Prólogo

La Opinión fue, en su mejor época, un diario de lujo para una élite de profesionales e intelectuales liberales o de izquierda. Jacobo Timerman, su creador, tenía una teoría que reiteró en el canallesco interrogatorio al que lo sometió el general Ramón Camps: «se necesita a los mejores periodistas de izquierda para hacer un buen diario de derecha». La boutade tenía algo de cierta: el diario empezó criticando al gobierno de Alejandro Agustín Lanusse, pero cuando este lanzó el ilusorio Gran Acuerdo Nacional lo apoyó a cambio de los avisos oficiales y con la secreta esperanza de cerrar el camino al peronismo.

La historia de La Opinión queda por escribirse: no es la que Timerman cuenta en su libro, ni la que presenta su feroz carcelero. El fenómeno fue más complejo, rico y dramático y estuvo estrechamente ligado a las marchas y contramarchas de un país que se desangraba en medio de sus contradicciones. Aunque el título siguió en la calle hasta 1979, La Opinión murió, luego de una triste agonía, con la intervención militar que la convirtió en vocero de ciertos sectores de la dictadura.

Cuando Timerman fue encarcelado, varios de los redactores del diario habían sido asesinados y otros se habían exiliado. La última redacción no se parecía en nada a la primera y se me ocurre que tampoco los lectores eran los mismos. Alguna vez, cuando se reconstruya la verdadera historia del diario, sin prejuicios ni falsos pudores, sin resentimientos ni excesivos entusiasmos, se revelará también el comportamiento de una clase social en una época en la que los libros se acercaron a las armas antes de consumirse en una hoguera que aún hoy nadie sabe si está definitivamente apagada.

Fui contratado para La Opinión mientras trabajaba en Panorama, un seminario de la editorial Abril. Quienes conocen mi reticencia al trabajo comprenderán mis vacilaciones. Sacar un diario a la calle —y más aún ese diario— exige un esfuerzo y una aplicación que no son mi fuerte. Claro, ser llamado a integrar el «equipo de Timerman» era motivo de orgullo profesional: por primera vez una redacción reunía a los periodistas más célebres de Buenos Aires, aquellos que habían estado en Primera Plana, en Confirmado, en el El Mundo y en otros intentos de hacer un periodismo diferente.

Así que me fui a trabajar a La Opinión una semana antes de la aparición del primer número, en mayo de 1971 y me quedé hasta mediados de 1974, cuando la atmósfera se había vuelto irrespirable por la caza de brujas. Hubo momentos en los que tuve que trabajar sin pausa y otros (sobre todo en 1972, mientras escribía Triste, solitario y final) en los que no redacté una sola línea en seis meses, lo que posiblemente sea un récord en la historia del periodismo argentino.

Viví las dos grandes huelgas que hicieron temblar a la empresa y que Timerman, paranoico, tomó por sendos complots peronistas para despojarlo del diario. Asistí al fulgor y a la decadencia, que había empezado mucho antes de mi partida. Vi hacer el mejor periodismo y estafar a los lectores con artículos canallescos que eran digeridos como información de primera agua. Timerman sostenía que sus lectores se asemejaban a él como los de Crónica a Héctor Ricardo García.

No puedo resistir a la tentación de evocar un par de imágenes que conservo, entre tantas otras, de dos etapas opuestas del mismo diario.

Las oficinas, que al principio estaban en Reconquista entre Lavalle y Tucumán, ocupaban dos pisos lujosamente amueblados, delicadamente iluminados, el suelo protegido por una moquette que hubiera lucido más en la gerencia del Chasse Manhattan Bank que en la sala de redacción de un diario.

El día previo a la aparición del número uno, la redacción era un nudo de nervios. Timerman había abandonado su despacho del noveno piso para instalarse en la oficina que el subdirector ocupaba en el tercero. Esa tarde se produjo un breve incidente que ilustró la grandeza —o la soberbia—, con que el «gran patrón» encaraba su proyecto editorial.

Félix Samoilovich, especialista en ciencia y técnica, el único capaz de contar con gracia las vicisitudes de un cromosoma, era famoso por un escaso amor al trabajo. Esa carencia era compensada por una inteligencia, una calidad de escritura y una simpatía deslumbrantes. Félix ocupaba un escritorio vecino al mío.

Mientras los otros se deslomaban esta tarde terrible, él había estirado sus largas piernas sobre la mesa y fumaba mirando el techo; meditaba, sin duda. De pronto, olvidó el enorme cenicero de vidrio que la empresa había puesto frente a su bigote y, en el mejor estilo de los boliches de Berisso, de donde venía, arrojó el pucho prendido sobre el flamante moquette que cubría el piso. La colilla cayó a los pies del jefe de intendencia, que atinaba a pasar por allí estrenando traje y chaleco negros. El hombre, atónito, se paró en seco y dio un grito. La alfombra empezaba a echar humo. Félix no parecía muy preocupado por su ligereza y el burócrata, inflamado de ira, lanzó una enérgica filípica en un tono que podía oírse por encima del ruido de las Olivetti. Toda la redacción empezó a bajar los brazos para escuchar el sermón del intendente. De pronto, Timerman abrió la puerta del despacho, se asomó con el Partagás entre los dedos y preguntó, molesto:

—¿Qué pasa?

