Nací en el Abasto, en Gallo y San Luis. Era como nacer en el corazón de Buenos Aires; a mí siempre me gustó lo que es porteño, el barrio, los amigos. Me quedé allí cuatro o cinco años y no me fui muy lejos: mis padres me llevaron a Colegiales. No tuve calle. La calle fue para mí el piano. Pero fue piano auténticamente, porque lo sentía así. Vivíamos toda la familia en dos piezas. Mi madre me llamaba diciéndome que se me enfriaba la comida y como no iba, amenazaba con tirarla, pero yo seguía en el piano.
Esas cosas en mí eran sinceras, yo las sentía así. Creo que nací para la música. Ahora, de dónde me salió, no sé.
Papá era músico, alumno de Galvani en el Conservatorio de Santa Cecilia, un buen violinista. No sé si yo heredé la música de él, pero a los seis años me inquietaba balbucear un piano. Mi padre me enseñó algo de teoría, solfeo y teclado. Después tuve un maestro durante dos años. Pasado ese tiempo, el maestro me dijo: «Yo no tengo más nada que enseñarte».
Mi viejo tocaba con el padre de Francisco Amicarelli, y este le dijo un día: «Mira, si tu hijo tiene las condiciones que vos decís, yo tengo un maestro para él». El maestro era Scaramusa, quien tenía una particularidad: si uno no tenía las condiciones que él requería, lo mandaba al ablande con su señora o con su hermana y si no lo echaba. Tuve la suerte de que me tomara. El maestro me quitó todos los vicios que yo tenía y que requerían tiempo modificar. Me enseñó la manera de colocar las manos, el relajamiento de los brazos y otras cosas más. Tuve la suerte de captarlo y me quiso mucho.
A los seis años me senté por primera vez al piano y a los ocho ya me ganaba la vida con la música. Sacaba cuarenta pesos mensuales en un cine cerca de mi casa. Tocaba desde las dos de la tarde a las doce de la noche. Aun siendo un trabajo, lo hacía con cariño. Esto era por el año 1914, ahora ya tengo sesenta y siete, y hace cincuenta y nueve que trabajo sin parar.
En ese cine hacía el acompañamiento para las películas mudas. Una vez vino un señor con su hija para hacerla ensayar. La chica era también precoz. Esperó hasta las doce de la noche, cuando terminaba el cine. Puso las carpetas en el piano y preguntó por el maestro. Cuando me vio venir a mí, de pantalón corto, levantó las carpetas y se quiso mandar a mudar. No entendía razones, hasta que llegó el dueño y le propuso: «Escúchelo a este chico que anda bien». El hombre lo volvió a pensar, y decidió escucharme. Yo comencé a tocar. Al rato empezó a acercarse a mí, a dar vueltas las hojas, y cuando habían pasado seis u ocho temas le dije: «Mire señor, me imagino que su hija canta igual que usted, porque yo dos veces no ensayo». Era el padre de Imperio Argentina.
Él venía a ensayar con su hija, que entonces se llamaba Petite Imperio. Después se entusiasmó mucho, estaba loco conmigo. Me quiso llevar a la Patagonia, y empezó a discutir con mi padre, no de números, pero sí de pasajes de ida y vuelta en el bolsillo, y por eso no fui con ellos.
En ese tiempo yo tocaba para los fondos de las películas fragmentos de óperas, canzonette, de todo menos tango. El tango era una cosa que estaba en la calle y en un sector. Se cantaba, se escuchaba, se bailaba, pero era una cosa de personas mayores.
Después de la época del varieté vino para mí el jazz de los años dieciocho o veinte. Lo empecé a tocar con Nicolás Verona, en el Real Cine. Este hombre era un bajista bastante significativo en el país, dentro de la línea de músicos.
