17.

Mientras yo pensaba que aquella cuesta era el final de un viaje que me había llevado años, un carro tirado por un caballo y cargado de bidones rebosantes de agua se metió por ella antes que yo. Debía de transportar agua a alguna obra allá arriba. Según el carro subía la cuesta sacudiéndose me pregunté por qué aquellos bidones que derramaban el agua eran de zinc, ¿todavía no había llegado el plástico a ese mundo? Mi mirada se cruzó, no con la del carretero, que iba a lo suyo, sino con la del caballo, y sentí vergüenza de mí mismo. Tenía las crines empapadas de sudor, estaba furioso y desesperado, le costaba tanto tirar de la carga que se podría decir que no hacía más que sufrir. Por un momento me vi reflejado en sus tristes, amargados y enormes ojos y comprendí que el caballo se encontraba en una situación mucho peor que la mía. Subimos hacia la Colina del Sentido entre el estruendo de los bidones de zinc entrechocando, las ruedas traqueteando en los adoquines y los estertores de mi vida, que trepaba resoplando. El carro entró en el pequeño jardín donde se hacía la mezcla de los materiales y yo, mientras el sol desaparecía tras una nube negra, penetré más allá de los muros que rodeaban el jardín umbrío y misterioso y la casa del creador de los caramelos Vida Nueva. Permanecí seis horas en la casa de piedra del jardín.

Süreyya Bey, el creador de los caramelos Vida Nueva, aquel que había de darme la clave de los secretos de mi vida, era un anciano de unos ochenta y tantos años capaz de fumarse alegremente dos paquetes de cigarrillos Samsun al día como si se beneficiara de un elixir que le prolongara la vida. Me recibió como si fuera un viejo compañero de su nieto o un amigo de la familia y comenzó a relatarme largamente, como si contara una historia que hubiera dejado a medias el día anterior, el caso de un húngaro espía nazi que un día de invierno había ido a la tienda que tenía en Kütahya. Luego me habló de una confitería en Budapest, de los sombreros, todos iguales, que llevaban las mujeres en un baile en Estambul en los años treinta, de los errores que cometían las mujeres turcas para estar guapas, y de por qué su nieto, un hombre de mi edad que entraba y salía continuamente de la habitación, había sido incapaz de casarse, incluyendo los detalles de dos noviazgos que habían terminado en ruptura. Le alegró saber que yo estaba casado y calificó de auténtico patriotismo el hecho de que un joven vendedor de seguros como yo se atreviera a salir de viaje permaneciendo lejos de su esposa y su hija con el objetivo de organizar el país, de prevenir y coordinar a sus compatriotas ante los desastres naturales que se acercaban.

Aquello fue al terminar la segunda hora. Le expliqué que no vendía seguros de vida sino que sentía interés por los caramelos Vida Nueva. Se agitó en su sillón; con la cara vuelta hacia la luz plomiza que llegaba del sombrío jardín me preguntó de manera misteriosa si sabía alemán. Sin esperar a que le respondiera, dijo «Schachmatt». Me explicó que se trataba de una palabra europea híbrida construida a partir del persa «shah» y del árabe «mate» que significaba muerto. Nosotros le habíamos enseñado el ajedrez a Occidente; algo mundano, con el aspecto de un campo de batalla, que representaba la guerra entre el ejército blanco y el negro, la guerra espiritual entre el bien y el mal que se disputa en nuestros corazones. ¿Y qué habían hecho ellos? Habían convertido nuestro visir en una reina y nuestros elefantes en obispos; en fin, eso no tenía importancia. Pero nos habían devuelto el ajedrez como si fuera una victoria de sus mentes, del racionalismo universal. Ahora nosotros intentábamos comprender nuestra propia sensibilidad usando sus razonamientos y creíamos que en eso consistía ser civilizado.

No sabía si yo me habría dado cuenta, su nieto sí que lo había hecho, pero ahora las cigüeñas volaban mucho más alto que en los viejos tiempos felices cuando subían hacia el norte o cuando en agosto regresaban al sur, a África. Era porque todas aquellas ciudades, montañas, todos aquellos ríos y países por encima de los cuales batían las alas se habían convertido en una geografía amarga cuya miseria ya no querían ver. Después de hablar con cariño de las cigüeñas, pasó a una trapecista francesa de piernas de cigüeña que había ido cincuenta años antes a Estambul y de ahí a recordar con todo detalle y colorido, más que con añoranza, los viejos circos y ferias y los dulces que se vendían a sus puertas.

