4.
Una fría noche de invierno, ángel mío, estaba en uno de esos autobuses de los que utilizaba uno o dos al día, llevaba días viajando, viajaba sin saber de dónde venía, ni dónde estaba, ni adónde iba, sin prestar atención siquiera a qué velocidad iba. Las luces interiores hacía mucho que se habían apagado, y yo me encontraba en algún lugar de la parte posterior derecha de aquel autobús escandaloso y cansado entre despierto y dormido, más cercano a los sueños que al sueño, más cercano a los sombríos fantasmas del exterior que a los sueños. Por el resquicio de mis párpados veía un árbol raquítico en una estepa interminable iluminada por el único ojo vago de las luces largas de nuestro autobús, una roca sobre la que habían escrito un anuncio de colonia, postes de electricidad, los faros amenazantes de camiones que pasaban de vez en cuando y la película que se proyectaba en la televisión enchufada al vídeo justo sobre el asiento del conductor. Cuando la joven protagonista hablaba, la pantalla se cubría del color morado del abrigo de Canan, y cuando el muchacho, que hablaba atropelladamente, le daba la réplica, el morado se convertía en un azul pálido que me habría impresionado algún día tiempo atrás. Siempre ocurre lo mismo, de repente el mismo morado y el mismo azul pálido se confundieron en la pantalla y mientras yo pensaba en ti, mientras te recordaba, pero no, no se besaron.
Recuerdo que justo en ese momento, en la tercera semana de mi viaje en autobús, exactamente a mitad de la película, me arrebató una sensación de vacío, de inquietud y de expectación sorprendentemente fuerte. Tenía un cigarrillo en la mano y sacudía nervioso la ceniza en el cenicero que poco después habría de cerrar con un golpe violento y decidido de mi frente. La airada impaciencia que me provocaba la indecisión de aquellos amantes que seguían sin besarse se convirtió en una inquietud más profunda y definitiva. La sensación de que ahora llega, ahora, se acerca esa cosa intensa y real. Ese silencio mágico que sienten todos antes de que coloquen la corona en la cabeza del rey, incluso los espectadores de la película. En ese silencio, justo antes de que la corona toque la cabeza, se oye el batir de las alas de una pareja de palomas que cruzan la plaza del reino. Oí que gemía el anciano que dormitaba a mi lado y me volví hacia él. La cabeza calva apoyada en el frío helado del oscuro cristal se bamboleaba pacíficamente, esa misma cabeza cuyos espantosos dolores me había estado explicando cien kilómetros y dos pequeñas y miserables ciudades, que se imitaban envidiosas, atrás. El médico del hospital al que pensaba ir cuando llegáramos a la ciudad por la mañana por lo del tumor cerebral debía aconsejarle que no apoyara la cabeza en el cristal frío, me dije, y cuando volvía la mirada hacia la carretera oscura me dejé llevar por una preocupación que no me atacaba desde hacía días. ¿Qué era, qué era aquella profunda e irresistible espera que ahora sentía en mi interior? ¿Por qué ahora ese impaciente deseo que me envolvía por completo?
Me sentí sacudido por un estruendo desgarrador, por la decisión de una fuerza capaz de desplazar de su lugar mis órganos internos. Me vi lanzado de mi asiento, choqué contra el que tenía delante, golpeé trozos de hierro y latón y aluminio y cristal, los golpeé con ansia y ellos me golpearon, me doblé en dos. Al mismo tiempo caí de nuevo hacia atrás siendo otro completamente distinto y me encontré en el mismo asiento del autobús.
Pero el autobús ya no era el mismo. Desde el lugar en que continuaba sentado, todavía aturdido, podía ver entre una neblina azul que la zona del conductor y los asientos que había inmediatamente detrás estaban destrozados, se habían deshecho, se habían evaporado.
