13.

En cuanto salí una brisa ligera que me entró por la nuca y recorrió todo mi cuerpo me puso la piel de gallina. Mis futuros paisanos se convirtieron en enemigos maliciosos. Mientras mi corazón seguía latiendo a toda prisa, yo sentía el peso de la pistola en mi cadera y aspiraba el mundo entero con el humo de mi cigarrillo.

Sonó una campanilla, miré hacia el interior, seguía leyendo el periódico. Regresé a la carpa con el resto de la gente. Me senté tres filas por detrás de él, comenzó el «programa», la cabeza me daba vueltas. No recuerdo lo que vi ni lo que dejé de ver, ni lo que oí, ni lo que escuché. Lo único que tenía en la mente era una nuca. La modesta nuca bien rasurada de un buen hombre.

Mucho después contemplé cómo sacaban el número del sorteo de una bolsa morada; anunciaron el número ganador. Un viejo desdentado se lanzó feliz a la escena. El ángel, llevando el mismo bikini de antes y un velo de novia, lo felicitó. En eso apareció como por ensalmo el tipo que cortaba las entradas llevando una enorme lámpara de techo.

—¡Dios Santo! ¡Si es la Pléyade de las siete estrellas! —chilló el viejo desdentado.

Por los gritos de ciertos espectadores que se sentaban detrás de mí comprendí que el sorteo siempre le tocaba a aquel hombre y que la lámpara envuelta en plástico era siempre la misma, que iba y venía cada noche.

El ángel, sosteniendo un micrófono sin cable, o una imitación de micrófono que no le amplificaba la voz, preguntó:

—¿Cómo se siente? ¿Qué impresión le produce ser el ganador? ¿Está emocionado?

—Muy emocionado y muy contento. ¡Que Dios los bendiga! —respondió el viejo en dirección al micrófono—. La vida es algo maravilloso. A pesar de todos los problemas y todas las amarguras, no me da ni miedo ni vergüenza ser tan feliz.

Algunos espectadores le aplaudieron.

—¿Dónde piensa colgar su lámpara? —le preguntó el ángel.

—Pues esto ha sido una bonita coincidencia —el viejo se inclinó cuidadosamente hacia el micrófono como si funcionara—. Estoy enamorado y mi novia también me quiere mucho. Vamos a casarnos dentro de poco y nos compraremos una casa nueva. Allí colgaremos esta cosa de siete brazos.

Nuevos aplausos. Luego oí voces de «que se besen, que se besen».

Todos se callaron después de que el ángel besara suavemente al anciano en ambas mejillas. Él aprovechó el silencio para largarse llevándose la lámpara.

—¡Pero a nosotros nunca nos toca! —gritó una voz airada desde los asientos de atrás.

—¡Silencio! —ordenó el ángel—. Ahora escúchenme —se produjo el mismo silencio de cuando los besos—. Un día también a ustedes les sonreirá la fortuna, no lo olviden, también a ustedes les llegará su hora de felicidad. No se impacienten, no se enfaden con la vida, esperen sin tener envidia de nadie. Si aprenden a vivir la vida amándola comprenderán lo que tienen que hacer para ser felices. Entonces, pierdan o no el rumbo, me verán —levantó una ceja con aire seductor—. Porque cada noche tienen aquí al Ángel del Deseo, en la preciosa ciudad de Viranbağ.

Se apagó la luz mágica que la iluminaba y se encendió una bombilla desnuda. Salí con el resto del público dejando cierta distancia entre mi objetivo y yo. El viento era ahora más fuerte. Miré a izquierda y derecha y como en cierto momento se produjo una aglomeración delante de mí, me encontré a sólo dos pasos de él.

—¿Qué tal, Osman Bey? ¿Le ha gustado? —le preguntó un hombre con un sombrero flexible.

—Psch, regular —respondió él. Comenzó a caminar más rápido con el periódico bajo el brazo. ¿Cómo no se me había ocurrido que, de la misma manera que había dejado de ser Nahit, se desharía del nombre de Mehmet para adoptar otro como el que ahora usaba? ¿Cómo era posible que no se me hubiera ocurrido? Lo cierto es que ni siquiera lo había pensado. Me quedé atrás y esperé a que se alejara un poco. Observaba con atención su cuerpo delgado, ligeramente inclinado hacia delante. Ése era el tipo del que mi Canan estaba perdidamente enamorada. Lo seguí.

Las calles de la ciudad de Viranbağ eran las más arboladas de cuantas había visto. Mi objetivo caminaba a toda velocidad y al llegar bajo una farola parecía iluminarle un pálido foco, luego, cuando se acercaba a alguno de los castaños o tilos, desaparecía en una oscuridad inquieta y temblorosa, compuesta de hojas y viento. Cruzamos la plaza, pasamos ante el cine Nuevo Mundo y ante las pálidas luces de neón de la hilera que formaban la pastelería, la oficina de correos, la farmacia y un salón de té, que pintaron primero de un amarillo suave y luego de anaranjado, de azul y de un color rojizo la camisa blanca de mi objetivo, y nos introdujimos por una calle lateral. Cuando me di cuenta de la perfecta perspectiva que presentaban las casas de tres pisos, todas iguales, las farolas y los árboles susurrantes, el placer de la persecución, que supuse que habían sentido todos aquellos Serkisof, Zenith y Seikos, me provocó un escalofrío y comencé a acercarme a toda prisa hacia la impersonal camisa blanca de mi presa con la intención de acabar con aquello lo antes posible.

Algo ocurrió, se desató un gran estruendo; por un momento pensé que alguno de los relojes me seguía a su vez y me refugié preocupado en un rincón. Una ventana se había golpeado con el viento y el cristal se había roto estrepitosamente, mi objetivo se dio media vuelta en la oscuridad y se detuvo por un instante, y mientras yo creía que iba a continuar su camino sin verme, de repente, sin darme tiempo a que le quitara el seguro a mi Walther, sacó una llave, abrió una puerta y desapareció en uno de esos edificios de cemento todos iguales. Esperé hasta que se encendió una luz en el segundo piso.