Me invitaron a almorzar y, mientras comíamos y nos tomábamos nuestras cervezas Tuborg bien frías, Süreyya Bey me contó el descenso a las profundidades subterráneas de un grupo de caballeros que durante la octava Cruzada se habían quedado atrapados en Anatolia Central y habían entrado en una de las cuevas de Capadocia. A lo largo de los siglos su población fue en aumento y los hijos y los nietos de aquellos caballeros ampliaron la cueva, abrieron corredores bajo tierra, encontraron otras cuevas y fundaron ciudades subterráneas. A veces, de aquel país de los laberintos en el que nunca brillaba el sol donde vivían los Cientos de Miles de la Estirpe de los Cruzados (los CMEC), surgía un espía que se disfrazaba, se infiltraba en nuestras ciudades y nuestras calles y comenzaba a predicarnos sobre lo magnífica que era la civilización occidental de forma que, de la misma manera que habían agujereado nuestro subsuelo, agujerearan nuestras mentes y pudieran salir con toda tranquilidad a la superficie. ¿Sabía yo acaso que a aquellos espías se les llamaba los OPA y que existía una crema de afeitar con el mismo nombre?

¿Fue él quien me contó el gran desastre que había supuesto para nuestro país el gusto de Atatürk por los garbanzos tostados o era yo quien me lo estaba imaginando en aquel momento? No sé si fue él quien mencionó al doctor Delicado o si yo me referí a él por una asociación de ideas. El error del doctor Delicado había sido, como el de los materialistas, el de creer en las cosas y suponer que guardándolas protegería el espíritu perdido. Si eso hubiera sido cierto, tal y como reza el dicho, habría llovido luz en los mercadillos. LUZ. Había muchas marcas que usaban esa palabra. Por supuesto, todas eran imitaciones. Lámparas LUZ, tinta LUZ, etcétera. Cuando el doctor Delicado comprendió que no podría proteger nuestras almas perdidas utilizando objetos, recurrió al terrorismo. Y eso le había venido muy bien a Estados Unidos, claro, nadie manejaba esos asuntos mejor que la CIA. Y, ahora, donde había estado su casa, su mansión, sólo soplaba el viento. Las Rosas habían huido una a una y habían desaparecido y a su hijo lo habían matado hacía mucho. La organización se había disuelto y quizá cada uno de los asesinos, tal y como ocurre cuando se desploman los grandes imperios, había proclamado su propio principado independiente. Por eso las magníficas tierras a las que el genio colonialista, siguiendo una táctica genial, denominaba «Oriente Medio», hervían hoy de príncipes novatos y asesinos que habían proclamado su independencia. Subrayó la paradoja con la punta del cigarrillo señalando el sillón vacío que tenía a mi lado y no a mí: pero los días de autonomía de estas tierras habían llegado ya a su fin.

Cuando la tarde caía sobre el sombrío jardín acentuando el silencio, como si descendiera sobre un cementerio, abordó repentinamente la cuestión que yo llevaba horas esperando que iniciara. Mientras me explicaba las actividades de un misionero católico japonés al que había encontrado cerca de Kayseri y que había intentado lavarle el cerebro en el patio de una mezquita, cambió bruscamente de tema: no recordaba de dónde se había sacada el nombre de Vida Nueva. Pero consideraba muy adecuada la magia del nombre porque durante bastante tiempo los caramelos habían permitido a los habitantes de estas tierras gozar de una nueva sensibilidad, de un nuevo gusto, y así les habían recordado un pasado perdido. Al contrario de lo que se creía, ni los caramelos en sí ni la palabra eran importaciones de Francia, imitaciones. De hecho la palabra «Kara» era una de las más básicas del léxico de los pueblos que llevaban decenas de miles de años habitando en estas tierras y en las más de diez mil coplas que había puesto en los Kara-Melos a lo largo de treinta y dos años de producción, dicha palabra aparecía en más de mil.

Bien, ¿y el ángel?, preguntó una vez más el desdichado viajero, el paciente vendedor de seguros, el desesperado héroe.

