8.

Mientras Canan se abanicaba nerviosa con El Correo de Güdül como una impaciente princesa española en el asiento de atrás del Chevrolet con aletas modelo del 61 que nos llevaba al encuentro del doctor Delicado, yo iba contando desde el asiento delantero las aldeas fantasmales, los agotados puentes y las letárgicas ciudades por las que pasábamos. Nuestro conductor con perfume a OPA no era demasiado hablador y le gustaba toquetear la radio y escuchar las mismas noticias y partes meteorológicos incongruentes entre sí. Se esperaban lluvias en Anatolia Central, no se esperaban, en zonas del interior de Anatolia Occidental llovía torrencialmente, estaba parcialmente nublado, estaba despejado. Viajamos seis horas bajo aquel cielo parcialmente nublado y bajo aquellas negras lluvias torrenciales provenientes de películas de piratas y del país de los cuentos de hadas. Tras pasar la lluvia que golpeaba despiadada el techo del Chevrolet, como si estuviéramos en un cuento, nos encontramos de repente en un país por completo distinto.

Cesó la triste música de los limpiaparabrisas. El sol estaba a punto de ponerse por la ventanilla triangular izquierda en aquel mundo brillante y geométrico. ¡País transparente como el cristal, abierto, silencioso, entréganos tus secretos! Cada uno de los árboles, todavía con gotas en las hojas, podía distinguirse con absoluta claridad. Pájaros y mariposas volaban ante nosotros sin acercarse al parabrisas delantero como pájaros y mariposas inteligentes y tranquilos. ¿Dónde está el gigante de este país de hadas fuera del tiempo —estaba a punto de decir—, detrás de qué árbol se esconden los enanitos rosas y las brujas moradas? E iba a señalar también que en aquel paisaje no había ni una letra ni una señal, cuando un camión silencioso pasó a nuestro lado por el asfalto brillante. Detrás llevaba escrito lo siguiente: ¡Piensa antes de adelantar! Giramos a la izquierda, entramos en un camino de tierra, subimos a una colina, cruzamos aldeas perdidas apenas visibles en la penumbra, vimos bosques oscuros y nos detuvimos ante la casa del doctor Delicado.

La casa de madera se parecía a una de esas antiguas mansiones que, después de que la familia se disperse a causa de emigraciones, muertes y reveses de la fortuna, se convierten en hoteles con nombres como Alegría Palace, Tranquilidad Palace, Mundial Palace o Confort Palace, pero a su alrededor no había ni coches de bomberos, ni camiones de riego, ni tractores polvorientos, ni restaurantes El Local del Gusto. Un silencio absoluto… El piso superior no tenía seis ventanas, como suele ocurrir con las mansiones de ese tipo, sino sólo cuatro, y de tres de ellas surgía una luz anaranjada que se reflejaba en las hojas bajas de otros tantos plátanos situados ante la casa. Una morera solitaria estaba en la penumbra. Las cortinas se movieron ligeramente, se oyó el golpear de una ventana, sonidos de pasos, una campanilla; las sombras se agitaron, la puerta se abrió y nos recibió, sí, el mismísimo doctor Delicado.

Era un hombre alto, apuesto, de unos sesenta o setenta años, con gafas. Pero cuando luego te quedabas a solas en tu cuarto y pensabas, recordabas perfectamente su cara y no las gafas; como esos hombres que conoces muy bien pero que luego eres incapaz de recordar si llevaban bigote o no. Tenía un aspecto impresionante. Después, en la habitación, Canan me dijo «Tengo miedo», pero me pareció que se trataba más de curiosidad que de miedo.