Luego miré por un momento y me encontré tan solo en el mundo como todos los asesinos o candidatos a serlo. Una calle más allá, las modestas luces de neón del hotel Seguridad, respetuosas con el equilibrio de la perspectiva establecida y balanceándose hacia delante y hacia atrás por el viento, me prometían un poco de paciencia, un poco de razón, un poco de paz, una cama y una larga noche para meditar sobre mi vida entera, sobre mi decisión de convertirme en asesino y para pensar en mi Canan. Fui allí sin que me quedara otra alternativa y pedí una habitación con televisor simplemente porque el recepcionista me lo preguntó.

En cuanto entré en la habitación presioné el botón y al ver las imágenes en blanco y negro me dije que había tomado la decisión adecuada. No pasaría la noche acompañado por la soledad de un asesino rabioso sino por el cotorreo alegre de unos amigos en blanco y negro que resolvían aquel tipo de asuntos a menudo y sin darle la menor importancia. Subí un poco el volumen. Me relajé cuando, poco después, hombres armados comenzaron a gritarse y coches americanos empezaron a correr a toda velocidad y a tomar curvas como si patinaran. Me asomé a la ventana y miré tranquilamente el mundo exterior y los enfurecidos castaños.

No estaba en ninguna parte y estaba en todas y, quizá por eso, me parecía que me encontraba en el centro inexistente del mundo. A través de la ventana de la habitación de hotel que formaba dicho centro, tan mona y tan muerta, se veían las luces del cuarto del hombre a quien quería matar. No lo veía a él, pero estaba contento de saber que esa noche él estaba allí y yo aquí, sobre todo ahora que mis amigos de la televisión comenzaban a acribillarse. Poco después de que mi objetivo apagara la luz me quedé dormido sin pensar sobre el significado de la vida, ni del amor, ni del libro, escuchando el ruido de los disparos.

Me levanté ya de mañana, me lavé, me afeité y salí del hotel sin apagar la televisión, en la que estaban diciendo que llovería en todo el país. Ni comprobé mi Walther, ni me puse nervioso al mirarme en el espejo de mi habitación ni al contemplar el mundo, como hubiera hecho cualquier joven que se preparara a cometer un asesinato por amor o por un libro. Con mi chaqueta morada debía de parecer un estudiante universitario optimista que en sus vacaciones de verano va de ciudad en ciudad intentando vender la Enciclopedia de la República y Personas Ilustres. ¿No esperaría un joven universitario optimista charlar largo rato sobre la vida y la literatura cuando llamara a la puerta de un aficionado a los libros cuyo nombre había oído en cierta provincia? Sabía desde hacía mucho que no lo mataría de inmediato. Subí un tramo de escaleras, llamé al timbre, riiing, eso iba a decir, pero lo cierto es que el timbre no sonó así sino que aquella cosa eléctrica hizo pío pío imitando a un canario. Las últimas novedades llegan incluso a la ciudad de Viranbağ y el asesino encuentra a su víctima aunque sea en el otro extremo del infierno. En las películas, en situaciones parecidas, las víctimas adoptan una actitud que da la impresión de que lo saben todo y dicen: «Sabía que vendrías». No ocurrió así.

Se sorprendió de verme. Pero su sorpresa no lo sorprendió, sino que la vivió como algo normal. Sus rasgos eran regulares, aunque yo lo recordaba y lo imaginaba más guapo, y un tanto alejados del ideal de la belleza en un sentido estricto y, sí, bueno, era guapo.

—Osman Bey, soy yo —le dije, y se produjo un silencio.

Rápidamente ambos nos recuperamos de la sorpresa. Me miró con timidez y luego miró a la puerta como si no tuviera la menor intención de invitarme a pasar.

—Vamos, salgamos juntos —dijo.

Se puso una chaqueta gris que no era antibalas, salimos juntos y caminamos por aquellas calles que imitaban calles. Un perro suspicaz nos observó desde la acera y las tórtolas se callaron en lo alto de un castaño. Mira, Canan, mira qué amigos somos él y yo. Estaba decidiendo que su cuello era ligeramente más corto que el mío y que tenía algo parecido a mí en su manera de andar, el rasgo más peculiar de tipos como yo —cómo lo explicaría, esa armonía entre la forma de subir y bajar los hombros y la determinación en el paso—, cuando me preguntó si había desayunado o si pensaba hacerlo, había un café en la estación, ¿quería tomarme un té con él?

Compró dos bollos todavía calientes en un horno, se detuvo en un colmado e hizo que le cortaran cien gramos de queso en lonchas y que se lo envolvieran en papel de estraza. El ángel nos saludaba con la mano desde un cartel del circo. Entramos en un café por la puerta delantera, pidió dos tés, salimos por la puerta trasera a un jardín que daba a la estación y allí nos sentamos. Las tórtolas, posadas en el castaño y en el tejado, zureaban sin prestarnos atención. Era una mañana fresca y agradable, reinaba el silencio y a lo lejos sonaba, apenas audible, la música que emitía una radio.

—Cada día, antes de ir a trabajar, salgo de casa y vengo a este café para tomarme un té —me confesó mientras abría el paquete de queso—. Se está muy bien en primavera. Y cuando nieva. Por las mañanas me gusta contemplar cómo caminan las cornejas sobre la nieve en la estación y los árboles nevados. Tampoco está mal ese enorme café La Nación de la plaza, tiene una buena estufa que tira estupendamente. Allí leo el periódico, a veces escucho la radio y a veces me quedo sentado sin hacer nada.

»Mi nueva vida es ordenada, disciplinada, puntual… Cada mañana, poco antes de las nueve, salgo del café y vuelvo a casa, a mi mesa. En cuanto dan las nueve ya estoy sentado a la mesa, he preparado el café y comienzo a escribir. Mi trabajo puede parecerle simple a la gente, pero requiere cuidado: reescribo el libro una y otra vez sin saltarme una coma, sin cambiar de posición ni una letra ni un punto. Quiero que todo sea igual, hasta los puntos y las comas. Y eso sólo puede hacerse con la misma inspiración y voluntad que el autor. Otros podrían decir que lo que hago es simplemente copiar el libro, pero mi trabajo va más allá que el de un simple copista. Escribo con sentimiento, entendiéndolo, como si cada frase, cada palabra, cada letra, fueran descubrimientos míos. Y así trabajo a gusto desde las nueve de la mañana hasta la una del mediodía, no hago ninguna otra cosa y nada puede apartarme de mi trabajo. Generalmente trabajo mejor por las mañanas.

