10.

Regresamos a la mansión. Después de un tranquilo almuerzo que comimos todos juntos, el doctor Delicado me introdujo en su despacho, que había abierto con una llave parecida a la que había usado Rosamunda para abrir aquella mañana la puerta de la habitación infantil de Mehmet. Mientras me mostraba los cuadernos que sacaba del armario y los informes que bajaba de la estantería, me dijo que no había descartado la posibilidad de que la voluntad que había ordenado que se prepararan aquellos testimonios, aquellos informes de espías, saliera a la luz un día en forma de Estado. Como demostraba la burocracia de espías que había organizado, si el doctor Delicado salía triunfante de su enfrentamiento con la Gran Conspiración, formaría un nuevo Estado.

Realmente me resultó fácil ir al corazón del asunto porque todos los informes habían sido cuidadosamente fechados y archivados. El doctor Delicado no había permitido que se conocieran entre sí los investigadores que había mandado tras las huellas de su hijo y a cada uno le había dado el nombre de una marca de relojes como seudónimo. Aunque la mayoría eran de fabricación occidental, como llevaban más de un siglo marcando nuestro tiempo, el doctor Delicado consideraba a esos relojes «nuestros».

Zenith, el primer investigador, había escrito su primer informe en marzo de hacía cuatro años. En aquellos tiempos Mehmet todavía estudiaba Medicina en Estambul, en Çapa, con el nombre de Nahit. Zenith indicaba que a partir del otoño aquel estudiante de tercer curso había demostrado un extraordinario índice de fracasos en sus clases y luego resumía sus investigaciones: «La razón del fracaso del sujeto en los últimos meses se debe a que apenas sale de la residencia de estudiantes de Kadirga y a que no acude nunca a clase, a las clínicas y ni siquiera al hospital». El informe estaba repleto de notas que mostraban con todo detalle cuándo había salido Nahit de la residencia, a qué restaurantes de pide o asados, a qué pastelerías, a qué barberos y a qué bancos había ido. Cada una de las veces Mehmet volvía a toda velocidad a la residencia sin entretenerse lo más mínimo después de haber resuelto lo que tuviera que hacer. Y en cada una de sus cartas Zenith le reclamaba al doctor Delicado más dinero para sus «investigaciones».

Movado, al que el doctor Delicado había encargado la misión después de Zenith, debía de ser uno de los directores de la residencia de Kadirga y, como la mayoría de ellos, tenía relaciones con la policía. Pensé que un hombre tan experto, capaz de seguir a Mehmet prácticamente hora a hora, debía de haber escrito más informes sobre estudiantes a otros padres preocupados de provincias o al Servicio Nacional de Inteligencia. Porque trazaba con una brevedad y una elegancia muy profesional el equilibrio de fuerzas políticas en la residencia. Conclusión: Nahit no tenía la menor relación con ninguno de los grupos que luchaban por poseer influencia en la residencia, dos integristas, uno relacionado con la cofradía de los nakşibendi y otro de izquierda moderada. Nuestro muchacho, sin mezclarse con esos grupos, vivía a su aire en su propio rincón en una habitación que compartía con tres compañeros, y no hacía otra cosa sino leer un libro del que no levantaba la cabeza de la mañana a la noche, «si puedo decirlo así, señor mío» como un religioso que estudia el Corán. Los directores de la residencia, en los que Movado confiaba tanto en el aspecto político como en el ideológico, la policía y los compañeros de cuarto de nuestro joven atestiguaban que el libro no era ninguno de esos libros peligrosos que memorizan los jóvenes políticos e integristas. Movado había añadido a aquel caso, al que no le daba la menor importancia, un par de observaciones sobre cómo el joven, después de leer el libro en la mesa de su habitación durante horas, miraba completamente absorto por la ventana, o cómo respondía sonriendo o con un absoluto desinterés a las pullas, incluso a las burlas, que le dedicaban sus compañeros en el comedor, o cómo ya no se afeitaba todos los días, pero, basándose en su mucha experiencia, le daba a su contratante la buena noticia de que aquellas manías juveniles, como podían serlo también ver continuamente la misma película pornográfica, escuchar miles de veces la misma casete o pedir siempre puerros con carne picada, eran «pasajeras».

