11.

Eso que llaman el placer de leer, y de cuya ausencia en nuestra sociedad tanto se queja la gente seria, debe de ser la música que sentía en aquellos momentos entre los documentos y las noticias de asesinatos del enloquecido y bien ordenado archivo del doctor Delicado. Notaba en mis brazos la suave frescura de la noche, oía una música nocturna inexistente y, por otro lado, intentaba descubrir qué iba a hacer a partir de ese momento, como un hombre joven que tiene la intención de ser decidido frente a las maravillas de la vida con las que se ha encontrado a pesar de su tierna edad. Como había decidido ser un buen muchacho que piensa en su futuro, extraje un papel de los archivos del doctor Delicado y comencé a anotar todas aquellas pequeñas pistas que pudieran servirme de algo.

Salí de la habitación del archivo, con aquella música sonando aún en mis oídos, a una hora en la que sentía profundamente dentro de mí cuán realistas y cuán crueles podían ser el mundo y el padre filósofo en cuya casa me hospedaba. También me parecía sentir las provocaciones alentadoras de un espíritu bromista: en algún lugar de mi corazón se agitaba un ligero sentimiento juguetón, tan ligero como la música que los que son como yo siguen oyendo después de salir de una película alegre y esperanzadora. Ya saben cómo es ese espejismo de que todas las bromas inteligentes, todas las finezas imprevistas que se le ocurren al protagonista y todas las inimaginables respuestas de la película podía haberlas pensado perfectamente uno mismo…

—¿Quiere usted bailar conmigo? —estaba a punto de proponerle a Canan, que me miraba preocupada.

Estaba sentada en el sofá con las tres hermanas rosa observando unos ovillos de lana multicolores que había en una cesta de paja hecha a mano colocada sobre la mesa y que se desparramaban por ella como las manzanas y las naranjas de una estación de abundancia y felicidad. Junto a la cesta había patrones de bordados extraídos de las páginas centrales de la revista Mujer y hogar, que mi madre también compraba en tiempos, con motivos cuadriculados de flores, de patitos cuá cuá, de gatos, de perros y, como añadido del editor para la mujer turca, puesto que todos los anteriores los había robado de revistas alemanas, motivos de mezquitas. Por un momento yo también miré todos aquellos colores a la luz de las lámparas de gas y recordé que las escenas de la vida real que acababa de leer estaban hechas también con colores igual de elementales. Luego me volví hacia las dos hijas de Rosamunda, que se acercaban a su madre bostezando y parpadeando de sueño y que tan bien se integraban en aquel cuadro de felicidad familiar, y les dije:

—Vamos a ver, pero ¿todavía no os ha acostado vuestra madre?

Sorprendidas y asustadas se refugiaron en los brazos de su madre. Yo me sentí aún mejor.

Incluso podría haberles dicho a Rosalinda y a Rosaflor, que me observaban desconfiadas: «Por Dios, ustedes, ustedes todavía son flores sin marchitar», pero me contenté con pasar al salón de fumar y decirle al doctor Delicado:

—Señor, he leído con suma tristeza la historia de su hijo.

—Todo está documentado —me contestó él.

Me presentó a dos hombres oscuros que había en la oscura habitación. No, aquellos caballeros sin tic tac no eran relojes, uno era notario y el otro no pude retener quién era, como me suele ocurrir en esas ocasiones tan sombrías, porque estaba prestando atención a cómo el doctor Delicado me presentaba a ellos: yo era un joven serio, razonable y apasionado destinado a llevar a cabo grandes empresas y que desde aquel mismo momento le era muy querido. No había nada en mí de esos jóvenes superficiales de pelo largo que imitan a las películas americanas.

¡Qué rápidamente adopté aquellos adjetivos elogiosos! No sabía qué hacer con mis manos, incliné la cabeza educadamente como le convendría a un joven que no abandona su modestia ni siquiera ante semejantes elogios y quise cambiar de tema pensando que se notaría que quería cambiar de tema.

—Qué silencioso está esto de noche —dije.

—Sólo susurran las hojas de la morera —replicó el doctor Delicado—. Pero lo hacen incluso en las noches más tranquilas, sin la menor brisa. Escuchen.

Escuchamos todos juntos. Lo cierto es que me afectaba más la escalofriante penumbra de la habitación que el lejano y apenas perceptible susurro del árbol. Mientras proseguía el silencio recordé que en el día que llevaba en aquella casa sólo había oído hablar en susurros.

—Ahora vamos a sentarnos a jugar a las cartas —me dijo el doctor Delicado apartándome a un lado—. Quiero que me responda. Hijo mío, ¿prefiere ver los relojes o las armas?

—Prefiero ver los relojes —le respondí siguiendo un instinto.

En una habitación lateral, todavía más oscura, vimos dos antiguos relojes de mesa Zenith, uno de los cuales sonaba como el estampido de una pistola. Vimos también un reloj cuya caja era de madera taraceada, obra de la corporación relojera de Gálata, que tocaba una música automática y al que había que dar cuerda sólo una sola vez por semana y del cual el doctor Delicado me dijo que había uno igual en el harén del palacio de Topkapi. Por las palabras «a Smyrne» que había en el cuadrante lacado dedujimos de qué ciudad portuaria era el levantino Simon S. Simonien que había construido y firmado el reloj de péndulo con las puertas de nogal tallado. Comprendimos que el reloj marca Universal provisto de disco lunar y calendario señalaba las fases de la Luna. Mientras el doctor Delicado le daba cuerda con una enorme llave al reloj sin caja cuya parte superior había sido hecha en forma de capirote de mevleví a petición del sultán Selim III, sentimos nosotros también la tensión de los órganos internos del reloj. Ante el Junghans de péndulo, como los que todavía suenan tristes como canarios en su jaula en tantas casas, recordamos en cuántos lugares lo habíamos visto y oído desde nuestra infancia. Sentimos un escalofrío al ver la locomotora y la frase Made in USSR en el cuadrante del tosco Serkisof de mesa.

