Vicente del Bosque

La patria es la moral y la pelota

—Rómpalo, míster, rómpalo.

Vicente del Bosque, incrédulo, sostenía en su mano un bolígrafo Bic que le acababa de entregar Gérard Houllier.

—¡Rómpalo! —insistió, ya en tono de entrenador, mientras el seleccionador español le devolvía la mirada de la desconfianza.

Finalmente, Del Bosque obedeció. Cogió el Bic entre sus manos y lo partió. Houllier sonrió. Posteriormente, el técnico francés cogió dos y se los ofreció a Joaquín Caparrós, acompañados de la misma orden. El andaluz, tan decidido como siempre, no dudó. Los agarró por los extremos y los golpeó contra sus rodillas. Houllier dio un paso lateral, tomó esta vez un puñado y los puso en las manos de Miguel Ángel Lotina.

—¡Rómpalos!

—Es imposible… —respondió Lotina, sin intentarlo.

—¿Por qué? —cuestionó el francés.

Antes de que se rompiera el breve silencio del entrenador vasco y de todo un auditorio repleto de candidatos al banquillo, Houllier se respondió a sí mismo.

—Yo se lo diré: porque son muchos y están juntos.

El técnico, entonces al frente de la dirección deportiva de la Federación Francesa de Fútbol, poco antes del inicio del Mundial de Sudáfrica, acababa de reproducir una escena que había llevado a cabo en el vestuario del Liverpool, en la temporada 2000 - 01, cuando condujo al conjunto inglés a conquistar cinco títulos, entre ellos una Copa de la UEFA, a costa de dos clubes españoles, el Barcelona y el Alavés, al que batió en la final. Houllier explicó que antes del cruce con el poderoso equipo azulgrana, la admiración por el rival se había instalado de tal forma en el vestuario de Anfield que sus futbolistas consideraban imposible pasar la eliminatoria. La semana anterior al primer partido, mientras el equipo se preparaba para un entrenamiento en Melwood, ciudad deportiva del Liverpool, el técnico llamó a su capitán y le entregó un Bic tras otro mientras le sometía a las mismas preguntas delante de toda la plantilla. Eliminaron al Barça.

A Del Bosque le impactó positivamente la interpretación del teatral Houllier, por la claridad del mensaje y su plasticidad. En realidad, el francés había desarrollado, con bolígrafos, la teoría del fascio. La palabra, en italiano, significa haz, referida fundamentalmente a un haz de varas, símbolo de la autoridad republicana en la antigua Roma, de la «fuerza a través de la unidad». La perversa aplicación posterior de la palabra, hacia el fascismo, en nada empaña su significado inicial, de gran valor para el trabajo en equipo. Del Bosque la retuvo mentalmente, la incorporó a su acervo, a una interpretación del liderazgo muy autodidacta, en un mundo en el que cada detalle, cada gesto, por nimio que resulte, puede ser como ese aleteo de la mariposa capaz de cambiar lo que suceda en el otro hemisferio del planeta. Su hemisferio es ahora la banda. Por eso, si alguna vez acuden al entrenamiento de la selección española el día después de un partido, cuando titulares y suplentes se ejercitan por separado, observarán siempre a un hombre a lo lejos, con los brazos cruzados y el rictus contraído, la estampa de un personaje escapado de un soneto de Lope de Vega, mitad dicha, mitad tormento. Poco importa que se haya ganado o perdido, Del Bosque sufre por quienes no han podido jugar, sufre por sus propias decisiones. Esa es la razón por la que contiene sus emociones en el banquillo, aunque sea en la final de un Mundial, y por la que, en los días que suelen ser de gloria para los grandes, y España por fin lo es, el entrenador prefiere estar junto a los que no pueden evitar sentirse atrapados en su interior por una suerte de frustración, junto a los suplentes.

Ese fue uno de los consejos que ofreció el seleccionador a los centenares de asistentes al segundo Congreso Internacional de Entrenadores, celebrado en la Ciudad del Fútbol, en Las Rozas, poco antes del Mundial. Tomó la palabra después de Houllier para cerrar el certamen con una clase magistral, no únicamente de fútbol, sino de lo que significa realmente el liderazgo moral. El acto no era para la prensa, solo para profesionales, pero yo había sido invitado por el director de los cursos. Además de aspirantes a entrenadores, se encontraban numerosos técnicos de Primera y de Segunda División. De lo que allí dijo, con la ayuda de apenas cuatro notas, podría construirse mucho más que un decálogo del banquillo, pero basta con organizarlo en cinco puntos para comprender la filosofía y el proceder de este entrenador que ha ganado los títulos más importantes en el Madrid y en la selección, la Champions y el Mundial, y que si algo lamenta es no haber experimentado qué se siente al levantarlos como futbolista, aunque mentalmente nunca ha dejado de serlo, de soñarlo. Son los mandamientos del líder que nos condujo a la utopía, que nos hizo sentirnos como lo que siempre quisimos ser y nunca fuimos. Empecemos, pues, por recordarlos.

