Luis Aragonés
No metan el segundo gol antes que el primero
La cabeza de Luis Aragonés se mueve de un lado a otro, compulsivamente.
—¡No, no, no…! Ese no es el tema.
Continúa el movimiento, que enlaza negaciones hasta formar un murmullo constante, ininteligible.
—¡Qué no, qué no…! —exclama, antes de entrar en la conversación con la primera pregunta, antes de ir directo al «tema».
—¿Sabe usted cuántos goles lleva marcados Iniesta esta temporada?
—¿Tres? —contesto, entre dudas.
—Dos. ¿Sabe cuántos ha logrado Lampard?
—¿…?
—Ocho. Y Xavi, ¿cuántos?
—¿Dos?
—¡Uno! ¿Cuántos lleva Gerrard? —pregunta de nuevo, en tono inquisidor, y el propio Luis se responde sin dar tiempo a la respuesta ni a la duda.
—¡¡Seis!!
España no ha conquistado todavía la Eurocopa, pero está ya en el camino, porque Luis Aragonés ha roto con todo y se encuentra decidido a una apuesta maximalista, al pleno. Llegó al cargo con la voluntad de realizar una sentada para debatir qué le pasaba a la selección, descubrir su mal endémico; pero la irregularidad de los resultados, sus errores y enfrentamientos lo han llevado al final del desfiladero. O salta o se despeña. Ha roto con media España, o más, por el debate de Raúl. Ha roto con su imagen, con las buenas formas y hasta con el Gobierno después de un «negro de mierda» pronunciado a destiempo. No le queda nada más que los conocimientos de una ciencia que no sabe explicar, porque es inexplicable, y la fidelidad de un vestuario en el que no solo ha reunido a futbolistas de alta calidad técnica, sino que ha concitado un buen puñado de causas pendientes. Los internacionales no tenían reproches hacia Raúl, pese a las leyendas que acompañaron su salida de la selección, después del Mundial de Alemania en 2006, pero se les hacía insoportable escuchar su nombre en todos los aeropuertos, estaciones o campos, porque esa reivindicación los infravaloraba. A Casillas, su compañero en el Madrid, el primero. Villa cargaba su 7 con el sufrimiento de un costalero. Los jugadores del Barcelona, destinados a cumplir un rol capital en el futuro de España, se encontraban, por su parte, en un momento muy delicado. A Xavi y, especialmente a su familia, lo mortificaba la comparación con Guardiola en el entorno azulgrana, que no lo dejaba sentirse como el verdadero líder del juego. Puyol estaba, asimismo, ante la posibilidad de dejar el Barcelona, harto de los caprichos de los gallos de la caseta, Eto’o y Ronaldinho. Quien sabe si España, en la Eurocopa, cambió su destino. Lo cierto es que, tras el éxito, los azulgrana no recibirían ni un solo mensaje oficial de felicitación desde su club, mientras ese mismo año la revista oficial del Barcelona dedicaba una de sus portadas al triunfo olímpico de Messi en Pekín. Desde entonces, saben cuánto le deben a la selección. Xavi, declarado mejor jugador del torneo, asegura que fue Luis el primero que le hizo sentirse como el gran líder del juego, como el futbolista clave de una nueva era.
Luis tenía todo eso en la cabeza ya entonces, lo mismo que la determinación de reunir a los jugadores más técnicos, pero le faltaba algo: le faltaba gol.
—Necesitamos que los centrocampistas lleguen, chuten y marquen, porque vamos a jugar sin extremos, y un equipo no puede depender del delantero. Los goleadores a veces se secan y nadie sabe por qué. Se lo digo continuamente, a Iniesta, a Cesc, a Silva… Les digo: «¡Usted, usted… Míreme a los ojos, usted puede marcar ocho goles por temporada!». En el fútbol actual un centrocampista sin gol está incompleto —explica Luis, cada vez más enérgico.
—Usted también era centrocampista…
—Y buscaba el gol, siempre que podía… Pero ya no hay centrocampistas como entonces… —dice y sonríe sibilinamente.
—¿A qué se refiere?
—A esos que iban de arriba abajo —explica, mientras mueve las manos, como en un vals, y continúa—. Yo tenía un entrenador que decía que los mejores medios, los que no se paraban nunca, eran los que tenían chepa.