Como respuesta, Süreyya Bey recitó de memoria ocho de las más de diez mil coplas. Y desde aquellos versos me saludaron con la mano unos ángeles puros a los que se comparaba con mujeres bellísimas, que recordaban muchachas adormiladas, que se enturbiaban con un halo mágico surgido de un cuento de hadas y que se iban infantilizando alejándose de mí, sin resultarme en absoluto atractivos, siendo totalmente incapaces de animar mis recuerdos.

Süreyya Bey me explicó que todas las coplas que había recitado eran obra suya. Había escrito cerca de seis mil de las más de diez mil coplas de los caramelos Vida Nueva. Había habido días, en aquella época dorada en que la demanda alcanzó dimensiones increíbles, en que había escrito más de veinte. ¿Acaso Anastasio, el emperador que había ordenado acuñar las primeras monedas bizantinas, no había ordenado colocar su propio retrato en el anverso de las monedas? Al mismo tiempo que Süreyya Bey me recordaba que en tiempos sus obras se habían encontrado en todos los colmados en tarros colocados entre la báscula y la caja registradora, que aquellos objetos que llevaban su propio sello habían estado en decenas de millones de bolsillos y que se habían utilizado en lugar de dinero suelto, me decía que había gozado, como un emperador que hubiera acuñado su propia moneda, de poder, de riqueza, de prosperidad, de mujeres hermosas, de fama, de éxito, de felicidad, en suma, de todos los placeres de la vida. Por eso no le serviría de nada hacerse ahora un seguro de vida. Pero, si le servía de consuelo, podía explicarle a su joven amigo el vendedor de seguros por qué había usado la imagen de un ángel en sus caramelos. Le gustaba mucho ver a Marlene Dietrich en los cines de Beyoğlu a los que tan a menudo había ido en sus años juveniles. Y, sobre todo, le encantaba la película Der blaue Engel. La película, que se había proyectado en nuestras pantallas con el nombre de El ángel azul, se basaba en una obra maestra del novelista alemán Heinrich Mann. Süreyya Bey también había leído la novela original, Professor Unrat. El profesor Unrat, interpretado por Emil Jannings, era un profesor de instituto bastante inofensivo. Un día se enamora de una fulana. Y aunque ella le parezca un ángel, en realidad…

¿Soplaba fuera un viento tan fuerte como para que los árboles susurraran de aquella manera? ¿O era mi propia mente llevada por el viento la que oía cómo éste la arrastraba? Como dicen los profesores bonachones de sus alumnos, tan soñadores y excusables como distraídos e inocentes, durante un rato «no estuve allí». Ante mis ojos pasó el fantasma envuelto en luz del día de mi juventud en que por primera vez leí La vida nueva como si fuera un barco maravilloso pero inaccesible que se pierde con sus luces resplandecientes en la noche oscura. En aquel silencio en el que me había sumergido era consciente de que Süreyya Bey me estaba contando la triste historia de la película que había visto y de la novela que había leído en su juventud, pero era como si no viera ni oyera nada.

En eso su nieto entró en la habitación, encendió la lámpara y de repente me di cuenta de tres cosas. 1. La lámpara del techo, ahora encendida, era igual a la que cada noche regalaba el Ángel del Deseo en el teatro de la carpa en la ciudad de Viranbağ a algún afortunado acompañándola de consejos incomparables sobre la vida. 2. Había oscurecido tanto que hacía bastante rato que no veía en absoluto al anciano caramelero. 3. Él tampoco me veía, porque era ciego.

¿Debo preguntarle de la misma forma agresiva al lector agresivo e irónico que levanta las cejas ante este tercer punto dudando de mi inteligencia y mi atención porque durante seis horas no me había dado cuenta de que el hombre era ciego, si ha leído cada rincón del libro que sostiene en las manos demostrando la suficiente atención e inteligencia? Por ejemplo, ¿puede recordar ahora los colores de la escena en la que por primera vez se mencionó al ángel? ¿O puede decir ahora mismo qué tipo de inspiración le proporcionaron al tío Rifki para La vida nueva los nombres de las compañías que enumeraba en su obra Héroes del ferrocarril? ¿Se han dado cuenta de qué pista me serví posteriormente para saber que cuando disparé a Mehmet en el cine él estaba pensando en Canan? La tristeza, para todos aquellos que, como yo, han perdido el rumbo en la vida, se manifiesta como una rabia que pretende pasar por inteligencia. Y es ese deseo de ser inteligente lo que acaba por fastidiarlo todo.