—Para nosotros el tic tac del reloj, como el rumor del agua en las fuentes de las mezquitas, no es tanto una forma de medir el mundo, sino la voz que nos permite pasar a nuestro universo interior —me dijo el doctor Delicado—. Cinco horas de oración al día, la hora de la comida antes de amanecer y la de la cena después de anochecer en el mes de Ramadán… Los cronómetros de las salas de relojes de nuestras mezquitas y nuestros relojes no son como en Occidente formas de medir el mundo, sino maneras de acercarnos a Dios. Ninguna nación ha estado tan apasionada por los relojes como la nuestra. Siempre fuimos nosotros los mejores clientes de los relojeros europeos. Lo único que tomamos de ellos y que pudo aceptar nuestro espíritu fueron los relojes. Por eso, cuando se trata de relojes, como de armas, no hay diferencia entre nacionales y extranjeros. Para nosotros hay dos formas de acercarse a Dios. Con la guerra santa por medio de las armas y con la oración por medio de los relojes. Han acabado con nuestras armas y ahora han inventado los trenes para acabar con nuestros relojes. Todo el mundo sabe que el peor enemigo de las horas de oración son los horarios de trenes. Como mi difunto hijo lo sabía, estuvo buscando durante meses nuestro tiempo perdido en los autobuses. Por esa razón los que querían apartarlo de mí acabaron con su vida en un autobús, pero el doctor Delicado no es tan estúpido como para caer en su trampa. No lo olvido jamás: desde hace siglos lo primero que se compraba cualquiera que consiguiera un poco de dinero era un reloj…

El doctor Delicado quizá habría seguido hablando en susurros pero un reloj inglés de marca Prior, dorado, con el cuadrante de esmalte con rosas de rubí y una voz de ruiseñor lo interrumpió entonando la melodía de Mi secretario.

Mientras sus compañeros de cartas prestaban atención a la dulce música del secretario que iba a Üsküdar, el doctor Delicado me susurró al oído:

—¿Ha tomado una decisión, hijo mío?

Justo en ese momento vi por la puerta abierta el tembloroso y brillante reflejo de Canan en los espejos del aparador de la otra habitación a la luz de las lámparas de gas y me sentí confuso.

—Todavía tengo que trabajar más en el archivo —le respondí.

Dije aquello no tanto para tomar una decisión como para huir de tener que tomarla. Mientras cruzaba la otra habitación sentí sobre mí las miradas de Rosamunda, que había regresado de acostar a sus hijas, de la meticulosa Rosaflor y de la nerviosa Rosalinda. ¡Y qué curiosidad y qué decisión había en los ojos color miel de Canan! Me sentí como alguien que ha logrado realizar grandes hechos, como me imaginaba que harían los hombres que tienen junto a ellos a una mujer hermosa y llena de vitalidad.

Pero ¡qué lejos estaba de ser un hombre así! Sentado en el archivo del doctor Delicado, teniendo ante mí las carpetas de las denuncias, se me clavaba en el corazón la imagen de Canan provocándome celos, aún más bella al reflejarse en los espejos del aparador de la habitación contigua, y pasaba a toda velocidad las páginas para ver si se acentuaban mis celos y podía llegar por fin a una decisión.

No me hizo falta buscar demasiado. En una de las investigaciones que había realizado en residencias de estudiantes, cafés, asociaciones y corredores de facultad de Estambul con la esperanza de encontrar a alguien que hubiera leído el libro, Seiko, el más trabajador y voluntarioso de los relojes que nunca tomó a su servicio el doctor Delicado después del funeral del desdichado joven de Kayseri al que había enterrado en lugar de a su hijo para que vigilaran a todos aquellos que lo habían leído, había localizado a Mehmet y a Canan en la facultad de Arquitectura. Aquello había sido dieciséis meses atrás. Era primavera, Mehmet y Canan estaban enamorados y se retiraban a un rincón para leer un libro. No se habían dado la menor cuenta de la presencia de Seiko, que los siguió, aunque no fuera muy de cerca, durante ocho meses.

Seiko le había escrito al doctor Delicado, a intervalos irregulares, veintidós informes en aquellos ocho meses que habían transcurrido entre que les descubriera y que yo leyera el libro y que dispararan a Mehmet delante de la parada de microbuses. Hasta mucho después de la medianoche leí una y otra vez aquellos informes con cuidado, paciencia y celos e intenté asimilar las venenosas conclusiones que extraje de ellos siguiendo una lógica adecuada al orden del archivo en el que estaba trabajando.

1. Lo que Canan me había dicho la noche en que mirábamos la plaza de la ciudad de Güdül desde la ventana de la habitación número 19 sobre que ningún hombre la había tocado no era cierto. Seiko, que no sólo los vigiló en los días de la primavera sino que también a lo largo del verano los encontró varias veces y los siguió, declaraba que los dos jóvenes entraban en el hotel en que trabajaba Mehmet y que permanecían largas horas allí. Aquello ya me lo suponía, pero si alguien ha sido testigo de lo que suponemos y lo pasa por escrito nos sentimos todavía más estúpidos.

2. Cuando Mehmet finalizó su vida como Nahit nadie sospechó de su nueva identidad ni de la nueva vida que había comenzado, ni su padre, ni los directores del hotel en que trabajaba, ni la secretaría de la facultad de Arquitectura, ni el mismo Seiko.