Estuve con él dos o tres años. En ese cine se estilaba presentar tres orquestas, como era la costumbre de los cines del centro, la clásica en el foso, una jazz en un palquito y la típica en otro. Esto duró hasta que vino Adolfo Caravelli y me sacó del Real cine para llevarme al Tabaris. El problema era que yo pisaba los dieciséis años y no podía trabajar en ese lugar como menor. No se me veía mucho, tenía una estatura relativa, y entonces le dije a mi vieja que debía ponerme los pantalones largos. Porque yo trabajaba en el cine con pantalones cortos, pero mi vieja quería los largos recién a los dieciocho años, como buena tana que era. Entonces le dije: «¡Pero vieja, es un cabaret, no puedo ir así, es ridículo!». La cuestión es que me puse los lompa para ir al Tabaris.
Estuve allí escasamente dos años, y le hablé a Francisco Canaro para que me llevara a París. En el Tabaris empecé a balbucear los tangos con entusiasmo, porque me gustaba mucho. Como métier lo veía difícil. Una cosa es lo que está escrito, y otra cosa es el swing, el yeite, todo lo que se le quiera poner a una música popular.
Mi maestro en el tango era Minotto. Él fue quién me dijo lo que tenía que hacer y que no me quedara quieto. Pero yo esto lo hacía cuando Canaro se iba, a las tres de la mañana, porque él no quería que su orquesta funcionara con otros elementos que no fueran los suyos.
Después de dos o tres meses le dije a Canaro que me llevara a Europa. Me preguntó qué quería hacer y le dije: «Tango». Él me contestó: «Usted no sabe tocar tangos». Yo, desde el palco de enfrente, el del jazz, le contesté que estaba aprendiendo, que me gustaba y seguía el tango. No contestó nada. Pasó un tiempito y Canaro me preguntó: «¿Siempre tiene ganas de ir a París?». Le contesté que sí y me llevó. Estuve dos años con él. Era 1926 y yo estaba por los diecinueve años.
En 1927 conocí a Carlos Gardel, en la época en que yo con Canaro hacía solo tango. Entonces empecé a componer algunos tangos a los que no recuerdo si les puse título. Uno de los primeros fue Mañanitas de Montmartre. A Canaro le decíamos Pirincho, pero los hermanos le decían Kaiser porque era un tipo muy duro. Tuve con él muchas cosas gratas, como el viaje a Europa, en donde lo vi serio, responsable, con visión para las cosas.
Cuando estrené Mañanitas de Montmartre, lo hice sin título, sin anunciarlo y desde cuatro o cinco mesas me mandaron a preguntar cómo se llamaba ese tema. Me entusiasmé, seguí e hice Dandy, que por supuesto no se llamaba así, no se llamaba nada. Después le pusieron letra y el título Dandy, y me lo estrenó Gardel.
El día del estreno tocaba el piano y de repente me lo veo a Gardel al lado mío. Estábamos en el Ambassador de París en la Place de la Concorde, un lugar como podía haber sido acá el Armenonville, un restaurante muy distinguido.
En ese Ambassador vi debutar a Paul Whitman. Yo no lo podía creer. Tomé un cuaderno de él, y me lo puse sobre el pecho como quien tiene un hijo. Estaban sus atriles, sus cuadernos. Llegó y ensayó con la orquesta en pleno, su cuarteto vocal en donde estaba Bing Crosby. También vi una compañía del Folies Bergére, pero de negros, que me llamó la atención porque ni en Estados Unidos lo habían visto nunca.
También conocí allí a Rodolfo Valentino. No hablé con él pero fue la primera vez que vi una persona con un smoking blanco. Recuerdo cuando Lindberg cruzó el charco. No durmió París esa noche. Era una época que yo ahora recuerdo y me parece mentira.
