Radomir Antic

Los futbolistas a los que hice mejores

—Mira, madre; mira lo importante que es tu hijo.

Un Radomir Antic todavía adolescente llegó a su casa con un periódico local donde aparecía su fotografía vestido de corto, después de haber firmado su primer contrato.

—Muy bien, hijo, mañana mucha gente del pueblo se limpiará el culo con tu página.

Antic me ha recordado esa anécdota en varias ocasiones, acompañada por la sonrisa de la nostalgia, esa variable del amor por las personas y el tiempo perdidos. En su caso, una madre, un país, una forma de vivir… Dice que fue su primera lección de humildad, recibida en la casa familiar de Úzice. El periódico se llamaba Vesni. La tiene tan presente que se la ha recordado a muchas personas. El periodista Leontxo García la utilizó, asimismo, en el inicio del libro Jaque a la Liga, una biografía del entrenador serbio editada en 1996, el año del doblete del Atlético de Madrid. Más que serbio, Antic se siente yugoslavo, hijo de un tiempo difícil, es cierto, pero en su opinión, siempre polémica, de un tiempo de entendimiento.

Leontxo y Antic comparten una pasión: el ajedrez. El deporte del pensamiento es la representación de una vida en pequeño, como el fútbol. Necesita estrategia, creatividad y ambición, y necesita método. Todas esas palabras definen al preparador, pero es quizás la última la que lo distingue por encima del resto. Antic es un hombre organizado, disciplinado, producto de una educación férrea que partía del padre, militar, y del sistema comunista en el que creció. De la madre ya hemos hablado. Iovo y Milka, los progenitores, eran serbios de Bosnia. Debido a la profesión del padre, Antic, nacido en la dura posguerra en 1949, se acostumbró desde la niñez a los traslados. Pasó en Úzice, cerca de Bosnia, a unos 200 kilómetros de Belgrado, la mayor parte de su infancia y adolescencia. A los 22 años, fichó por el Partizán de Belgrado y, a partir de ahí, inició una diáspora que le llevó a Turquía e Inglaterra antes de llegar a España, al Zaragoza, todavía como futbolista. De todos esos lugares conserva experiencias vitales de las que puede conversar durante horas, y es que este personaje es mucho más que fútbol. Ya abuelo, ha establecido su residencia definitiva en Madrid, en una urbanización de Pozuelo de Alarcón. Muy cerca de su casa solemos vernos a menudo. La última vez, al observar unos jardines a su espalda perfectamente recortados, Antic me preguntó si creía que alguno de los comensales que nos rodeaban habría reparado en lo costosas que eran esas flores. Probablemente, no. Yo tampoco.

—Hablemos de ajedrez —propongo a Antic.

—Es como la vida…

—¿Por qué?

—Porque es una adaptación permanente al medio, a las exigencias del tablero y a las posibilidades de cada pieza.

—Eso también pasa en el fútbol.

—Exacto. Por eso creo que su aprendizaje me ha servido en mi profesión, que es la de ajustarse permanentemente a situaciones diferentes.

—¿Cómo nace su afición al ajedrez?

—En el colegio. Un profesor de ruso me regaló un libro con dibujos y esquemas, y de esa forma aprendí las primeras aperturas —cuenta Antic—. Acabé por ser el campeón de la escuela. Un buen maestro es clave para despertar la curiosidad e inquietud de un niño. Aquella época era dura y, precisamente por eso, creo que mis padres y muchas otras personas consideraron que la educación era algo prioritario para que la situación de sus hijos cambiara. En el fútbol pasa igual, porque parece que lo único importante es enseñar a los niños a chutar o a imitar a las estrellas. Nos olvidamos, en cambio, de cosas que les harán madurar como hombres y que les permitirán sacar el mayor partido de sus cualidades en situaciones de máxima presión. La cultura ayuda a competir. Leí un informe que decía que el 50 por ciento de los jugadores están arruinados cuando terminan su carrera, y eso es porque no supieron asumir su situación. La educación en la antigua Yugoslavia era sólida y muy amplia. Tenías posibilidad de escoger entre cuatro idiomas, además del materno. Yo elegí ruso, porque nos decían que significaba el porvenir. La historia ha cambiado mucho desde entonces.

Antic es un excelente anfitrión, pero si la cita se produce en su país, a la gentileza y generosidad añade la pasión. Dos veces he tenido la oportunidad de recorrer Belgrado con el técnico, de guardia en el hall del hotel desde unos minutos antes de la hora de mi llegada. La puntualidad es otra de sus cualidades. Es un privilegio sentarse en los cafés cercanos al Danubio y escuchar a Antic hablar de la historia de su pueblo, debatir sobre los tiempos de Tito y lamentar los estereotipos con los que siempre se ha juzgado a los serbios. Lo hace con compromiso, sin esconderse y, si es preciso, con acusaciones, como la que realiza a la OTAN por los bombardeos durante la guerra de los Balcanes, o al Vaticano por el apoyo a la causa croata.