Teniendo en cuenta que Omega, que comenzó a trabajar en mayo, seguía más la pista del libro que la de Mehmet, debía de haber recibido alguna orden al respecto del doctor Delicado. Y eso demostraba que su padre había deducido correctamente, ya desde los primeros meses, que lo que había desviado del buen camino a Mehmet, o sea, a Nahit, era el libro.

Omega había indagado en muchos puntos de venta de libros, entre ellos el puesto de Estambul en que me lo venderían tres años más tarde. Tras pacientes investigaciones encontró la obra en dos puestos de las aceras, con la información que consiguió se dirigió a una librería que vendía libros viejos y con lo que pudo saber allí extrajo la siguiente conclusión: un pequeño número de ejemplares del libro, ciento cincuenta o doscientos, había caído en manos de un trapero que los había comprado al peso en un mohoso depósito que, muy probablemente, pretendían vaciar o cerrar y de allí habían pasado a la librería y a algunos puestos callejeros. El intermediario que compraba la mercancía al peso había discutido con su socio, había cerrado su establecimiento y había abandonado Estambul. Era imposible encontrarlo para descubrir al primer vendedor. El librero le había sugerido a Omega que la misma policía había distribuido el libro: durante un tiempo se había editado de manera legal pero luego había sido retirado a petición de la fiscalía y llevado a un depósito de libros dependiente de la Dirección General de Seguridad y allí, como ocurría a menudo, una parte fue hurtada por funcionarios de policía escasos de dinero y vendido al peso a traperos; así era como había vuelto a circular.

Como el laborioso Omega no pudo encontrar ninguna otra obra del autor en las bibliotecas, de la misma forma que no encontró su nombre en la guía telefónica, desarrolló la siguiente teoría: «Aunque es bien sabido que en nuestro país hay ciertas personas que a pesar de no tener dinero suficiente como para pagarse el teléfono tienen la audacia de escribir libros, en el caso de esta obra en concreto creo que el nombre es un seudónimo, señor».

Mehmet, que había pasado el verano leyendo una y otra vez el libro en la desierta residencia, inició a principios de otoño una investigación que lo llevara a la fuente del libro. El seudónimo del hombre que su padre puso esta vez tras sus pasos era el nombre de unos relojes de bolsillo y de mesa de fabricación soviética que habían sido muy populares en Estambul en los primeros años de la República: Serkisof.

Serkisof, después de descubrir que Mehmet se entregaba por completo a la lectura en la Biblioteca Nacional de Beyazit, en primer lugar le dio al doctor Delicado la buena noticia de que el muchacho se estaba dedicando a estudiar las asignaturas que había dejado a medias para regresar a la vida de un estudiante corriente. Luego, cuando se dio cuenta de que nuestro joven pasaba los días en la biblioteca leyendo revistas infantiles del tipo Pertev y Peter o Ali y Mari, se dejó llevar por la desesperación y desarrolló una idea como consuelo: el muchacho quizá esperara salir de la depresión en que había caído volviendo a sus recuerdos de la infancia.

Según los informes, en octubre Mehmet estuvo visitando algunas editoriales que habían publicado o todavía publicaban revistas infantiles y a ciertos autores encallecidos, como Neşati, que habían hecho sus pinitos en dichas revistas. Serkisof, que pensaba que el doctor Delicado investigaba las relaciones políticas e ideológicas del joven que le hacía seguir, había escrito sobre ellos: «Señor mío, por mucho que parezca que les interesa la política y por mucho que escriban sobre cuestiones de actualidad, en realidad no existe ninguna idea en la que estos plumíferos crean de corazón. La mayoría escribe por el dinero, y si eso falta, para fastidiar a los que les caen mal».

Supe tanto por los informes de Serkisof como por los de Omega que una mañana de otoño Mehmet había ido a la Dirección General de Personal de Ferrocarriles del Estado en Haydarpaşa. De ambos investigadores, ninguno de ellos se había dado cuenta de la existencia del otro, era Omega quien había conseguido la explicación correcta: «El muchacho pidió información sobre un funcionario jubilado».