Así que eso era lo que buscaba, lo que buscaba era eso. ¡Y cómo sentí en mi corazón lo que había descubierto! ¡La paz, el sueño, la muerte, el tiempo! Estaba allí y aquí al mismo tiempo; me encontraba en medio de una inmensa paz y en una batalla sangrienta, en un insomnio fantasmal y en un sueño infinito, en una noche interminable y en un tiempo que fluía a toda velocidad. Por esa razón, como en las películas, me levanté de mi asiento a cámara lenta y a cámara lenta pasé junto al cadáver del asistente del conductor, aún con la botella de agua en la mano, que había emigrado poco antes al mundo de los muertos. Salí por la puerta de atrás del autobús al oscuro jardín de la noche.
Uno de los extremos de aquel jardín estéril e infinito lo formaba el asfalto cubierto de trozos de cristal y el otro el país sin retorno. Avancé sin temor entre la oscuridad sedosa de la noche convencido de que aquello era ese país silencioso que llevaba semanas agitándose en mi imaginación con su tibieza paradisíaca. Como si caminara en sueños, pero despierto; como si caminara, pero de forma que parecía que mis pies no tocaban la tierra. Quizá porque no eran mis pies, quizá porque ya no podía recordar, porque simplemente estaba allí. Simplemente allí y yo mismo; mi cuerpo y mi conciencia dormidos: estaba completamente rebosante de mí mismo, sólo de mí mismo.
Me senté junto a una roca en algún lugar de aquella oscuridad paradisíaca y me tumbé en el suelo. Sobre mí, estrellas dispersas, a mi lado un trozo de roca real. La toqué admirado, sintiendo el increíble gusto del tacto real. En tiempos había un mundo real en que todo el tacto era tacto, todos los olores eran olores y todos los sonidos, sonidos. ¿Es posible que aquellos tiempos den ahora la impresión de presente, estrella? Veía mi propia vida en la oscuridad. Leí un libro y te encontré. Si morir es esto, yo he nacido de nuevo. Porque aquí y ahora, en este mundo, soy alguien completamente nuevo, sin recuerdos ni pasado: me siento como las nuevas y guapas estrellas de las nuevas series de televisión, siento el asombro infantil del fugado de una mazmorra que ve las estrellas por primera vez después de años. Oigo la llamada de un silencio como nunca jamás la había oído y me pregunto: ¿Por qué los autobuses, las noches, las ciudades? ¿Por qué todos esos puentes, carreteras, caras? ¿Por qué la soledad que se abalanza sobre la noche como un halcón, por qué las palabras que se quedan atoradas en la superficie, por qué ese tiempo sin posible vuelta atrás? Oigo el crujir de la tierra y el tic tac de mi reloj. Porque el tiempo es un silencio en tres dimensiones, escribía en el libro. Así que tenía que morirme sin comprender las tres dimensiones, me decía, sin entender la vida, el mundo, ni el libro y sin volverte a ver, y le hablaba por primera vez a aquellas estrellas nuevas, tan nuevas, cuando de repente se me vino a la cabeza una idea infantil, digna de un niño. Yo era aún demasiado niño para morir y noté alegre la calidez de la sangre que me caía desde la frente en mis frías manos, descubriendo de nuevo el tacto de los objetos, su olor y su luz. Contemplé feliz este mundo, Canan, queriéndote.