—¿Chepa?
—Sí, chepa, joroba, como Mesa, el del Sporting… ¿Sabe por qué?
—¿…?
—Porque ahí llevan la gasolina…
Las risas toman la mesa, como tantas veces se habían apoderado del vestuario, con eso que Xabi Alonso llamaba los «puntazos» del míster. Compartíamos mantel con el desaparecido periodista Juan Manuel Gozalo, que no paraba de darme golpes en la rodilla bajo la mesa para que provocara a Luis, ya en su salsa. Después de teatralizar un encuentro que tuvo con Rocío Jurado, junto a otros compañeros, en su etapa como futbolista del Atlético, le dije al seleccionador que observaba a algunos de los internacionales muy bajos moralmente, y que eso también había que imputárselo a quien los dirigía, a él.
—¿Moral? Como explicaba uno de mis entrenadores —cita por segunda vez a uno de sus técnicos, algo recurrente en el personaje—, la moral se compra en la tercera planta de El Corte Inglés. No te jode… También venden camisetas con el despertador (en referencia al escudo del Real Madrid), pero nada de eso te garantiza ganar. Un futbolista no puede decir que no tiene moral. Si lo dice, es un perdedor.
Meses después, España cambió ese sino en una tanda de penaltis contra Italia, en Viena. Ganó su segunda Eurocopa, 44 años después, y puso la semilla del Mundial. Xavi acabó esa temporada con nueve goles en el Barcelona y cuatro con la selección. Iniesta, con cuatro y dos. Silva, con siete y tres.
—¿Usted cree que yo soy racista?
La voz, grave y lejana, llega desde la conciencia más que desde el auricular del teléfono.
«Los mejores centrocampistas eran los que tenían chepa. ¿Sabe por qué? (…) Porque ahí llevan la gasolina.» —No lo sé, no le conozco lo suficiente. Lo que sí creo es que usted ha tenido una actitud racista —contesto.
—Pues pregúnteles a los compañeros negros que he tenido, a los jugadores… A Jones, a Eto’o…
Eso hice durante un tiempo y todos, todos defendieron a Luis Aragonés, después del polémico episodio que marcó el ocaso de su carrera, al dirigirse a Reyes en un entrenamiento de la selección y, para motivarle, decirle que era mejor que «ese negro de mierda», en referencia a Thierry Henry, su compañero en aquel momento en el Arsenal. Desde entonces, manifesté mi opinión de que Luis debía dejar el cargo de seleccionador, porque el puesto implica una responsabilidad institucional que el técnico no respetaba en sus apariciones públicas; por una mezcla de incontinencia e incomprensión del entorno. Es algo habitual en el fútbol, un mundo que sufre la contradicción entre su endogamia profesional y su tremenda exposición mediática. Luis tenía las claves del primer hábitat, pero no del segundo. Era, pues, un buen entrenador, pero un mal personaje público. Su caricatura iba a menudo por delante de él.
El episodio «racista», y eso no quiere decir que piense lo mismo del técnico, minó el interior de Luis. Era incapaz de entenderlo. En su opinión, solo había utilizado la jerga de vestuario, de campo, donde son habituales apelaciones de contenido machista, xenófobo u homófobo. Es una realidad, afortunadamente, cada vez más licuada por el perfil de los nuevos entrenadores y jugadores. Si uno reflexiona, busca en su interior, es posible que encuentre algún «negro» o «maricón» dicho a destiempo. Es la mejor forma de combatirlo.
«Un jugador que dice que está bajo de moral, es un perdedor. Si no, como decía un entrenador mío, que vaya a comprarla a la tercera planta de El Corte Inglés.» El Consejo Superior de Deportes (CSD) presionaba a la Federación Española para que relevara al técnico. La prensa británica había convertido el incidente en un problema diplomático mientras el eco de los «simios» se extendía por los estadios españoles, producto de un efecto dominó. Su familia le pedía que lo dejara, mientras sus nietos escuchaban en el colegio cosas muy feas del abuelo. Lloraban. En esa época, su mujer Pepa había estado delicada de salud, algo que aumentó mucho la sensibilidad del entorno familiar. Ángel María Villar, el hombre al que correspondía la decisión, sin embargo, se mantuvo fiel a la única regla que conoce: resistir. Nadie como el presidente de la federación ha desarrollado anticuerpos contra todos los poderes, incluido el cuarto, la prensa. Luis ha contado siempre con un cerco de periodistas afines en Madrid, pero en esos momentos ni siquiera podían levantar un dique de contención para el seleccionador.