Pasé a toda velocidad las hojas de aquellos informes archivados. Mi mirada buscaba preocupada mi barrio, mi calle, los nombres de mi infancia. Al leer que Mehmet había paseado por la calle en que yo vivía y que una tarde había mirado las ventanas de una casa en un segundo piso los latidos de mi corazón se aceleraron. Era como si los que habían preparado aquel mundo maravilloso a cuyo interior me invitarían a entrar hubieran decidido desplegar sus habilidades justo ante mí para que todo me resultase más fácil, pero que yo, que por entonces era estudiante de instituto, no me hubiese enterado de nada.

El encuentro entre Mehmet y el tío Rifki fue al día siguiente. Pero aquélla era una conclusión a la que yo ya había llegado. Los dos perseguidores de Mehmet certificaban que el muchacho había entrado en una casa en el número 28 de la calle Telli Kavak en Erenköy y que había permanecido en el interior cinco, no, seis minutos, pero no habían podido descubrir a qué puerta había llamado ni con quién había hablado. Por lo menos el trabajador Omega le había tirado de la lengua al aprendiz del colmado de la esquina y había conseguido información sobre las tres familias que vivían en el edificio. Creo que aquélla debió de ser la primera información que el doctor Delicado consiguió sobre el tío Rifki.

En los días posteriores a su encuentro con el señor Rifki, Mehmet se sumió en una depresión que ni siquiera escapó a la mirada de Zenith. Movado escribía que no salía de su habitación en la residencia, que ni siquiera bajaba al comedor, pero que no había podido verlo ni una vez leyendo el libro. Sus salidas de la residencia eran irregulares y, según Serkisof, sin objeto alguno. Una noche estuvo paseando hasta el amanecer por las calles traseras de Sultanahmet, se sentó en un banco del parque y estuvo horas fumando sin hacer otra cosa. Otra noche Omega fue testigo de cómo se compraba un paquete de uvas pasas, las mascaba lentamente después de observarlas como si se tratara de joyas y regresaba a la residencia después de terminarlas cuatro horas más tarde. Se había dejado crecer la barba y daba asco mirarlo. Los investigadores protestaban por lo intempestivo de las horas a las que salía de la residencia y pedían un aumento de salario.

Un mediodía a mediados de noviembre Mehmet cruzó a Haydarpaşa en el transbordador, se subió a un tren de cercanías, bajó en Erenköy y caminó largo rato por sus calles. Según Omega, que lo seguía, el muchacho se pateó todas las calles del barrio y tras pasar tres veces bajo mi ventana, muy probablemente mientras yo estaba sentado dentro, al oscurecer se plantó ante el número 28 de la calle Telli Kavak y comenzó a observar las ventanas. Mehmet esperó dos horas en la oscuridad, bajo una lluvia ligera, sin tomar una decisión, o, según Omega, sin recibir la señal esperada de una de las ventanas que tenían las luces encendidas, así que se emborrachó a conciencia en una taberna de Kadiköy y regresó a la residencia. Luego Omega y Serkisof señalaban que el muchacho había realizado posteriormente seis veces más el mismo viaje, pero sólo Serkisof, cada vez más audaz, establecía correctamente la identidad de la persona que había tras la ventana que observaba sin parar.

El segundo encuentro entre el tío Rifki y Mehmet se desarrolló bajo la mirada de Serkisof. Serkisof, que había vigilado la ventana encendida del segundo piso, primero desde la acera de enfrente y luego desde el bajo muro del jardín, comentó en muchas de sus cartas posteriores el encuentro, que a veces llamaba cita, pero sus primeras impresiones, por basarse sobre todo en hechos de los que había sido testigo, resultaban más correctas.