»Luego salgo para almorzar. En esta ciudad hay dos restaurantes. El local de Asim está siempre lleno. El restaurante del Ferrocarril es más serio y sirven bebidas alcohólicas. A veces voy a uno y a veces al otro. También puede que coma algo de pan y queso en un café y en ocasiones no salgo de casa. Nunca bebo a mediodía. Algunos días me duermo un rato la siesta pero eso es todo. Lo que importa es que a las dos y media estoy sentado de nuevo a la mesa. Trabajo regularmente hasta las seis y media o las siete de la tarde. Si a uno le gusta lo que está escribiendo y está contento con su vida, no debe perder la oportunidad y tiene que escribir cuanto pueda. La vida es breve, así son las cosas, ya lo sabes. No dejes que se te enfríe el té.

»Después de trabajar todo el día, repaso tranquilamente lo que he escrito y vuelvo a salir a la calle. Porque me gusta tener un par de personas con las que charlar mientras hojeo los periódicos de la tarde o veo la televisión. Me veo obligado a hacerlo así porque estoy decidido a vivir solo, a seguir solo. Me gusta ver a la gente, charlotear con ellos, beber un poco, escuchar un par de historias y quizá contar alguna. Luego, a veces voy al cine o veo algún programa de la televisión, hay noches en las que juego a las cartas en el café y otras en las que vuelvo a casa temprano con algún periódico.

—Y ayer fuiste al teatro de la carpa —le dije yo.

—Ésos llegaron a la ciudad hace un mes y se quedaron. Todavía hay gente que va a verlos por las noches.

—La mujer… —comenté—. Es como si se pareciera un poco al ángel.

—No es un ángel ni nada que se le parezca —me contestó—. Se acuesta con cualquier viejo presumido y cualquier soldado que le pague. ¿Me entiendes?

Guardamos silencio. Aquellas palabras, «¿Me entiendes?», me habían arrancado del confortable sillón de la furia burlona que llevaba días arrastrándome de acá para allá y que yo saboreaba con el placer de un borracho y me habían dejado instalado en el desasosiego del chirrido de una silla de madera, dura e incómoda, en un jardín que daba a la estación.

—Para mí han quedado muy atrás las cosas que dice el libro —me dijo.

—Pero te pasas el día escribiéndolo —alcancé a contestarle.

—Escribo por dinero —me respondió.

Me lo explicó sin el menor sentimiento de victoria ni de vergüenza, sino más bien como si pidiera disculpas por verse obligado a aclararlo. Escribía el libro a mano en esos limpios cuadernos escolares que todos conocemos. Como cada día trabajaba de media de ocho a diez horas y como podía copiar tres páginas por hora, en diez días podía acabar tranquilamente una copia manuscrita de aquel libro de trescientas páginas. Allí había gente que pagaba una cantidad «razonable» de dinero por aquel tipo de cosas. Los notables de la ciudad, los apegados a las tradiciones, los que lo estimaban, que apreciaban su esfuerzo, su fe, su compromiso y su paciencia, los que sentían celos del vecino, los que sentían una cierta felicidad de saber que entre ellos podía vivir en paz una persona capaz de hacer aquel trabajo de chinos… Incluso el hecho de consagrar su vida a un esfuerzo tan modesto —lo confesó suspirando— había creado a su alrededor una especie de «suave leyenda» a su pesar; lo respetaban, encontraban un aspecto —él, como yo, también dijo «¿cómo lo llamaría?»— sagrado en el trabajo que realizaba…

Me contaba todo aquello gracias a que lo presionaba, gracias a que lo forzaba con mis preguntas; no parecía que le gustara en absoluto hablar de sí mismo. Después de hablar agradecido de sus clientes, de la buena voluntad de los curiosos que compraban las copias manuscritas del libro y del respeto que le demostraban, dijo:

—En fin. Yo les ofrezco un servicio. Les presento algo real. Un libro en el que cada palabra está escrita con convicción, con sangre y sudor, y, por lo tanto, a mano. Ellos, como contrapartida de mi honesto esfuerzo, me dan más o menos lo que corresponde. Al fin y al cabo, la vida de cualquiera es aproximadamente así.

Nos callamos. Mientras nos comíamos los bollos recién hechos con las lonchas de queso, podía ver que hacía tiempo que había encontrado su lugar en la vida, que «se había encarrilado», por hablar como el libro. Como yo, él se había puesto en marcha a causa del libro, pero después de búsquedas, viajes y aventuras en las que se había enfrentado a la muerte, al amor y a todo tipo de desastres, había conseguido algo que yo no había podido hacer, había encontrado una paz espiritual, un equilibrio en el que todo permanecería igual durante años. Mientras mordía cuidadosamente las lonchas de queso y saboreaba el último trago de té que le quedaba en el fondo del vaso, yo sentí que cada día repetía aquellos pequeños movimientos de la mano, los dedos, la boca y la barbilla. La paz del equilibrio que había encontrado le había otorgado un tiempo infinito que nunca terminaría. En cuanto a mí, balanceaba las piernas por debajo de la mesa inquieto y desdichado.

Por un instante se elevó en mi corazón una terrible envidia; un deseo de hacer algo malo. Pero me di cuenta de algo aún peor. Si ahora sacaba la pistola y le disparaba entre los ojos, al fin y al cabo no le haría nada a aquel tipo que había alcanzado la paz del tiempo infinito a fuerza de escribir. Continuaría su camino por el mismo tiempo inmóvil aunque fuera un tanto de otra manera. En cuanto a mi alma inquieta, que no conocía el descanso, luchaba desesperadamente por llegar a algún lado, como esos conductores de autobús que han olvidado su destino.

