Presuntamente violento
Robledo está impaciente. Ibáñez lo calma. No todo es tan fácil como parece. Hay que entrenarse, como en el fútbol, para no fallar nunca. Ibáñez es inteligente y se las arregla para tener muchas mujeres que lo buscan en el bar, le dejan mensajes. Robledo está solo, pero no lo lamenta. Se siente más fuerte que Ibáñez.
Entre tanto, sus padres se preocupan por la suerte del joven. Le prohíben salir de noche, le piden cuentas de su vida. Otra vez Carlos necesita conformarlos. Toma un curso de radio y televisión y frecuenta la antigua barra del bar «La Perla», pero no tiene mucho que decir. Ellos le parecen tontos y lo grita: «Ustedes son unos giles». Para vengarse, sus amigos lo llaman Colorado, un apodo que en la infancia lo enfurecía.
Solo frente a Ibáñez se siente bien. Ibáñez no es un mequetrefe, piensa Robledo. En el reencuentro, Jorge Antonio lo invita a su casa: «Ya te dije que mi viejo es macanudo. En casa tengo un par de revólveres. Podemos practicar tiro al blanco». Eso lo fascina. Destrozar esos cartones inmóviles le recordará los años del potrero, cuando jugaba a los cowboys. «¡Muerto!», gritaba él y el otro caía al suelo. Lo que más furia le daba era que le gritaran «¡El Colorado está muerto!». Eso lo ponía furioso.
Empiezan a tirar. Robledo tiene en las manos la misma seguridad para el revólver que para el piano. Agilidad, dice Ibáñez, que no sabe lo del piano.
Un día trazan el primer plan. Se trata de una joyería de menor importancia. Como para probar. Todo va bien y reparten las joyas y los relojes. No entienden demasiado y sacan cosas de poco valor. Detalles para corregir, piensa Robledo.
Carlos ha cumplido los 17 años y roba una moto. Con ella alborota a todo el barrio, ya que la arregla en la vereda de su casa y pone el acelerador a fondo para irritar a los vecinos que protestan. El 4 de febrero de 1969 ingresa en la Escuela de Artes y Oficios José Manuel Estrada, ubicada en la zona de Los Hornos, partido de La Plata. Ha sido acusado por el robo de la moto. Allí permanece 20 días y en un par de charlas con el director, Eloy Malaundes, le confiesa que no se entiende con su padre.
Cuando sale, Robledo Puch vuelve al piano. Estudia con la profesora Virgilia Dávalos, quien lo recuerda como un chico «tímido y correcto».
Otra vez Ibáñez. Con él empieza a visitar los boliches de la avenida del Libertador. Conoce a mucha gente y aunque su cara aniñada —los ojos azules y grandes, los labios carnosos y el pelo que le achica la frente— no lo hace muy atractivo, consigue algunas mujeres.
Los dos amigos se tienen cada vez más confianza. Concretan varios golpes, casi todos en la calle, Robledo no sabe todavía que Ibáñez actúa por su cuenta, como un experimentado profesional; roba coches (prefiere los Torino, por los que le pagan 400 mil pesos) y su familia parece conocer sus andanzas.
Robledo, que era un chico callado, se está envalentonando. Se jacta de su audacia y dice que espera un gran futuro. Ibáñez asiente. Brindan y pagan copas. Las mujeres empiezan a preferir su compañía.
Carlos Eduardo quiere irse de su casa. Un día lo intenta, pero no llega lejos. Su padre lo alcanza a las pocas cuadras, baja del auto y lo abofetea como a un chico. Un rayo de rencor habrá atravesado los ojos del muchacho.
Aída, la madre de Carlos, está agotada. Decide hacer un viaje a Europa. Visitará Alemania, donde vivió la guerra. Viaja en barco porque quiere descanso. José, el padre, sale al interior para cumplir con su trabajo. El 10 de enero de 1970 Carlos Eduardo abandona la vacía casa de sus padres. Dentro de nueve días cumplirá 19 años y quiere festejarlo.