En un primer momento el anciano y el muchacho se sentaron uno frente a otro en unos sillones (entre ellos estaba la televisión en la que había una película del Oeste) y no hablaron en absoluto durante siete u ocho minutos. En cierto momento la mujer del anciano les llevó café. Luego Mehmet se puso en pie y contó algo con tales manoteos, tal furia y pasión que Serkisof creyó que el joven estaba a punto de levantarle la mano al anciano. Mientras tanto, el señor Rifki, que hasta ese momento sólo había sonreído tristemente, se puso en pie al aumentar la violencia de las palabras del joven y le respondió con parecida excitación. Después ambos se sentaron de nuevo en los sillones junto con sus sombras, que los imitaban fielmente en la pared, y se escucharon con paciencia, guardaron silencio, miraron tristemente un rato la televisión, volvieron a hablar, luego el anciano le estuvo contando algo durante un rato, el muchacho lo escuchó y, de repente, volvieron a guardar silencio y miraron con tristeza por la ventana sin percibir la presencia de Serkisof

Pero una mujer gruñona vio por la ventana de la casa vecina que Serkisof estaba curioseando, y como gritó tan fuerte como podía: «¡Socorro! ¡Que Dios te castigue, degenerado!», por desgracia el investigador se vio obligado a abandonar bruscamente tan adecuado puesto de observación sin poder presenciar los últimos tres minutos de aquel encuentro que tan importante consideraba y que relacionaba, en cartas posteriores, con todo tipo de organizaciones secretas, hermandades políticas internacionales y supuestas conjuras.

Según se desprendía del informe posterior, el doctor Delicado había ordenado que por aquellos días se siguiera muy de cerca a su hijo y los investigadores desataron un auténtico diluvio de despachos. En los días siguientes a su encuentro con el señor Rifki, Mehmet, que según Omega parecía loco de furia y según Serkisof extraordinariamente triste y decidido, compró todos los ejemplares del libro que pudo encontrar en los puestos callejeros e intentó repartir «dicha obra» en la Residencia de Estudiantes de Kasirga (Movado), en los cafés de estudiantes (Zenith y Serkisof), en paradas de autobús, entradas de los cines y muelles de transbordadores (Omega) y, en fin, en cualquier sitio de la ciudad donde pudiera ocurrírsele. Y en parte lo había logrado. Movado era consciente de sobra de que intentaba influir descaradamente en sus jóvenes compañeros de habitación. Los investigadores declaraban que se le había visto en otros lugares frecuentados por estudiantes intentando reunir jóvenes a su alrededor, pero como hasta entonces había sido un estudiante solitario encerrado en su propio mundo, no tenía demasiado éxito. Acababa de enterarme de que había seducido a un par de estudiantes en el comedor de la residencia y en las clases, a las que había vuelto con ese objeto, cuando me encontré un recorte de periódico:

ASESINATO EN ERENKÖY (Agencia Anatolia): Rifki Hat, inspector general jubilado de los Ferrocarriles del Estado, fue asesinado a tiros ayer, aproximadamente a las nueve de la noche, por un desconocido. Hat había salido de su casa en la calle Telli Kavak para dirigirse a un café cuando un individuo le cortó el paso y disparó tres veces sobre él. El atacante, cuya identidad se desconoce, huyó inmediatamente del lugar de los hechos. Hat (67 años), que perdió la vida al instante a causa de las heridas recibidas, se había jubilado como inspector general en la Compañía de Ferrocarriles del Estado tras desarrollar funciones en diferentes cargos. La muerte de Hat, muy querido en su entorno, ha suscitado una enorme tristeza.

Levanté la cabeza de los informes y recordé: mi padre había vuelto a casa destrozado a altas horas de la noche. En el entierro todo el mundo había llorado. Se corrió la voz de que había sido un asesinato por celos. ¿Quién era ese hombre celoso? Intenté descubrirlo hojeando ansioso los ordenados informes del doctor Delicado: ¿El trabajador Serkisof? ¿Zenith el débil? ¿El puntual Omega?

