Un ciudadano sobre toda sospecha
«[…] los empleados indicados como culpables eran ya empleados de la policía provincial cuando la intervención se hizo cargo del gobierno y no nos llegaron nunca denuncias contra ellos, ni siquiera anónimas como en otros casos, lo que hubiera motivado una investigación y, ratificados los cargos, habrían sido inmediatamente separados como se ha procedido en casos análogos especialmente en la institución policial con el criterio de que sus intereses deben estar por encima de toda sospecha».
(Rafael César Tabanera)
Ni bien se retiran los policías, Rosa corre al dormitorio y dobla una manta. En la cocina prepara un bocado y hace con todo un paquete. Toma un taxi y llega al Departamento Central de Policía. Repite la rutina de otras veces. Son las ocho y cinco de la noche y en la guardia se lo recuerdan. Ya no es hora de ver a los presos, de entregarles nada. Rosa discute, grita, pero es inútil, de nada vale el argumento de que otras veces ha llevado ayuda a su marido hasta la medianoche. Hoy no —le dicen—, hoy no.
A las cuatro de la mañana del día siguiente, el hermano de Rosa queda en libertad. Lo han demorado apenas. No hay nada contra él. En otra sala del Departamento Policial han ocurrido muchas cosas pero Rosa no las conoce todavía (algunas no las conocerá nunca).
Se levanta temprano. Habla por teléfono con su hermano.
—No, a Juan no lo vi en todo el tiempo —dice él.
Son las siete de la mañana. Rosa prepara café con leche y lo pone en un termo. Sale otra vez para el departamento.
—El doctor pide cigarrillos —le dice un vigilante.
Un estremecimiento le recorre el cuerpo. Ingalinella no fuma. Nunca ha fumado. Algo extraño hay en ese pedido. Pero Rosa va al kiosko y compra cigarrillos. Vuelve al departamento, le entrega el paquete al guardia.
—Perdóneme —dice este—, me equivoqué. El que pedía cigarrillos era el doctor Kehoe. Ingalinella salió anoche, a la una de la mañana.
Rosa se quiebra. No hay emoción que le alcance para medir la realidad. Niega.
—No, no salió. Habría vuelto a casa.
—No sé —dice el guardia— acá firmó el recibo porque le devolvieron sus cosas, un reloj, una Parker, la plata. Se fue le digo.
Rosa se enoja, va más allá, habla con un oficial. La hieren:
—Se habrá ido con una amiga, ¿no le parece?
No. No le parece nada. Sale. Mil cosas se le ocurren en ese momento. Un elemental sentido de la militancia le exige que denuncie la desaparición de Juan.
Acción, un periódico menor, acepta lanzar la noticia. Recién el cinco de julio el matutino La Capital inserta cuatro centímetros de columna en la página ocho: «Sobre la desaparición de un profesional», titula.