Algo más allá, donde lo había dejado, en el punto donde nuestro desdichado autobús había chocado con todas sus fuerzas contra un camión cargado de cemento, se elevaba una nube de polvo que colgaba como un paraguas milagroso sobre los muertos y los agonizantes. Del autobús se filtraba una luz azul y testaruda. Los infelices supervivientes y los que poco después ya no sobrevivirían salían por la puerta de atrás con el cuidado de los que pisan la superficie de un nuevo planeta. Madre, madre, yo he salido y usted se ha quedado dentro, madre, madre, la sangre me llena los bolsillos como si fuera dinero suelto. Quise hablar con ellos: con el abuelete de sombrero que se arrastraba por el suelo con una bolsa de plástico en la mano, con el soldado meticuloso inclinado sobre el roto de su pantalón, con la vieja que se dejaba llevar por una feliz verborrea ahora que tenía la oportunidad de hablarle directamente a Dios… Me habría gustado explicarles el secreto de ese tiempo inigualable y perfecto a ese vendedor de seguros tan hábil que ahora contaba las estrellas, a la muchacha hechizada cuya madre imploraba al conductor muerto, a los hombres bigotudos que, a pesar de no conocerse, se daban la mano balanceando ligeramente los brazos como enamorados a primera vista y bailaban la danza de la existencia. Me habría gustado decirles que ese instante feliz e incomparable es una gracia que Dios nos concede raras veces en la vida a siervos como nosotros, explicarles que cuando apareces por única vez en la vida, ángel mío, es en esa hora prodigiosa bajo el paraguas milagroso de una nube de cemento, y preguntarles por qué ahora éramos tan dichosos. ¿Quién nos ha concedido esa plenitud, esa totalidad, esa perfección, madre e hijo que os abrazáis libremente con todas vuestras fuerzas por primera vez en la vida como si fuerais amantes sin inhibiciones, mujer coqueta que descubre que la sangre es más roja que el lápiz de labios y la muerte más compasiva que la vida, niña afortunada que contemplas las estrellas con la muñeca en brazos plantada junto al cadáver de tu padre? Una palabra, me dijo mi voz interior: salida, salida… Pero ya hacía mucho que había comprendido que yo no moriría. Una señora que sí lo haría poco después me preguntó por el asistente con su cara rojísima por la sangre, quería recoger de inmediato sus maletas para llegar a tiempo a la ciudad para el tren de la mañana. Me quedé con su sanguinolento billete de tren en la mano.
Subí al autobús por la puerta de atrás para no darme de frente con los muertos de los asientos delanteros, con los rostros pegados al parabrisas. Recordé el terrible estruendo de motor de todos mis viajes en autobús, me di cuenta entonces. Lo que encontré no fue el silencio de los muertos porque había algunos que hablaban ahogándose en sus recuerdos, en sus deseos y en sus fantasmas. El asistente seguía agarrando su botella, y una madre tranquila, con los ojos llenos de lágrimas, sostenía a su hijo, que dormía pacíficamente, porque fuera hacía un frío terrible. Me senté porque acababa de percibir el dolor de mis piernas. Mi vecino de asiento, al que le dolía la cabeza, había emigrado de este mundo junto con la apresurada multitud de los asientos delanteros, pero seguía pacientemente sentado. Cuando dormía tenía los ojos cerrados, muerto los tenía abiertos. Dos hombres que no sabía de dónde habían salido sacaban de la parte delantera un cuerpo cubierto de sangre y lo llevaban al frío del exterior para que le diera el fresco.
Fue entonces cuando me di cuenta de la casualidad más mágica, del azar más perfecto: la televisión que había sobre el asiento del conductor se encontraba perfectamente intacta y he aquí que por fin los amantes del vídeo se abrazaban. Me sequé con el pañuelo la sangre de la frente, de la cara y del cuello, abrí el cenicero que poco antes había cerrado con la frente, encendí feliz un cigarrillo y contemplé la película de la pantalla.
Se besaron y se volvieron a besar bebiendo de los labios del otro el carmín y la vida. ¿Por qué cuando era pequeño contenía la respiración en las escenas de besos? ¿Por qué balanceaba las piernas y no miraba a los que se besaban sino un punto en la pantalla ligeramente por encima de ellos? ¡Ah, el beso! ¡Cómo me acordaba del sabor de aquellos labios que tocaban los míos a la luz blanca que entraba por el cristal helado! Sólo una vez en la vida. Repetí entre lágrimas el nombre de Canan.