3. Aparte de amarse, los enamorados no tenían ninguna otra actividad social que llamara la atención. Si no se contaban los últimos diez días, no habían intentado darle a nadie más el libro que leían. Y tampoco es que lo estuvieran leyendo siempre. Por esa razón Seiko no había insistido demasiado en lo que pudieran estar haciendo con él. Tenían todo el aspecto de una pareja vulgar de estudiantes universitarios que se están preparando para un matrimonio vulgar. Sus relaciones con sus compañeros de clase eran equilibradas, sus clases iban bien y sus emociones eran muy medidas. No tenían la menor relación con ninguna facción política ni actividades que valieran la pena mencionarse. Seiko incluso escribía que de entre los lectores del libro Mehmet era el más tranquilo, el menos obsesivo y apasionado. Por eso fue por lo que tanto se sorprendió luego, quizá incluso se alegrara.

4. Seiko los envidiaba. Primero vi que, comparando sus informes con otros, describía a Canan de una manera innecesariamente cuidadosa y con una lengua en exceso poética: «Al leer el libro la joven frunce ligeramente el ceño y aparecen en su rostro una elegancia y una gravedad evidentes». «Luego hizo ese gesto suyo tan particular y con un ligero movimiento recogió su pelo detrás de las orejas.» «Si mira el libro que lleva en la mano mientras espera en la cola del comedor le sobresale ligeramente el labio superior y sus ojos comienzan a brillar de repente de tal manera que uno cree que en cualquier momento aparecerán en tan hermosos ojos sendos enormes lagrimones.» O bien estas líneas sorprendentes: «Señor, después de la primera media hora, las líneas del rostro de la muchacha, completamente vuelto hacia el libro, se suavizaron de tal forma y se envolvieron con una expresión tan extraña y distinta que por un momento creí que brotaba una luz mágica, no de la ventana, sino de las páginas del libro que leía aquella joven con cara de ángel». Luego, de forma paralela a la angelización de Canan, el muchacho se iba mundificando cada vez más. «Es el típico amor entre una joven de buena familia y un muchacho sin familia, de identidad y pasado oscuros.» «Nuestro muchacho se comporta de una manera cada vez más cuidadosa, más nerviosa, más medida.» «La joven tiende más a abrirse a sus amigos, a acercarse a ellos, quizá incluso a compartir el libro con ellos, pero el recepcionista del hotel la refrena.» «Es evidente que teme ingresar en el entorno de ella porque proviene de una familia pobre.» «En realidad resulta difícil comprender qué es lo que ha encontrado esta joven en un hombre tan frío y tan opaco.» «Demasiado presuntuoso para lo que cabe esperar de un recepcionista de hotel.» «Una de esas personas hábiles que presentan su silencio y su falta de conversación como una virtud…» «Un advenedizo calculador…» «En realidad no tiene nada de particular, señor.» Comenzó a gustarme Seiko. Si además hubiera podido convencerme… Pero en cambio me convenció de otra cosa.

5. ¡Ah, qué felices eran! Salían de clase, iban a un cine en Beyoğlu y cogidos de la mano veían la película Noches sin fin. Se sentaban en una mesa de un rincón de la cantina de la facultad a ver a la gente que pasaba por allí y luego hablaban dulcemente. Miraban juntos los escaparates de Beyoğlu, subían juntos a los autobuses, se sentaban juntos en clase. Salían de paseo por la ciudad, se sentaban en los taburetes de un puesto de bocadillos y comían mirándose al espejo y de repente se ponían a leer el libro, que la muchacha había sacado del bolso. ¡Y hubo un día de verano que…! Seiko comenzó a vigilar a Mehmet desde la puerta del hotel y al ver que se encontraba con Canan, que llevaba una bolsa de plástico en la mano, los siguió creyendo que había encontrado alguna pista. Fueron en transbordador a la isla Grande, alquilaron una barca para pasear, se montaron en calesa, tomaron maíz y helados y a la vuelta subieron a la habitación del hotel donde trabajaba el muchacho. Resultaba difícil leer aquello. Tuvieron pequeñas peleas y discusiones y Seiko las interpretó como señal de que su relación iba a peor, pero hasta el otoño no hubo la menor tensión entre ellos.

6. La persona que sacó una pistola y disparó sobre Mehmet en la parada de microbuses aquel día nevoso de diciembre había sido Seiko. No estaba completamente seguro, pero su furia y sus celos parecían corroborarlo. Recordando la sombra que vi desde la ventana y su fuga a saltos por el parque nevado pensé que Seiko debía de andar por la treintena. Un funcionario que había estudiado el bachillerato en el instituto de la policía de unos treinta años, que aceptaba trabajos extras para conseguir un complemento a su escaso sueldo y que considera a los jóvenes que estudian Arquitectura «advenedizos». Bien, ¿qué pensaba entonces de mí?

7. Yo era una triste presa que había caído en una trampa. Seiko había llegado a esa conclusión con tal facilidad que incluso lo lamentaba por mí. En cambio había sido incapaz de deducir que la tensión que había comenzado a surgir entre ellos a partir del otoño se debía al deseo de Canan de hacer algo con el libro. Luego debieron de decidir entregárselo a algún otro a causa de la insistencia de Canan. O bien Mehmet había aceptado a causa de la insistencia de Canan. Durante un tiempo examinaron a los jóvenes que se encontraban por los pasillos de la facultad como el empresario que examina las solicitudes de los que se presentan a una única plaza en una empresa privada. No estaba nada claro por qué me habían elegido a mí. Pero, sin que pasara mucho, Seiko había comprendido que me seguían, que me observaban, que hablaban sobre mí. Luego se abría el telón sobre la escena de la caza, que resultaba mucho más fácil que la decisión de elegirme a mí. Así de fácil: Canan se había acercado a mí varias veces paseando con el libro en la mano por el pasillo de la facultad. En una ocasión me había sonreído dulcemente. Y después había jugado la partida con verdadero placer: se dio cuenta de que la observaba mientras esperaba en la cola de la cantina, hizo como si tuviera que dejar lo que llevaba en la mano para sacar el monedero del bolso, dejó el libro sobre la mesa en la que yo estaba sentado, justo delante de mí, y nueve o diez segundos después volvió a cogerlo con su graciosa mano. Después Canan y Mehmet, una vez seguros de que el pez había mordido el anzuelo, le regalaron el libro al propietario de un puesto de libros que había en mi camino de vuelta a casa y que ya habían decidido de antemano de tal forma que yo lo viera cuando regresara absorto a casa por la tarde y me dijera «¡Ah, ese libro!». Y eso fue lo que sucedió. Seiko, cuando informaba de la situación, decía de mí con tristeza pero con toda la razón «un joven soñador sin nada de particular».