—Tito logró la hermandad entre todas las repúblicas de la ex-Yugoslavia en un país muy diferente, con varias culturas y religiones. Los Balcanes habían sido duramente golpeados durante la Segunda Guerra Mundial, y él los recuperó para crear una ilusión colectiva en torno al marxismo, a la pretendida igualdad. Trabajábamos para ello, pero de pronto te dabas cuenta de cosas que te defraudaban. Asfaltaban las calles cuando iba a una ciudad y después se quedaban abandonadas. Yugoslavia, sin embargo, era un país mucho más abierto que la URSS. En 1961, en Belgrado, fuimos los fundadores de la Organización de Países No Alineados. Hubo una gran fiesta. No queríamos ser un satélite más de la URSS —explica el preparador.

—Su posición durante los bombardeos de la OTAN fue entendida por muchos como un apoyo a Milosevic. ¿Lo era realmente?

—El estallido de la guerra fue para mí una derrota interior, porque después de las dos guerras que había habido durante el siglo XX en Europa, creí que el continente no podría soportar ninguna más. Fue una derrota del humanismo, instigada desde fuera. Alemania, que tanto esfuerzo había hecho por su unificación, parecía más interesada que nadie en la división de Yugoslavia. Se agitaron agravios que yo nunca había conocido, incompatibilidades étnicas que afectaban hasta a las familias, a los matrimonios. Una locura. Yo no apoyé a Milosevic ni a ningún político. Apoyé a mi pueblo, a una Yugoslavia que había crecido a base de hermandad, y eso es lo que se estaban cargando —responde, indignado.

Años después, más de una década, Antic tuvo la oportunidad de hacerse cargo de la selección serbia, con la que disputó el Mundial de Sudáfrica. Cuando le pregunté qué era lo que iba a hacer, me contestó: «Lo primero, recuperar el orgullo de sentirse serbio. Después, empezar por dos pases fáciles y uno difícil». La aventura acabó pronto en un lugar donde el fútbol está en ruinas, como el país, a la espera de que lo salve quien lo condenó: Europa.

—El fútbol de mi país está roto y en manos de gente sospechosa. Antes había que formarse muchísimo para ser entrenador: hoy con 4.000 euros y un seminario de tres días tienes el carnet de entrenador —lamenta.

Cuando Antic habla de derrota interior, parafrasea a su compatriota Ivo Andric, premio Nobel de literatura. El autor de esa magnífica historia sobre el cruce de culturas que es Un puente sobre el Drina dejó escrito: «Más allá de las destrucciones en objetos visibles, incluso más complejas y dolorosas son las destrucciones que se producen en el interior de las personas. Pero solo algunos, y lentamente, empiezan a entender que detrás de una guerra, ganada o perdida, queda siempre una humanidad derrotada». Otra cita más pragmática aconseja apartarse del laberinto insondable de los Balcanes que, según Winston Churchill, ya antes de su propia guerra producía más historia de la que era capaz de digerir, y centrarnos en el rol de Antic como entrenador.

—Si algo me distingue de otros técnicos es que he estado por encima de las escuelas y las tendencias —explica, sin rubor alguno, un personaje que no pretende nunca ser modesto—. Me interesé por la fisiología, por ejemplo, cuando no era algo que preocupara a los entrenadores, en general. Lo hice porque buscaba respuestas. Quería saber qué efecto producía sobre el organismo un determinado ejercicio; por ejemplo, para decidir si era o no conveniente hacerlo. Mejorar las cosas, esa ha sido siempre mi obsesión.

—Y mejorar a los jugadores, se supone.

—Si de algo me siento orgulloso es de que los futbolistas a los que dirigí lograron las mejores estadísticas de sus carreras bajo mi mando.

—Eso suena fuerte. Ponga ejemplos.

—Pero real. Ahora vemos jugar a Xavi más adelantado, pero fue una apuesta mía. Cuando se lo propuse, me dijo que los centrales preferían que él sacara la pelota, y yo le contesté que ese problema me lo dejara a mí. Lo mismo pasó con Butragueño. Le ordené que no presionara la salida del balón y él, sorprendido, me dijo que podía hacerlo. Yo le expliqué que para eso ya estaba Aldana. Quería a Emilio con todas sus fuerzas para que probara su recorte en el área. Creo que solo ha sido una vez pichichi, durante mi etapa. También Hierro marcó muchos goles cuando lo adelanté al centro del campo. A Chendo, en cambio, le dije que era muy buen lateral, pero que no hacía falta que defendiera a su rival y a Míchel por delante.

Habla con humor, pero también con mucha nostalgia por las obras que no pudo concluir, porque «siempre fui a los sitios en misión de rescate». En el Madrid lo destituyeron cuando iban líderes y en el Atlético construyó un equipo campeón con poco presupuesto en su primera etapa, para caer al descenso en una segunda de la que tiene muchas sospechas de los árbitros y hasta de los propios jugadores. De su paso más reciente por un grande, el Barcelona de Joan Gaspart, lo más parecido al camarote de los hermanos Marx, guarda un recuerdo agridulce, por la certeza de que puso buenos cimientos sin confianza de nadie, solo de los futbolistas.