Por otro informe supe que las investigaciones encargadas por el doctor Delicado, quién sabe a qué precio, habían llegado a una conclusión distinta. Hamilton, que con toda probabilidad trabajaba en el Servicio Nacional de Inteligencia, le daba la siguiente información al doctor Delicado en una breve carta:

Rifki Hat era el autor del libro. Había escrito aquella obra doce años antes y, tímido como buen aficionado, no se había atrevido a publicarlo con su propio nombre. Los funcionarios que se ocupaban de la prensa en el SNI, que en aquellos años prestaban mucha atención a las denuncias de profesores y padres delatores preocupados por el futuro de sus estudiantes e hijos, comprendieron, basándose en ciertas informaciones, que el libro había apartado del buen camino a algunos de nuestros jóvenes, establecieron gracias a la imprenta la identidad del autor aficionado y dejaron que el fiscal encargado de la prensa resolviera el problema. Doce años atrás el fiscal había ordenado el secuestro discreto del libro y que los ejemplares fueran llevados a un depósito, pero ni siquiera le había hecho falta instruir una causa contra dicho autor aficionado para atemorizarlo. Porque el mismo autor, el inspector de ferrocarriles jubilado Rifki Hat, había declarado abiertamente la primera vez que fue requerido por la fiscalía que no se oponía al secuestro del libro y, de una manera que casi se acercaba a la alegría, que no pensaba protestar por la decisión, había firmado de inmediato un acta que se había levantado a petición propia y desde entonces no había vuelto a escribir un solo libro. El informe de Hamilton había sido escrito once días antes de la muerte del tío Rifki.

A juzgar por su reacción, se comprendía que Mehmet había sabido de la muerte del tío Rifki poco tiempo después. Según Movado, «el obsesionado joven» se había encerrado en su habitación de manera enfermiza y había comenzado a leer el libro sin cesar de la mañana a la noche con una pasión casi religiosa. Mucho después, tanto Serkisof como Omega, que testificaban que por fin había salido de la residencia, habían llegado más o menos a la misma conclusión: nuestro joven no tenía ningún objetivo ni propósito. Un día paseaba durante horas sin sentido, como un vagabundo, por las calles traseras de Zeyrek y, de repente, se pasaba toda una tarde viendo películas verdes en los cines de Beyoğlu. Serkisof hacía saber que a veces salía a medianoche de la residencia pero que no había podido descubrir adónde iba. En una ocasión Zenith lo vio un mediodía en una situación lamentable: se había dejado crecer el pelo y la barba, llevaba toda la ropa sucia y arrugada y miraba a la gente de la calle y las aceras «como un búho al que le disgustara la luz del día». Se había alejado bastante de los cafés de estudiantes, de los pasillos de la facultad, a los que había ido para leer el libro a los demás, y de sus conocidos. No tenía ninguna relación con ninguna mujer ni parecía que intentara tenerla. Movado, director de la residencia, había encontrado varias revistas que publicaban fotografías de mujeres desnudas durante un registro que había efectuado en su habitación en ausencia de Mehmet pero añadía que aquello era algo normal en la mayor parte de los estudiantes. Por lo que se entendía de las pesquisas de Zenith y Omega, que ignoraban la existencia el uno del otro, Mehmet se había dado por un tiempo a la bebida. Después de una pelea provocada por unas palabras burlonas que le habían dirigido, había dejado de frecuentar la Cervecería de la Hermandad de los Cuervos Alegres, a la que acudía la mayoría de los estudiantes, para preferir tabernas más míseras y remotas en oscuros callejones. Aunque durante una época había intentado reanudar sus relaciones con los demás estudiantes o establecerlas con los lunáticos que había conocido en las tabernas, no tuvo demasiado éxito. Luego se dedicó a pasar el tiempo plantado delante de los puestos de libros buscando un alma gemela que, como él, comprara y leyera el libro. Buscó y encontró a algunos jóvenes a los que, una vez consolidada su amistad, había dado el libro consiguiendo que lo leyeran, pero discutió rápidamente con ellos, según Zenith debido a su mal carácter. Omega había logrado escuchar una de aquellas discusiones, aunque fuera de lejos, en una taberna en una de las calles traseras de Aksaray y había oído que «nuestro muchacho», que ya no parecía un muchacho, hablaba de manera muy excitada del mundo del libro, de llegar allí, del umbral, de la paz, del momento inigualable y del accidente. Pero toda aquella excitación debió de ser también pasajera porque, como bien apreciaba Movado, Mehmet, cuyos cabellos, barba, suciedad y desorden habían llegado al punto de incomodar a sus amigos, si es que le quedaba alguno, ya no leía el libro. «En mi opinión —escribía Omega cansado de los paseos sin rumbo del joven y de sus caminatas sin fin—, este joven está buscando algo que amortigüe su pena, y de la misma forma que no estoy completamente seguro de lo que busca, creo que tampoco él lo está».