Cuando la película estaba terminando y el frío del exterior estaba acabando de enfriar los cadáveres ya fríos, vi primero las luces y luego el camión que se detenía respetuoso ante la feliz escena. Mi vecino de asiento, que seguía mirando a la pantalla sin comprender nada, llevaba en el bolsillo de la chaqueta una enorme cartera bien llena. Nombre: Mahmut; apellido: Mahler. Además del carnet de identidad llevaba una fotografía de su hijo en el servicio militar, se parecía a mí, y un recorte de periódico muy antiguo en el que se hablaba de las peleas de gallos, del Correo de Denizli, 1966. El dinero me bastaría para algunas semanas, también me quedaría con el libro de familia, muchas gracias.
Para protegernos del frío, nosotros, los prudentes vivos, nos tumbamos en la caja del camión que nos llevaba a la ciudad entre los pacientes muertos y juntos nos dedicamos a contemplar las estrellas. Tranquilos, parecían decirnos las estrellas como si no lo estuviéramos, mirad cómo nosotras sí sabemos esperar. En el sitio en que estaba tumbado bamboleándome al ritmo del camión y mientras unas nubes apresuradas y unos árboles preocupados se interponían entre nosotros y la noche aterciopelada, pensaba que aquella jovial explosión de felicidad tan animada, a media luz, en la que nos abrazábamos con los muertos, constituía una escena perfecta en cinemascope para que mi querido ángel, al que suponía bromista y alegre, apareciera de repente en los cielos y me descubriera los secretos de mi vida y mi corazón; pero aquella escena, había contemplado una más o menos igual en una de las novelas ilustradas del tío Rifki, no se hizo realidad. Y así, mientras las ramas pasaban sobre nosotros y los oscuros postes eléctricos se deslizaban uno tras otro, me quedé a solas con la Estrella Polar, la Osa Menor, y el número π. Luego pensé y al mismo tiempo sentí que tampoco era tan perfecto el momento, que faltaba algo. Pero teniendo una nueva alma en mi cuerpo, ante mí una nueva vida, un buen puñado de dinero en los bolsillos y en el cielo esas nuevas estrellas, me dedicaré a buscarlo y encontrarlo.
¿Qué es lo que vuelve la vida incompleta?
Que perdieras una pierna, me dijo la enfermera de ojos verdes que me suturaba en el hospital a la altura de la rótula. Que no debía resistirme. Muy bien. ¿Quiere usted casarse conmigo? Ni fracturas ni fisuras en la pierna ni en el pie. Muy bien, ¿quiere usted hacer el amor conmigo? Y en mi frente un costurón terrible. Así pues, me dije mientras lágrimas de dolor brotaban de mis ojos, algo faltaba y debía haberlo comprendido por el anillo que la enfermera que me cosía llevaba en la mano derecha. Había alguien que la esperaba en Alemania. Yo era un hombre nuevo, pero no del todo. Abandoné el hospital y a la enfermera somnolienta.
Mientras recitaban la oración de la mañana fui al hotel Luz Nueva y le pedí al recepcionista de noche la mejor habitación. Me hice una paja mirando un viejo Hürriyet que encontré en el polvoriento armario de la habitación. En las páginas a todo color del suplemento dominical, la propietaria de un restaurante de Nişantaşi, en Estambul, exhibía todos los muebles que se había hecho traer de Milán, sus dos gatos castrados y parte de su cuerpo moderadamente atractivo. Me dormí.