1. Integridad. «El técnico debe ser ejemplar, moralmente íntegro y con principios, que son los que le van a llevar a ganarse la confianza de sus jugadores. Debe ser un líder moral. No tiene por qué saber de todo, pero sí saber dirigir a quienes saben. Ha de rodearse de los mejores, no de los más fieles, aunque no le regalen siempre los oídos. No es bueno preocuparse de cosas menores, porque restan energías para lo que es importante», empezó. Puso Del Bosque el ejemplo de su ayudante Toni Grande, que sabe todo lo que pasa en el vestuario y conoce las interioridades de los jugadores, lo que le permite a él tomar un distanciamiento mayor con los profesionales. «¿Qué significa equidad?», se preguntó a continuación. «Pues tratar a cada uno en función de sus méritos», se respondió el seleccionador, contrario a esa máxima de que la justicia es tratar a todos por igual, porque «no todos responden igual a los mismos estímulos». «Sé que tengo fama de permisivo, pero no lo soy. Parece que ahora estamos buscando de nuevo al entrenador látigo, cruel, pero eso no tiene nada que ver con la realidad. Con cordialidad, se lleva mejor un equipo. La disciplina se consigue desde el convencimiento, con normas y con respeto; no con broncas y miedos. Tampoco soy partidario de las multas. No sirven para nada», añadió.

«El entrenador debe ser un líder moral. No tiene por qué saber de todo, pero ha de saber rodearse de los mejores, no de los más fieles.»

2. Trabajo. Del Bosque dividió la labor del entrenador en dos grandes facetas: «La acción y estrategia deportivas, y el estilo de vida». Sobre el trabajo, en concreto, dijo algo poco habitual: «Nuestro deber es emocionar al jugador con el contenido del entrenamiento, que tiene que ser dinámico y específico, lo más real posible, con transferencia a lo que ocurrirá en el partido». Cuando se habla de trabajo, en cualquier ámbito, raramente se suele relacionar con la emoción. Para el seleccionador, sin embargo, «la pasión es el motor de todo».

3. Convivencia. «Cada vestuario tiene sus singularidades y sus cosas comunes —continuó Del Bosque—, por lo que hay que saber adaptarse al perfil de los jugadores, lo mismo que en el juego a sus características. Yo defino a los futbolistas como empleados especiales. Son jóvenes, célebres y desiguales en lo económico. Son muy observadores y están muy pendientes de buscar las debilidades del entrenador.» «Descubren hasta la colonia que te pones», bromeó. Distinguió la labor en un club de la que se lleva a cabo al frente de un equipo nacional: «En una selección es muy difícil que se creen ese tipo de roces que llevan al mal ambiente en los equipos, porque van siempre los mejores. Tiene que ser muy torpe un seleccionador para dejar que se fomenten». Del Bosque aconsejó a los entrenadores y aspirantes que intenten estar cerca siempre de los que tienen menos protagonismo, y entonces puso el ejemplo práctico al que nos referíamos: «El día después de un partido, casi siempre los titulares hacen un entrenamiento más suave, aparte de los suplentes. Yo creo que en esa sesión, el técnico ha de estar dirigiendo a los segundos». Dos cosas más importantes para la convivencia de un vestuario son, en su opinión, el «sentido del humor» y la «ausencia de escepticismo». Son muchos los entrenadores que se refieren a los pesimistas como jugadores tóxicos.

4. Liderazgo. De la misma forma que Del Bosque dice que «la victoria no mejora necesariamente las relaciones», tampoco tienen por qué ser los futbolistas más decisivos quienes más contribuyan a la cohesión de un grupo. El técnico recordó a dos outsiders del Madrid galáctico que dirigió como fundamentales para el ánimo del vestuario: «Eran McManaman y Geremi, un inglés y un camerunés. Muchos otros jugadores, de los más decisivos, se apoyaban mucho en ellos, aunque no se supiera. Geremi encandilaba a los demás con las cosas que les contaba. Hablaba, además, cinco o seis idiomas. A veces creemos que aquí estamos por encima de otros, pero los africanos nos dan lecciones en muchas cosas».

5. Dirección. «Un entrenador alterado es imposible que tome decisiones acertadas», manifestó para justificar que no cree en estar todo el tiempo en la zona técnica, aunque lo dijo desde el respeto a todos sus colegas. Tampoco deben hacerlo los ayudantes, y es que «un segundo está para resolver problemas, no para crearlos». Defendió, no obstante, ese rol y dio mucha importancia al staff técnico, porque «seis ojos ven más que dos». La relación con los medios de comunicación la valoró como una parcela clave. Ante ellos recomendó «equilibrio tanto en las victorias como en las derrotas». «A mí me gustaría que si alguien llega a una rueda de prensa mía y no sabe cómo hemos quedado, no lograra saberlo después de escucharme», apuntó. «Creo que en las comparecencias ante los medios, el entrenador ha de mostrarse sobrio y natural, sin demasiada retórica», continuó, para acabar con un consejo con mucha miga: «Nunca, nunca filtréis una información a un periodista por vuestro interés, porque seréis su esclavo para toda vuestra vida».