—¡Qué este irresponsable quemó la alfombra con el cigarrillo, señor! —bramó el intendente.

Timerman lo miró, olímpico, y soltó:

—Está bien, vaya y compre otra alfombra.

En la rutina de los años que siguieron el diario publicó muchas notas memorables de Tomás Eloy Martínez, Osiris Troiani, Aída Bortnik, Enrique Rabb, Juan Gelman, Alberto Szpunberg, Pasquini Durán, Carlos Ulanovsky, Roberto Cossa, Ricardo Halac, Enrique Alonso, Rodolfo Terragno, Kive Staiff, Rodolfo Walsh, Miguel Ángel García, Julio y Juan Carlos Algañaraz, Francisco Urondo, Eduardo Rafael, Ted Córdova Clame, Edgardo D’Amommio, Horacio Verbitsky, Milton Roberts y tantos otros que pasaron por la redacción.

Se creó un estilo y se continuó una gran escuela de periodismo informativo y de opinión: Hermenegildo Sábat dibujó las mejores notas gráficas y no había político o artista que no buscara ser considerado por La Opinión. Al mismo tiempo, en los kioscos estaba Crisis, que dirigida por Eduardo Galeano, conmocionó a la cultura argentina. Eran los tiempos de Cristianismo y Revolución, Los libros, y más tarde Noticias; también los distintos sectores políticos de izquierda y de derecha publicaban sus revistas de combate. Esta ebullición costó la vida, luego, a más de cien periodistas.

Es difícil definir en qué momento exacto comenzó la decadencia de La Opinión, pero hacia fines de 1972 los conflictos entre la dirección y el personal, las arbitrariedades y los despidos empezaron a minar la calidad del periódico.

A comienzos de 1974 yo había perdido todo el entusiasmo de los buenos tiempos. La llegada a la subdirección de Enrique Jara, con la misión de «limpiar» el diario de izquierdistas y elementos indeseables, había vuelto la atmósfera irrespirable.

Me queda, de ese tiempo, una última imagen triste, grotesca.

Después de la última gran huelga de mayo, Jara dispuso que yo abandonara el suplemento cultural («cueva de izquierdistas») y me llevó a la sección política. Era el apogeo del lópezreguismo. En junio me negué a escribir una crónica que debía haber sido la apología del operativo de «limpieza» de villas miserias a punta de ametralladora. Escribí, en cambio, un artículo crítico para el gobierno que fue rechazado por Jara. Tres veces me exigió que lo rehiciera y otras tantas veces mostré lo que acababa de ver sobre el terreno.

Una de esas tardes, llegué a la redacción y encontré parado junto a mi escritorio a un hombre bajito, pálido, de traje cruzado y corbata como de luto. Tenía en las manos un block de papel y una lapicera a fuente. Me anunció su mérito de escribano público nacional y me dijo, con un poco de vergüenza, que venía a dar fe de mi mala fe para con la empresa. Luego llegó Jara y me dictó órdenes que el hombrecito transcribía y suscribía.

Al principio lo tomé con humor y logré que el escribano se pusiera nervioso levantando también acta de mis observaciones sobre el estado de las máquinas de escribir, la pésima iluminación de la sala de redacción y el mal gusto del café que se servía al personal.

Duró poco más de una semana. Había que tener los nervios de acero y yo no estaba con ánimo de continuar una larga batalla imposible de ganar. Siguió un juicio que gané en primera instancia y perdí en apelación cuando, después del golpe de Estado, los trabajadores habían sido despojados de sus derechos más elementales.

Esta parábola cruel de La Opinión —que fue, de alguna manera, la del país— terminó en un barracón de la calle Vélez Sársfield con otros periodistas y un interventor militar que censuraba el material a publicarse.

No obstante, el paso por ese diario fue, para mí, una suerte de entrenamiento literario. Un laboratorio donde tracé los borradores de mi primera novela, Triste, solitario y final (en el artículo El error de hacer reír y en otros) y me acerqué al estilo despojado de la segunda: No habrá más penas ni olvido (con los artículos sobre el caso Robledo Puch, el asesinato de Rucci y la fiebre del oro). Sin duda hay en estos textos señales que anticipan, acompañan y, por qué no decirlo, festejan aquellas novelas.

Para este volumen he seleccionado cronológicamente las notas que me parecen de actualidad en 1983 o que presentan algún interés por sí mismas. Todas están precedidas de apuntes —recuerdos o reflexiones— que se me ocurrieron mientras los releía para hacer este libro. No es, ni mucho menos, toda mi producción periodística, pero me ha servido, al releerla, para mirar hacia atrás y ver el camino recorrido desde que, una mañana de 1969, llegué a una pensión de la avenida de Mayo para buscar mi primer trabajo en el periodismo de Buenos Aires.

O. S.

Artistas, locos y criminales
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