Todo era accesible. Un peso nuestro valía diez francos. Cuando llegué a París vi un montoncito de músicos, los de Canaro, los de Bianco Bachicha, los de Manuel Pizarro, todos con su automóvil. Para mí el coche llegó recién a los ocho o diez meses, porque me fui únicamente con mi padre y quería llevar a mi madre y a mis dos hermanos. Hasta que no lo hice, no paré. Mi primer automóvil me costó veintitrés mil francos, que eran dos mil trescientos pesos nuestros. Pero cuando lo tuve resulta que no tenía tiempo para manejarlo porque trabajaba desde las cinco de la tarde hasta las cuatro de la mañana. Recién a esa hora daba una vueltita y nada más.
Canaro era un personaje. Recuerdo que tenía una hermosa voiturette y había decidido comprarse unos guantes para manejar. Un día se encontró con mi viejo y le pidió que lo acompañara a una tienda. Los atendió una vendedora muy simpática. «¿Qué quieren?», les preguntó. «Unos guantes para manejar», le dijo Canaro. La vendedora le preguntó: «¿Quelle mesure?», y Francisco entendió «Quelle voiture». Entonces se puso ancho y respondió «¡Renault!». La mujer lo miró sorprendida. Entonces él agregó: «Diez C. V.». Cuando se aclaró la confusión, Canaro estaba muerto de vergüenza. Se dio vuelta y en voz baja le dijo a mi padre: «Estos extranjeros me tienen podrido».
Conseguí un departamento para mi madre, con cocina, baño, unos muebles bastantes buenos, y todo eso por setecientos cincuenta francos mensuales. Yo ganaba seiscientos francos diarios. Así se podía vivir. En esa época había mucha gente que se iba a París porque sí, vagaba por las calles tratando de encontrar un mango por algún lado. Eran cantores malogrados o músicos faltos de conducta, que estaban en un trabajo ocho, diez o quince días y después no hacían nada por dos meses. Esta gente siempre trataba de acercarse a compatriotas argentinos para que les dieran algo. Algunos se creían cantores y en realidad no eran nada, o se creían músicos y ni siquiera leían. Era el tipo vivo, el que esperaba la oportunidad para dársela al que se descuidara. Paraban todos en Rué Pigalle y en Notre Dame. Esos eran los «anclados en París». En ese tiempo, Gardel venía de debutar en el Gaumont, que era un music hall donde se veían las atracciones internacionales. Tuvo su éxito, pero la ovación se la hacían las mujeres. Para ellas Gardel era como algo del más allá. Con nosotros era un tipo campechano. Le gustaba compartir la sinceridad del porteño, pero en cuanto veía alguna cosa rara se ponía mal. Una vez supo de un cantor que lo imitaba, porque los amigos se lo comentaron. Él no dijo nada, pero un día llegó a sus manos un disco en el cual la grabación era de Gardel y el nombre estaba superpuesto y era el del imitador. Entonces solamente dijo: «No muchachos, esto ya es fulero».
Esos tipos eran una plaga. Cualquiera que supiera tocar un instrumento o cantar un poco se iba a París a aprovechar la fama de los otros. Se los podía ver en cualquier esquina, tratando de enganchar a cualquier punto que les diera bolilla.
Yo no llegué a tratar mucho a Gardel. Cuando en el Ambassador se paró al lado mío, me preguntó cómo era Dandy. Entonces concertamos un ensayo en casa. Vino como un señorito, a la hora que habíamos convenido. Después lo invité a comer un puchero y me dijo: «Pibe, todos los argentinos me invitan a comer puchero. ¿Tu vieja qué es, tana, gallega?». Le contesté que era tana. «Entonces quiero comer pasta», contestó. Arreglamos para que viniera a comer unos ravioles. Vino al día siguiente, y mientras mi vieja estaba en la cocina con los ravioles, le cantó Dandy y le dijo: «Mire, esta pieza es de su hijo, y con ella hago un gol».
Era un tipo serio y de pocas palabras. Un gran tipo por lo que pude ver. Le cuento esto sin el ánimo de mistificar más a alguien a quien nadie le encuentra defectos. Él podría tenerlos, pero no era fácil verlos. Ayudaba a la gente y no pedía nada. En esa época estaba en la cumbre de su fama, pero a él no le pesaba.