Sumergido en mi propia pena, contemplaba por primera vez al anciano, del que había entendido que era ciego por su manera de mirar la lámpara encendida sobre nuestras cabezas, con cierto respeto, cierta admiración y, si quieren que les diga la verdad, cierta envidia. Era alto, delgado, elegante, y tenía un aspecto bastante vigoroso para su edad. Sabía usar con destreza sus manos y sus dedos, su cabeza seguía funcionando como un reloj y podía hablar durante seis horas sin dejar de resultar interesante ante un asesino soñador al que testarudamente creía un vendedor de seguros. Había conseguido una serie de cosas en una juventud que había vivido con felicidad y entusiasmo y, por mucho que el fruto de su éxito se hubiera disuelto en las bocas y en los estómagos de miles de personas y sus aproximadamente seis mil coplas hubieran sido tiradas a la basura junto con los envoltorios de los caramelos, aquello le había dado una visión optimista y firme de su lugar en el mundo y, además, había sido capaz de fumarse tranquilamente dos paquetes de tabaco diarios hasta los ochenta años.

En mi silencio notó la tristeza con ese instinto tan particular de los ciegos e intentó consolarme. Así era la vida: había accidentes y fortuna; había amor y soledad y alegría; el destino, la luz, la muerte, pero también una felicidad indefinida; no debía olvidar nada de aquello. En la radio iban a dar el parte de las ocho; ahora su nieto la encendería y yo me quedaría a cenar con ellos, por favor.

Me disculpé, le dije que al día siguiente me esperaban muchas personas que querían hacerse un seguro de vida en la ciudad de Viranbağ. De repente, en un abrir y cerrar de ojos, me encontré con que había salido de la casa y del jardín y con que estaba en la calle. Fuera, en medio de una fresca noche de primavera que permitía comprender que allí el invierno era duro, me encontré más solo que los oscuros cipreses del jardín.

¿Qué iba a hacer ahora? Me había enterado de todo lo que me hacía falta y de lo que no me la hacía, había llegado al final de todos los viajes, de todas las aventuras y de todos los secretos que pudiera inventarme. Lo que me quedaba de vida, eso a lo que podía llamar futuro, se encontraba, como la olvidada ciudad de Sonpazar allá abajo, muy lejos de las noches animadas, de las multitudes alegres, de los caminos bien iluminados, en medio de la oscuridad, exceptuando unas cuantas farolas de luz pálida. Cuando un perro ladró dos veces todo arrogante, comencé a bajar la cuesta.

Mientras esperaba el autobús que me sacaría de aquella pequeña ciudad en el fin del mundo y me devolvería a la algarabía de los letreros de los bancos, los anuncios de cigarrillos, las botellas de gaseosa y las pantallas de televisión, paseé sin rumbo por las calles. Como ya no me quedaban demasiadas esperanzas ni deseos de alcanzar el sentido y la unidad del mundo, del libro y de mi vida, mientras paseaba por las calles me encontré entre imágenes sin pies ni cabeza que ni indicaban ni implicaban nada. Por una ventana abierta observé a una familia que cenaba reunida alrededor de la mesa. Se pueden imaginar cómo eran. Por un cartón colgado en la pared de la mezquita me pude enterar de horarios de los cursos de Corán. En el cáfé de la pérgola pude ver, sin que me importara demasiado, que la gaseosa Budak seguía resistiendo allí a pesar de todos los ataques de Coca-Cola, Schweppes y Pepsi. En la puerta de un taller de bicicletas que caía justo enfrente de la pérgola contemplé al mecánico que ajustaba una rueda a la luz que surgía del interior y a un amigo que charlaba con él con un cigarrillo en la mano. ¿Por qué he dicho amigo? Quizá existieran entre ellos una profunda enemistad y una enorme tensión. En cualquiera de los dos casos no eran ni más ni menos interesantes. A aquellos lectores que piensen que estaba demasiado pesimista, he de advertirles que sentía que era preferible contemplarlos sentado en la frescura de un café con una pérgola que no hacerlo.

Llegó el autobús y abandoné Sonpazar con aquella sensación. Subimos dando curvas a las altas montañas pedregosas y las bajamos inquietos, escuchando el chirrido de los frenos. Nos detuvieron varias veces y sacamos nuestros carnets de identidad intentando ganarnos la confianza de los soldados. Una vez que se hubieron terminado las montañas, los soldados y los controles de identidad y nuestro autobús comenzó a acelerar, a entusiasmarse y a desbocarse como sólo él sabía por las amplias y oscuras planicies, mis oídos empezaron a distinguir las tristes notas de una vieja melodía bien conocida entre el rugir del motor y el alegre rumor de las ruedas.

