, la mirada al lugar más duro de la grada hizo girar siempre hacia abajo el dedo del César. Al contrario que con Butragueño, con Laudrup o con Míchel se originaron distanciamientos en un segundo año que no acabó en el banquillo del Bernabéu. Un paso más por el Valencia, en el que intentó optimizar a Romario, fiel al talento por encima de todo, cerró su ciclo como técnico. Si se recuerda en ese lugar del campo, algo que hace pocas veces según dice, lo hace en Tenerife, en el banco donde mejor sintió aquello que escribió Juan Carlos Onetti: «La vida es uno mismo y uno mismo son los otros».
Después de pasar algo más de una hora con Leo Messi, durante una entrevista y una sesión fotográfica, no pude resistirme y envié el siguiente SMS a Jorge Valdano: «¿Cómo es posible que alguien que lleva en España desde los doce años sea todavía tan jodidamente argentino?». A los pocos minutos, sonó el pitido de mi teléfono: «Yo llegué a los diecinueve y, después de más de media vida aquí, ni siquiera tengo la respuesta».
«Tener autoridad sobre un amigo, como Butragueño, te lleva a situaciones desagradables, porque es posible que debas ejercerla en detrimento suyo.» He hablado otras veces con Valdano de la argentinidad como un misterio, un enigma indestructible, perenne, algo que va más allá de una nacionalidad, de una cultura. Para muchos, como Messi, es un Macondo, un lugar propio del realismo mágico, en el que mentalmente pueden habitar se encuentren dónde se encuentren. El fútbol forma parte de ese lugar que tiene en el altar a un jugador, Diego Armando Maradona, junto a Carlos Gardel y Evita Perón. La pelota, el tango y el peronismo, tres palabras que vertebran la historia y el pensamiento de un país, y al mismo tiempo lo mantienen atrapado. El juego unido al engaño, la pasión al sentido trágico de la vida, y el populismo a la alienación. En el interesante libro Comediantes y mártires, ensayo contra los mitos, el argentino Juan José Sebreli establece paralelismos entre Gardel, Evita y Maradona hasta descubrir sus dos caras: la verdad y la mentira.
En una de las citas que tuvimos en el mismo lugar de siempre, Valdano acababa de llegar de Argentina. Me confesó que había recorrido un país que abandonó casi en la adolescencia y que, realmente, no conocía. Nacido en 1955 en Las Parejas (Santa Fe), llegó a la Segunda División española, concretamente al Alavés, en 1975. En Vitoria conoció a su mujer y desde entonces ha sabido mantener el equilibrio entre su tremenda exposición pública y la intimidad personal. Valdano pertenecía a una familia acomodada que le auguraba una carrera universitaria, la de Derecho. El fútbol lo hizo imposible. A los diecisiete años debutó en el primer equipo del Newell’s Old Boys en Rosario y desde entonces todo fue rodar, volar. A Vitoria y de ahí a Zaragoza con el destino como aliado. Tres futbolistas habían sido contratados del Alavés: Valdano, Señor y Badiola, el mejor de todos según confiesa el hispano-argentino. Llegaron por separado. Badiola se alojó en el hotel Corona de Aragón el día del incendio en el que fallecieron 80 personas en 1979. Ante las llamas, se tiró por la ventana. Nunca se recuperó psicológicamente y acabó pidiendo limosna por los semáforos de Bilbao. Valdano tenía que haber pasado el día con su compañero pero, por unos flecos en su incorporación, retrasó el viaje para firmar un día después. Firmó también su vida. Años después sufriría un accidente de helicóptero, en México, en el que falleció una persona que viajaba a su lado. Por eso confiesa su suerte de agnóstico, nada más.
De Zaragoza al Bernabéu, con una hepatitis B a cuestas que tardó en descubrir y que no le impidió ganar dos Ligas, dos Copas de la UEFA y marcar 40 goles en el Madrid, una estación siempre de vuelta. Afincado en la capital, Valdano adquirió una de las residencias que perteneció al general Perón. En 1986 levantó la Copa del Mundo en México, como paje de Maradona y bajo el mando de Carlos Salvador Bilardo, lo que pone de manifiesto su capacidad de adaptación: emparentado a Menotti por pensamiento y a Bilardo por el título mundial. Meses después, la enfermedad le obligó a retirarse, lo que hizo con «el dolor de quien deja un amor». El amor a la pelota.