Cenamos todos juntos en una mesa larga, larguísima, mientras nuestras sombras se alargaban aún más a la luz de las lámparas de gas. Tenía tres hijas. La menor, la alegre y soñadora Rosaflor, estaba soltera a pesar de su edad bastante avanzada. La mediana, Rosalinda, se parecía, más que a su padre, a su marido, un médico que respiraba ruidosamente por la nariz sentado frente a mí. La mayor, la bella Rosamunda —comprendí por lo que hablaban que tenía dos lindas hijas de seis o siete años—, debía de haberse separado hacía mucho de su marido. La madre de todas aquellas rosas era una mujer pequeña y chantajista; no eran sólo sus ojos y su mirada, todo su aspecto decía: «Mucho cuidado, que lloro, ¿eh?». Al otro extremo de la mesa había un abogado de la ciudad —no sabía qué ciudad—, que durante un rato estuvo contando una historia de partidismos, política, sobornos y muertes que giraba en torno a un caso de tierras y que se alegró de que el doctor Delicado lo escuchara, tal y como esperaba y quería, entre curioso y asqueado pero siendo su asco una especie de aprobación. Justo a mi lado se había sentado uno de esos ancianos que pueden pasar los últimos años de su vida con la felicidad de ser testigos de la añorada vida de su familia, todavía poderosa, influyente y numerosa. No estaba clara la relación que tenía con la familia, pero colaboraba con la felicidad de la que era testigo con un pequeño transistor que había colocado junto a su plato, como si fuera un plato extra. Vi que en varias ocasiones se pegaba la radio al oído —quizá no oyera bien—, y que escuchaba algo. «¡No hay noticias de Güdül!», dijo por fin y volviéndose hacia el doctor Delicado y hacia mí se rió mostrándonos su dentadura postiza y añadió como si fuera la consecuencia natural de sus palabras: «Al doctor le gustan las discusiones filosóficas y le encantan los jóvenes como usted. ¡Cómo se parece a su hijo!».

Se produjo un largo silencio. Creí que la madre iba a llorar y en los ojos del doctor Delicado vi fulgurar la ira. En algún lugar fuera de la habitación un reloj de péndulo sonó ding dang recordándonos nueve veces la fugacidad del tiempo y de la vida.

Al pasear mi mirada por la habitación, los objetos, la gente y la comida de la mesa, me iba dando cuenta poco a poco de que allí, entre nosotros, en la mansión, había ciertas huellas, ciertas marcas fruto de los sueños o de vivencias y recuerdos profundamente sentidos en cierto momento. En algunas de las largas noches que había pasado en los autobuses con Canan, después de que el asistente colocara una segunda película en el vídeo a petición de los ansiosos viajeros, durante unos minutos nos poseía una fascinación agotada e indecisa, una abulia muy clara pero sin objeto alguno, nos dejábamos arrastrar por un juego en el que no podíamos comprender el significado de la casualidad ni de la necesidad y, con la sorpresa de volver a vivir un minuto ya vivido en otro asiento y desde otro ángulo de visión, sentíamos que estábamos a punto de descubrir el secreto de la geometría secreta y no calculada de eso que llaman vida y cuando ya íbamos a darle un nombre entusiasmados al significado profundo que había detrás de las sombras de árboles, de la imagen pálida del hombre de la pistola, de las manzanas rojo vídeo y de los ruidos mecánicos del aparato, nos dábamos cuenta de repente de que ¡ay, ya habíamos visto esa película!

Esa sensación no me abandonó en la sobremesa. Durante un rato escuchamos el teatro radiado en el transistor del anciano, el mismo programa que yo escuchaba de niño. Rosaflor nos trajo los ya olvidados dulces de coco en forma de león y caramelos Vida Nueva en una bombonera de plata igual a la que había visto en casa del tío Rifki. Rosalinda nos ofreció café y su madre nos preguntó si deseábamos algo más. Sobre las mesitas y en los estantes del aparador, que tenía la puerta abierta, había de esas fotonovelas que se venden por todo el país. El doctor Delicado estaba tan cariñoso y elegante mientras tomaba su café y ponía en hora el reloj de pared como esos padres de las familias felices que aparecen en los billetes de lotería. En los objetos de la habitación había huellas de esa elegancia paterna así como del orden de una lógica difícil de denominar: estábamos entre cortinas con los bordes bordados con motivos de tulipanes y claveles, estufas de gas que ya no se usaban y lámparas muertas junto con su luz. El doctor Delicado me cogió de la mano, me mostró un barómetro colgado a un lado de la pared y me dijo que golpeara tres veces, tac-tac-tac, el fino y delicado cristal. Lo golpeé. Y cuando la aguja del barómetro se movió, dijo con su voz de padre: «¡Mañana volverá a hacer mal tiempo!».