Quizá porque el autobús era el último de aquellos resistentes, enormes y ruidosos viejos Magirus en los que tantas veces nos habíamos montado Canan y yo; quizá porque avanzábamos por un asfalto lleno de baches que se adecuaba perfectamente a ese gemido tan especial que producían las ruedas cuando giraban ocho veces por segundo; quizá porque en la pantalla del vídeo aparecían el morado y el gris plomizo de mi pasado y mi futuro mientras los amantes de una película nacional lloraban por haberse malinterpretado; no lo sé, no lo sabía; quizá porque me había sentado instintivamente en el asiento número 37 con la esperanza de encontrar en el orden secreto de las casualidades el significado que no había podido encontrarle a mi vida, o porque al inclinarme sobre su asiento vacío y mirar por la oscura ventanilla vi de repente el negro terciopelo de la noche, que en tiempos nos había parecido tan infinitamente misterioso y atractivo como el tiempo, como los sueños, como la vida y el libro. El caso es que cuando una lluvia triste comenzó a golpetear en los cristales, yo me retrepé en mi asiento y me abandoné a la música de mis recuerdos.

De manera paralela a mi tristeza la lluvia arreciaba sin parar y poco antes de medianoche se había convertido en un auténtico diluvio acompañado por un fuerte viento que sacudía nuestro autobús y que esparcía relámpagos del mismo color que las flores moradas de la amargura que se abrían en mi mente. Mientras el agua chorreaba por los huecos de las ventanillas hasta los asientos, el autobús se retorció lentamente hacia una zona de descanso después de pasar ante una gasolinera apenas visible en la tormenta y varias aldeas fangosas convertidas por el agua en cenagales fantasmas. Cuando se reflejó sobre nosotros la luz azul de las letras de neón del RESTAURANTE Y RECUERDOS SUBAŞI, el agotado conductor nos anunció: «Media hora, parada obligatoria».

Tenía idea de no moverme de mi asiento y contemplar sentado en solitario esa triste película a la que he llamado mis recuerdos, pero la lluvia que golpeaba el techo del Magirus acentuaba de tal manera mi pena que tuve miedo de no poder soportarlo. Me lancé al exterior junto con el resto de los pasajeros, que avanzaban a saltos entre el barro protegiéndose la cabeza con periódicos o bolsas de plástico.

Me dije que me vendría bien mezclarme con la multitud, tomarme una sopa y un dulce de leche, entretenerme con los placeres palpables de la vida y así, en lugar de amargarme examinando la parte de mi vida que había dejado atrás, podría reponerme girando los lejanos y racionales focos de mi mente sobre la parte de vida que se extendía ante mí. Subí dos escalones, me sequé el pelo con el pañuelo, entré en un salón muy iluminado que olía a aceite y a tabaco, oí una música y me quedé boquiabierto.

Como un enfermo experimentado que siente que se aproxima un ataque de corazón, recuerdo que me esforcé desesperadamente en tomar precauciones y evitar la crisis. Pero no podía decir que apagaran aquella música de la radio porque era la que Canan y yo habíamos escuchado cogidos de la mano después del accidente que sufrimos; ni tampoco podía gritar que quitaran de las paredes aquellas fotografías de artistas locales porque Canan y yo nos habíamos reído mucho mirándolas mientras comíamos en aquel restaurante. Como no llevaba en el bolsillo una pastilla de trinitrin contra las crisis de tristeza, por hacer algo me serví en una bandeja un cuenco de sopa, un trozo de pan y un rakı doble y me retiré a una mesa en un rincón. Mientras la removía con la cuchara, comenzaron a gotear en la sopa mis saladas lágrimas.