—Es que en Argentina se quiere más a la pelota que al fútbol —bromea, al empezar a conversar sobre lo que este deporte representa en su país—. Ella al que más quería era a Maradona. En mi caso no creas que fue un amor correspondido.
Valdano tiende a menudo a infravalorarse como futbolista, a colocarse un escalón por debajo de lo que dice su trayectoria, sus títulos, su Mundial. No solo hay una modestia excesiva sino que a veces llega a esas conclusiones por comparación, por la admiración que siente por lo que otros han hecho con la pelota: por Cruyff, por Maradona…
—Yo corría por la otra banda mientras él sorteaba ingleses en México. Me debatía entre pedirle el balón o presenciar su magnífica obra —confiesa, al recordar el que está considerado como el mejor tanto de la historia del torneo.
El Diego ha tenido desde entonces encuentros y desencuentros con Valdano que han llegado hasta el exabrupto, sobre todo en su etapa como seleccionador argentino por la situación de algunos compatriotas en la plantilla del Madrid. Prudente, Valdano mantuvo siempre su posición, entre el deber institucional con el club y el intento por comprender a un talento atormentado, a un Van Gogh de la pelota.
—Diego perdió la inocencia hace mucho tiempo para vivir en el exceso. El único lugar donde la recuperaba era en la cancha. En realidad solo en el campo se sintió libre, inocente y feliz. Y es ahí donde se conoce a la gente. Yo le he visto rajar una bota para que entrara su tobillo hinchado, jugar con diez kilos de más y también exhausto porque una noche se le hizo demasiado larga. Estaba dispuesto a aguantarlo todo si el fútbol, el deber, lo llamaba. El coraje por ganar siempre era tremendo. Recuerdo que en México los periodistas preguntaban a todos quién sería el mejor jugador. Zico y Platini respondieron con evasivas. Diego dijo: «¡Maradona!». En lo que muchos advirtieron soberbia había valentía. Ha habido grandes jugadores, como Cruyff, en los que siempre hubo un punto de cálculo. En Diego todo era pasión, entrega sin límites, al fútbol como a la vida —explica, apasionado, mientras arrecia su acento argentino, su jerga de vestuario.
—¿Nunca se apreciaba en Maradona el miedo?
—En la caseta, en el vestuario. Allí era como un niño, frágil como cualquiera. Antes de la final de México, llamaba a su mamá a los gritos. «¡Tota, ayudame, que estoy cagao!», gritaba. A veces me he preguntado si lo hacía solo para quitarnos nuestro miedo o si realmente lo tenía. Es difícil hablar de Maradona como ser humano porque el personaje se llevó al hombre hace demasiado tiempo. Es el ejemplo del hombre pasado por la celebridad, una enfermedad que no deja una neurona en su lugar. No ha conocido la intimidad y esa carencia acaba por convertirse en una tortura. Una vez, cuando entrenaba al Tenerife, vino a verme. Estuvimos hablando mucho tiempo y me dijo, desconsolado, que a lo único que aspiraba era a llevar a sus hijas al colegio. Cualquiera hubiera elegido su lugar y el escogía el lugar de cualquiera. Yo solo me he peleado con periodistas dos veces y ha sido por Diego, por ver cómo lo agredían. Recuerdo que Paco Umbral escribió un artículo en el que decía que Maradona le recordaba a su gato porque se había subido a un árbol y no sabía cómo bajarse. Era una buena comparación. Muchas veces he pensado cómo murió Lady Di, al estrellarse contra una columna a más de 200 kilómetros por hora, mientras era perseguida por periodistas, y me he preguntado si no va Diego hacia esa columna y no sabemos cómo pararlo. Nunca creí que tomara drogas para mejorar su rendimiento en el campo, nada de eso. Después de oír durante tanto tiempo que era Dios, probablemente la cocaína era lo único que podía acercarle a él —lamenta.
