La larga noche del 55

El doctor Ingalinella tenía una paciente grave. Era una niña. Ordenó un análisis y pensó en dejar el caso en manos de otro médico mientras él desaparecía por algunos días. Es que la asonada que en la víspera había conmovido al gobierno peronista provocó la detención de varios militantes comunistas y de gente sospechada de participar de la conspiración. Ingalinella sabía que una vez más vendrían a buscarlo, que tendría que responder a los interrogatorios policiales, cumplir el rutinario trámite de sentirse detenido, hostigado. Ya estaba cansado. Esa noche decidió ocultarse, pero no podía dejar sin auxilio a esa niña a la que siempre había atendido.

Rosa, su mujer, le abrió la puerta de calle. Cuando Juan entró, olvidaron echar llave, un detalle absurdo en un barrio tranquilo.

—Me doy un baño antes de irme —dice Juan y se mete en el cuarto pequeño que da al fondo.

Rosa presiente algo, sabe que esa noche no pasará como todas en una acumulación de horas sin anécdota. Prepara algo para que Juan se lleve.

Son tres, cuatro golpes, quizá con la culata de una pistola o acaso con los nudillos de un puño duro. El llamado no es nuevo para Rosa, pero ella sabe que esta vez suena diferente. Un estremecimiento de rabia la recorre: debió haber cerrado la puerta de calle. Ahora los cuatro hombres están en el patio del frente, ante la puerta de acceso al living y gritan:

—¡Abrí, Ingalinella! ¡La policía, Ingalinella! ¡Abrí o tiramos la puerta abajo!

Rosa va hacia la puerta, pega las manos al vidrio y acerca la cara. Reclama orden de allanamiento y su voz suena absurda, vencida.

—Un trámite de rutina, señora.

Ella corre hasta el fondo y llama a Juan. Avisa. Exige.

—¡Saltá la pared del fondo! ¡Apurate Juan!

Pero Juan se demora bajo la ducha, se deja cubrir por el agua tibia, acaso sonríe:

—No, dejá, mejor abrí. Es lo de siempre.

—¡Andate! —insiste ella y siente los golpes repetidos en la entrada.

Ingalinella abre la puerta del baño. Su voz es la de siempre, limpia y serena:

—Abriles, es mejor.

Y Rosa va. Abre. Los cuatro hombres entran al living. Ella conoce solo a uno, un tal Bedoya, que vive en el barrio. Juan atendió al padre del policía un par de veces. De puro agradecido Bedoya ha venido antes a traer dos pollos de regalo. Ahora trae una orden y está serio.

—Se está bañando —dice Rosa y señala el cuarto del fondo.

—Está bien, lo esperamos —acepta el policía y no habla más. Aparecen la madre de Rosa y un hermano que están en la casa. Mientras Juan termina de vestirse solo hay miradas y un clima de tragedia que les pesa a todos. La madre de Rosa no puede más. Dice:

—No lo torturen.

Nadie contesta. Juan aparece desde la cocina y la hija, de doce años, empieza a llorar. El padre sonríe.

—No llorés —la aprieta contra el pecho— una Ingalinella no llora.

El cuñado pide explicaciones y también se lo llevan. La noche recién empieza.

Artistas, locos y criminales
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