No voy a disfrutar del orgullo de ser alguien cuyo sufrimiento comparten todos sus lectores, como pretenden hacer todos los imitadores de Chéjov, sino que me van a permitir mostrárselo como pretexto para extraer una moraleja, como haría un escritor oriental apegado a las tradiciones. En suma: había querido apartarme de los demás y verme como alguien especial que persigue un objetivo completamente distinto a los del resto de la gente. Ése no es un crimen que por aquí se perdone. Me dije que aquel sueño imposible era algo que me habían inspirado las novelas ilustradas del tío Rifki que había leído en mi infancia. Y así pensé de nuevo lo mismo que el lector aficionado a las moralejas habrá pensado hace mucho, o sea, que si La vida nueva me había influido de tal manera era porque ya me habían predispuesto las lecturas de mi niñez. Pero, como yo mismo era incapaz de creerme la conclusión a la que había llegado, como les pasaba a los antiguos grandes maestros de las parábolas, mi biografía resultaba ser la historia de mi solitaria vida y aquello no aliviaba mi pena. Aquella conclusión despiadada a la que mi mente iba llegando poco a poco, mi corazón hacía mucho que la había descubierto. Comencé a llorar a moco tendido acompañado por la música de la radio.

Como vi que mi actitud no producía una buena impresión entre mis compañeros de autobús y viaje, que estaban hundiendo las cucharas en la sopa y engullendo su arroz, me largué al retrete. Me eché a la cara el agua templada y turbia que salía de un grifo que corría atragantándose y que me dejó empapado de arriba abajo, me soné y me entretuve un rato. Luego regresé a mi mesa.

Poco después, cuando los miré de reojo, vi que mis compañeros de viaje, que a su vez me miraban de reojo desde sus mesas, se habían tranquilizado un tanto. En eso, un viejo vendedor que también me estaba observando se acercó a mí con la mirada fija en mis ojos y una cesta de paja en la mano.

—Olvídalo —me dijo—. Ya se te pasará. Toma un paquete de estos caramelos de menta, te sentarán bien.

Dejó sobre mi mesa una bolsita de caramelos de menta marca FRESCOR.

—¿Qué valen?

—No, no. Es un regalo que te hago.

Como el niño que llora en la calle al que de repente un abuelete de buen corazón le da un caramelo… Con la mirada culpable de ese niño miré a la cara del anciano caramelero. Anciano es una manera de hablar, porque no era más viejo que yo.

—En la actualidad ya hemos perdido por completo —prosiguió—. Occidente nos ha engullido, ha pasado por encima de nosotros aplastándonos. Han metido las narices en todo lo nuestro, en nuestras sopas, en nuestros caramelos, hasta en nuestros calzoncillos, y han acabado con nosotros. Pero un día, un día dentro de mil años, pondremos fin a esta conspiración, les sacaremos a la fuerza de nuestras sopas, nuestros chicles y nuestras almas y nos vengaremos. Ahora, tómate los caramelos y no llores por nada.

¿Era ése el consuelo que buscaba? No lo sé. Pero durante un rato reflexioné sobre aquello como el niño de la calle que se toma en serio el cuento del abuelete de buen corazón. Luego se me vino a la mente un pensamiento de Ibrahim Hakki de Erzurum o de algún escritor del primer Renacimiento proporcionándome una nueva posibilidad de consuelo. Como ellos, pensé que el origen de la tristeza es un humor nocivo y oscuro que se extiende desde el estómago hasta la cabeza y decidí prestar atención a lo que comía y bebía.

Me tomé la sopa echándole trocitos de pan, sorbí cuidadosamente mi rakı y pedí otra copa con un trozo de melón de acompañamiento. Me entretuve con la comida y la bebida hasta que el autobús se puso en marcha como un viejo precavido que tiene cuidado con lo que ocurre en su estómago. Me monté en el autobús y me senté en uno de los asientos delanteros. Supongo que ya se habrá comprendido: quería dejar atrás el asiento número 37, que era el que siempre escogía, junto con todo lo que se relacionara con mi pasado. Me quedé dormido.

Después de un sueño largo y sin interrupciones, me desperté poco antes de amanecer cuando el autobús se paró y entré en una de esas nuevas áreas de servicio recientemente abiertas que son los puestos de avanzada de la civilización. Me animó un poco ver las buenas chicas de los anuncios de neumáticos de camión, de bancos y de Coca-Cola de las paredes, los paisajes de los calendarios, los colores chillones de las letras de los anuncios que me llamaban a gritos y las fotografías de gordas hamburguesas que rebosaban del pan y de helados color rojo lápiz de labios, amarillo margarita y azul sueño que había en un rincón sobre un mostrador en el que ponía pretenciosamente «self-service».

