III
Mi sexo y el tuyo
Yucca Street es una calle con casas bajas, deterioradas. La muchacha portorriqueña y el periodista argentino dejaron el auto en una playa de estacionamiento. El empleado no levantó los ojos de la pantalla del pequeño televisor mientras fichaba un ticket. Caminaron hasta el Hollywood Boulevard. En el frente de una casa blanca, sin vida, ubicada en la esquina, había un cartel que anunciaba: Sexual Intercourse Center. Entraron. Un hombre rubio, de pelo lacio muy largo, estaba sentado en un sillón. Leía una revista de historietas, no parecía haber desplegado mucha actividad ese día. La muchacha preguntó:
—¿Quiere explicarme cómo es esto, por favor?
El rubio se acomodó en el sillón gastado. Con un gesto amanerado se sacó el pelo que caía sobre su cara.
—Enseñamos el acto sexual. Posiciones ¿sabe? Es muy útil para un matrimonio saber cómo comportarse en la cama. Aquí no hay nada pornográfico. No hay introducción si usted no quiere.
Parecía amable.
—¿Quién le enseñaría a él? —La muchacha señaló al periodista. El joven se levantó sin demasiado empeño y fue hasta el escritorio. Sacó un álbum de fotografías y lo extendió al argentino. Eran mujeres desnudas, en posiciones provocativas. Nada nuevo. El argentino volvió las páginas hasta una morocha de rostro suave y ojos grandes. Los pechos parecían sostenerse sin esfuerzo y le apuntaban desde la foto.
—¿Cuánto con esta? —preguntó.
La muchacha tradujo.
—Veinte con cualquiera —dijo el hombre—. Había perdido la apostura.
—Veinte minutos —agregó—, cursos de veinte minutos. Una pareja quedó muy conforme anoche.
—¿Y para mí? —preguntó ella.
El joven sonrió. Mostraba demasiada humildad.
—¿Podría servir yo?
Ella lo miró detenidamente.
—No parece bueno —dijo, e hizo un gesto de desazón.
—No crea —replicó el rubio—, a veces me dejan propina.
—¿Qué dice? —preguntó el argentino.
—Quiere enseñarme en la cama —explicó ella.
—¿En veinte minutos?
Ella se lo preguntó.
—Bueno, una hora por treinta dólares.
—¿Y cómo sé si usted es bueno?
—Tengo fotos. También puede pagarme al final de la clase.
—Me gusta la morocha —dijo el periodista—. No me importa si sabe mucho. No soy exigente.
La muchacha tradujo.
—Esa no —contestó el rubio, decepcionado—, ya no está.
—¿Dejó el oficio? —preguntó ella.
El joven vaciló. Volvió a sentarse.
—Julie me enseñó el trabajo. Era de las mejores, créalo. Pero se fue con una vieja de Ohio.
—Cosas de la vida —dijo la muchacha.
—Cosas de la vida —repitió él, con los ojos clavados en la foto—. Yo estaba enamorado de ella.