Algunas de esas preocupaciones me las había explicado el propio técnico. Cuando las escribí en un artículo, aunque no en forma de declaraciones, me llamó rápidamente.
—¿Quién le ha dicho todo eso? No es cierto.
—Me lo dijo usted.
—Bueno, no exactamente… Escribe lo que quieras sobre mí, pero no cites a mi familia, por favor.
Era evidente que las presiones se habían multiplicado. No era la primera vez, por otra parte, que Luis matizaba algo que había dicho, se desdecía de una declaración o negaba un titular. A menudo se desbordaba por su propia incontinencia, entraba en laberintos de los que no podía o no sabía salir, como si viviera dos realidades y una de ellas le superara. Es elocuente una de sus confidencias en su etapa como seleccionador: «Yo ya no quiero conocer a más gente». En el pasado, el técnico había sufrido episodios depresivos y problemas de ludopatía. Durante una de sus épocas más delicadas a nivel personal, dirigió al Barcelona unos meses, en una etapa convulsa del club, justo antes de la llegada de Johan Cruyff. Los jugadores se rebelaron por reclamaciones fiscales contra la directiva de José Luis Núñez, en el conocido Motín del Hesperia. Pese a la confianza que le habían otorgado el propio Núñez o su vicepresidente Nicolau Casaus, Luis se posicionó al lado de los futbolistas. Ganaron la Copa del Rey. Un día antes de la final de Viena, el seleccionador dijo que se marchaba al Fenerbahce turco, dolido con la actitud de la federación. Siempre receló desde la llegada de Fernando Hierro. Fue un anuncio impropio de ese momento, algo temerario. Sus futbolistas, sin embargo, ganaron la Eurocopa. Ha sido una constante en su carrera: el fútbol como antídoto contra la autodestrucción.
«Luis es fútbol puro. Su partido ideal es salir fuerte, presionar, marcar, retroceder unos metros y matar al rival con rapidez, pam, pam». La explicación es de Xavi Hernández, un futbolista que se siente muy identificado y agradecido con el técnico, y con el que mantuvo un feeling especial dada su devoción común por el fútbol. Podían hablar largamente sobre jugadores, sobre partidos, como lo harían dos aficionados. Xavi, en cambio, no es un jugador diseñado para el contraataque. Todo lo contrario. Se ha criado en su némesis, en la posesión, en lo que el azulgrana llama la «conservación infinita» del balón. La búsqueda de esa utopía lo ha erigido en el mejor director de juego. Luis, en cambio, lo hizo en la contra, algo idiosincrásico para el Atlético de Madrid, al menos en sus tiempos, fuera como jugador o como entrenador.
—En cambio, usted apostó por la posesión en la selección —comento a Luis, en un encuentro distendido, pasada la Eurocopa y ya destituido como técnico del Fenerbahce.
«Aposté por los mejores y por lo que sabían hacer. Si no teníamos la condición física de ingleses o alemanes, pero la tocábamos mejor, había que apostar por tenerla más que el contrario.» —Aposté por los mejores y por lo que sabían hacer. Si no teníamos una gran condición física de base, como alemanes o ingleses, u otros países enriquecidos por la aportación de los descendientes de los inmigrantes, como Francia, pero tocábamos mejor la pelota, había que intentar tenerla más que el contrario. Es cierto que muchas selecciones buscan la contra como arma principal, porque es simple y no se dispone del tiempo suficiente para desarrollar otros mecanismos de juego. Un mes en un equipo es como un año en una selección. Lo más importante no es el sistema, sino la elección de los futbolistas. No hay tiempo para trabajar determinadas cosas, como la coordinación en el movimiento de una defensa adelantada. Yo lo intenté al principio. Para lo que quiere la mayoría, en cambio, te basta con gente rápida y delanteros altos, y con cerrar bien los pasillos de seguridad, por donde pasa el balón. Pero esas no eran nuestras virtudes, al menos no las mejores. Al decidir prescindir de extremos, por ejemplo, ya no tenía tanto sentido un delantero como Morientes. La técnica era nuestro principal argumento, pareja a la de Brasil en mi opinión, y por ahí había que volcarse —explica, convencido de su elección.