Uno de los días en que caminaba sin rumbo por las calles de Estambul, nuestro joven, seguido de cerca por Serkisof, encontró «algo» en las estaciones de autobuses, no, en los mismos autobuses, que aliviaba su tristeza y que daba un poco de paz a su alma. Mehmet se subió al azar en un momento de inspiración en uno de los autobuses que estaban saliendo de la estación sin llevar siquiera un maletín que mostrara que había efectuado ciertos preparativos y sin un billete que señalara que tuviera un destino y, tras un instante de indecisión, Serkisof se lanzó tras él al Magirus.

Viajaron durante semanas el uno en persecución del otro sin saber dónde iban, sin comprender adónde los llevaban, de ciudad en ciudad, de estación en estación, de autobús en autobús. Los apuntes de Serkisof, escritos con letra irregular en asientos que temblaban como posesos, eran testigos desde dentro de la magia de aquellos viajes indecisos, del color de aquellos desplazamientos sin objeto. Habían visto viajeros que habían perdido su camino y su equipaje, locos que no sabían en qué siglo vivían; se habían encontrado con jubilados que vendían calendarios, con mozos animosos que iban al servicio militar, con jóvenes que anunciaban la llegada del cercano Día del Juicio. En los restaurantes de las estaciones habían compartido mesa con parejas de novios, con aprendices de mecánicos, con futbolistas, con vendedores de tabaco de contrabando, con asesinos a sueldo, con maestros de primera enseñanza, con administradores de salas de cine, habían dormido hombro con hombro con cientos de personas en las salas de espera y en los asientos de los autobuses. No habían pasado ni una noche en un hotel. No habían establecido ni una relación duradera, ni una amistad. No habían viajado ni una vez como si tuvieran un objetivo.

«Estimado señor, todo lo que hacíamos era bajar de un autobús para montarnos en otro —escribía Serkisof—. Esperamos algo; quizá un milagro, quizá una luz, quizá un ángel, quizá un accidente, no lo sé; pero eso es lo único que se me ocurre… Es como si estuviéramos buscando señales que nos llevaran a un país desconocido pero que no tuviéramos la menor suerte. El hecho de que hasta ahora no hayamos sufrido el menor accidente demuestra, quizá, que un ángel nos protege. No sé si el joven se ha dado cuenta de mi existencia. No sé si podré aguantar hasta el fin».

No pudo aguantar. Una semana después de aquella carta escrita con letra irregular, Mehmet dejó a la mitad la sopa que se estaba tomando en una zona de descanso y saltó a un Auto Azul que se estaba poniendo en marcha y Serkisof, que estaba metiendo la cuchara en un plato de la misma sopa sentado en una mesa de un rincón, se quedó mirando estupefacto cómo Mehmet se le escapaba. Luego terminó su sopa tranquilamente, algo que no le había avergonzado lo más mínimo, según informó honestamente al doctor Delicado. ¿Qué tenía que hacer a partir de ahora?

Lo que hizo Mehmet desde ese momento no pudieron saberlo ni el doctor Delicado ni Serkisof, al que le había ordenado que continuara con sus investigaciones.