Junto al barómetro había colgada de la pared una vieja fotografía con un enorme marco; la fotografía de un joven. Yo no me fijé en ella, me lo dijo Canan cuando regresamos a nuestra habitación. Y yo, como lo preguntarían los que han perdido el rumbo de sus vidas, los insensibles que ven las películas medio dormidos y leen sin prestar atención, le pregunté de quién era la fotografía en el marco.

—De Mehmet —me respondió Canan. Nos iluminaba la pálida luz de la lámpara de gas de la habitación que nos habían dado—. ¿Todavía no lo has entendido? ¡El doctor Delicado es el padre de Mehmet!

Recuerdo que oí en mi mente una serie de sonidos del tipo de los que produciría un desdichado teléfono en el que no acaba de caer la ficha. Luego todo encajó y vi la verdad con toda claridad, tan clara como si fuera un amanecer después de la tormenta, y sentí más ira que sorpresa. A casi todos nos pasa, o nos ha pasado; estamos viendo una película que creemos entender desde hace una hora y de repente nos envuelve una enorme furia al darnos cuenta de que somos el único estúpido en el cine que no la está entendiendo.

—¿Cómo se llamaba antes?

—Nahit —contestó. Canan sacudiendo la cabeza con aire de entendida, como los que creen en la astrología—. Quiere decir Venus.

—Si yo tuviera un nombre y un padre así, también a mí me gustaría ser otro —estaba a punto de decir cuando me di cuenta de que los ojos de Canan estaban derramando lágrimas.

Ni siquiera quiero acordarme del resto de la noche. Me tocó consolar a Canan, que lloraba por Mehmet, alias Nahit. Quizá no tuviera tanta importancia, pero me veía obligado a recordarle que Mehmet Nahit no había muerto tal y como todos creemos, sino que simplemente había aparentado morir en un accidente de tráfico: sin duda encontraríamos algún día a Mehmet en algún lugar del corazón de la estepa poniendo en práctica la sabiduría extraída del libro, paseando por las maravillosas calles del mundo maravilloso en que viviría la nueva vida.

Aunque dicha creencia viviera en el corazón de Canan con más fortaleza que en el mío, la sospecha de que pudiera no ser cierta levantaba tormentas en el alma de mi triste amada y me vi obligado a explicarle largamente cómo estábamos en el buen camino: Mira cómo logramos escaparnos de la reunión de comerciantes sin meternos en problemas, mira cómo, arrastrados por una lógica secreta que se ha disfrazado de casualidad, hemos llegado a la mansión en la que pasó la infancia el hombre que buscamos, cómo hemos llegado aquí, a esta habitación que hierve con sus huellas. Los lectores que perciban el sarcasmo airado de mi lengua quizá también se hayan dado cuenta de que se había levantado el telón que me tapaba los ojos, que ese hechizo que llenaba de luz mi alma y me envolvía por completo, cómo lo diría, había sufrido un cierto cambio de dirección. Mientras a Canan la entristecía que a Mehmet Nahit le consideraran muerto, a mí me apenaba comprender que nuestros viajes en autobús ya no serían como habían sido.

Por la mañana, después del desayuno —miel, requesón, té—, que tomamos con las tres hermanas, visitamos la especie de museo que el doctor Delicado había hecho erigir en el segundo piso de la mansión en memoria de su cuarto hijo, el único varón, que había muerto abrasado aún joven en un lamentable accidente de autobús. «Nuestro padre quería que lo vierais», nos dijo Rosamunda introduciendo sin la menor dificultad en una cerradura sorprendentemente pequeña la enorme llave que llevaba en la mano.

La puerta se abrió a un silencio mágico. Olor a viejos periódicos y revistas. Una luz sombría que se filtraba por las cortinas. La cama en la que había dormido Nahit y, sobre ella, una colcha con bordados de flores. En las paredes, enmarcadas, fotografías de Mehmet en sus años de niñez, de juventud y de Nahit.

Mi corazón latía a toda velocidad por un extraño presentimiento. Rosamunda nos indicó con un susurro las notas de la escuela y el instituto y los certificados de haber estado en el cuadro de honor de Nahit, todo ello enmarcado. Susurrando, todo sobresaliente. Las botas embarradas con las que el pequeño Nahit había jugado al fútbol, su pantalón corto de tirantes. Un calidoscopio japonés traído de los almacenes Fulya de Ankara. En la penumbra de la habitación veía estremecido mi propia infancia y, como decía Canan, sentí miedo cuando Rosamunda entreabrió las cortinas y nos explicó en un murmullo que en los años en que su querido hermano estudiaba Medicina, en las vacaciones de verano, después de pasarse el día leyendo sin parar, abría esa misma ventana y fumaba hasta el amanecer contemplando la morera.