«Nunca filtréis una información a un periodista por vuestro interés, porque seréis su esclavo para toda la vida.» Los silencios son, a menudo, más elocuentes que las propias palabras y tienen una virtud: nunca mienten. Esa mañana, en la ciudad universitaria de Potchefstroom, decían muchas cosas que encontraban su eco en las amplias salas del espartano alojamiento de la selección durante el Mundial. Al atravesar una de ellas, encontramos a Vicente del Bosque acompañado de sus ayudantes Toni Grande, Paco Jiménez y Javier Miñano, el preparador físico, entre otros. Hombres sentados uno al lado del otro sin palabras, solo miradas, mientras en una pantalla gigante se repetían jugadas del partido contra Suiza, del encuentro de la derrota, sin sonido, como una vieja película de cine mudo. Una y otra vez, una y otra vez… Del Bosque me hizo una señal y me acerqué.

—He visto el partido varias veces y lo que más me preocupa es que no sé por qué hemos perdido —confesó, cabizbajo.

Lo primero que pensé, de inmediato, es que la selección estaba hundida, que si su líder era incapaz de encontrar una razón a lo que había sucedido, como habíamos hecho todos los periodistas, obligados por la celeridad y por la necesidad de explicar lo inexplicable a nuestros lectores, lo más probable es que todo se desmoronara. El seleccionador no tenía previsto dirigirse a los medios de comunicación aquella mañana, pero decidió improvisar una comparecencia. Luis Aragonés, su antecesor, había sido crítico con el partido de España y, sobre todo, con el sistema de juego, por la posición de Busquets junto a Xabi Alonso en el centro del campo, un elemento diferencial con respecto a la triunfal Eurocopa. Del Bosque estaba dolido por ello, por un oportunismo muy poco elegante, pero no entró al debate y se limitó a realizar una defensa personal del joven centrocampista azulgrana, al que había incorporado a la selección esa temporada. Se mantuvo en la misma línea demostrada en la rueda de prensa posterior al choque, en Durban, cuando dijo que había que aceptar la derrota como deportistas y trabajar para superarla.

Mientras regresaba al hotel con esas notas que generalmente después nunca entiendo, pensaba en la forma de enfocar la crónica de aquel funesto día después, que en nada coincidía con los que había presenciado en los cuatro Mundiales anteriores. Había asistido a enfrentamientos en las salas de prensa, había escuchado excusas, había comprobado, en definitiva, cómo entrenadores de prestigio y larga trayectoria sucumbían al síndrome del seleccionador, no solo en el marco de la selección española, sino en el de otras muchas de las grandes campeonas, como Italia o Brasil. Esa reflexión me llevó al convencimiento de que nos encontrábamos ante una situación distinta, de que España podía ganar o perder, pero de que ahora la dirigía un líder que, lejos de señalar a otros para espantar sus miedos, los admitía con naturalidad, que es la mejor forma de dominarlos. Aristóteles dijo que lo importante para alcanzar una certeza es saber dudar a tiempo. Del Bosque lo hizo: al no encontrar explicación, tampoco encontró razón para cambiar nada.

—¿Seguramente fue el momento de mayor presión que ha conocido en su carrera? —pregunto a Del Bosque, durante un encuentro distendido, ya a la vuelta del Mundial.

—Si le digo la verdad, no recuerdo haber sentido más presión que en mi primer partido con el Madrid, cuando acababa de llegar de Salamanca siendo un adolescente. Fue ante el Atlético, en el campo de la Mina, en Carabanchel. ¡Madre mía! Eso sí fue presión —recuerda, mientras agita las manos—. He crecido con la realidad de que la victoria apenas se saborea, porque no hay tiempo, y de que la derrota es un drama. Encontré un buen ejemplo en los futbolistas veteranos que estaban en el Madrid, muy responsables en su trabajo, y por lo tanto, con mucha madurez para afrontar esos trances. El sentido de la responsabilidad también procede de mi educación, de mi casa. Está muy presente en mi vida.

Si algo ha lamentado el seleccionador es que sus padres no estuvieran vivos para presenciar el éxito de Sudáfrica. Hijo de un ferroviario, Del Bosque nació en Salamanca, en 1950. La personalidad del padre, los valores de un hombre de izquierdas que padeció los tiempos más duros de la dictadura, han forjado los cimientos de su carácter, aunque su amplia perspectiva le ha ayudado a apartarse de los radicalismos. Quizás por ello, Del Bosque albergaba el viejo deseo de conocer a Felipe González, icono de la izquierda durante largo tiempo, algo que consiguió durante una cena privada. El técnico ha hecho compatibles la vocación republicana con un nombramiento monárquico, el de marqués, que siempre ha entendido como un reconocimiento colectivo al fútbol, no personal, y la pertenencia a un club como el Madrid, al que siempre se asoció de forma maniquea con el franquismo, producto de una historiografía simple y tendenciosa. Como me dijo en una ocasión Josep Ramoneda, el Madrid de Santiago Bernabéu y Raimundo Saporta, una bicefalia muy calculada, era una sociedad adelantada a su tiempo, muy por delante de un país retrasado y autocrático, por lo que era imposible que fuera una creación del régimen. Dominaba la Europa que había mantenido bloqueada a España y que, mucho antes de la eclosión de la televisión o los medios de comunicación de masas, ya desarrollaba una vocación universal. No solo Del Bosque, también otros futbolistas como José Antonio Camacho, pasaron de una casa de perdedores a encontrar su segundo hogar en el club de Chamartín. Otro caso fue el de Juan Bautista Planelles, que llegó a los juveniles del Madrid desde Castellón, concretamente desde Burriana, y coincidió con el actual seleccionador. A Del Bosque le incomodaba si alguien se mofaba cuando Planelles utilizaba el valenciano para hablar con los suyos. Todavía hoy, en la cima, lo recuerda como uno de los futbolistas más importantes con los que ha jugado. Ambos lo hicieron posteriormente en el Castellón, equipo en el que Del Bosque permaneció cedido durante dos temporadas.