No me lo tomé a mal porque había usado la misma expresión al referirse a Mehmet, incluso lo encontré un consuelo y así conseguí el coraje necesario para hacerme la siguiente pregunta: ¿Por qué hasta ese momento nunca había sido capaz de aceptar que había comprado y leído el libro únicamente porque podría serme de ayuda para acercarme a aquella preciosa muchacha?

Lo que me resultaba más insoportable era que mientras yo contemplaba admirado a Canan, mientras la observaba sin darme cuenta de que lo hacía, mientras el libro se posaba sobre mi mesa y echaba a volar como si fuera un pájaro mágico y asustadizo, o sea, mientras vivía el momento más encantador de mi vida, Mehmet nos vigilaba de lejos a nosotros dos y Seiko a los tres.

—La coincidencia que recibí con tanta alegría pensando que era la vida misma y que con tanto amor quise no era más que un guión preparado por otro —dijo el engañado protagonista y decidió salir de la habitación para ver la colección de armas del doctor Delicado.

Pero antes era necesario realizar algunas cuentas, investigar un poco, o sea, convenirse un tanto en reloj. Trabajé a toda velocidad e hice un inventario de los jóvenes Mehmet que los trabajadores relojes y los decepcionados concesionarios del doctor Delicado habían visto por los cuatro costados de Anatolia leyendo el libro y habían considerado sospechosos. Como Serkisof no había escrito el apellido de Mehmet me encontré con una lista larguísima sin saber en ese momento por dónde comenzar mi investigación.

Se había hecho bastante tarde, pero estaba seguro de que el doctor Delicado me estaba esperando. Me dirigí a la habitación donde jugaban a las cartas acompañados por el tic tac del reloj. Tanto Canan como las hijas del doctor Delicado se habían retirado a sus habitaciones y sus compañeros de juego ya se habían ido. El doctor Delicado estaba sentado leyendo en el rincón más oscuro de la habitación, hundido en un enorme sillón como si quisiera protegerse de la luz de las lámparas de gas.

Al notar mi presencia colocó un marcador con incrustaciones de nácar en la página que tenía abierta y dejó el libro a un lado, se puso en pie y me dijo que me esperaba y que estaba preparado. Si mis ojos estaban cansados de tanto leer podía descansar un poco. Pero estaba seguro de que había acabado satisfecho con lo que había leído y aprendido. Qué llena estaba la vida de acontecimientos sorprendentes y de jugarretas, ¿verdad? Pero él había consagrado su vida a dotar de un orden a toda aquella confusión.

—Rosalinda ha organizado todos los informes y los índices con el cuidado de una muchacha que hace un bordado —dijo—. Rosaflor dirige toda mi correspondencia, anota las ideas generales de lo que quiero preguntar y mis instrucciones y escribe a mis queridos y obedientes relojes y lo hace tanto por placer como por fidelidad a su padre. Todas las tardes Rosamunda y yo tomamos el té mientras ella me lee con su hermosa voz cada una de las cartas. A veces trabajamos en esta habitación y otras en el archivo en el que usted ha estado. En verano o en los días templados de primavera nos sentamos durante horas a una mesa colocada bajo la morera. Para un hombre como yo, que adora la tranquilidad, esas horas pasan con verdadero gozo.

Buscaba en mi mente palabras con las que elogiar todo aquel sacrificio y cariño, todo aquel cuidado y meticulosidad, todo aquel orden y tranquilidad. Me di cuenta por la portada de que el libro que el doctor Delicado había dejado a medias era un tomo de Zagor. ¿Sabía acaso que el tío Rifki, al que había ordenado matar, había intentado una adaptación nacional de aquel tebeo en sus años de menor éxito? Pero no me sentía con ganas de entretenerme con los pequeños detalles de aquellas casualidades.

—Señor, ¿me sería posible ver sus armas?

Me respondió con cariño, con una voz afectuosa que me inyectaba confianza. Podía llamarle padre o doctor.

El doctor Delicado me mostró una pistola semiautomática Browning importada de Bélgica tras un concurso público organizado por la dirección general de seguridad en 1956 y me explicó que hasta hacía poco sólo las habían usado los funcionarios de policía del más alto nivel. Me explicó también cómo la Parabellum alemana, que podía transformarse en fusil gracias a un cañón largo y a que la funda podía convertirse en culatín, se había disparado un día por error y que la bala de nueve milímetros había atravesado dos enormes caballos percherones, había entrado por una ventana de la casa y salido por otra y por fin se había clavado en la morera, pero era un arma difícil de llevar. Si buscaba algo práctico y de confianza, me aconsejaba una Smith & Wesson con seguro en la empuñadura. Otro revólver que me aconsejaba si quería evitar que se me encasquillara el arma era un brillante Colt, una maravilla para cualquier aficionado, pero llevándolo uno se podía sentir demasiado americano, demasiado vaquero. Así que nuestro interés se volvió hacia una serie de Walther alemanas, la pistola que mejor se adaptaba a nuestro espíritu, y a la imitación nacional patentada, la Kirikkale. El hecho de que había sido un arma de uso muy extendido y de que a lo largo de cuarenta años había sido comprobada cientos de miles de veces por muchos amantes de las armas, desde militares a serenos y desde policías a panaderos, sobre los cuerpos de numerosos rebeldes, ladrones, pervertidos, políticos y ciudadanos hambrientos, la dotaba a mis ojos de un indudable interés.