Durante seis semanas, hasta que encontró el cadáver de un joven que tomó por el de Mehmet, Serkisof mató el tiempo en estaciones de autobús, en delegaciones de tráfico y en cafés donde se reunían los conductores, un instinto le hacía llegarse a los lugares donde habían ocurrido accidentes y buscar a nuestro joven entre los muertos. Comprendí por otras cartas escritas desde otros autobuses que el doctor Delicado había enviado a otros relojes en persecución de su hijo. Zenith había estado escribiendo una de ellas cuando su autobús chocó por detrás con un carro tirado por caballos y el puntual corazón de Zenith se había detenido a causa de una hemorragia; los directivos de la compañía Auto Pronto le habían enviado por correo la sanguinolenta carta a medias al doctor Delicado.

Serkisof llegó con cuatro horas de retraso al lugar del accidente con el que Mehmet puso un victorioso punto final a su vida como Nahit. Un autobús de la compañía Seguridad Express había chocado por detrás con un camión cisterna cargado con tinta de impresión, durante un rato había brillado cubierto por un líquido negrísimo entre los gritos de los pasajeros y a medianoche había ardido como la yesca. Serkisof escribía que en realidad no había podido identificar al «desdichado y obsesionado Nahit, que se había quemado hasta el punto de quedar irreconocible» y que la única prueba que poseía era el carnet de identidad que llevaba encima y que por pura casualidad no había ardido. Los supervivientes confirmaron que el joven había estado sentado en el asiento número 37. Si Nahit hubiera estado sentado en el número 38 se habría salvado sin que ni siquiera le sangrara la nariz. En cuanto al pasajero que se sentaba en el número 38, un joven de aproximadamente la misma edad que Nahit, llamado Mehmet según había podido saber por otro viajero, Serkisof lo siguió hasta su casa de Kayseri para preguntarle por las últimas horas de Nahit, pero no pudo encontrarlo. Teniendo en cuenta que el joven superviviente aún no había regresado a casa de sus padres, que lo esperaban con lágrimas en los ojos, aquel terrible accidente debía de haberlo afectado de una manera muy profunda, pero ése no era problema de Serkisof. Ahora que el joven al que seguía había muerto, esperaba órdenes y dinero del doctor Delicado para seguir a otro porque sus investigaciones le habían demostrado que Anatolia, y quizá todo Oriente Medio y los Balcanes, hervía de jóvenes airados que habían leído el libro.

Después de que llegaran a su casa la noticia de la muerte y el cuerpo carbonizado de su hijo, el doctor Delicado se entregó a una furia violenta. El hecho de que el tío Rifki hubiera sido asesinado no aliviaba dicha furia, sólo la desenfocaba ampliándola a toda la sociedad. En los días que siguieron al funeral el doctor Delicado tomó a su servicio a siete nuevos investigadores con la ayuda de un policía jubilado muy bien relacionado que se ocupaba de sus asuntos en Estambul y también les había dado como firma nombres de diversas marcas de relojes. Además desarrolló sus relaciones con los concesionarios decepcionados opuestos al común enemigo de la Gran Conspiración y comenzó a recibir de ellos ocasionales cartas de denuncia. Aquellos individuos, que se veían obligados a cerrar sus establecimientos ante la competencia de compañías internacionales de, sobre todo, estufas, helados, frigoríficos, bebidas gaseosas, de préstamos y de hamburguesas, desconfiaban de los jóvenes que leían, no sólo el libro del tío Rifki, sino todo tipo de libros que ellos encontraban extraños, diferentes, extranjeros, los vigilaban como si fueran sospechosos de algo y, aunque el doctor Delicado no los animara, consideraban un deber seguir a dichos jóvenes, espiar sus vidas privadas y escribir de mil amores airados y paranoicos informes sobre ellos.

Leía fragmentos al azar de aquellos informes mientras me tomaba la cena que había traído Rosaflor en una bandeja diciendo: «Mi padre ha pensado que quizá no quisiera interrumpir su trabajo». Por si alguien como yo había leído el libro como yo lo había leído en algún pueblo o en alguna asfixiante residencia de estudiantes o en algún recóndito barrio de Estambul… En aquellas páginas que pasaba a toda velocidad con la esperanza de encontrar un hermano espiritual me topé con un par de casos interesantes que me pusieron la carne de gallina pero no supe hasta qué punto podían ser mis hermanos espirituales.