La ciudad de Şirinyer, en la que permanecí unas sesenta horas, treinta y tres de ellas durmiendo en el hotel Luz Nueva, era un lugar de lo más encantador: 1. Barbería. Sobre el mármol de la repisa hay jabón de afeitar OPA con un extremo envuelto en papel de aluminio. Un ligero aroma a mentol permaneció en mis mejillas durante todo el tiempo que estuve en la ciudad. 2. Café de la Juventud. Viejos absortos que miran atentamente a los reyes de picas y corazones de los naipes de cartulina que tienen en la mano, la estatua de Atatürk de la plaza, los tractores, a mí, que cojeo ligeramente, y a las mujeres, a los futbolistas, los asesinatos, los jabones y los amantes que se besan en la televisión permanentemente encendida. 3. Marlboro. En la tienda en la que está el letrero que anuncia su venta, además de dicha marca de tabaco, hay viejos vídeos de películas de kárate y semiporno, Lotería Nacional y quinielas, novelas policíacas y de amor para alquilar, matarratas y un calendario en la pared desde el que sonríe una belleza que recuerda a mi Canan. 4. Restaurante. Judías, albóndigas, bien. 5. Correos. Llamé por teléfono. Las madres no comprenden, lloran. 6. Café de Şirinyer. Mientras leía complacido de nuevo la breve noticia, que ya había llegado a aprenderme de memoria, sobre nuestro feliz accidente de tráfico —¡doce muertos!— en el periódico Hürriyet que desde hacía dos días llevaba conmigo, un hombre de unos treinta años, no, treinta y cinco, no, cuarenta, y de aspecto entre asesino a sueldo y policía secreta, se me acercó por detrás como una sombra, me leyó la marca del reloj que acababa de sacarse del bolsillo —Zenith— y me dijo:
«¿Por qué en los locos poemas el vino es excusa para el amor y no para la muerte?
¿Dice el periódico que te has embriagado con el vino del accidente?».
Salió del café sin esperar mi respuesta y dejando tras él un penetrante olor a jabón OPA.
Había concluido a lo largo de todos aquellos viajes míos, cada uno de los cuales terminaba por fin con impaciencia y en las estaciones de autobús, que cada ciudad encantadora tiene un alegre loco. Nuestro amigo el amante del vino y la poesía no estaba en ninguna de las dos tabernas de la encantadora ciudad y sesenta horas después yo empezaba a sentir profundamente esa sed embriagadora que había mencionado, una sed casi tan intensa como el amor con el que pienso en ti, Canan. ¡Conductores insomnes, autobuses cansados, asistentes sin afeitar, llevadme a ese país de lo desconocido que tanto deseo! Que con la frente cubierta de sangre pueda desvanecerme y convertirme en otro en el umbral de la muerte. Y así, con dos suturas en mi cuerpo y en mi bolsillo la cartera repleta de dinero de un caído, abandoné una tarde la ciudad de Şirinyer en el asiento de atrás de un viejo Magirus.
¡La noche! Una noche borrascosa y larga, larguísima. Por el oscuro espejo de mi ventanilla pasaron aldeas, apriscos más oscuros que la noche, árboles inmortales, tristes gasolineras, restaurantes vacíos, montañas silenciosas, conejos inquietos. A veces, en alguna noche brillante, miraba largamente una luz temblorosa en la lejanía, soñaba minuto a minuto la vida que imaginaba que iluminaría esa luz, encontraba en esa vida feliz un lugar para Canan y para mí y cuando el autobús comenzaba a alejarse de la luz temblorosa me habría gustado estar, no en el traqueteante asiento en que me encontraba, sino bajo su techo. A veces, en las gasolineras, en las zonas de descanso, en los cruces en los que los vehículos se ceden el paso respetuosamente unos a otros, en los puentes estrechos, mi mirada se clavaba en los pasajeros de los autobuses que pasaban lentamente a nuestro lado, imaginaba que veía a Canan entre ellos y aferrándome testarudamente a ese sueño forjaba en mi mente la visión de cómo lograría alcanzar ese autobús, cómo me subiría a él y cómo abrazaría a Canan. En ocasiones me sentía tan cansado y desesperado que me habría gustado ser el hombre que veía fumando sentado a una mesa entre las cortinas entreabiertas mientras nuestro irritado autobús giraba entre las estrechas calles de una solitaria ciudad cualquier noche. Pero sabía que en realidad quería estar en otro tiempo y en otro lugar, allí.