Le pregunté muchas cosas. Me daba contestaciones breves del tipo «sí», «no», «por supuesto», así que comprendí que yo mismo conocía de antemano las respuestas a mis preguntas: estaba feliz con su vida. No esperaba otra cosa de ella. Todavía quería al libro y creía en él. No se irritaba con nadie. Había comprendido lo que significaba la vida. Pero era incapaz de explicarlo. Por supuesto, se había sorprendido al verme. No creía ser capaz de enseñarle nada a nadie. Cada cual tenía la vida que le correspondía y, en su opinión, todas las vidas eran iguales en el fondo. Le gustaba la soledad, pero tampoco tenía tanta importancia porque también le gustaba la gente. Sí. También había estado enamorado de ella. Pero luego había conseguido huir. No le había sorprendido que lo encontrara. Me daba muchos recuerdos para Canan. Escribir era el único trabajo de su vida, pero no el único motivo de felicidad. Era consciente de que debería tener un trabajo como todo el mundo. También podían gustarle otros trabajos. Sí, podría dedicarse a esos otros trabajos si le dieran para comer. Por ejemplo, contemplar el mundo, contemplarlo viéndolo en sentido estricto, era una ocupación muy agradable.

Una locomotora hacía maniobras en la estación y la estuvimos mirando. Nuestras cabezas la siguieron mientras pasaba ante nosotros vieja y cansada pero aún enérgica, lanzando enormes nubes de humo, puf puf, y produciendo gemidos y ruidos de hierro y cacerolas como una banda municipal, chin chin.

Cuando la locomotora desapareció entre unos almendros, los ojos del hombre cuyo corazón me disponía a agujerear con mi pistola con la remota esperanza de encontrar con Canan la paz que él había encontrado escribiendo una y otra vez el libro se llenaron de tristeza. De repente, mientras miraba la melancolía y la inocencia de aquellos ojos con una súbita sensación de fraternidad, entendí por qué Canan había querido tanto a aquel hombre. Lo que comprendí me pareció tan verdadero y correcto que sentí respeto por Canan a causa de aquel amor. Pero un momento después, dicho respeto, que me resultaba demasiado pesado como para soportarlo, desapareció dejando su lugar a los celos, en los que caí como si me hundiera por un pozo.

El asesino le preguntó a su víctima por qué, cuando había decidido venir a aquella remota ciudad para ser olvidado, había adoptado el nombre de Osman, por qué había escogido el nombre de su verdugo.

—No lo sé —respondió el falso Osman sin ver los nubarrones de los celos en los ojos del auténtico Osman. Luego añadió sonriendo dulcemente—. Me gustaste en cuanto te vi, quizá sea por eso.

Siguió con atención la locomotora, que regresaba desde detrás de los almendros por otra vía acercándose con respeto. El asesino habría podido jurar que en ese momento la víctima, por completo absorta en el brillo reluciente de la locomotora al sol, se había olvidado del mundo entero. Pero no era así. Mientras la pesadez de un día soleado ocupaba el lugar de la frescura de la mañana, mi adversario dijo:

—Son las nueve pasadas. A estas horas ya debería estar en mi mesa… ¿En qué dirección vas?

Absolutamente consciente de lo que hacía, por primera vez en mi vida le rogué a alguien con toda sinceridad, intranquilo y desesperado, pero no sin haberlo sopesado previamente:

—Por favor, vamos a quedarnos un rato más sentados. Hablemos un poco más, conozcámonos mejor.

Se quedó estupefacto y quizá un poco preocupado, pero lo comprendió: no la pistola que llevaba en el bolsillo, sino mi silencio. Me sonrió de una manera tan tolerante que la sensación de igualdad entre nosotros que había logrado asegurarme notando la presencia de la Walther en mi cadera se deshizo como el hielo al sol. Y así el desdichado viajero, que a pesar de su avance continuo no había llegado al corazón de la vida sino sólo a la frontera de su propia miseria, se dejó arrebatar por la angustia ante la posibilidad de poder preguntarle al sabio juez que había encontrado en dicha frontera por el significado de la vida, del libro, del tiempo, de la escritura, del ángel, de todo.

Yo le preguntaba qué significaba aquello y él me preguntaba a su vez a qué me refería con «aquello». Entonces le preguntaba cuál era el problema fundamental que había en el inicio de todo a fin de poder formular la pregunta y me contestaba que lo que debía encontrar tenía que estar en un lugar sin principio ni fin. Así pues ni siquiera había una pregunta que pudiera formularle. No. ¿Qué había, entonces? Dependía de cómo uno lo viera. A veces había un silencio y cada cual intentaba sacar algo de él. A veces, como estábamos nosotros haciendo ahora, uno se sentaba por la mañana en un café, se tomaba un té y charlaba amigablemente, contemplaba las locomotoras y escuchaba el zureo constante de las tórtolas. Quizá aquello no lo fuera todo, pero, desde luego, era más que nada. Bien, pero más allá, ¿no había un mundo nuevo que él hubiera visto después de tantos viajes? Si existía un lugar más allá, debía de estar en el texto, pero había decidido que era inútil buscar fuera del texto, en la vida, lo que se encontraba en el texto. Porque el mundo era, por lo menos, tan infinito, tan imperfecto y tan incompleto como el texto.

Entonces le pregunté por qué a ambos nos habría influido de tal manera el libro. Y él me respondió que aquélla era una pregunta que sólo habría podido formular alguien a quien el libro no le hubiera influido en absoluto. Había muchas personas así en el mundo, pero ¿era yo uno de ellos? Se me había olvidado cómo era. Había malgastado el mismísimo centro de mi alma, lo había perdido en los caminos porque sólo me guiaba el deseo de ser amado por Canan, de encontrar el país del libro y de hallar a mi adversario y luego matarlo. Eso no se lo pregunté, ángel mío, le pregunté quién eras tú.

—Nunca me he encontrado con el ángel que menciona el libro —me contestó—. Quizá sólo podamos verlo en el momento de morir, a través de la ventanilla de un autobús.

¡Qué bonita sonrisa! Tan despiadada. Lo mataría. Pero no inmediatamente. Todavía teníamos que hablar. Debía sonsacarle para poder encontrar el punto exacto donde había desaparecido mi alma. Pero la miseria en la que había caído no me permitía hacer las preguntas necesarias y adecuadas. Aquella mañana vulgar del este de Anatolia, parcialmente nubosa y que la radio anunciaba con chubascos, la brillante luminosidad de la tranquila estación, las dos gallinas que picoteaban absortas en el otro extremo del andén, los dos muchachos alegres que llevaban charlando entre ellos una carretilla llena de cajas de gaseosa Budak al bar de la estación, el jefe de estación fumando un cigarrillo, habían grabado de tal manera en mi corazón la presencia del día que avanzaba que no habían dejado en mi confusísima mente la fuerza necesaria que me permitiera hacer una buena pregunta sobre la vida o el libro.