A menudo, ser de izquierdas se ha asociado a una forma light de sentirse español, una contaminación más del debate político en España, acuciado por los nacionalismos, que el fútbol ha barrido con la fuerza de un tsunami. Si algo consiguió la selección con sus victorias es que aquellos que deseaban sentirse españoles sin verse señalados de forma inquisidora, lo pudieran hacer abiertamente, con sus colores pintados en la cara. Colores que sutilmente pueden observarse entreverados en una pulserita en la muñeca del seleccionador. No obstante, el técnico ha sido siempre muy cuidadoso con el contexto, de la misma forma que con las sensibilidades de los aficionados y de sus futbolistas. Por ello, y a pesar de la marea de patriotismo que se vivía en las calles de toda España, Del Bosque descargó su discurso de cualquier responsabilidad con la nación en la charla previa a la final, en las tripas del Soccer City de Johanesburgo, un estadio con forma de caldero africano junto a todo un monumento a la ignominia, el gran township, el suburbio de Soweto.

«No quería que los jugadores sintieran ninguna responsabilidad trascendental, ni deber patriótico, antes de la final del Mundial. Por eso les dije que defendían al fútbol, a su profesión y a su pasión.» —No quería que los jugadores soportaran ninguna responsabilidad trascendental, tampoco un deber patriótico —explica Del Bosque—. Les dije, eso sí, lo que significaba para España el título, pero no pretendía que se sintieran como los defensores de la patria, sino como los defensores del fútbol. Les insistí en que estaban ante el partido soñado por cualquier jugador, en que defendían al fútbol, a sus sueños, a su pasión, a su profesión… Me gustaría que la exaltación por todo aquello se quedara en lo popular y en lo futbolístico, que con el tiempo no adquiriera más tinte político, aunque un poco de patriotismo, controlado, nunca es malo. Quiero decir que como la victoria en el Mundial no va a ser un motivo para unirnos a todos para siempre, pues que tampoco sirva para alejar aún más a los que están desunidos. No sea que a algunos los triunfos de la selección les enojen más con todo lo español.

—¿Durante ese momento tan soñado, pensó en algún momento también como jugador? —pregunto a un técnico que todavía patea cualquier balón que se encuentra, como un niño.

—No lo dude… Creo que nunca he dejado de hacerlo —responde, nostálgico.

Como futbolista, Del Bosque vivió los peores tiempos de la selección, ausente de dos ediciones del Mundial durante su etapa en activo, en 1970 y 1974. En ese tiempo, la Roja era el caladero de todas las frustraciones y para los jugadores de los grandes equipos, a veces, una incómoda cita. Eran muchos los que simulaban lesiones para evitar las convocatorias. Del Bosque fue internacional en 19 ocasiones.

—Ha encontrado usted la cuadratura del círculo como entrenador en lo personal, en lo técnico y en lo institucional —continúo.

—El entrenador tiene que saber moverse en el campo, en el despacho y ante los medios, consciente de lo que representa. Como usted dice, en ese terreno institucional, sobre todo si se es seleccionador.

—¿Eso se entrena?

—Una parte es innata y autodidacta, creo. Tomas cosas de entrenadores anteriores, de lo vivido, pero al final está tu intuición.

—¿Cómo le gustaría ser recordado en el futuro?

—Como alguien que fue correcto en la victoria.

—¿Y en la derrota…?

—En la derrota no estaríamos aquí hablando usted y yo; así que dejémoslo…

—Toni Grande siempre me advierte de que a usted le fastidia que le califiquen constantemente como una buena persona.

—No… (risas), no es eso. Lo que ocurre es que todos queremos ser reconocidos por lo que hacemos, además de por cómo lo hacemos. Queremos ser buenos, y la realidad es que somos imperfectos, todos. En mi caso, creo que a menudo se me ha disfrazado con el paternalismo —responde, aunque sin la sensación de esconder reproche alguno.

Jorge Valdano, el hombre al que correspondió anunciar su despido, o su no renovación, en el Madrid, acuñó la expresión «perfil bajo» para referirse al modelo de entrenador que representaba el salmantino. Ofreció mucho juego, como tantas otras hipérboles y eufemismos de este domador de palabras. Pero no era, en mi opinión, un menosprecio, sino una definición por contraposición: el antidivo frente a los divos.

—Vayamos al banquillo —propongo—. ¿Cómo consigue ese nivel de autocontrol?