Pedí un café y me senté en un rincón. Bajo unas potentes luces contemplé en las tres pantallas de televisión que había frente a mí a una niña pequeña y elegante que era incapaz de echarse ketchup de la botella de plástico de una novísima marca en las patatas fritas y a su madre, que la ayudaba. En mi mesa había una botella de plástico del mismo ketchup marca SABORÉALO y unas letras amarillo dorado que había en ella me prometían un viaje de una semana a Disneylandia en Florida si reunía en el plazo de un mes treinta de aquellas tapas que no había quien abriera y que cuando se conseguía dejaban hecho un asco el vestidito de las niñas pequeñas, las enviaba a la dirección indicada abajo y ganaba el sorteo correspondiente. De repente, metieron un gol en la televisión.

Mientras seguía de nuevo el gol en cámara lenta con mis hermanos masculinos, que esperaban en la cola de las hamburguesas o que estaban ya sentados, me invadieron un optimismo nada superficial y un racionalismo perfectamente adecuado a la vida que tenía ante mí. Me gustaba ver el fútbol en la televisión, quedarme en casa los domingos y hacer el vago, beber algunas noches, ir a la estación con mi hija para ver los trenes, probar nuevas marcas de ketchup, leer, cotillear con mi mujer y hacer el amor con ella, fumar y, como estaba haciendo en ese momento, sentarme en cualquier sitio sin que me molestaran y tomarme un café y mil cosas parecidas. Si me cuidaba un poco y vivía tanto como, digamos, Süreyya Bey el caramelero, me quedaba prácticamente medio siglo para disfrutar de esos placeres… Se me saltaron las lágrimas al recordar a mi mujer, a mi hija, mi casa. Soñé a cámara lenta cómo jugaría con mi hija cuando llegara a casa el sábado a mediodía, los caramelos que le compraría en la estación de autobuses, cómo mientras ella jugaba en el jardín aquella tarde mi mujer y yo no haríamos el amor sin desgana sino de manera honesta y apasionada y luego cómo todos juntos veríamos la televisión y yo le haría cosquillas a mi hija y nos reiríamos.

Aquel café después de haber dormido me despejó bastante. En el autobús, en ese silencio profundo que hay poco antes del amanecer, los únicos que no dormíamos éramos el conductor y yo, sentado ligeramente detrás de él y a su derecha. Esperaba con impaciencia que llegara la mañana con un caramelo de menta en la boca, con los ojos abiertos como platos fijos en el liso asfalto en medio de aquella estepa que, como lo que me quedaba de vida, parecía que no iba a acabarse nunca, contando cada una de las líneas discontinuas en el centro de la calzada y observando cuidadosamente las luces de los camiones y los autobuses que de vez en cuando se cruzaban con nosotros.

Comencé a ver los primeros indicios de la mañana antes de que pasara media hora a través de la ventanilla de mi derecha; así que íbamos hacia el norte. Primero pareció divisarse un límite fantasmal entre el cielo y la tierra en medio de la oscuridad. De repente, esa línea que formaba el límite adquirió un rojo aterciopelado que rasgaba el oscuro cielo por una esquina pero que no iluminaba la estepa, pero aquella línea roja rosada era tan delgada, tan delicada y tan extraordinaria que tanto el esforzado Magirus, que avanzaba hacia la oscuridad corriendo escandalosamente como un caballo loco que se ha desbocado, como nosotros, los pasajeros que transportaba, nos encontramos de repente poseídos por un absurdo ímpetu mecánico. Nadie se daba cuenta de aquello, ni siquiera el conductor, con la mirada clavada en el asfalto.

Unos minutos más tarde las negras nubes que había al este parecieron iluminarse por los costados y por abajo gracias a una luz apenas perceptible que se extendía alrededor de aquella línea del horizonte, ahora algo más roja. Mirando las maravillosas formas que adoptaban con esa luz suave las nubes rabiosas que no se habían privado de llover sobre el autobús durante todo el largo viaje nocturno, me di cuenta de algo: como la estepa todavía estaba completamente oscura, podía ver al mismo tiempo mi cara y mi cuerpo ligeramente iluminados por las luces interiores en el amplio parabrisas delantero y ese rojo mágico, las maravillosas nubes y las líneas discontinuas de la carretera, que se repetían pacientemente.