«Maradona es el ejemplo del hombre pasado por la celebridad, una enfermedad que no deja una neurona en su lugar.»«Maradona no se parecía a Di Stéfano, ni a Cruyff ni a Pelé. Messi lo hace todo más rápido que ellos. Aún descubriendo su patrón creativo, no hay forma de pararlo. Solo en jauría y fuera del reglamento.» Con veinte centímetros de altura más que Maradona prácticamente, Valdano siempre creyó que le sobraban un puñado para ser más hábil en un reino de pequeños. «Los grandes delanteros, como los buenos perfumes, viven en frasco pequeño», ha repetido. De Maradona a Messi, Agüero o Tévez, descubre en ellos pureza e instinto, como antes en Butragueño, algo indescifrable para la «revolución defensiva de los generales del banquillo». Tienen algo del protagonista de Rudyard Kipling en El libro de la selva, algo salvaje.
—Para todos ellos, los argentinos, existe el problema de que Diego se ha convertido en una unidad de medida y la mayoría no ha resistido la comparación. Quizás Messi se acerque al ideal platónico, pero es un error buscar réplicas. Mejor parecerse a sí mismo. Maradona no se parecía a Di Stéfano, ni a Cruyff ni a Pelé. En la actualidad, Messi lo hace todo más rápido y mejor que nadie. Gana partidos él solo, y muchos. Aún descubriendo su patrón creativo, no hay manera de pararlo. Únicamente en jauría y fuera del reglamento. Agüero y Tévez te devuelven al juego primitivo, con ese aspecto de los tipos que le perdieron el miedo a todo. Tévez contó que sufrió un tiroteo a la puerta de su casa y todos se echaron al suelo. ¿Cómo hablarle de miedo escénico a quien le pasaron balas por encima? Es saludable, mucho, que cuando hay tantos que pretenden reducir los riesgos del fútbol, aparezcan estos personajes que se ríen de todas las fórmulas. No conocen ninguna y, en cambio, las resuelven todas —explica.
—Esas cosas no se aprenden en entrenamientos —afirmo.
—Todo lo contrario. El entrenamiento es una manera de vencer los defectos mediante la repetición. Por eso se habla de automatización de los movimientos. Pero si intentas sistematizar a un genio, corres el riesgo de matar su creatividad. La mecanización eleva a los mediocres pero hunde a los creativos. Es muy difícil, sin embargo, dañar a jugadores como Messi o Agüero, porque son personalidades que han sobrevivido a todo el proceso. Cuando llegan al primer equipo, no hay quien les haga cambiar el patrón de juego.
—Guardiola ha modificado la posición de Messi para sacarle mayor partido.
—Lo ha optimizado en el ecosistema en el que se siente más cómodo, que conoce. Lo ha llevado al centro, a esa posición conocida con la expresión tan argentina de «delantero centro mentiroso».
A Guardiola lo unen ideas y personajes comunes, algo mucho más fuerte que los colores y los bandos, además del compromiso estético que en su opinión debe asumir la victoria.
—Esto es un mundo competitivo en el que el resultado se impone a todo, es cierto —dice Valdano—. Ahora bien, creo que la ética y la estética es lo que engrandece el fútbol, que es lo que es por lo que hicieron Pelé, Maradona o Zidane. Guardiola prosigue esa búsqueda y por eso merece respeto, mucho, aunque al principio se viera perseguido por la desconfianza y los prejuicios. La inteligencia es sospechosa y Guardiola la representa. Estamos ante un fanático de una escuela, a la que estoy seguro de que será fiel en la derrota como lo es en la victoria.
—Un mundo competitivo y público que no deja una neurona en su sitio, según ha dicho. ¿Cómo conserva usted el equilibrio, al menos aparentemente, después de tanto tiempo?
—Porque entro y salgo, y me reciclo.
«Con Guardiola nos encontramos ante un fanático de una escuela a la que estoy seguro de que será fiel en la derrota como lo es en la victoria.»