Carlos Gardel tenía una voz de excepción, elogiada por Caruso. Me lo contó el mismo Gardel; Caruso, luego de hacerse amigo de él, le dijo: «Nunca hagas lo que hacen los cantores que se tapan con una bufanda para protegerse del frío. Salí a la calle como uno más. Cuando yo termino de cantar un acto de una ópera y salgo transpirado, me pongo delante de un ventilador». Hablando de las irritaciones de garganta, le explicó: «No tomés pastillas, no tomés nada. Cuando sientas que estás mal de la garganta, cortá un pedazo de jamón crudo del tamaño de un dado y masticalo. El salitre es lo que te va a hacer bien».
Después de Dandy, estuve dos años con Canaro, y me entusiasmé con Irusta y Fugazot. Dejé a Canaro y formamos el trío Irusta, Fugazot, Demare. Debutamos en un teatro solos, y estuvimos tres meses con un éxito bárbaro. Pero yo era un muchacho que me sentía músico. Me gustaba lo que estábamos haciendo, pero a mí el pianito y los cantores me conformaban hasta por ahí no más. Entonces me preguntaron qué quería hacer. Les dije que quería ir con un conjunto, quería tener músicos, escribir tangos. «Músicos argentinos no hay», me dijeron y les contesté: «Yo voy a conseguir todos los músicos argentinos que pueda».
La cuestión es que me rompí el alma haciéndolo todo solo y llegó un momento en que reuní a los músicos argentinos. Entre ellos estaban Artola y Polito. De esa inquietud mía de tener músicos, de formar una orquesta que podía tener otra dimensión, surgió un espectáculo de una hora y media con el que recorrimos el país.
De lo que estoy más contento es de lo que hice para mi hermano Lucas, a quien adoro. Él dice que de no haber sido por mí no hubiera hecho cine nunca. Cuando era pibe tomó el piano y se vino a Europa detrás de la vieja. Después volvió a Buenos Aires y se arrepintió de habernos dejado. Pero ya dominaba el piano y se puso a aprender bandoneón. Para entonces yo tenía con Irusta y Fugazot una formación de quince personas, así que podía incluirlo. Entonces Lucas se fue a verlo a Pedro Mafia y le dijo que quería aprender bandoneón. «Yo toco el piano», le dijo. «El piano no tiene nada que ver con el bandoneón», le contestó Mafia. La cuestión es que aprendió y se volvió a Europa a trabajar conmigo. Lo puse de músico de atril como a cualquiera. Eso fue hasta que hicimos la película, Boliche. Tardamos ocho meses en hacerla. Doblamos todo con el sistema de playback, así que mi hermano se pasó como quince días mirando filmar entre toma y toma y le agarró el fierro del cine. Cuando nos íbamos a Cuba, luego de hacer dos películas, Lucas no sabía cómo decirme que quería largar la orquesta. Yo volví a Buenos Aires en 1935, pero él se quedó en España y lo sorprendieron las primeras escaramuzas de la guerra civil. Estaba en Barcelona. Después me contó que para salir a la calle a buscar alimentos tenía que envolverse en un colchón por las balas. Hizo allí ayudantías de cine, hasta que el cónsul recibió orden de repatriar a todos los argentinos.
Acá no conseguía trabajo hasta que Canaro le dijo que hiciera una película para él. Así filmó Dos amigos y un amor, con Pepe Iglesias y Juan Carlos Thorry. Tenía 22 años. Hizo otras películas hasta que pegó el salto con Chingolo, de Sandrini y El cura gaucho, de Muiño.
Después de recorrer Francia nos fuimos a España, entre los años 1928 y 1930. En Barcelona falleció nuestro hermano menor. Un pibe de oro. Se murió allá y nunca me olvidaré de él.