Nos callamos largo rato. Yo no dejaba de esforzarme en pensar cómo le formularía qué pregunta. Y él quizá no dejara de pensar cómo podía librarse de mis preguntas y de mí. Seguimos así un rato. De repente estalló el desastre. Pagó los tés. Me abrazó y me besó en las mejillas. ¡Qué contento estaba de haberme visto! ¡Cómo lo odiaba yo! No, bueno, le quería. No, ¿por qué iba a quererlo? Lo mataría.

Pero no ahora. Cuando volviera a su nido de ratas en aquella calle sometida a la perspectiva, al orden y a la tranquilidad, para emprender su enloquecido y estúpido trabajo, pasaría ante el teatro de la carpa. Caminaría a lo largo de la vía del tren, lo alcanzaría por un atajo y lo mataría ante la mirada del mismo Ángel del Deseo que había despreciado.

Dejé que se fuera aquel hombre tan pagado de sí mismo. Me sentía furioso con Canan por haberlo querido. Pero me bastó con lanzar una mirada desde lejos a su silueta frágil y triste para comprender que Canan tenía razón: Qué indeciso era aquel Osman, el protagonista del libro que están ustedes leyendo… Qué infeliz… En el fondo de su corazón sabía que el hombre que intentaba odiar «tenía razón». No lo mataría de inmediato. A lo largo de dos horas permanecí sentado ensimismado en la maltrecha silla del café balanceando las piernas y pensando qué otras trampas me habría preparado el tío Rifki en mi nueva vida.

Poco antes de mediodía regresé cabizbajo al hotel Seguridad como un cabizbajo aprendiz de asesino. El recepcionista se alegró de que su cliente de Estambul se quedara una noche más y le ofreció té. Y así, como me daba miedo la soledad de mi habitación, escuché largo rato sus recuerdos del servicio militar y cuando me tocó hablar a mí me contenté con explicarle que «tenía unos asuntos que resolver pero todavía no había podido acabar con ellos».

En cuanto subí a la habitación encendí el televisor: en la pantalla una sombra armada avanzaba a lo largo de un muro en blanco y negro y al llegar a la esquina vaciaba el cargador sobre su objetivo. Me pregunté si no habíamos visto aquella escena en color en algún autobús Canan y yo. Me senté a un lado de la cama y comencé a esperar pacientemente la siguiente escena de asesinato. De repente me encontré mirando por mi ventana hacia la suya. Allí estaba escribiendo aquella silueta, ¿era él a quien veía? No podía saberlo con exactitud. Pero pensé que estaría allí, escribiendo tranquilamente sólo para fastidiarme. Me senté y durante un rato me sumergí en la televisión pero cuando me puse en pie había olvidado lo que había visto. Volví a encontrarme mirando su ventana a través de la mía. Él había encontrado la paz al final de su viaje y yo estaba aún entre sombras en blanco y negro que se disparaban unas a otras. Él sabía, había pasado al otro lado, poseía la sabiduría que la vida nueva a mí me negaba, y yo no tenía nada más que la etérea esperanza de conseguir a Canan.

¿Por qué en esas películas nunca se ve la tristeza de los patéticos asesinos hundidos en su propia miseria en sus habitaciones de hotel? Si yo fuera director mostraría en mi película la cama deshecha, el marco de la ventana con la pintura desconchada, las cortinas asquerosas, la camisa sucia y arrugada del aprendiz de asesino, el interior de los bolsillos de su chaqueta morada donde hurga sin cesar, su forma de sentarse a un costado de la cama sacando joroba, cómo piensa en si hacerse una paja o no para matar el tiempo.

Durante un buen rato organicé mesas redondas con las voces de mi mente sobre los siguientes temas: ¿Por qué las mujeres bellas y sensibles se enamoran de hombres destrozados que han perdido el rumbo en su vida? Si fuera asesino y si la marca de serlo se me leyera en los ojos durante toda mi vida, ¿eso me daría el aspecto de un tipo miserable o de un hombre melancólico? ¿Podía Canan amarme realmente aunque sólo fuera la mitad de lo que amaba a aquel hombre que me disponía a matar poco después? ¿Podría hacer yo como Nahit Mehmet Osman y dedicar toda mi vida a escribir en cuadernos una y otra vez el libro del tío Rifki el ferroviario?

Después de que el sol desapareciera por detrás de la calle con la perspectiva y de que una ligera frescura empezara a recorrer la ciudad como un gato insidioso al mismo tiempo que las sombras se alargaban, comencé a mirar a su ventana a través de la mía como si no pudiera parar. No podía verlo, creía verlo, contemplaba su ventana y la habitación que había tras ella sin prestar la menor atención a los escasos caminantes que pasaban por la calle, quería creer que veía a alguien allí.

No sé cuánto duró aquello. No había oscurecido más ni se había encendido ninguna luz en la habitación cuando me encontré en la calle, bajo su ventana, llamándolo. Alguien apareció tras el cristal en sombras y se desvaneció en cuanto me vio. Entré en la casa, subí las escaleras a toda prisa, la puerta se abrió sin que fuera necesario el pío pío, pero de momento no podía verlo.

Entré en el piso. Había una mesa cubierta por un paño verde y en ella vi un cuaderno abierto y el libro. Lápices, gomas, un paquete de cigarrillos, hebras de tabaco, un reloj de pulsera junto al cenicero, cerillas, una taza de café frío. Ésos eran los medios para alcanzar la felicidad que usaba aquel pobrecillo condenado de por vida a escribir.

Llegó desde el interior de la casa. Comencé a leer lo que había escrito en el cuaderno probablemente porque me daba miedo mirarlo a la cara.