Me decidí por una Walther de nueve milímetros ya que el doctor Delicado me había repetido varias veces que entre la Walther y la Kirikkale no había la menor diferencia, que se llevaba muy fácilmente en el bolsillo y que para hacer blanco no hacía falta disparar desde demasiado cerca. Por supuesto, no tuve que insistir demasiado. El doctor Delicado, con un gesto medido que era una ligera referencia a la pasión de nuestros antepasados por las armas, me regaló el arma y dos cargadores llenos y me besó en la frente. Él iba a seguir trabajando, pero yo debía dormir, debía descansar.

Dormir era lo último que tenía en mente. Mientras daba los diecisiete pasos que separaban nuestra habitación del armario de las pistolas pasaron por mi cabeza diecisiete guiones posibles. Todos los había forjado en un rincón de mi cerebro durante las largas horas de lectura y en el último momento había decidido realizar una síntesis adecuada para la escena final. Recuerdo que después de llamar tres veces a la puerta que Canan había cerrado con cerrojo repasé una última vez aquella maravilla de mi mente, ebria por tantos centenares de páginas leídas a aquellas horas de la noche, pero por alguna extraña razón ahora no se me viene a la cabeza lo que repasé. Porque en cuanto llamé una voz interior dijo «Santo y seña», quizá porque pensaba que eso era lo que iba a decir Canan, y respondí como si lo tuviera preparado: «Larga vida al sultán».

Cuando Canan abrió primero el cerrojo y luego la puerta con una expresión medio alegre, no, medio triste, no, completamente misteriosa, que me dejó sorprendido, me sentí como un actor novato que en cuanto aparece bajo los focos del escenario olvida de repente el diálogo que le ha costado semanas aprenderse de memoria. No es difícil deducir que en una situación semejante una persona con la cabeza sobre los hombros se dejaría llevar por el instinto en lugar de confiar en un puñado de palabras sin valor alguno que además recordara a medias. Eso hice yo; por lo menos intenté olvidar que era una presa que había sido conducida a una trampa.

Besé a Canan en los labios como un marido que regresa al hogar tras un largo viaje. Por fin, después de tantas desventuras, estábamos los dos juntos en casa, en nuestra habitación. Yo la quería mucho. No me importaba nada más. Si la vida nos reservaba un par de problemas, yo, después de haber recorrido todo aquel camino con tanta audacia, sería capaz de resolverlos. Sus labios olían a moras. Los dos, abrazándonos en esa habitación, debíamos darle la espalda a todas aquellas ideas lejanas, de lugares imprecisos, a la gente que había perdido el rumbo dejándose engañar por ellas, a los respetables y apasionados estúpidos que intentaban reflejar en el mundo sus propias obsesiones, a todos aquellos que intentaban afligimos con sus sacrificios, a la llamada de una vida inalcanzable y testaruda. ¿Qué puede impedir, ángel mío, que dos personas que han compartido grandes sueños, que han sido compañeros de viaje mañana y noche durante meses, que han recorrido tanto camino juntos, se abracen y olviden el mundo que hay más allá de puertas y ventanas, que sean más reales que cualquier otra cosa, que encuentren ese momento incomparable de realidad?

El fantasma de un tercero.

No, querida, déjame que te bese en los labios porque a ese fantasma, que ya sólo es un nombre en las denuncias, le da miedo ser real. En cambio yo estoy aquí, mira, y sé que el tiempo se va agotando lentamente: de la misma forma que todos esos caminos que hemos recorrido en los autobuses en los que nos montamos juntos se extienden pacíficamente después de que desaparezcamos sin que les importemos lo más mínimo, llenos de sí mismos, siendo una mezcla íntima de asfalto, piedra y calor bajo las estrellas en las noches de verano, tendámonos nosotros también sin que pase más tiempo, aquí, juntos… No, querida, sin que pase más tiempo, mira cómo cuando mis manos tocan tus bellos hombros, tus delgados y frágiles brazos, cuando me acerco a ti, nos vamos aproximando felices, lentamente, a ese momento incomparable que buscan todos los autobuses y todos los viajeros. Mira cómo ahora, cuando mis labios presionan el espacio semitransparente entre tu oreja y tu pelo, cuando tus cabellos se electrifican y de repente se mezclan con mi cara y mi frente con un olor a otoño, como pájaros que levantaran el vuelo, y cuando tu pecho se eleva en mi mano como un pájaro obstinado que siguiera aleteando, mira cómo se alza entre nosotros ese momento inalcanzable en toda su plenitud, perfectamente saludable, lo veo en tus ojos: estamos ahora y aquí, ni allí ni en otro lugar, ni en el país que habías soñado, ni en un autobús ni en una oscura habitación de hotel, ni en un futuro que sólo existe en las páginas de un libro. Estamos ahora aquí, los dos, en esta habitación, como si estuviéramos en un tiempo abierto por ambos extremos, tú con tus suspiros y yo con mis besos inquietos, esperando abrazados ver un milagro. ¡El momento de plenitud! Abrázame, que no pase el tiempo, vamos, querida, abrázame, ¡que no termine el milagro! No, no te opongas, recuerda: las noches en que nuestros cuerpos se deslizaban lentamente el uno hacia el otro en los asientos de los autobuses, las noches en que nuestros sueños y nuestros cabellos se entrelazaban. Recuerda sin fruncir los labios cuando nuestras cabezas se apoyaban juntas en la fría y oscura ventanilla, los interiores de las casas que veíamos en las callejuelas de los pueblos; recuerda los cientos de películas que vimos dándonos la mano; recuerda las lluvias de balas, las rubias que bajaban la escalera, los fríos guaperas que tanto te gustaban. Recuerda los besos que contemplábamos en silencio como si cometiéramos un pecado, como si olvidáramos un delito, como si soñáramos con otro mundo. Recuerda cómo se acercaban los labios y cómo los ojos se alejaban de la cámara; recuerda cómo mientras las ruedas de nuestro autobús giraban siete veces y media por segundo, nosotros podíamos quedarnos inmóviles por un instante. Pero no lo recordó. La besé una última vez desesperado. La cama estaba totalmente revuelta. ¿Se habría dado cuenta de la dureza de mi Walther? Canan permanecía acostada a mi lado mirando pensativa al techo como si contemplara las estrellas. A pesar de todo, le dije:

—Canan, ¿no éramos felices en los autobuses? Volvamos a ellos.

Por supuesto, aquello no tenía ninguna lógica.

—¿Qué has estado leyendo? —me preguntó—. ¿Qué has logrado saber hoy?

—Muchas cosas sobre la vida —le respondí usando el lenguaje del doblaje y con tono de serie televisiva—. Cosas muy útiles, de hecho. Hay mucha gente que ha leído el libro y todos van corriendo hacia algún lado… Todo resulta confuso y la luz que inspira el libro a la gente deslumbra como la muerte. Qué sorprendente es la vida.

Tenía la impresión de que podría continuar hablando con aquel lenguaje, que podría realizar los milagros que tanto les gustan a los niños, si no era posible mediante el amor, mediante las palabras. Perdóname mi ingenuidad y ese jueguecito al que recurrí por pura desesperación, ángel mío, porque había podido acercarme por fin a Canan después de setenta días y estaba acostado a su lado e imitar la infancia, como sabe cualquiera que haya hojeado unos cuantos libros, es la primera solución a la que recurren aquellos a los que les han cerrado en las narices las puertas del paraíso del verdadero amor, como me había ocurrido a mí. ¿No acababa de informarme Seiko de que la película Paraísos artificiales, que habíamos visto entre Afyon y Kütahya una noche en que llovía con la fuerza de un tifón y el agua caía como un torrente por las ventanillas desde el techo del autobús, Canan ya la había visto un año antes de la mano de su amante en unas circunstancias mucho más felices y tranquilas?

—¿Quién es el ángel? —me preguntó.

—Por lo que se ve, tiene relación con el libro. Y no somos los únicos que lo saben. Hay otros que lo persiguen.

—¿A quién se le aparece?

—A quienes creen en el libro. A los que lo han leído con cuidado.

—¿Y pues?

Pues que a fuerza de leer el libro te conviertes en él. Una mañana te levantas y todos los que te ven leyendo el libro dicen ¡caramba, caramba, con la luz que surge del libro esta chica se ha convertido en un ángel! Así que el ángel era una muchacha. Pero luego sientes curiosidad por cómo un ángel así puede tender trampas a los demás. ¿Hacen trampas los ángeles?

—No lo sé.

—Yo tampoco lo sé. Yo también pienso en ello. Yo también busco —le contesté, ángel mío, pensando en que quizá aquella cama en la que estaba tumbado con Canan era el único trozo de paraíso que podría alcanzar en todo aquel viaje y temiendo introducirme en una zona peligrosa e insegura. Que continuara reinando un poco aquel instante incomparable. En la habitación había un ligero olor a madera y una frescura que recordaba al chicle y a los viejos jabones que usábamos en nuestra infancia pero que ya no comprábamos en el colmado porque el embalaje no era lo bastante bueno.

Yo, que no podía descender a las profundidades del libro ni alcanzar la seriedad de Canan, sentí en cierto momento a altas horas de aquella noche que podría mencionar una serie de puntos. Y así le dije a Canan que lo más terrible que existía era el tiempo; habíamos iniciado nuestro viaje para librarnos de él pero no teníamos la menor idea de haberlo hecho. Por eso estábamos siempre en movimiento, por eso buscábamos un instante en que él no se moviera. Esa plenitud era el momento incomparable. Al acercarnos a él habíamos sentido que había un momento de salida y habíamos sido testigos innumerables veces, junto con los muertos y los agonizantes, de los milagros de aquella increíble región. En las revistas para niños que habíamos hojeado esa mañana estaba en forma de semilla y de manera infantil la sabiduría del libro y ya era hora de que lo comprendiéramos usando nuestra inteligencia. Más allá, en un lugar lejano, no había nada. Tanto el principio como el final de nuestro viaje estaban donde estuviéramos nosotros. Tenía razón: los caminos y las habitaciones oscuras estaban llenos de asesinos armados. La muerte se filtraba en la vida a través del libro, de los libros. La abracé, querida, quedémonos aquí, querida, reconozcamos lo que vale esta habitación: mira, una mesa, un reloj, una lámpara, una ventana; nos levantaremos cada mañana y contemplaremos admirados la morera. Si ella está ahí, entonces nosotros estamos aquí. El marco de la ventana, la pata de la mesa, la mecha de la lámpara: luz y olor; qué simple es el mundo. Olvida ya el libro. Él también quiere que lo olvidemos. Existir es abrazarte. Pero Canan no me hacía caso.

—¿Dónde está Mehmet?