Allí, tras la desgarradora explosión del accidente, entre agonizantes y muertos, en el momento feliz de ligereza en que el alma se encuentra indecisa entre si abandonar o no el cuerpo… Antes de preparar el viaje que me llevará a ascender por los siete cielos, mientras intento acostumbrar la mirada al tenebroso panorama que se contempla desde el umbral de ese país sin retorno, que comienza entre lagos de sangre y cristales rotos, pensaré complacido: ¿Entro o no? ¿Vuelvo atrás o sigo adelante? ¿Cómo serán las mañanas del otro país? ¿Cómo será abandonar por completo el viaje y perderse en la oscuridad sin fondo de la noche? Notaba un escalofrío al pensar en el país en que reinaba ese instante sin igual en el que dejaría de ser yo para convertirme en otro y en el que quizá abrazaría a Canan y sentía impaciencia en las suturas de mi frente y mi pierna por la felicidad inesperada que habría de llegar.
Ah, viajeros en autobuses nocturnos, desdichados hermanos míos, sé que buscáis los mismos momentos ingrávidos. Ser otro y vagar por el tranquilo jardín que no está aquí ni allí sino entre ambos mundos. Sé que el aficionado al fútbol de chaqueta de cuero no espera el partido de la mañana siguiente, sino la hora del accidente en que se convertirá en un héroe rojo de sangre. Sé que la inquieta señora que cada dos por tres saca de su bolsa de plástico algo que engullir se muere por alcanzar no a su hermana ni a sus sobrinos, sino el umbral del otro mundo. Sé que el funcionario del catastro que tiene un ojo abierto en la carretera y otro cerrado en sus sueños no calcula el número de edificios de la provincia que van quedando atrás, sino ese punto de intersección más allá de todas las provincias, y que el estudiante de bachillerato de tez pálida que se sienta en el asiento delantero no sueña con su querida amada, sino con el violento encuentro en que besará con pasión y ansia el parabrisas frontal. De hecho, todos nosotros abrimos los ojos excitados y miramos la carretera oscura cada vez que el conductor da un frenazo brusco o el viento sacude el autobús e intentamos descubrir si ha llegado la hora mágica. ¡No, tampoco ahora!
Había pasado mi octogésima novena noche en un asiento de autobús sin que sintiera en mi alma la llamada de esa hora feliz. En cierta ocasión dimos un violento frenazo y evitamos un camión cargado de pollos, pero ni a los adormecidos pasajeros del autobús ni a los pollos les sangró siquiera la nariz. Otra noche, mientras nuestro autobús se deslizaba dulcemente hacia un precipicio sobre el asfalto cubierto de hielo, por un momento sentí el brillo de enfrentarme cara a cara con Dios a través de mi ventanilla helada y estaba a punto de descubrir el único secreto común de la existencia, el amor, la vida y el tiempo, cuando nuestro bromista autobús se quedó colgado en el vacío en plena oscuridad.
La fortuna, leí en algún sitio, no es ciega, es ignorante. La fortuna, pensé, es el consuelo de los que no saben de estadísticas y probabilidades. Bajé a la superficie por la puerta de atrás, volví a la vida por la puerta de atrás, entré en las estaciones por la puerta de atrás, y en mi vida repleta de estaciones de autobús: Vendedores de pipas, casetes y lotería, abuelos cargados de maletas y abuelas cargadas de bolsas de plástico, yo os saludo. Para no dejar el asunto a la fortuna busqué los autobuses más destartalados, escogí las carreteras de montaña más retorcidas, encontré en los cafés a los conductores más somnolientos. Empresas como Más Rápido que la Providencia, Auto Volante, Auto Auténtico, Auto Expreso… Los asistentes derramaron en mis manos frascos enteros de colonia, pero no encontré en el aroma de ninguna el perfume de lavanda del rostro que buscaba por los caminos. Me ofrecieron en bandejas de imitación plata las galletas de mi infancia, pero no pude recordar los tés de mi madre. Comí chocolate nacional sin cacao, pero no me dieron calambres en las piernas como en mi niñez. A veces me trajeron bolsas de caramelos y golosinas de todo tipo, pero nunca encontré entre los Zambo, Mabel y Golden los caramelos marca Vida Nueva que le gustaban al tío Rifki. Contaba los kilómetros mientras estaba dormido y soñaba mientras estaba despierto. Me acurruqué en mi asiento, me encogí, me arrugué a fuerza de encogerme, torturé mis piernas, hice el amor en sueños con mi vecino de asiento. Y al despertar me encontré con su cabeza calva sobre mi hombro y su mano desvalida en mi regazo.