—Va un poco con mi personalidad, pero, además, es que creo que un entrenador fuera de sí no se encuentra en la situación más idónea para tomar una decisión correcta. Dicho esto, respeto a todos mis colegas, no estoy contra el técnico eufórico; seguramente se expresa tal y como es. Yo, si me exalto, me da vergüenza verme en televisión, y eso no quiere decir que no sea emotivo, incluso de lágrima fácil. Por otra parte, considero que en el banquillo hay que mantener intacta toda la energía para concentrarse y no distraerse, porque solo así es posible tomar la medida más adecuada en unos segundos. Si la pierdes con el árbitro, con el público…, malo. El entrenador no debe desgastarse con las cosas secundarias. Admito que el Mundial era algo nuevo para mí y, por ello, me preparé junto a Fernando Hierro. Desde su experiencia con seleccionadores anteriores, como futbolista me ayudó a mentalizarme para la adversidad. ¡Y llegó de golpe, en el primer partido! En vez de rebelarnos contra lo que se decía, intenté ser didáctico. En el vestuario, alguien dijo que no nos podíamos volver locos. En ese momento, vi claro que no me podía traicionar, ni tampoco a mis futbolistas. Por eso defendí a Busquets y dije que me veía en él. Es de las cosas de las que más orgulloso estoy. No fue un pulso contra nadie, ni frente a los medios de comunicación que habían sido críticos. Fue solo ser fiel a mí mismo. Yo no tengo la verdad, ni soy un modelo de nada. Solo tengo mis convicciones.

Hierro es quien recomendó a Del Bosque para el cargo cuando la marcha de Luis Aragonés era ya un hecho. Habían compartido años juntos en el vestuario del Madrid, club que abandonaron enfrentados a Florentino Pérez. «Vicente es un personaje digno de estudio. Va muchos años por delante de todos nosotros. Tiene una psicología especial, te convence con las cosas más básicas», explica Hierro. Después de superar la derrota contra Suiza y vencer a Honduras, todavía entre dudas, el exdirector deportivo de la federación le dijo a Del Bosque: «Tranquilo, no jugamos tan mal». Al día siguiente, Xavi, sin saber nada, hizo lo mismo: «Míster, he visto el vídeo esta noche; jugamos bien». El convencimiento empezaba a recomponerse, aunque la música «ratonera», como la define el técnico, no volvió al autocar hasta después del partido contra Chile, hasta superar la primera fase.

—Xavi dice que estuvo usted muy fino en las decisiones técnicas, en apuestas como las de Llorente o Pedrito. Tiene un doble valor, por tratarse de un futbolista muy fiel a Luis Aragonés —comento, intencionadamente, aunque servirá de poco.

—Creo que encontramos la sensibilidad justa para cada partido. Insistimos con Fernando (Torres), pero la realidad es que no estaba en condiciones óptimas. Entonces nos decidimos por Pedro, que es una alegría para un equipo…

—Explique eso de la alegría; no parece un concepto que manejen demasiado los entrenadores.

—El fútbol es técnica, es organización de juego… Pero la vitalidad y la energía son la leche, y a veces parecen estar siempre en un segundo plano. El centro de todo es la emoción, sin la cual todo lo demás son palabras vacías. Digamos que Pedro representaba esa vitalidad, esa emoción, esa alegría. Nuestro deber, como técnicos, es emocionar al futbolista y empezar a hacerlo en los entrenamientos.

—Usted heredó un equipo campeón de Luis Aragonés, la mejor y la peor de las situaciones —continúo.

—Sinceramente, creo que la mejor. Siempre lo creí, porque estaba convencido de que la selección estaba en un ciclo inacabado. Los jugadores tenían la ambición de ganar el Mundial, y ahora hay que conseguir que quieran ser los primeros de la historia en enlazar Eurocopa-Mundial-Eurocopa. Yo sabía que desde el principio me iba a encontrar con la comparación, y quise liberarlos a ellos. Les dije: «Vosotros tenéis que hablar muy bien del anterior técnico (Luis Aragonés), pero de mí no tenéis que decir nada. De los jefes no hay que hablar. ¿Qué se va a decir del que manda? No queda bien».

—Luis criticó su planteamiento tras perder contra Suiza y usted le ofreció un lugar de privilegio en el teatro Campoamor, en la gala de los Premios Príncipe de Asturias.

—Yo solo hice lo que era justo… —contesta, seguro, antes de detenerse un instante y continuar—. Desde mi llegada, incorporamos futbolistas a la selección que no habían disputado la Eurocopa y que adquirieron un papel relevante en el Mundial, como Busquets o Piqué, pero no quiero reivindicarme por eso. Sinceramente, estoy convencido de que Luis hubiera hecho los mismos retoques, o parecidos, que nosotros, porque los equipos no se pueden parar. El inmovilismo es malo. Yo no sé cómo entrenaba Luis, ni cómo preparaba los partidos, pero la sustancia del juego es la misma.

—Desde el triunfo en Johannesburgo, apenas dijo que no a ningún acto. ¿Cómo cambió su vida tras el título?