—Pero el fútbol español siempre fue técnico. En cambio, los éxitos no llegaban.
—Las causas de los fracasos de la selección eran dignas de estudio, la verdad. No era normal tanto tropiezo dado el nivel de las generaciones de futbolistas anteriores, muy buenas en muchos casos, aunque no sé si comparables a la actual. En España teníamos tanta ansiedad por ganar que queríamos meter el segundo gol antes que el primero y, a veces, hay que ganar sabiendo no perder.
—Explíquese.
—Hay que saber competir, que no es lo mismo que jugar —prosigue, más serio—. Lo segundo lo hemos sabido hacer siempre; lo primero, no. Creo que la selección aprendió definitivamente tras los penaltis contra Italia. Después, frente a Rusia, hizo el mejor partido. Ha sido, probablemente, uno de los encuentros con mayor nivel de juego, en mi opinión. Esto que le digo también se ve entre los clubes. En este país, el equipo que ha jugado mejor siempre, no ahora, ha sido el Barcelona; el que tenía mejor contraataque el Atleti; y el que ganaba el Madrid. ¿Por qué? Porque son cosas que no siempre van unidas. El Madrid ha sido un equipo ganador en su historia porque tuvo un jugador, Di Stéfano, mi ídolo, y un presidente, Bernabéu, que dejaron esa impronta para siempre. En la selección confluían todas esas cosas pero por separado, aunque en la última etapa se enriqueció también por algo nuevo: la aportación de los futbolistas que se habían ido fuera, como Torres, Reina, Xabi Alonso, Cesc… A Torres, por ejemplo, lo vi cambiado cuando nos reencontramos en la selección y él ya estaba en el Liverpool. Lo vi realizado, pero con la exigencia de estar en un equipo que tiene que ganar, no con la ansiedad de ir para atrás. También le pasó a Xabi Alonso. Cambió su posición en el Liverpool, pero sobre todo su mentalidad. Aportaron otros códigos a España. Nunca he sido muy fan del fútbol inglés, lo reconozco, pero su intensidad curte y lo hace muy atractivo. Quienes juegan allí, además, aprenden a valorar la autoridad más que aquí.
—Ganar, ganar y ganar… Era lo que mejor sabía hacer Raúl.
—Habría sido muy injusto si un futbolista español hubiera estado muy bien y yo no lo hubiera llamado, pero ahí estaban Silva, Villa, Torres… ¿Qué me dice? Un exjugador me dijo que también había que tener en cuenta la implicación del futbolista con España, y yo le dije que a los que había que escoger era a los que estaban en mejor forma, porque la implicación de todos yo la daba por hecha. No tenga duda de que los futbolistas deseaban más la Eurocopa que la Champions con sus clubes. Ya me criticaron por llamar a Oleguer a una preconcentración, pero a mí me daba igual un falangista que un comunista. Lo que quería eran buenos futbolistas…
—¿No lo era Guti? —interrumpo.
Se detiene unos segundos y, en voz baja, murmura como si se lo dijera al viento, como si no fuera una respuesta.
—Esto te tiene que gustar, ha de ser lo primero en tu vida.
Uno de los compañeros de Luis en el equipo juvenil del Pinar de Hortaleza sostenía que por entonces tampoco el fútbol era la prioridad del futuro seleccionador. «Como era muy dormilón, le teníamos que sacar de la cama para que metiera los goles. Pero mucha afición no tenía, se lo digo yo. Le entró de golpe cuando lo fichó el Madrid y vio que daba dinerito», explicaba Florencio Elipe, al que buscamos en el barrio de Luis para bucear en los orígenes de el Sabio de Hortaleza. Lo que era entonces un pueblo, donde nació en 1938, es en la actualidad un barrio de Madrid. «El sabio no era yo, era mi hermano», ha dicho en varias ocasiones. También es conocido como el Mono o como Zapatones.