En 1930 fuimos un año a La Habana. El argentino era muy bien recibido. El cubano era muy dado, muy alegre. Actuamos en un teatro muy chiquito y luego hacíamos también Sans Souci, que era un cabaret alejado del centro, como si dijéramos acá, Olivos. En ese lugar tocábamos para que la gente bailase tango.
El tango no prendió tanto allí. Yo vi que la cosa andaba mal y decidí que nos acercáramos hacia la Argentina, tenía ganas de volver a la patria, de ver a la gente conocida, además no me animaba a regresar en ese momento a Europa. Ya tendría otra oportunidad. Éramos muchos y no era fácil ganar el puchero entonces, de manera que ya me iba preparando para separarme de mis compañeros, única manera de que cada uno sobreviviera por su lado.
Luego de eso tomamos una línea que no fue fructífera. Fuimos a Haití, pero allí no había entusiasmo. Recuerdo que nos llevaron a tocar a la embajada argentina. Hicimos unos cuantos tangos y no pasaba nada. Después dijimos que bailaran, pero tampoco. Al final terminamos tocando pasodobles para que la gente bailara.
Pasamos a Puerto Rico y Venezuela. En Caracas decidí deshacerme de mis compañeros. Les dije que tenía miedo de correr el riesgo de fracasar. Nos quedaba Perú y luego regresábamos a Buenos Aires. Pregunté quién quería seguir esa ruta y quién volver a Europa. Casi todos volvieron a Europa. Nosotros hicimos Perú y de allí a Buenos Aires, solamente el trío. Acá debutamos en el teatro Broadway con un gran éxito, pero con la mala suerte que mi compañero Roberto Fugazot se accidentó en un ascensor que se vino abajo desde un tercer piso. Con él estaban Cobián y Cadícamo, pero el único perjudicado fue él, que se rompió una pierna. Tuvo que estar enyesado cuatro meses, y entonces se nos cortó el éxito. Después que se recuperó fuimos al Monumental, pero era otra cosa.
Estábamos en el año 1931 y nos empezamos a preguntar qué hacíamos. Decidimos volver a Europa. Ahí nos entraron ganas de hacer nuestra primera película e hicimos dos. La Paramounth de París, que contrataba a Gardel quiso contratar a Irusta, Fugazot y Demare. Mi compañero Fugazot, que era muy especial, no quiso: «No, no, nosotros no. Los americanos nos contratan por semanas, nos van a hacer filmar cuatro o cinco películas como chorizos, nos pagan equis dólares… y chau. No. Vamos a hacer la película que nos dé la gana y vamos a producirla por nuestra cuenta».
Nos pusimos a trabajar rompiéndonos el alma. La filmación duró siete u ocho meses y dirigía Paco Elias, un español. Antonio Graciani era el libretista. Yo hacía el papel de un músico ciego y mis compañeros trabajaban de cantantes. Las ocho o nueve canciones que aparecían fueron todas pegadas mías. Los conjuntos que deambulaban por las calles de España, los cieguitos que tocaban valses y tangos. Boliche fue la única película que andaba pareja con Luces de Buenos Aires. Pero a pesar de eso no vimos un centavo, porque el señor que distribuía la película se quedó con todo.
Se daba en un cine frente al que pasaban Luces de Buenos Aires, así que enganchaba a la gente que salía de ver la de Gardel. ¡Qué manera de ir mujeres! Se morían por verlo a Carlos Gardel. Pero él, personalmente, era la discreción en persona. Tenía sus mujeres, pero nunca hacía bandera con eso, nunca hablaba, a diferencia de muchos que contaban cada levante para darse aire.
Después hicimos Aves sin rumbo, y más o menos pasó lo mismo. Nosotros que éramos casi ídolos allá, no sabíamos ganar dinero. Éramos jóvenes los tres, y lo que hacíamos requería una persona que manejase el negocio. Llegábamos a un teatro y el dueño decía cincuenta por ciento, la mitad de los viajes o nada y todo así. Debíamos haber dicho entonces, que éramos taquilleros en ese momento, lo que valía nuestro trabajo. Pero para eso hay que tener edad y pasta. Hoy no sé dónde estarán esas películas. El entusiasmo, el lirismo de esa época, fue una cosa de muchachos que ya doy por pasada.