—A veces me salto una coma —me dijo—. Escribo mal una palabra o una letra… Entonces me doy cuenta de que estoy escribiendo sin sentirlo, sin creérmelo, y dejo de trabajar. En ocasiones me lleva horas, incluso días, poder regresar a la escritura con la misma intensidad de antes. Espero pacientemente que me llegue la inspiración porque no quiero escribir ni una sola palabra que no sienta, cuya fuerza no note en mi corazón.

—Escúchame —le interrumpí con tal sangre fría que parecía que no fuera a hablar de mí mismo sino de otro—. No puedo ser yo. No puedo ser nada. Ayúdame. Ayúdame para que pueda apartar de mi mente lo que escribes, esta habitación y el libro, y así pueda volver tranquilamente a mi antigua vida.

Me dijo que me comprendía, como esos tipos maduros que han podido echar una mirada al corazón de la vida y el mundo. Probablemente creía comprenderlo todo. ¿Por qué no le pegaría un tiro allí mismo? Porque dijo:

—Vamos al restaurante del Ferrocarril y allí hablaremos.

Cuando nos sentamos en el restaurante me comentó que había un tren a las nueve menos cuarto. Después de acompañarme hasta él iba a ir al cine. Así que ya hacía tiempo que había pensado deshacerse de mí.

—Cuando conocí a Canan ya había dejado de hablarles del libro a otros y de difundir su mensaje. Quería tener una vida como la de todos los demás. Pero además tendría el libro. Y el beneficio añadido de seguir poseyendo todo lo que había vivido para llegar al mundo cuyas puertas me había abierto el libro. Pero Canan avivó el fuego. Me dijo que me abriría a la vida. Creía que mucho más allá, más allá de mí, había un jardín que yo conocía pero del que no quería hablarle, un jardín cuya existencia le ocultaba. Me pidió las llaves del jardín con tanta convicción que me vi obligado a hablarle del libro y luego a prestárselo. Se lo leyó, se lo volvió a leer una y otra vez. Me engañó su apego al libro, la violencia de su deseo por el mundo que allí veía. Así, durante una época, olvidé el silencio del libro, la…, cómo la llamaría, la música interior de lo que allí estaba escrito. Me dejé llevar estúpidamente por la esperanza de poder escuchar aquella música en las calles, en lugares lejanos, fuera donde fuese, como en la época en la que leí el libro por primera vez. Fue idea de ella el darle el libro a otros. Me dio miedo que lo leyeras y creyeras en él de inmediato. Estaba olvidando lo que significaba el libro, menos mal que me dispararon.

Por supuesto, le pregunté lo que significaba el libro.

—Un buen libro es algo que nos hace recordar el mundo entero —me contestó—. Quizá todos los libros sean así, o deberían serlo —guardó silencio por un momento—. El libro es parte de algo que no está en él mismo pero cuya presencia y continuidad siento a través de lo que cuenta —comprendí que no estaba satisfecho con su explicación—. Quizá sea algo extraído del silencio o del estruendo del mundo, pero que no es el silencio o el estruendo en sí mismos —intentó explicarse una última vez para que no pensara yo luego que no decía más que tonterías—. Un buen libro es una parte de la escritura que habla de cosas que no existen, de una especie de ausencia, de una especie de muerte… Pero es inútil buscar fuera del libro y de la escritura ese país que está más allá de las palabras —se había dado cuenta de aquello escribiendo una y otra vez el libro y me dijo que lo había comprendido, que lo había comprendido de una vez por todas. Era inútil buscar una vida y un mundo nuevos más allá de la escritura. Se había merecido el que lo castigaran por hacerlo—. Pero el asesino resultó ser un inútil y sólo pudo herirme en el hombro.

Le dije que lo estaba mirando por una ventana de la facultad en Taşkişla cuando lo dispararon en la parada de microbuses.

—Mis largas investigaciones, mis correrías, mis viajes en autobús, me han revelado que se estaba formando una conspiración contra el libro. Algún loco quiere matar a todos aquellos que se interesan seriamente por él. No sé quién es ni por qué lo hace. Pero es como si lo hiciera para reforzar mi decisión de no revelar el libro a otros. No quiero meter a nadie en problemas, no quiero llevar a nadie por el mal camino. Huí de Canan. De la misma forma que sabía que nunca podríamos llegar al país de sus sueños, había comprendido perfectamente que la luz mortal que brotaba del libro la capturaría también a ella.

Entonces le hablé del tío Rifki el ferroviario con la intención de sorprenderlo y para arrebatarle de un golpe la información que me ocultaba, que no quería entregarme. Le dije que el autor del libro podía ser ese hombre. Le conté que lo había conocido de niño y que leía como un loco todos sus tebeos. Le expliqué que después de leer el libro había repasado cuidadosamente aquellos tebeos, por ejemplo Pertev y Peter, y que había visto que ya había tratado allí muchos de sus temas.

—¿Y eso fue una decepción para ti?

—No —le contesté—. Háblame de vuestro encuentro.

Su explicación completaba de una manera bastante lógica el contenido de los informes de Serkisof. Después de haberse leído el libro miles de veces le pareció recordar los tebeos que había leído en su infancia. Fue a la biblioteca, sacó las revistas, descubrió ciertos parecidos sorprendentes y averiguó la identidad del autor. La primera vez que fue a su casa apenas pudo ver a Rifki Bey porque su mujer se lo impidió. En aquella entrevista realizada en el umbral de la puerta Rifki Bey quiso terminar con el asunto en cuanto vio que aquel joven desconocido se interesaba por el libro y, a causa de la insistencia de Mehmet, le explicó que ya no tenía la menor relación con todo aquello. Justo cuando quizá estaba a punto de desarrollarse una escena emotiva entre el joven admirador y el anciano autor, allí mismo, ante la puerta, la esposa de Rifki Bey —la tía Ratibe, intervine— les interrumpió como acababa de hacerlo yo, tiró de su marido hacia dentro y le cerró la puerta en la cara al admirador-huésped no deseado.

—Me llevé una decepción tal que no podía creérmelo —dijo mi adversario, no sé muy bien si Nahit, Mehmet u Osman—. Durante un tiempo estuve yendo al barrio y observándolo de lejos. Por fin reuní todo mi valor y volví a llamar a su puerta.