—En lo personal, en nada. Sigo disfrutando de las cosas simples, de esos momentos que estás contigo mismo, de un aperitivo con mi hijo Álvaro, por ejemplo. Me he puesto colorao cada vez que he entrado en un restaurante y la gente se ha puesto en pie para aplaudirme. No sabía dónde meterme (más risas). Sí he dicho que no a algunos actos, aunque he ido a casi todos. Me dicen que estoy loco…, pero he creído estar en la obligación de hacerlo. Es por lo que hablábamos antes de las funciones de un seleccionador. Por otra parte, yo sé qué es lo sustancial, los partidos, los entrenamientos, la preparación…, todo eso ha sido innegociable.

Álvaro, con síndrome de Down, es uno de sus tres hijos, convertido en epicentro de su existencia, en un pilar familiar, como bien sabemos quienes tenemos hijos discapacitados. De alguna forma, ha dado un sentido especial a su vida, un relativismo que le ayuda, inconscientemente, a colocar cada situación en su justa dimensión. No habla en balde cuando dice que pocas cosas igualan ese momento en el que organiza un aperitivo en su casa junto a Álvaro. La felicidad es una utopía que no se puede hacer realidad si no se observa como una suma de instantes alejados pero que la pasión por vivir ayuda a enlazar. Del Bosque ha aprendido a hacerlo. De la equidistancia entre los valores del padre y las necesidades del hijo emerge un sólido equilibrio.

—¿Qué sintió al observar a su Álvaro alzar la Copa rodeado de los campeones, en la Moncloa?

—Emoción, mucha emoción… —contesta, más sonriente que nunca—. Fue algo espontáneo, nada preparado. Queríamos algo íntimo, sin que Álvaro entrara en la Moncloa, pero todo se precipitó. He recibido cartas de todo el mundo, de personas discapacitadas que se sintieron fortalecidas por ese gesto. Nadie debería estar al margen de este problema, porque son personas con capacidades distintas, pero capacidades y, sobre todo, con una envidiable limpieza de espíritu.

—¿Y cómo es el espíritu de sus internacionales? ¿Se parece al de los galácticos?

—No me gustan las comparaciones, pero algo le diré: el futbolista, cuanto más grande, más generoso —asegura, ahora serio—. El espíritu de un futbolista es el de un niño, insaciable. Esperemos que nunca se pierda, porque el juego es la esencia de esta profesión, no lo olvidemos. Los internacionales españoles lo viven de esa forma. Mire el caso de Xavi, por ejemplo. Es un vicioso del fútbol, lo sabe todo, habla de todo, conoce hasta a los pequeños de la cantera del Barça. Está metido totalmente en este mundo. Tenemos mucha suerte con estos jugadores, impresionantes por su calidad pero ejemplares en su comportamiento, sean del equipo que sean, del Barcelona, del Madrid… Quiero, además, defender a los futbolistas catalanes, de los que a veces se ha puesto en duda su compromiso. ¿Quién puede dudar de Xavi, de Puyol…? ¡Ya está bien! En este país, a veces parece que estamos siempre en contra de nosotros mismos, buscando enfrentamientos, siempre pesimistas sobre lo que sucede y lo que sucederá…

—Es que la crisis es dura, una realidad en la que el título mundial parecía un episodio de irrealidad —interrumpo.

—No solo España está en una situación difícil, también el mundo, pero este país ha salido de situaciones peores. Se ha modernizado una barbaridad. Hay que ser más positivos, por favor, hay que mirar siempre hacia adelante, siempre.

Inevitables recuerdos rinden su rostro cuando mira por los amplios ventanales que forman un marco ideal para los cielos de Madrid, los cielos de Velázquez. Desde el vigésimo noveno piso del hotel Eurostars Tower, Vicente del Bosque observa el lugar en el que pasó 36 años, los terrenos donde se levantaba la antigua Ciudad Deportiva del Real Madrid, la Fábrica, como la llamaba Alfredo di Stéfano. Ha llegado apurado a la cita porque su hijo Álvaro jugaba un partido con otros niños discapacitados. Lo primero que hace es elogiar a su entrenador. Señala su casa, muy cerca, y el lugar donde dice que le enseñaron a ser hombre, no solo futbolista. Después tomó el testigo, un largo tiempo dedicado a la formación, que ahora recuerda como la mejor época de su vida. Nunca pensó entonces que entrenaría en la élite.

—¿Lo dice en serio, aun después de haber ganado la Champions o el Mundial? ¿Los mejores años de su vida? —pregunto a Del Bosque, sorprendido, después de esa confesión, sin apartar la mirada de las vidrieras.

—Muy en serio… Aquí, donde estamos, pasé más de la mitad de mi vida. Sé lo que el Real Madrid ha significado para mí y eso nadie puede cambiarlo. Lo que ha pasado después ya no me corresponde. Insisto en que el tiempo que estuve en el terreno de la formación, dedicado a la cantera, rodeado de personas anónimas que vivían pendientes de los chavales, fue la época más bonita. Ganaba mucho menos dinero, pero no necesitaba más.

—¿Cuánto gana ahora? ¿Menos que como entrenador del Madrid?