En esa época hubo muchos músicos que lucharon bastante con sus cosas, como Juan Carlos Cobián, que era el aristócrata del tango, el tipo que estaba metido en la aristocracia, en salones donde tocaba el piano. El gran valor de ese tiempo era Julio De Caro. Yo, por mi parte, había puesto los ojos en su hermano Francisco De Caro. A mí me encantaban Flores Negras, Loca Bohemia y creo que esa es la línea que seguí.
A mi maestro, que como ya dije antes era muy exigente, no le gustaba el hecho de que yo estuviera en cine e hiciera el trabajo que hacía. Pero yo de algo tenía que vivir. Él pensaba que había que dedicarse a la música por entero: todo o nada. Y yo pensaba que en Europa podría tomar el maestro que quisiera, pero por las responsabilidades que tuve y por los trabajos que hacía, no lo pude hacer. Hoy lo lloro, porque debía haber seguido estudiando.
En 1935 volví con Canaro. Hice con él comedias musicales durante dos años. Yo las instrumentaba y dirigía. Después de eso lo dejé para formar mi primera orquesta, con la que debuté en el año 1938. Creo que fue el tiempo más feliz de mi vida de músico. Era como un equipo. No sé cómo es un equipo de fútbol, pero nosotros nos divertíamos mucho además de preocuparnos por lo que hacíamos, por no defraudar.
Para seleccionar un cantor a veces lo hacíamos por referencias, o si a alguno le gustaba alguien por ahí, su timbre, su modalidad, me avisaba. Mi primer cantor fue un chico de Chivilcoy, que anduvo muy bien, se llamaba Juan Carlos Miranda. No era muy tanguero, era más bien un chansonnier. Él estrenó Malena, Mañana zarpa un barco e hizo su ciclo conmigo en dos o tres años. Después vino Raúl Berón. Debutó en 1938 y estuvo un año con mucho éxito.
Mi orquesta tuvo una vigencia de plenitud que duró diez años, del 38 al 48, con un elenco de muchachos muy macanudos, con los que anduvimos bastante bien. No me interesaba el comercio; había una línea, un repertorio. Esto hacía que yo tuviera mi público. El trabajo empezó a aflojar en el 48. Se empezaba a perder la radio, y el músico se daba cuenta que el atril no era un medio de vida con futuro. Entonces decidí trabajar con el piano yo solo.
Cuando volví a Buenos Aires empecé a hacer música para cine con Enrique de Rosas. Hice Prisioneros de la Tierra con Mario Soffici, y después toda la línea de películas de mi hermano: La Guerra Gaucha y El Cura Gaucho entre otras.
La Guerra Gaucha se filmó en Salta, con Estudios San Miguel, pero poniendo el hombro todos. Homero Manzi fue el gran gestor de todo eso. La película con veinte copias, ya listas y elaboradas, costó doscientos ochenta mil pesos, porque nadie cobró un centavo.
Yo quería que se proyectara la película en la función vespertina y me vine al cine Ambassador desde los estudios con los primeros rollos. Pero cuando llegué ya estaba la contraorden de que no largasen la proyección porque había un error de sincronización y la máquina saltaba. Lucas estaba enloquecido. Por fin la película se estrenó a las doce menos veinte de la noche, de casualidad. El desperfecto se había solucionado a medias pero hubo que dar la película porque estaba el presidente Farrell.
Para mí la época de oro del tango fue del 35 para arriba. Se dijo que era el año 40 pero en realidad ya desde hacía cinco años venía con todo. Pensando en lo que es Buenos Aires hoy, el porteño no conserva rasgos de aquel apasionado por el tango de mi época.