En aquella ocasión Rifki Bey fue más comprensivo. Le dijo a aquel joven tan insistente que ya no tenía ninguna relación con el libro pero que podían tomar un café juntos. Le preguntó dónde había encontrado y leído aquel libro escrito hacía tantos años y quiso saber por qué había escogido precisamente ése habiendo tantos bonitos libros que uno podía leer; en qué universidad estudiaba nuestro joven, qué era lo que pensaba hacer en la vida, etcétera.

—Por mucho que le pidiera que me revelase los secretos del libro ni siquiera me tomó en serio —dijo él en tiempos Mehmet—. Y tenía razón. Ahora sé que no había ningún secreto que revelar.

Como por entonces no lo sabía, insistió. El anciano le contó que había tenido graves problemas a causa del libro y que la policía y la fiscalía le habían apretado las tuercas. «Todo por un libro que escribí porque si era capaz de divertir y entretener a los niños quizá pudiera hacer lo mismo con algunos adultos», le dijo. Y como si eso no bastara, el tío Rifki el ferroviario había añadido: «Por supuesto, no consentí que un libro que había escrito sólo para divertirme me destrozara la vida». En aquel momento el airado Nahit no se daba cuenta de lo apenado que estaba el anciano mientras le contaba cómo había prometido al fiscal que no volvería a imprimir el libro, que renunciaba a él y que nunca volvería a escribir nada parecido, pero ahora, no siendo Nahit ni Mehmet sino Osman, comprendía tan bien aquella tristeza que sentía vergüenza cada vez que se acordaba de la falta de consideración que había tenido después.

Como cualquier joven vulgar apasionadamente vinculado a un libro, había acusado al anciano autor de irresponsable, de renegado, de traidor, de cobarde. «Le gritaba furioso, temblando de ira y él me comprendía y ni siquiera se enfadaba conmigo.» En cierto momento el tío Rifki se puso en pie y le dijo: «Un día lo comprenderás, pero ese día serás tan viejo que ya no te servirá de nada».

—Ahora ya lo he comprendido —continuó el hombre al que Canan amaba enloquecidamente—. Pero no sé si me servirá o no de algo. Además creo que los hombres del loco que quiere matar a todos los que hayan leído el libro asesinaron al anciano después de seguirme.

El futuro asesino le preguntó a la futura víctima si el haber provocado la muerte de alguien no le resultaba una carga demasiado pesada como para soportarla durante toda su vida. La futura víctima guardó silencio, pero el asesino en ciernes vio la amargura en sus ojos y sintió miedo de su propio futuro. Bebían su rakı lentamente, señorialmente, mientras entre las pinturas de trenes, los paisajes del país y las fotografías de artistas de la pared, Atatürk sonreía desde su retrato enmarcado con la tranquilidad de haber confiado la República a la multitud que se entregaba a la bebida en la taberna.

Miré la hora. Todavía quedaba hora y cuarto para que saliera el tren en el que pensaba instalarme para deshacerse de mí y teníamos la sensación de que ya habíamos hablado de sobra de todo, de que, tal y como dicen los libros, «se había dicho todo lo que se tenía que decir». Como viejos y auténticos amigos a los que no inquietan los silencios que se producen entre ellos porque los encuentran llenos de sentido, nos callamos durante un buen rato y, en mi opinión, pensamos que aquel silencio era la forma más clara de diálogo.

A pesar de todo, yo continuaba indeciso entre admirarlo e imitar su actitud o cargármelo, con la brumosa posibilidad de conseguir a Canan, y en cierto momento se me ocurrió que podía decirle que el loco que mataba a todos los que habían leído el libro era su padre, el doctor Delicado. Sólo para hacerle daño, por puro aburrimiento. Pero no pude decírselo. Bueno, bueno, la verdad es que pensaba que era mejor no tensar demasiado la cuerda por si acaso.

Debía de leerme los pensamientos, o al menos un vago eco de ellos, porque entonces me contó el accidente de autobús que le dio la oportunidad de librarse de los hombres que su padre había puesto en su persecución. Sonriendo por primera vez. Comprende que el joven que está a su lado en el autobús negrísimo de tinta ha muerto de inmediato en el accidente. Le saca del bolsillo el carnet de identidad a aquel joven llamado Mehmet. Sale del autobús cuando empieza a arder como la yesca. Después del incendio se le ocurre una idea brillante. Deja su propio carnet en el bolsillo de la chaqueta del cadáver carbonizado. Coloca el cadáver en su asiento y corre hacia su nueva vida. Mientras me cuenta todo eso sus ojos brillan con una alegría infantil. Por supuesto, me guardé para mí el hecho de que había visto aquella cara alegre entre las fotografías de su infancia del museo que su padre había creado en su honor.

Silencio, silencio, silencio; camarero, tráiganos unas berenjenas rellenas.

Por matar el tiempo, o sea, por hablar, en cierto momento decidimos pasar revista a nuestra situación, o sea, a nuestra vida, él con la mirada en el reloj y yo con la mía en la suya. Pues sí, así era la vida. En realidad todo era muy simple. A un viejo ferroviario fanático que escribía en la revista de la compañía del ferrocarril y que odiaba los autobuses y los accidentes de autobús le daba por escribir un libro inspirándose en los que escribía para los niños. Luego, o sea, años después, nosotros, jóvenes bienintencionados que habíamos leído sus tebeos en nuestra infancia, leíamos ese libro, creíamos que iba a cambiar nuestras vidas de arriba abajo y nos apartábamos del buen camino. ¡Qué magia debía de tener ese libro, qué milagros la vida, las manos son más rápidas que la vista! ¿Cómo había ocurrido todo aquello?

Le volví a contar que había conocido al tío Rifki el ferroviario cuando yo era niño.

—No sé por qué, pero me resulta extraño oír eso —dijo.

Pero sabíamos que nada de aquello era extraño. Todo era así, simplemente así.

—Y en la ciudad de Viranbağ todavía más —continuó mi querido amigo.

Ese comentario debió de recordarme algo porque le dije deteniéndome cuidadosamente en ello, mirándole a la cara e insistiendo en cada sílaba:

—¿Sabes? Muchas veces he pensado que el libro hablaba de mí, que la historia que contaba era la mía.