Miraba al techo con toda su atención como si allí pudiera leer la respuesta a su pregunta. Fruncía el ceño. Su frente parecía más amplia. Sus labios temblaron por un segundo como si fuera a confesar un secreto. A la luz color amarillo pergamino de la habitación su piel había adquirido un rosa que nunca antes había visto. Después de tantos viajes y tantas noches pasadas en los autobuses, en cuanto Canan había pasado un día en un entorno tranquilo, había comido comida casera y había dormido bien, le había subido el color a la cara. Se lo dije por si echaba de menos una vida hogareña feliz y ordenada y de repente decidía casarse conmigo como hacen algunas muchachas.

—Me estoy poniendo enferma, por eso —me respondió—. Me enfrié con la lluvia. Tengo fiebre.

Qué bonita estaba tumbada mirando al techo mientras yo, echado a su lado, admiraba el color de su rostro, qué hermoso era posar mi mano sobre su altiva frente con la objetividad de un médico y mantenerla allí. Allí se quedó mi mano como si quisiera estar segura de que no se escaparía de mí. Repasaba mentalmente mis recuerdos infantiles, descubría cómo el tacto puede cambiarlo todo de pies a cabeza, los lugares, las camas, las habitaciones, los olores, las cosas más vulgares. También tenía en la cabeza otros pensamientos y otros cálculos. Al ver que volvía la cabeza y me miraba interrogándome, aparté mi mano de su frente y le dije la verdad:

—Tienes fiebre.

De repente aparecieron ante mí un montón de posibilidades que no había calculado. Bajé a la cocina a las dos de la noche. Mientras hervía la tila que había encontrado en un tarro con un cazo enorme que se me había aparecido en la penumbra entre sartenes de aspecto terrible y fantasmas, me hacía la ilusión de decirle a Canan que lo mejor contra los enfriamientos era meterse debajo de una manta y abrazarse a alguien. Luego, mientras buscaba aspirinas entre las cajas de medicinas que había sobre el aparador que Canan me había indicado, pensaba que si yo también caía enfermo podíamos pasarnos días en la habitación. Se movió una cortina y se oyó el susurro de unas zapatillas. Apareció primero la sombra de la mujer del doctor Delicado y luego su nerviosa presencia. No, señora, le dije, no hay nada de lo que preocuparse, sólo se ha resfriado un poco.

Me hizo acompañarla hasta el piso superior. Bajé una gruesa manta de lo alto de un armario, le puso una funda y me dijo: «Ah, hijo mío, esa muchacha es un ángel, ten cuidado, no vayas a hacerle daño», y luego añadió algo que jamás podré olvidar: que mi esposa tenía un cuello precioso.

Cuando regresé a la habitación le miré largamente el cuello. ¿No le había prestado atención antes? Sí, y lo había amado, pero me resultaba tan sorprendente lo largo que era, que durante un buen rato fui incapaz de pensar en otra cosa. Contemplé cómo se bebía lentamente la tila y cómo se envolvía en la manta en cuanto se tomó la aspirina y comenzaba a esperar optimista como las niñas buenas, que creen que todo irá «bien» de inmediato.

Se produjo un largo silencio. Apoyé las manos a ambos lados de los ojos y miré por la ventana. La morera se movía apenas. Querida, cómo se mueve nuestra morera incluso con la menor brisa. Silencio. Canan tirita, qué rápido pasa el tiempo.

Y así la habitación, nuestra habitación, se convirtió en un instante en ese lugar de clima especial y con vistas al exterior que llaman «cuarto del enfermo». Mientras paseaba arriba y abajo sentía que la mesa, el vaso, la mesilla de noche se iban transformando lentamente en objetos demasiado conocidos, demasiado insinuantes. Dieron las cuatro. ¿Te sientas aquí, a mi lado, a este lado de la cama?, me dijo. Le acaricié los pies por encima de la manta. Me sonrió, yo era un encanto. Cerró los ojos e hizo como si durmiera, no, dormitó, se durmió. ¿Se durmió? Se durmió.

De repente me encontré andando. Mirando la hora, echando agua de la jarra en el vaso, mirando a Canan, sin poder tomar una decisión. Tomándome yo también una aspirina por hacer algo. Poniéndole la mano en la frente en cuanto abría los ojos para comprobar una vez más su temperatura.

El tiempo, que parecía esforzarse en que pasaran las horas, se detuvo por un momento, la membrana semitransparente en la que me encontraba se rasgó y Canan se incorporó en la cama: de repente nos pusimos a charlar febrilmente sobre los asistentes de los autobuses. Uno nos había dicho que un día se apoderaría del volante y que descubriría un país desconocido. Otro, que no podía mantener la boca cerrada, nos había dicho «Estos chicles son un obsequio de la compañía para sus honorables pasajeros, son gratis, aquí tienen sus chicles, hermano, no los masquéis demasiado porque llevan opio para que los pasajeros duerman como troncos y crean que se debe a las ballestas del autobús, a la habilidad del conductor en no pegar volantazos y a la excelencia de nuestra compañía y nuestros autobuses». Y luego, Canan, había otro —qué a gusto nos reíamos—, ¿te acuerdas?, lo vimos en dos autobuses distintos y me dijo: hermano, la primera vez comprendí que te habías escapado con esta muchacha y ahora veo que os habéis casado, enhorabuena, hermana.