Hay que tener por lo menos cuarenta y cinco años para entenderlo. Pero los muchachos de ahora, con dieciocho o veinte años, están aburridos de escuchar siempre lo mismo y empiezan a ver que el tango tiene algo, cosas que él está viviendo y que empiezan a dolerle.
A veces, a los chicos jóvenes les pasa con el tango lo que les pasa con la ropa, se enloquecen dos días y después ya pasó. Puede ser que ocurra que estamos siempre escuchando los temas tradicionales, Cobián, Nostalgias, La casita de mis Viejos, Los Mareados. Estamos escuchando a Cadícamo. Por la vuelta, Muñeca Brava, muchos temas de Cátulo Castillo. Pero para que esos temas no sean los únicos, tendrían que estar compensados por otros que salgan a la palestra, para que comparativamente la gente seleccione.
Lo que siempre esperé fue lograrme, nunca busqué ganar dinero sino superarme, llegar a la calle pero nunca con baratura. A veces colegas míos me preguntan de qué año es este tema; quizás es de 1927 y me dicen que parece hecho ayer. Muchos de mis temas son inéditos hoy y no los grabé porque pensaba en qué era lo que la gente quería en ese momento. Por ejemplo en el año 1938, si una orquesta no tenía ritmo no caminaba. Pero así y todo yo debuté con mi modalidad.
Siempre componía mis temas solo. Recuerdo una noche en que estaba con mis compañeros Irusta y Fugazot en 1931. Me levanté porque no podía dormir y fui a la sala de música. Empecé a hurguetear entre los libros y encontré Por el camino adelante de Joaquín Dicenta, hijo. Y lo musicalicé, a las tres de la mañana.
Lo estrenamos en España con un éxito bárbaro. Eran aquellos versos conocidos: «Déjame subir al carro carretero / Déjame subir al carro que me muero / Es la hora agonizante de un crepúsculo violeta / Va arrastrando una carreta por el camino adelante».
En España lo estrenamos con gran suceso porque allí eran muy conocidos los versos de Joaquín Dicenta. Decían que eran versos españoles con música de la pampa. No sé si por facilidad o por la pasión que tenía, me gustaba escribir sobre textos. Por ejemplo, todas las cosas que hice con Homero Manzi, o su mayoría, fueron sobre sus versos.
Me encuentro más en clima, con más facilidad. Aquello de «voy a hacer un tema y que fulano le ponga letra» es una cosa que a mí siempre me resbaló. Siempre fui perezoso para eso.
Yo hice Moleña, en diez o quince minutos. Manzi me había entregado los versos ya hacía ocho o diez días. Pensé «esta noche va a venir Manzi y por lo menos le voy a decir cómo empieza el tango». Entonces me senté en un café y lo escribí completo en diez o quince minutos, sin pulir y sin cambiar nada. Fue en el verano del 42 en El Gran Guindado, un bar de Acevedo y Libertador, frente al Zoológico. Lo voltearon hace poco.
Manzi era una persona de una gran perfección, era músico escribiendo. No escribía cualquier cosa. Algo muy característico en él era que primero colocaba el título y después hacía el poema. Teniendo el título, lo demás caminaba. Y tenía otra condición: él había hecho hoy Sur, y mañana se olvidaba, tenía que hacer otra cosa.
De él musicalicé unas doce o quince cosas. Manzi era muy activo escribiendo con Pichuco, con Piana o conmigo. Él tuvo esa cosa de ternura, de imagen cálida, el hombre que siempre embelesó a la mujer, le cantó loas. No terminaba nunca cuando le decía algo a una mujer.
Tenía una gran actividad en cine e incluso en política. Yo lo conocí cuando estaba haciendo la campaña de Larralde, en el año 46; después se volcó al peronismo. A veces uno se lamenta de que las cosas se nos escapen de las manos, que alguien se enferme, se muera. Pero se siente bien por no haber usado a esa gente.