Se produjo un silencio. Canan preguntó por los libros que leía entonces Mehmet Nahit. La hermana mayor sufrió un misterioso instante de indecisión y silencio. «Mi padre no consideró correcto que se quedaran aquí —dijo primero. Y luego sonrió como si hubiera encontrado un consuelo—. Esto es todo lo que hay que ver. Lo que leía cuando era niño».

Señalaba las revistas infantiles y los tebeos que llenaban una pequeña librería que había junto a la cabecera de la cama. Me dio miedo identificarme aún más con aquel niño que leía esas revistas y que aquel inquietante museo emocionara a Canan y volviera a llorar, así que no quise acercarme demasiado. Pero los lomos bien ordenados de las revistas, sus colores tan conocidos, a pesar de que habían empalidecido con el tiempo, y las portadas que acariciaba mi mano, que se había extendido por sí sola siguiendo un instinto, rompieron toda mi resistencia.

En la portada un niño de unos doce años estaba al borde de un abrupto precipicio rodeado por agudas rocas, con una mano se agarraba al grueso tronco de un árbol cuyas hojas habían sido dibujadas una a una, aunque el verde se desbordaba hasta el tronco porque la impresión de la portada estaba mal hecha, y con la otra mano sujetaba a un niño rubio de su edad que estaba cayéndose por aquel precipicio sin fondo salvándolo en el último momento. En los rostros de ambos personajes había una expresión de terror. Al fondo, en la salvaje naturaleza americana pintada de gris plomizo y azul, un buitre volaba esperando que ocurriera algo terrible, que corriera la sangre.

Como había hecho tantas veces cuando era niño, silabeé en voz alta el titulo de la cubierta, como si lo viera por primera vez: NEBI EN NEBRASKA. Mientras hojeaba a toda velocidad las páginas de la revista, recordé las aventuras que relataba aquel tebeo, una de las primeras obras del tío Rifki.

El pequeño Nebi es enviado por el sultán a la exposición universal de Chicago para que represente a los niños musulmanes. Tom, un niño de origen indio que conoce en Chicago, le cuenta que está metido en problemas y van juntos a Nebraska. Los blancos, que tienen la mirada puesta en las tierras en las que los ancestros de Tom cazaban bisontes, están acostumbrando a beber alcohol a los miembros de la tribu de Tom y a cada uno de los jóvenes de la tribu inclinados a apartarse del buen camino le entregan una botella de coñac y un arma. La conspiración que descubren Nebi y Tom es cruel: los blancos pretenden emborrachar a los pacíficos indios para que se subleven, los soldados del Ejército Federal aplastarían la rebelión y los indios serían expulsados de sus tierras. El rico propietario del bar y el hotel cae al precipicio cuando intenta empujar a Tom y con su muerte los niños salvan a la tribu de caer en la trampa.

En Mari y Ali, que Canan había empezado a hojear porque el título le resultaba conocido, se narraban las aventuras de un niño de Estambul que también va a América. Ali llega al puerto de Boston en un barco de vapor en el que se había embarcado en Gálata por amor a la aventura; allí conoce a Mari, que está llorando a todo llorar mirando el océano Atlántico, y se ponen en marcha hacia el oeste en busca del padre de aquella niña a la que su madrastra había echado de casa. Pasan por las calles de un Saint Louis que recordaba a los dibujos de Tom Mix, cruzan los bosques de hojas blancas de Iowa, en algunos rincones oscuros de los cuales el tío Rifki había colocado sombras de lobos, y por fin llegan a un paraíso soleado más allá de pistoleros y vaqueros, de atracadores que asaltan trenes y de indios que rodean a las caravanas. En aquel valle verde y luminoso Mari comprende que la verdadera felicidad no consiste en encontrar a su padre sino que se halla en los valores tradicionales de Oriente que ha aprendido de Ali, la Paz, la Confianza en Dios y la Paciencia, y movida por el sentimiento del deber regresa a Boston junto a su hermano. En lo que respecta a Ali, mirando las costas americanas que deja atrás en el barco de vela en el que se ha embarcado por la nostalgia que siente de Estambul, piensa: «¡En todas las partes del mundo hay injusticias y malas personas! Lo importante es poder vivir de manera que se proteja la bondad natural del hombre».