Observando las líneas que iluminaban las luces largas del autobús se me vino a la cabeza aquel estribillo. Ya saben, ese estribillo que viene de las profundidades del alma del viajero agotado, que se repite con los postes eléctricos cuando las ruedas del cansado autobús llevan horas girando a la misma velocidad, el motor gime con la misma cadencia y la vida se repite a sí misma siguiendo el ritmo: ¿Qué es la vida? ¡Un periodo de tiempo! ¿Qué es el tiempo? Un accidente. ¿Qué es un accidente? Una vida, una vida nueva… Eso era lo que me repetía. Me estaba preguntando cuándo llegaría ese momento mágico en que se igualaran la oscuridad interior y la exterior y mi imagen desapareciera del parabrisas delantero y cuándo aparecerían la primera sombra de un aprisco o el fantasma de un árbol en la negrísima estepa, y de repente una luz me deslumbró.

En medio de esa luz nueva, a la derecha del parabrisas delantero, vi al ángel.

Estaba algo más allá de mí pero ¡qué lejos! No obstante, lo comprendí: esa luz profunda, pura y poderosa, estaba ahí para mí. A pesar de que el Magirus avanzaba a toda velocidad por la estepa, el ángel ni se acercaba ni se alejaba. No podía ver exactamente a qué se parecía a causa de la potente luz, pero comprendí que lo reconocía gracias a una ligereza, a una sensación de broma y libertad que se despertaron en mí.

No se parecía a los ángeles de las miniaturas persas ni a los de los caramelos, ni a los de las fotocopias ni a aquel cuya voz llevaba años deseando escuchar cada vez que soñaba.

Por un momento quise decirle algo, hablar con él. Quizá a causa de esa sensación de broma y sorpresa que seguía notando. Pero no me salió la voz y me preocupé. Aún estaba viva en mí la sensación de amistad, cercanía y ternura que había notado en un primer momento; quería encontrar la paz en ellas y, pensando en que aquél era el instante que llevaba años esperando, quise que ese instante me entregara los secretos del tiempo, de los accidentes, de la paz, de la escritura, de la vida, de la vida nueva, para así calmar el miedo que crecía en mi corazón a mayor velocidad que la del autobús. Pero fue en vano.

El ángel era tan maravilloso y lejano como despiadado. No porque quisiera serlo, sino simplemente porque sólo era un testigo y en ese momento no podía hacer otra cosa. Me veía inquieto y sorprendido a la luz de una mañana increíble sentado en uno de los asientos delanteros de aquel ruidoso Magirus parecido a una lata de conservas en medio de la estepa en penumbra; eso era todo. Sentí de una manera absoluta la fuerza insoportable de su crueldad y su desesperación.

Cuando me volví instintivamente hacia el conductor vi que el parabrisas delantero estaba completamente cubierto por una luz de una fuerza extraordinaria. Las luces largas de dos camiones que se estaban adelantando a unos sesenta o setenta metros estaban clavadas en nuestro autobús y se acercaban a toda velocidad a punto de chocar con nosotros. Comprendí que el accidente era inevitable.

Recordé la esperanza de paz que había sentido después de los accidentes que había vivido años atrás. La sensación de transición que vivía a cámara lenta después de los accidentes: me pasó por la mente el movimiento feliz que los viajeros que no estaban ni aquí ni allá parecían compartir fraternalmente como si fuera un instante regalo del cielo. Poco después se despertarían todos los viajeros dormidos, el silencio de la mañana sería roto por gritos de alegría y aullidos inconscientes y, en el umbral entre ambos mundos, descubriríamos todos juntos, sorprendidos y excitados, la existencia de órganos internos sanguinolentos, de frutas rodando por el suelo, de cuerpos destrozados y de peines, zapatos y libros infantiles que brotaban de maletas rotas como si descubriéramos las permanentes bromas que puede gastar un lugar donde no exista la fuerza de la gravedad.

No, no todos juntos. Los afortunados que vivieran ese momento incomparable, después de que el accidente estallara con un estruendo increíble, saldrían de entre los supervivientes de los asientos de atrás. En cuanto a mí, sentado en la primera fila observando deslumbrado la luz de los camiones que se aproximaban, entre asombrado y temeroso, tal y como había observado la increíble luz que brotaba del libro, pasaría de inmediato a un mundo nuevo.

Comprendí que aquél era el final de toda mi vida. Pero yo quería volver a casa, no quería en absoluto pasar a una vida nueva, morir.

1992-1994