Porque cada noche era el prudente vecino de asiento de un nuevo infeliz, luego su contertulio y, poco antes del amanecer, me había convertido en el atrevido confidente de todos sus secretos. ¿Un cigarrillo? ¿Adónde va? ¿A qué se dedica? En un autobús soy un joven vendedor de seguros que va de ciudad en ciudad, en otro, frío como el hielo, voy a casarme con la hija de mi tío, con la que sueño sin cesar. Una vez le conté a un abuelo que esperaba la llegada de un ángel como esos que vigilan la aparición de ovnis, en otro viaje le dije a un compañero que mi patrón y yo le podríamos reparar cualquier reloj que tuviera averiado. El mío es Movado, me dijo el hombre con su dentadura postiza, nunca falla. Mientras el dueño del reloj que nunca fallaba dormía con la boca abierta me pareció oír el tic tac de aquella maquinaria tan precisa. ¿Qué es el tiempo? ¡Un accidente! ¿Qué es la vida? ¡Un periodo de tiempo! ¿Qué es un accidente? ¡Una vida, una vida nueva! Así que, cediendo a aquella lógica simple, que me sorprendía que nadie hubiera desarrollado antes, decidí no dirigirme a las estaciones de autobús, sino directamente a los accidentes, ángel mío.
Vi pasajeros despiadadamente arponeados en los asientos delanteros de un autobús que había atacado por detrás, intrépido y artero, a un camión cargado de hierros para la construcción cuyos extremos sobresalían de la caja. Vi cómo resultaba imposible sacar el cadáver atascado del conductor que había conducido su torpe autobús a un precipicio por no aplastar un gato atigrado. Vi cabezas hechas pedazos, cuerpos rasgados, manos arrancadas, conductores que acogían cariñosamente el volante entre sus órganos internos, trozos de cerebro dispersos como hojas de repollo, orejas sanguinolentas aún con su pendiente, gafas rotas y otras intactas, espejos, intestinos multicolores cuidadosamente extendidos sobre hojas de periódico, peines, frutas aplastadas, monedas, dientes caídos, biberones, zapatos, todos esos objetos y vidas consagrados deseosos a ese instante.
Gracias a cierta información que me proporcionaron los policías de tráfico de Konya, una fría noche de primavera llegué a tiempo de ver dos autobuses que habían chocado de frente en las desiertas cercanías del Lago Salado. Había pasado media hora desde que estallara estruendosamente el momento feliz y ardiente del encuentro, pero todavía flotaba en el aire esa magia que hace que la vida sea digna de ser vivida y que la dota de sentido. Mientras observaba por entre los vehículos de la policía y la gendarmería las ruedas negras de uno de los autobuses volcados, sentí el agradable aroma de la nueva vida y de la muerte. Me temblaron las piernas, me palpitaba la cicatriz de la frente, avancé con pasos decididos entre los curiosos hacia la bruma de la penumbra como si quisiera llegar a tiempo a una cita.