Por ejemplo, un estudiante de Veterinaria cuyo padre trabajaba en las minas de carbón de Zonguldak, en cuanto acabó de leer el libro dejó de realizar cualquier actividad exceptuando las mínimas necesidades vitales, como alimentarse y dormir, y entregó todo su tiempo a releer el libro. A veces este joven se pasaba días leyendo miles de veces la misma página sin hacer nada más. En cuanto a un profesor de matemáticas de instituto, borracho y con unas tendencias suicidas que no ocultaba, dedicaba los diez últimos minutos de cada clase a leer unas frases del libro siguiéndolas por carcajadas terriblemente inquietantes hasta que sus alumnos se amotinaron. Un joven de Erzurum que estudiaba Económicas había cubierto las paredes de su habitación en la residencia con páginas del libro como si se tratara de papel pintado. Aquello había dado lugar a una fuerte discusión con sus compañeros de cuarto. Uno de ellos afirmaba que el libro blasfemaba contra el profeta Mahoma, así que el director administrativo de la residencia, que estaba medio ciego, se subió a una silla y comenzó a leer, con ayuda de una lupa, el rincón entre la chimenea de la estufa y el techo y así fue como el concesionario decepcionado que denunciaba el caso al doctor Delicado había oído hablar del libro, pero yo no podía asegurar si aquel libro que había dado lugar a tantas discusiones sobre si «denunciarlo a la fiscalía» y que había oscurecido la vida del joven de Erzurum era en realidad el que había escrito el tío Rifki.

Al parecer el libro, del que seguían circulando de mano en mano como una mina flotante a punto de estallar unas cien o ciento cincuenta copias gracias a descubrimientos casuales o a menciones de lectores medianamente interesados o al hecho de que hubiera llamado la atención en algún puesto, u otros libros que de una manera mágica cumplían la misma función, a veces despertaban en algún lector una oleada de entusiasmo, una especie de inspiración. Algunos se refugiaban en la soledad con el libro, pero si estaban en el umbral de una seria depresión se abrían al mundo liberándose de la enfermedad. También había quienes sufrían una sacudida en cuanto leían el libro y se dejaban llevar por la ira. Éstos acusaban a sus amigos, parientes y seres queridos de no conocer y no buscar el mundo del libro y los criticaban sin piedad por no parecerse a los habitantes del mundo del libro. Otro grupo eran los organizadores, a los que la lectura del libro les hacía volverse, no sobre sí mismos, sino hacia los demás. Aquellos jóvenes animosos se dedicaban a buscar a quienes, como ellos, hubieran leído el libro, y si no conseguían encontrarlos, que era lo que siempre ocurría, se lo leían a otros e intentaban pasar a una acción conjunta con la gente a la que habían cazado. Sobre lo que podía ser aquella acción conjunta ni ellos ni los denunciantes que los vigilaban tenían la menor idea.

En las dos horas siguientes comprendí, gracias a recortes de periódicos colocados con cuidado y de manera ordenada entre las cartas de denuncia, que cinco de aquellos lectores inspirados por el libro habían sido asesinados por los relojes del doctor Delicado. No estaba claro qué reloj había cometido cada crimen ni con qué objeto ni siguiendo qué órdenes. Simplemente se habían colocado los recortes de las breves noticias de los asesinatos entre los informes de las denuncias según la fecha. Había información detallada sobre dos de ellos: en uno la Asociación de Periodistas Patriotas se había interesado por el asunto porque la víctima era un estudiante de Periodismo que hacía traducciones para el servicio exterior del diario Güneş y emitió un comunicado según el cual la prensa turca nunca se doblegaría ante el execrable terrorismo. En el segundo, un camarero que trabajaba en un establecimiento de bocadillos había sido acribillado mientras tenía las manos ocupadas con botellas de ayran vacías; los Jóvenes Pioneros Islamistas habían declarado que la víctima era uno de sus miembros y habían anunciado en una rueda de prensa que el crimen había sido cometido por esbirros de la CIA y de la Coca-Cola.