Nunca hice nada con Discépolo. Un día le dije: «¿Cuándo hacemos un tango juntos?». Me contestó: «Ya mismo lo hacemos. Dame la música». Le dije que él me tenía que dar la letra y contestó: «No. A mí si no me das una música no puedo. ¿No me crees?». Le creía, él me puso el ejemplo del tango Chorra. Tarareó la música y me preguntó: «¿Vos concebís que yo haya hecho primero la música de Chorra?» Me hubiera encantado hacer un tango con Discépolo, o con Celedonio Flores, pero fue imposible.
Hubo en el tango cantores notables además de Gardel; por ejemplo Ignacio Corsini. Yo encontraba defectos en su voz, pero una gran personalidad. Era auténticamente él. Abría la boca y era Corsini. Se discutía Gardel-Corsini como se discutía Boca-River. Los admiradores de Gardel no toleraban ni siquiera mencionar a Corsini. Y los de Corsini no concebían a Gardel. Otro de los cantores que introdujeron una modalidad fue Agustín Magaldi. Y eso es algo valioso. Creo que los más grandes cantores de la historia del tango fueron los monstruos, Gardel, Corsini, Magaldi, esa gente que fueron pueblo. Hubo algunos que se quedaron ahí, como Raúl Lesende. Este muchacho decía muy bien el tango. No tuvo la suerte del micrófono, ni conoció la televisión, pero al oírlo se podía decir: «Acá hay un cantor».
Cuando dejé mi orquesta toqué en muchos boliches. Vi que estaba rodeado de gente que me seguía, pero parecía que yo no me daba cuenta. Creía que era una cuestión de casualidad, de contagio. Yo nunca pude especular con eso, pero la verdad es que a la gente le gustaba mi piano, mis cosas. Pude haber tenido mi propio boliche y no lo hice. Yo inauguré Cambalache con Tania, tenía mis amigos y ella los suyos, tocaba hasta las cinco de la mañana, como si el negocio fuera mío; pero yo era nada más que un empleado de ella.
A los dos años hice una intentona con un boliche de tango en Cangallo y Libertador. Fui con Mercedes Simone y a los tres o cuatro meses ella se indispuso y no pudo venir más. Le compré al marido la parte de ella y me quedé con los socios, que me defraudaron. Gracias a eso nace Malena al Sur en 1969. El boliche me dio muchas satisfacciones después del trabajo que tuve. Hice yo mismo de albañil, estuve con los obreros, quería terminarlo pronto.
Con una promoción muy relativa desde el vamos anduvo muy bien y hoy hace cuatro años que estoy dedicado plenamente a eso. Por una enfermedad que tuve me alejé un poco, pero ahora retomo nuevamente. En cuatro años no había faltado un solo día. Cuando yo no estaba, quedaba igual un gran baluarte de amigos que se interesaban por mí y se conformaban aunque yo no estuviera. Ahora sigue yendo gente que va a hablar conmigo, que va a escuchar lo que no me escuchó en la calle.
A mí, la época de París, los primeros pasos me parecen ahora un sueño. Un sueño nada más. También los diez años de mi orquesta. Creo que hay entre mis cosas algunas rescatables: Moussette, Mañanitas de Montmartre, Sentimiento tanguero, Sorbos amargos, Malena, Solamente ella, Hermana. Sigo escribiendo y tengo muchas cosas inéditas. Nunca voy a poder separarme de la música y soy feliz por eso.
Puse toda mi vida en la música y cada una de mis cosas vale por el empeño que puse. Nunca hice cualquier cosa por ganar un mango. Tengo vergüenza, y eso es mi mayor capital a través del tiempo. La gente que me sigue sabe que fue así, que nunca hice concesiones al mal gusto. Por eso dejé muchísimas cosas sin estrenar, porque había algo que no me convencía y prefería dejarlo. De todos modos, piezas como las que le nombré son mi modesto aporte a la música popular.