«Un exjugador me dijo que había que tener en cuenta la implicación de los futbolistas con España, y yo le contesté que había que llamar a los mejores, porque el compromiso lo daba por hecho. Me daba igual un falangista que un comunista; quería a los mejores.» El tamaño de sus pies y su estatura son herencia de su padre Hipólito Aragonés, cuyo físico imponente en su época le permitió convertirse en alabardero del rey Alfonso XIII. A pesar de pertenecer a una familia de diez hermanos, sus progenitores ayudaron a muchos vecinos en la posguerra, y por ello el ayuntamiento acabó por poner a una calle el nombre del cabeza de familia. Luis realizó numerosos trabajos en su adolescencia, hasta conducir sin carné para repartir tejas junto a unos familiares. Después de un paso por el Getafe, fichó por el Madrid en 1958, seis años antes de recalar en el Atlético. El equipo blanco lo cedió al Huelva, donde conoció a Pepa, su mujer. Pasó por el Hércules, volvió al Plus Ultra, filial madridista, y tras concluir una pequeña diáspora que le hizo pasar por el Oviedo y el Betis, llegó finalmente al Manzanares, el lugar donde trazó su carrera y donde, de un día para otro, pasó de ser jugador a entrenador.
—El Madrid me fichó muy joven, con 20 años, pero tenía un equipo impresionante, donde era difícil encontrar una oportunidad. Esa es la verdad. Lo volvió a intentar como entrenador una vez más, pero entonces le dije que estaba comprometido con el Atlético —explica Luis.
—¿Habría aceptado?
—El club en el que me he hecho como hombre, como jugador y como entrenador, en el que me he educado, estará siempre dentro de mí. Eso es irremediable. Pero si estoy profesionalmente en otro lugar, en otro equipo, en ese momento será lo primero. Me ha pasado. He vuelto al Calderón como entrenador de otros conjuntos y he ganado varias veces.
—¿Fue fácil pasar de ser jugador a entrenador?
—La verdad es que a mí me hubiese gustado jugar hasta los 60 años. Además, me apetece más obedecer que mandar, pero la edad te echa de los sitios. Como entrenador, lo más importante es ser justo, porque el jugador es lo que más valora. Yo lo he intentado, pero me he equivocado muchas veces. El futbolista también lo hace. A menudo se queja del entrenador, aunque con quien tiene que hacerlo es consigo mismo. A mí me trajeron un futbolista para suplirme a los 30 años. Estuve unos diez partidos sin jugar, cabreado, y esa rabia me hacía entrenar con más intensidad. Volví al equipo y me retiré con 37.
Fue en 1974 cuando el propio Atlético destituyó a Juan Carlos Lorenzo y le ofreció hacerse cargo del equipo como técnico. Se habían disputado solo diez jornadas de Liga. Al siguiente día, llegó con una carpeta y habló de usted a los que habían sido sus compañeros. Navarro, portero suplente, recordaba que recurría a todos los trucos para controlarlos: «Pagaba a los aparcacoches para que le avisaran si íbamos a discotecas. Les daba 5.000 pesetas, que era un dinero. Un día que Leivinha y yo estábamos con unas amigas, apareció en el bar. Al día siguiente, nos pusimos los primeros en la fila para hacer carrera. Corrimos como cabrones durante varios días. Nunca nos dijo nada. Con Luis, si cumples en el campo, puedes hacer lo que quieras». Al frente del Atlético, ganó una Liga y una Copa en esa primera etapa. Volvió a dirigirlo en otras tres ocasiones. En las dos primeras, sumó otras dos Copas y una Supercopa. En la última, en Segunda, logró devolver al club a Primera. También como jugador conquistó la Liga en tres ocasiones, y la Copa dos veces, aunque nunca podrá olvidar un fatídico día en que, después de marcar de falta, su especialidad, a Maier, portero del Bayern de Múnich, Schwarzenbeck igualó el partido cuando el Atlético ya levantaba mentalmente la Copa de Europa, en el estadio Heysel. La final de 1974 se repitió y los alemanes los arrollaron.
—No sueño con ese gol, con ninguno —responde, airado—. Además, yo no me acuerdo de lo que sueño, porque lo hago en voz alta, y los que lo hacemos así dicen que no podemos recordarlo. De jugador era sonámbulo y por eso muchos no querían dormir conmigo en la habitación. El pobre Panadero Díaz era de los pocos que me soportaban. Además, le diré una cosa: yo, de pupas nada.