Silencio. Los últimos suspiros de un alma, de una taberna, de una ciudad y de un mundo que agonizan. Ruidos de cubiertos. Noticias en la televisión. Aún quedaban veinticinco minutos.

—¿Sabes? —repetí—. Durante mis viajes por Anatolia me he encontrado en muchos lugares con los caramelos Vida Nueva. Hace años que no se venden en Estambul, pero en algunos sitios remotos todavía los tienen en el fondo de frascos y cajas.

—Quieres llegar al fundamento de todo, a la Causa Primera, a la raíz, ¿no? —me preguntó aquel adversario que tantos paisajes de la otra vida había podido contemplar—. Quieres llegar a lo puro, a lo que no está corrupto, a lo verdadero. Pero no existe tal principio. Es inútil buscar una clave, una palabra, una raíz, un original del que todos seamos una simple copia.

Y así, ángel mío, decidí cargármelo en el camino a la estación, no porque yo quisiera conseguir a Canan, sino porque él no creía en ti.

Seguía diciendo cosas parecidas para acabar con los silencios fragmentarios que se interponían entre nosotros, pero por algún extraño motivo no prestaba atención a aquel hombre triste y apuesto.

—Cuando era niño, leer me parecía una profesión a la que uno podría dedicarse más adelante, cuando hubiera que empezar a trabajar. Rousseau, que había trabajado de copista de partituras, sabía perfectamente lo que significaba escribir una y otra vez lo que había creado otro.

De repente todo pareció fragmentario, y no sólo los silencios. Un tipo apagó la televisión y encendió la radio, donde sonaba una canción de amores ardientes y separación. ¿Cuántas veces en la vida puede uno disfrutar tanto de un silencio mutuo? Le pidió la cuenta al camarero y, justo en ese instante, un invitado inesperado de mediana edad se dejó caer en nuestra mesa y me examinó con la mirada. Cuando se enteró de que yo era Osman Bey, compañero de servicio militar de Osman Bey, dijo, simplemente por conversar: «Aquí queremos mucho a Osman Bey. ¡Así que los dos tocayos estuvieron juntos en el servicio militar!». Luego, con tanto cuidado como si le confesara un secreto, le habló de un cliente para una nueva copia manuscrita del libro. Al darme cuenta de que les daba una comisión a aquellos intermediarios, por última vez me concedí el derecho a querer sinceramente a mi inteligente amigo.

Creía que la escena de la separación, aparte del estallido de mi Walther, sería más o menos como la escena final de la serie de Pertev y Peter, pero me equivoqué. En aquella última aventura, los dos amigos del alma, que habían combatido tanto y vivido tantas aventuras para conseguir el mismo objetivo, se daban cuenta de que amaban a la misma muchacha, consagrada al mismo ideal que ellos, se sentaban a discutir el problema y lo resolvían amistosamente. Pertev, más sensible y más reservado, le cede silenciosamente la chica a Peter, más abierto y optimista, porque sabe que será más feliz con él y ambos protagonistas se despiden en la estación del mismo tren que en tiempos habían defendido tan heroicamente acompañados por los suspiros de lectores de lágrima fácil como yo. Pero entre nosotros había un comisionista al que no le importaban un pimiento las manifestaciones de sensibilidad o ira extremas de cualquier tipo.

Los tres caminamos en silencio hasta la estación. Me compré el billete y dos bollos como los de aquella mañana. Pertev hizo que me pesaran un kilo de las famosas uvas moscatel de Viranbağ. Mientras yo compraba algunas revistas cómicas, él fue a los servicios para lavarlas. El intermediario y yo nos miramos. El tren tardaba dos días en llegar a Estambul. Cuando Pertev regresó, el jefe de estación dio la señal de salida con un gesto decidido y elegante que me recordó a mi padre. Nos besamos y nos separamos.

Lo que ocurrió a partir de ese momento se pareció más a las películas de suspense que Canan veía en el vídeo de los autobuses, y que tanto le gustaban, que a los tebeos del tío Rifki. El joven furioso, decidido a convenirse en asesino por amor, arroja las revistas y la bolsa de plástico llena de uvas húmedas a un rincón del compartimento y antes de que el tren acelere demasiado salta del vagón en el extremo del andén. Después de asegurarse de que nadie le ha visto sigue cuidadosamente desde lejos a su víctima y al intermediario. Ambos charlan y deambulan por las calles desiertas y tristes y por fin se despiden delante de la oficina de Correos. El asesino ve que la víctima entra en el cine Nuevo Mundo y enciende un cigarrillo. En ese tipo de películas nunca sabemos lo que piensa el asesino mientras fuma, sólo vemos que tira la colilla al suelo y luego la pisa, como hice yo, que compra una entrada para la película Noches sin fin, que entra en el cine y que antes de irrumpir en el salón va a los servicios para asegurarse de que existe una salida para huir.

Luego todo fueron imágenes fragmentarias, como los silencios que habían acompañado a la noche. Saqué la Walther, le quité el seguro y entré en el salón en el que se proyectaba la película. El interior era húmedo y caluroso y de techo bajo. Mi sombra negra y armada se proyectó sobre la pantalla y en mi chaqueta morada y mi camisa comenzó una película en color. La luz del proyector me daba en los ojos pero como el patio de butacas estaba bastante vacío, enseguida encontré a mi víctima.

Probablemente se sorprendió, probablemente no entendió nada, probablemente no me reconoció, probablemente me esperaba, porque no se movió de su asiento.

—Te encuentras a gente como yo, les das un libro para que lo lean y luego les fastidias la vida —dije, pero para mí.

Para estar seguro de alcanzarlo, le disparé de cerca tres veces en el pecho y en la cara, que no veía. Tras los estampidos de mi Walther les anuncié a los espectadores en la oscuridad:

—He matado a un hombre.

Mientras salía de la sala mirando mi sombra y las Noches sin fin que la rodeaban en la pantalla alguien gritó:

—¡Maquinista! ¡Maquinista, maquinista!

Me monté en el primer autobús que salía de la estación y me pregunté, junto con otros muchos interrogantes que se hacen los criminales, por qué en nuestro país se utilizaba la misma palabra francesa para denominar a la persona que pone en marcha los trenes y a la que pone en marcha las películas.