—Si le digo la verdad, no lo sé exactamente. Hace años que no lo sé, y admito que es una suerte, que soy un privilegiado —responde, como si pidiera permiso para hacerlo.

—Continúe con el Madrid.

—En aquella época, nunca pensé que llegaría a dirigir un equipo ni siquiera en Primera, ni me lo planteaba. Ramón Mendoza me llegó a hacer de agente, incluso. A pesar de que yo no quería, me organizó una cita con Marcos Eguizábal, expresidente del Logroñés, que pretendía contratarme. En cambio, yo no me veía y le dije que no al hombre, muy amable. Cuando, años después, me llamó Lorenzo Sanz para pedirme que me hiciera cargo del primer equipo, le dije: «Solo os pido una cosa: tener un mínimo de confianza, un mínimo».

Antes de esa llamada, tras la que ya se consolidaría en el cargo, camino de las dos Champions, la octava y la novena del Madrid, una con Lorenzo Sanz y otra con Florentino Pérez, Del Bosque había pasado dos veces por el banquillo del primer equipo, en sustitución de Benito Floro y de Jorge Valdano, respectivamente. En la primera, contó con Rafa Benítez como ayudante.

—Usted tiene una personalidad que ha ido siempre por delante de su condición técnica como entrenador —propongo a Del Bosque, en busca de una reivindicación—. El Mundial, con sus decisiones desde la banda, la revalorizó, pero mucho antes, en el Madrid previo a la llegada de Florentino Pérez, usted ya conquistó la Champions con maniobras muy propias de entrenador, como la utilización de tres centrales, algo que parecía contranatura para el juego del Madrid.

—Empezamos en Old Trafford, lo recuerdo bien. Tenía miedo de Beckham y Giggs, del poder del equipo de Ferguson por las bandas, y por eso opté por tres centrales, para multiplicar las ayudas y coberturas defensivas en sus llegadas. Antes de tomar una decisión, debes mirar qué tienes por delante y por detrás. En nuestro caso, era Redondo, que no solo podía, sino que prefería jugar solo por delante de la defensa. A partir de ahí, proyectamos a los laterales al ataque, más liberados por la presencia de tres centrales. Teníamos a un futbolista único, en mi opinión, como Roberto Carlos, uno de los extranjeros más importantes en la historia del club. Pasamos aquella eliminatoria de forma brillante, diría yo, y tras la final volvimos al fútbol que un club como el Madrid debe tener, dominador.

Cuando se refiere al Madrid, Del Bosque pronuncia más veces la palabra club que equipo. Puede ser algo inconsciente, insustancial, pero denota su manera de entender el cargo, como un entrenador de club, no solo un entrenador de primer equipo. De los que, cuando toman decisiones, piensan en toda la entidad, lo hacen con responsabilidad corporativa. Pep Guardiola o Juan Carlos Garrido pertenecen a esa categoría, porque entrenan donde se han formado. Si no, es difícil.

A esa conclusión llegué de inmediato, en el primer encuentro privado que tuve con Del Bosque. En mis artículos sobre el juego del equipo blanco había sido crítico sobre algunos aspectos tácticos, pero no había tenido la oportunidad de discutirlos personalmente con el técnico. Un compañero El Mundo me llamó una mañana para decirme que Del Bosque me había citado en una entrevista en Onda Cero. «¡Vaya palo me debe de haber dado!», le contesté. «No, no… Te ha puesto como ejemplo de periodistas que critican con argumentos», me dijo. De inmediato, creí que debía agradecérselo y le propuse una cita a través de un empleado del Madrid. Acudimos los tres a comer, a intercambiar opiniones. En un momento de la sobremesa, el técnico le aseguró al ejecutivo: «En el Madrid se trabaja para el Madrid, no para un presidente ni para un entrenador: para el Madrid».

—Un club es una idea, una filosofía, una manera de ser, de jugar y de comportarse —explica tiempo después—. Para ganar, no basta con tener buenos jugadores, y de eso ha aprendido mucho el Barcelona, que tuvo casi siempre a los mejores pero no era capaz de formar equipos ganadores. Es evidente que eso lo ha corregido. Hay que tener unidad y, en el campo, orden para que aflore el talento, a través de los mecanismos de juego.

Del Bosque convivió con presidentes distintos, incluso en las antípodas, y tuvo discrepancias, pero siempre optó en resolverlas de forma interna, sin que el interés del club se viera expuesto. Eso ha producido reproches de algún futbolista. Durante la etapa galáctica, con Florentino Pérez como presidente y Jorge Valdano como director general, la relación entre los tres era tensa por momentos, pero esa tensión produjo un equilibrio de éxito. La decisión de no renovar su contrato, que según Del Bosque había sido apalabrado, a pesar de ganar la Liga, produjo una hecatombe que arrastró al presidente y a Valdano, por dos veces, y de la que el Madrid no ha acabado de reponerse. Las heridas no se han cerrado, como prueba que años después, ya con el Mundial conquistado, Del Bosque rechace la insignia de oro y brillantes del club, por considerar que no se trata de un ofrecimiento sincero.