Al contrario de lo que pensaba, Canan no se entristeció sino que se animó pasando aquellas páginas que olían a tinta y que me recordaban las frías y oscuras tardes de invierno de mi infancia. Le dije que yo también había leído aquellas mismas revistas cuando era niño. Y pensando que no había entendido lo que implicaban mis palabras añadí que era otro más de los muchos parecidos que había entre Mehmet alias Nahit y yo. Probablemente me comportaba como esos enamorados ofendidos que al no recibir respuesta a su amor piensan que su amada es insensible. En cuanto a que el guionista-dibujante que había creado aquellos tebeos fuera el tío Rifki de mi infancia, no me apetecía contárselo. Pero por aquella época el mismo tío Rifki había querido explicarnos por qué había sentido la necesidad de crear aquellos libros y aquellos personajes.

—Queridos niños —decía el tío Rifki en una pequeña nota que había colocado al principio de una de sus primeras aventuras—, siempre os veo leer las aventuras de Tom Mix y Bill Kid en las revistas de vaqueros a la salida de la escuela, en los vagones de los trenes y en las pobres calles de mi barrio. A mí, como a vosotros, también me gustan las aventuras de esos honestos y valientes vaqueros y rangers. Por eso pensé que si os contaba las aventuras entre vaqueros de un niño turco en América quizá os gustaran. Y así no sólo veríais héroes cristianos, sino que apreciaríais más los valores morales y nacionales que nos legaron nuestros padres gracias a las aventuras de nuestros valientes hermanos turcos. Si os ha emocionado ver que un niño de un barrio pobre de Estambul puede sacar el revólver tan rápido como Bill Kid o que puede ser tan honesto como Tom Mix, esperad nuestra próxima aventura.

Durante un largo rato Canan y yo miramos con paciencia, con cuidado, en silencio, como harían Mari y Ali con las maravillas que se encontraban en el salvaje Oeste americano, los personajes en blanco y negro, las montañas sombrías, los tenebrosos bosques y las ciudades bullendo de extraños encuentros y costumbres del mundo dibujado por el tío Rifki. En bufetes de abogados, en puertos llenos de veleros, en lejanas estaciones de tren, entre buscadores de oro, vimos pistoleros que enviaban sus saludos al sultán y a los turcos, a negros que se salvaban de la esclavitud y encontraban refugio en el Islam, a jefes de tribus indias que preguntaban por los métodos de fabricación de tiendas de los turcos chamanistas y granjeros y niños tan inocentes como ángeles, con un corazón tan puro como el de los ángeles. Después de varias páginas de una aventura sangrienta en la que rápidos pistoleros caían como moscas, en la que el bien y el mal cambiaban con tanta rapidez de aspecto que confundían a los protagonistas, en la que se enfrentaban la ética oriental y el racionalismo occidental, uno de los valientes y bondadosos protagonistas era asesinado vilmente de un tiro por la espalda y, justo antes de morir al amanecer, sentía que en un umbral apartado de ambos mundos se encontraría con el ángel, pero el tío Rifki no había dibujado al ángel en sí. Coloqué en una pila todos los números de una serie que contaba cómo Pertev, de Estambul, y Peter, de Boston, se hacían amigos y el relato de sus aventuras, durante las cuales volvían toda América patas arriba, y le mostré a Canan mis escenas favoritas: El pequeño Pertev, con la ayuda de Peter y mediante un sistema de espejos de su invención, descubre las trampas de un tahúr que había desplumado a toda la ciudad y lo expulsa de allí ayudado por los ciudadanos, arrepentidos y decididos a no volver a jugar al póquer. Cuando en un pueblo de Texas brota petróleo justo en medio de la iglesia y sus habitantes se dividen en dos casi hasta el punto de lanzarse los unos sobre las gargantas de los otros y se encuentran a punto de caer en las redes de petroleros millonarios y explotadores de la religión, Peter logra calmarles con un discurso kemalista sobre el laicismo, la occidentalización y las virtudes de la educación que le ha enseñado Pertev. El mismo Pertev, al decir que los ángeles están hechos de luz y que tanto la electricidad como su magia son una especie de ángel, le da al joven Edison, que por entonces intentaba ganarse la vida vendiendo periódicos en los trenes, el impulso eléctrico necesario para que se produzca la primera idea que le llevará a la invención de la bombilla.