¿Quieres casarte conmigo? Habíamos visto muchas escenas que se animaban con el destello de esas palabras. Mientras los dos amantes estaban caminando abrazados de noche entre los árboles y bajo un poste de electricidad y dentro del coche y, por supuesto, viéndose tras ellos el puente del Bósforo y lloviendo por influencia de las películas extranjeras y mientras los simpáticos tíos o los bienintencionados amigos dejaban solos a la pareja y cuando el rico muchacho se lo preguntaba a la seductora muchacha antes de zambullirse, plas, en la piscina. ¿Quieres casarte conmigo? Como no había visto ninguna escena en la que se le preguntara tal cosa a una muchacha de hermoso cuello en su habitación de enferma, no creía que mis palabras despertaran en Canan algo mágico del tipo de lo que ocurre en las películas. Y además mi mente estaba ocupada con un mosquito que volaba descaradamente por la habitación.

Miré la hora y me inquieté. Volví a comprobar su temperatura y me preocupé. Le dije que me enseñara la lengua, la sacó, puntiaguda y rosada. Me incliné y tomé su lengua con mi boca. Así nos quedamos un momento, ángel mío.

—No hagas eso, querido —me dijo luego—. Eres muy dulce, pero no hagamos eso.

Se durmió. Me tumbé a un lado de la cama, junto a ella, y me dediqué a contar su respiración. Mucho después, cuando ya comenzaba a clarear, pensaba y repensaba cosas como las siguientes: le diré, Canan, piénsatelo una vez más, haría cualquier cosa por ti, Canan, ¿no entiendes cuánto te quiero?… Cosas así que se repetían siguiendo la misma lógica… En cierto momento pensé en mentir y arrastrarla de nuevo a los autobuses pero por entonces ya sabía más o menos adónde tenía que ir, además, después de haber conocido a los despiadados relojes del doctor Delicado y haber pasado aquella noche en aquella habitación con Canan, me di cuenta de que comenzaba a tener miedo a morir.

Ángel mío, lo sabes, el pobre muchacho se pasó la noche tumbado junto a su amada escuchando su respiración hasta que amaneció. Contempló la barbilla regular y llena de personalidad de Canan, sus brazos sobresaliendo del camisón que le había dado Rosaflor, su cabello extendido por la almohada y el lento alumbrarse de la morera.

Luego todo se aceleró: se oyeron ruidos por la casa, pasos prudentes que pasaban ante la puerta, una ventana que golpeaba con el viento que se había levantado de nuevo, una vaca que mugía muuu, el gruñido de un coche, una tos y llamaron a la puerta. Un tipo de mediana edad, bien afeitado, ante todo médico, entró llevando un enorme maletín de médico acompañado por el olor de tostadas del exterior. Sus labios eran rojísimos, como si acabara de beber sangre, y en una de las comisuras tenía una fea verruga. Pensé que desnudaría desvergonzadamente a la febril Canan y que besaría con aquellos labios sus temblorosos cuello y espalda. Mientras extraía el fonendoscopio de su odioso maletín yo saqué en un abrir y cerrar de ojos mi Walther de donde la había escondido y salí del cuarto y luego de la casa sin prestar la menor atención a la preocupada madre, que estaba en la puerta.

Sin que nadie me viera me sumergí a toda prisa en los terrenos que me había mostrado el doctor Delicado. Saqué la pistola en un lugar solitario rodeado de álamos donde estaba seguro de que nadie me vería y donde el viento no podría transmitir el rumor de mi presencia y disparé varias veces seguidas. Y así fue como realicé un ejercicio de tiro con las municiones que me había dado el doctor Delicado, tan mezquinamente breve y deprimente como torpe. No conseguí un solo acierto en el álamo que había escogido como blanco en los tres tiros que hice a cuatro pasos. Me quedé un tanto indeciso y recuerdo que intenté reorganizar mis ideas desesperadamente mientras miraba a las presurosas nubes que venían del norte. Las tribulaciones del joven Walther…

Algo más allá había un roquedal bastante alto parte del cual se encontraba dentro de las tierras del doctor Delicado. Subí hasta allí, me senté y, en lugar de sumergirme en nobles pensamientos observando la amplitud y la riqueza del paisaje, pensé en lo miserable que había llegado a ser mi vida. Pasó mucho tiempo, pero no se me apareció ninguno de los ángeles, libros, musas y sabios campesinos que corren a ayudar en tales momentos difíciles a los profetas, a las estrellas cinematográficas, a los santos y a los líderes políticos.

Desesperado, regresé a la mansión. El médico loco de labios rojos había chupado con buen provecho la sangre de mi Canan y ahora se tomaba un té sentado con la madre y las tres rosas. Al verme le brillaron los ojos con el placer anticipado de poder darme consejos.

—¡Muchacho! —me dijo. Mi mujer se había enfriado y sufría una fuerte gripe; y, lo más importante, estaba en el umbral de la consunción física debido al cansancio, a la debilidad y a la falta de cuidados. ¿Qué hacía para cansarla de tal manera? ¿Cómo conseguía maltratarla así? Las hijas y la madre miraron con recelo al joven marido recién casado.

—Le he dado una fuerte medicación —dijo el médico—. Debe estar una semana en cama sin moverse.

¡Una semana! Pensé que siete días me bastarían y me sobrarían mientras aquella parodia de médico engullía un par de amarguillos para tragar el té y se largaba. Canan dormía en su cama y yo recogí de la habitación un par de trastos que me parecían necesarios, mis notas y mi dinero. Besé a Canan en el cuello. Salí a toda prisa del cuarto, como un soldado voluntario que corre a defender la patria. Luego les dije a Rosaflor y a su madre que tenía un asunto urgente, una responsabilidad ineludible. Les confiaba a mi mujer. Me respondieron que la cuidarían como si fuera su propia nuera. Especifiqué claramente que volvería cinco días después y me alejé en dirección a la ciudad y a la estación de autobuses sin ni siquiera volverme para echar una mirada al país de brujas, fantasmas y bandidos que dejaba atrás ni al cementerio en el que yacía un joven de Kayseri en lugar del hijo del doctor Delicado.