«Ahora vemos jugar a Xavi más adelantado. Yo lo puse ahí. Me dijo que los centrales preferían que él sacara la pelota, y le contesté que ese problema me lo dejara a mí.»«A Butragueño le ordené que no presionara porque lo quería fresco en el área. Me explicó que podía hacer las dos cosas, y le respondí que para eso ya teníamos a Aldana.»«A Chendo le dije que era muy buen lateral, pero que no hacía falta que defendiera al extremo rival y a Míchel por delante.» —En Barcelona no nos acompañaron los resultados, pero otras cosas se hicieron de maravilla —recuerda el técnico—. Consolidamos a Valdés, que había sido apartado por Van Gaal, adelantamos la posición de Xavi, cambiamos de lugar a Motta y Overmars, y Kluivert y Saviola acabaron con 13 goles cada uno. El gran problema fue que se lesionó Cocu. Si no, habríamos aspirado a ganar la Champions. Fue muy duro. Teníamos partido, pero a nadie le interesaba hablar de eso; solo de los líos del presidente y otras cosas. Cinco meses en el Barça fueron como cinco años.

«Cuando llegué al Atlético había 35 jugadores, pero no había equipo. Al año siguiente del doblete, pedí a Ronaldo y Zamorano, y me trajeron a Esnáider.» —Hablemos de su gran obra, del Atlético del doblete. ¿Cuáles fueron las claves? —pregunto a Antic.

—La primera y más importante fue la implicación de todos en un proyecto, todos en una misma dirección. Cuando llegué, había 35 jugadores en la plantilla, pero no había equipo. Me senté y decidí que veinte tenían que dejar el Atlético. Fue duro pero necesario. Hicimos fichajes baratos, como Molina o Santi, del Albacete. Luego llegó Pantic. Al año siguiente, pedí a Ronaldo, que estaba todavía en el PSV Eindhoven, y a Zamorano, pero me trajeron a Esnáider… —lamenta, antes de proseguir con la explicación—. Lo primero fue definir el equilibrio del equipo en el campo; que todos tuvieran claro por qué hacíamos las cosas y dónde queríamos jugar. A continuación, reflexioné y me hice la pregunta de qué significaba el Atlético, cuál era su idiosincrasia, su afición. La respuesta fue que su base estaba en la clase media y trabajadora, gente honesta, en general, que muchas veces tenía problemas para llegar a final de mes, pero que no se sentía inferior a nadie. El equipo debía ser fiel a esa forma de vivir. Por eso para nosotros estaba prohibido jugar únicamente para contrarrestar al rival. Siempre lo hicimos para ser mejores o igual que el adversario. Eso lo captó el estadio. Creo que en pocos momentos de la historia el Atlético tuvo tanta identificación con sus seguidores. La forma de jugar invitaba al optimismo. En la plantilla impusimos normas que aumentaran la relación entre los jugadores. Los viernes nos reuníamos para tomar una cerveza, un pincho y hablar entre nosotros. En ese ambiente siempre aparecen cosas que es más difícil captar en el vestuario.

—Sacaba usted mucho partido de las jugadas a balón parado, como si colocara piezas en un tablero de ajedrez.

—En ese aspecto los campeones actuales no alcanzan nuestro nivel… —dice, ufano, mientras sonríe.

—¿Cómo fue su cohabitación con Jesús Gil, un devorador de entrenadores?

—Fue una relación continua, en la que cada uno estuvo en su sitio. Él quiso convencerme desde el principio de que no era tan malo. Me decía que el problema de los entrenadores anteriores es que no habían sido profesionales y estaban siempre en la discoteca. Yo le contesté que no tenía que decirme nada de eso, que si estaba en el Atlético era por superarme a mí mismo. Le dije: «En el estado más difícil que existe para un técnico, que es entrenar contigo, quiero ser yo mismo». Y me dejó trabajar. Eso sí, le gustaba saber qué hacíamos y por qué. Lo único que me defraudó es que antes de jugar la final de Copa contra el Valencia, en Sevilla, el entrenador de nuestro rival ya estuviera fichado para el Atlético. Me sentí derrotado de antemano —confiesa, apesadumbrado, en referencia a la final de 1998 y a Claudio Ranieri.

—¿Se arrepintió de volver al club y verse señalado por el descenso?

—Quise ayudar durante unos partidos a un club que siento como mío. Cuando lo hice era ya una época diferente, porque el Atlético estaba intervenido por un administrador. Vi cosas extrañas, la verdad, y siempre pensé que el descenso estuvo planeado para que Gil pudiera defenderse mejor de la justicia. No es normal que un jugador que falló dos penaltis clave, cobrara el primero.

«Siempre pensé que el descenso a Segunda estuvo planeado para que Gil pudiera defenderse mejor de la justicia.»

Políticamente incorrecto, pero claro. Puro Antic.