Entré en el autobús, que tenía el tirador de la puerta levantado por el golpe, y me pareció recordar algo mientras caminaba complacido entre los asientos cabeza abajo pisoteando gafas, cristales, cadenas y frutas que no habían podido resistirse a la fuerza de la gravedad y habían caído al techo. En tiempos yo era otro y ese otro quería ser yo. En tiempos yo había soñado con una vida en la que el tiempo se intensificaría y se concentraría dulcemente y en la que los colores caerían por mi mente como en cascada. Lo había soñado, ¿no? Se me vino a la memoria el libro que había dejado sobre mi mesa, imaginé que el libro se había quedado mirando el techo de mi habitación, como los muertos que contemplan el cielo con los ojos abiertos. Soñé que mi madre había dejado mi libro sobre la mesa, entre todos los demás objetos de aquella antigua vida mía que había abandonado a medias. Iba a decirle, mira, madre, estoy buscando el umbral de una vida nueva que aparecerá entre cristales rotos y gotas de sangre y muertos, cuando vi una cartera. Un cadáver había trepado antes de morir hacia el asiento que tenía encima y hacia una ventana rota, pero se había quedado colgado de ella presentando la cartera que llevaba en el bolsillo de atrás a los de esta parte.
La cogí y me la guardé en el bolsillo pero aquello no era lo que poco antes había recordado y había aparentado no recordar. Lo que tenía en mi mente era el otro autobús, que veía desde donde estaba a través de las lindas cortinillas y las ventanas hechas pedazos. En rojo Marlboro y azul de muerte, AUTO AUTO.
Salté por una de las ventanillas con los cristales destrozados y corrí pisando los trozos de vidrio entre los gendarmes y los cadáveres que todavía no se habían llevado. Era ese autobús, no me había equivocado, el otro autobús era el AUTO AUTO que seis semanas antes me había sacado de una ciudad de juguete y me había dejado sano y salvo en un oscuro pueblo. Entré por la puerta hecha pedazos al interior de aquel viejo amigo, me senté en el asiento que me había llevado seis semanas antes y comencé a esperar como un viajero paciente que confía optimista en este mundo. ¿Qué esperaba? Quizá un viento, quizá un tiempo, quizá un viajero. La penumbra se iba aclarando y sentí que en los asientos había algunos otros seres como yo, vivos o muertos; debían de estar discutiendo acaloradamente con las bellezas de sus pesadillas o con la muerte de sus sueños paradisíacos porque oí sus voces, como si hablaran con un espíritu desconocido. Luego mi espíritu meticuloso notó algo más profundo: miré hacia la zona del conductor, en la que todo había desaparecido a excepción de la radio, y oí que entre los gritos, los gemidos y los lamentos del exterior y los suspiros del interior, sonaba una música llevada por un aire dulce y exquisito.
De repente se produjo un silencio y vi que aumentaba la claridad. Percibí entre una nube de polvo fantasmas dichosos, muertos y agonizantes: has ido todo lo lejos que podías, viajero, pero pensé que aún puedes seguir adelante porque, o bien estás justo en el umbral de ese instante, o bien dudas dulcemente instalado en tu espera porque no sabes si detrás de la puerta a la que has llegado hay un jardín, y luego otra puerta y más allá otro jardín secreto en el que se mezclan la muerte y la vida, el significado y el movimiento, el tiempo y la casualidad, la luz y la felicidad. De repente aquel impaciente deseo envolvió mi cuerpo de una manera más profunda, el deseo de estar aquí y allí al mismo tiempo. Me pareció oír algunas palabras, sentí frío y entonces tú entraste por esa puerta, preciosa mía, mi Canan, con ese vestido blanco que llevabas cuando te vi en los pasillos de Taşkişla y la cara cubierta de sangre. Te acercaste muy despacio a mí.
No te pregunté: «¿Qué haces aquí?». Y tú, Canan, no me preguntaste: «Y tú, ¿qué haces aquí?», porque ambos lo sabíamos.
Te cogí de la mano y te ayudé a sentarte en el asiento contiguo; en el número 38, y con el pañuelo de cuadros que había traído de Şirinyer te limpié cariñosamente la sangre de la cara. Luego, preciosa mía, te cogí la mano y permanecimos sentados en silencio largo rato. Estaba clareando, llegaron los equipos de socorro y en la radio del conductor sonaba, como dicen por ahí, nuestra canción.