Los héroes del ferrocarril era la obra que mejor reflejaba las pasiones y las emociones del tío Rifki. En aquella aventura vimos a Pertev y a Peter apoyando a los pioneros del tren que pretendían unir el este con el oeste de Estados Unidos. Al igual que había ocurrido con el caso del ferrocarril en Turquía en los años treinta, la construcción de una línea férrea que cruzara la nación de un extremo a otro era un asunto vital para el país, pero multitud de enemigos, desde los propietarios de la compañía de diligencias Wells Fargo hasta los hombres de la compañía petrolífera Mobil, o religiosos que se negaban a que el tren pasara por sus tierras, o enemigos internacionales del país, como Rusia, intentaban sabotear el esfuerzo ilustrado que suponía el ferrocarril provocando a los pieles rojas, incitando a la huelga a los trabajadores o haciendo que los jóvenes destrozaran con cuchillas de afeitar y navajas los asientos de los compartimentos, tal y como se puede ver en los trenes de cercanías de Estambul.

—Si el programa del ferrocarril fracasa —decía un preocupado Peter en un bocadillo—, el progreso en nuestro país hará aguas y lo que hasta ahora han sido accidentes se convertirá en nuestro destino. ¡Tenernos que luchar hasta el fin, Pertev!

¡Cómo me gustaban esos enormes signos de admiración que acompañaban a las imponentes letras que llenaban los grandes bocadillos! «¡Cuidado!», le gritaba Pertev a Peter y éste se apartaba antes de que se clavara en su espalda el cuchillo que un malvado le había arrojado. «¡A tu espalda!», le gritaba Peter a Pertev y Pertev, sin ni siquiera mirar hacia atrás, lanzaba un puñetazo en esa dirección que alcanzaba el mentón de un enemigo del ferrocarril. A veces el mismo tío Rifki intervenía introduciendo entre los dibujos pequeñas viñetas en las que escribía con letras de patitas tan delgadas como sus piernas DE REPENTE, escribía PERO QUÉ ES ESO, escribía PERO SÚBITAMENTE, y colocaba unos enormes signos de admiración y yo comprendía que nos atraía hacia la historia a mí y a Mehmet, llamado en tiempos Nahit.

Probablemente porque nos llamaron la atención las frases entre signos de admiración, en cierto momento Canan y yo leímos uno de aquellos bocadillos.

—¡Todo lo que está escrito en el libro yo lo dejé atrás hace mucho! —les decía un personaje que se había consagrado a la lucha por la alfabetización a Pertev y a Peter, los cuales lo visitaban en la cabaña en la que se había encerrado al fracasar en su vida.

Volví en mí al darme cuenta de que Canan se estaba alejando de aquellas páginas en las que todos los norteamericanos buenos eran rubios y pecosos, en las que todos los malos tenían la boca torcida, en las que todos se daban las gracias a la menor ocasión, en las que los buitres despedazaban y devoraban a todos los muertos, en las que de todos los cactus brotaba el agua que salvaba a los que se morían de sed.

Me dije que, en lugar de forjarme fantasías de volver a comenzar la vida siendo un nuevo Nahit, debía rescatar de sus ilusiones erróneas a Canan, que suspiraba mirando las notas de la escuela secundaria y la fotografía del carnet de estudiante de Nahit. De repente, como si el tío Rifki acudiera en ayuda de uno de sus héroes acorralado por la mala fortuna y por sus enemigos escribiendo en una viñeta ¡DE REPENTE!, entró Rosaflor en la habitación y nos dijo que su padre nos estaba esperando.

No tenía la menor idea de lo que podría ocurrirnos a partir de ese momento y ni siquiera tenía en la cabeza un agarradero en el que sustentar mis cálculos sobre cómo podía acercarme a Canan en el futuro. Esa mañana, mientras salíamos del museo de Mehmet en los años en que había sido Nahit, dos ideas se me aparecieron instintivamente: quería huir del lugar de los hechos, o bien quería ser Nahit.