—Me sentí dolido, claro, pero como le dije antes, nadie cambia lo que el Madrid significa en mi vida —insiste, con un resquemor inevitable que Del Bosque combate interiormente—. La gente es del Madrid, no es de personas. Yo he sido empleado del club, no de nadie en concreto. En aquella época, cogimos una tendencia muy buena. Fichábamos un gran jugador por temporada: Figo, Zidane, Ronaldo… Eso nos permitía dar salida a algunos futbolistas de la cantera. Fue una política sin grandes revoluciones y esa continuidad es la que dio sus frutos…

—¿Habría dado más de haber continuado usted en el banquillo?

—Sinceramente, creo que sí, que habríamos ganado más títulos. Pero eso ya no es posible saberlo…

—¿Cómo fue su convivencia con los galácticos?

—Más normal de lo que se cree, mucho más. Eran y son futbolistas muy generosos —dice, visiblemente emocionado—. Raúl, por ejemplo, tiene un carácter ácido, es cierto, pero que es muy bueno para la competición. Se rebelaba contra las cosas que no le gustaban. Pero también lo hacía Zidane. Te miraba con una cara que parecía que te iba a matar. Era producto de su afán competitivo, de ese deseo irrefrenable de ganar; un gran ejemplo. Es cierto, y lo he repetido varias veces, que no todo reside en la victoria, que hay que acompañarla de una conducta edificante, y por eso insisto en el valor del triunfo conseguido en el Mundial por nuestros internacionales. Creo que ha sido redondo, completo, porque la sociedad nos da mucho y nosotros debemos corresponderle. Pero dicho esto, a veces creo que resulta idílico decir que educamos a los niños en las categorías inferiores para que se diviertan, porque si no hay competición de por medio, no hay estímulo. Cualquier ejercicio con la pelota lo necesita. Pero volvamos a los jugadores de aquel Madrid… Roberto Carlos, como le he dicho antes, era una bestia en el campo. Su despliegue físico nos permitía exprimir a Zidane como mediapunta, sin alejarlo de su hábitat, pero porque Makelele les llevaba el agua a todos los demás. Que eso funcionara era mi trabajo…

—¿Con muchas instrucciones, o esos jugadores necesitaban menos?

«Raúl tenía un carácter ácido, se rebelaba contra lo que no le gustaba. Pero también Zidane, que te miraba como si te fuera a matar.»«En el rol de entrenador entra la responsabilidad: en la banda y en las ruedas de prensa. No puede comportarse como un caradura. Rijkaard, Pellegrini o Laudrup son técnicos a los que me siento próximo.» —Unos necesitan más y otros menos. Las charlas, cuanto más concisas y concretas, mejor. Si no, el jugador se queda dormido. Es como en los descansos. Has de corregir tres cosas muy claras, nada más. Ahí, sin embargo, no acaba el rol de un entrenador del Madrid. Tiene que ofrecer una imagen responsable en la banda y en las ruedas de prensa, no comportarse como un caradura. Rijkaard, Pellegrini o Laudrup son entrenadores con los que me he sentido muy próximo en ese sentido.

—Ha citado anteriormente a Ronaldo. También con el brasileño tuvo usted mucho feeling—recuerdo a Del Bosque.

—Creo que ha sido uno de los futbolistas que mejor ha entendido un vestuario, de los más cariñosos, siempre amigable, con bromas. No pude compartir su última etapa en el Madrid, pero creo que se le puso a los pies de los caballos al decir que era un mal profesional. Fue una mala publicidad para él y para el club.

—¿Lo dice en serio?

—Muchísimo.

La afirmación no ha ido, esta vez, acompañada de sonrisa alguna, pese a que el humor es, aunque no lo transmita su semblante, un rasgo de la personalidad del técnico y una herramienta en su trabajo. Lo había en aquel vestuario donde algunos jugadores lo llamaban, cariñosamente, Obélix. Una prueba de su retranca fue su intervención en una rueda de prensa en la que leyó la fábula Dos en un burro, del Conde Lucanor. La escena inspiró el libro Método Del Bosque, escrito por Joaquín Maroto, que le acompañó como jefe de prensa durante gran parte de su etapa en el Madrid. Después de muchas críticas sobre los cambios que afectaban a Morientes y Guti, principalmente, Del Bosque apareció en el estrado tras un entrenamiento y explicó el siguiente cuento: «Iban un abuelo y su nieto tirando de la cuerda de un burro y, al verlos, un hombre, dice: “Los dos andando y el burro sin carga”. El abuelo, al oírlo, replica: “Para que no nos critiquen, niño, súbete tú al burro”. Al verlos, otro lugareño opina: “Mira el pobre abuelo andando y el niño sobre el burro”. Ante esta crítica, se baja el niño y se sube el viejo. Cuando alguien los ve, exclama: “El abuelo en el burro y el pobre niño andando”. Así que el abuelo decide que se suban los dos al burro, a lo que otro hombre opina: “Pobre burro”. Moraleja de la fábula: por críticas de gentes, mientras no hagáis mal, buscad vuestro provecho y no os dejéis llevar».

Al concluir, Del Bosque dijo a los periodistas: «Ahora sacad vuestras conclusiones».