9.
La posibilidad de realizar aquellos dos deseos como sendas opciones vitales me fue ofrecida generosamente por el doctor Delicado cuando salimos a dar un paseo por sus tierras. El hecho de que los padres sepan todo lo que pasa por la mente de sus hijos, como si fueran dioses de memoria infinita que además llevaran un registro, no es sino una casualidad. La mayor parte de las veces se limitan a reflejar en sus hijos, o en vulgares extraños que se los recuerdan, sus propias pasiones, y eso es todo.
Después de ver el museo comprendí que el doctor Delicado quería pasear a solas conmigo para que habláramos. Pasamos junto a campos de trigo que se balanceaban por efecto de una brisa apenas perceptible, bajo manzanos de frutos pequeños y verdes y por tierras descuidadas donde un puñado de somnolientas ovejas y vacas olfateaban una hierba inexistente. El doctor Delicado me enseñó los agujeros que cavaban los topos, me llamó la atención sobre las huellas de los jabalíes y me explicó cómo podía entender por sus breves e irregulares aleteos que los pájaros que volaban desde el sur de la ciudad hacia las huertas eran zorzales. Me explicó muchas otras cosas con una voz pedagógica, paciente y bastante afectuosa.
En realidad no era médico. Se trataba de un apodo que sus compañeros le habían puesto en el servicio militar por el cuidado que prestaba a los pequeños detalles que pudieran ser útiles en las tareas de reparación, como al hecho de que la tuerca de los tornillos fuera octogonal o a la velocidad de giro del disco de un teléfono de dinamo. Había adoptado el apodo porque amaba los objetos, le gustaba cuidar de ellos y porque consideraba la mayor alegría de la vida el descubrir que cada cosa era incomparable. No había estudiado Medicina, sino Derecho, siguiendo los deseos de su padre, que había sido diputado. Había ejercido como abogado en la ciudad y cuando murió su padre dejándole aquellas tierras y aquellos árboles que me señalaba con el dedo índice, quiso vivir como siempre había deseado. Como siempre había deseado: entre los objetos que él mismo había escogido, a los que estaba acostumbrado, que comprendía. Por esa razón había abierto la tienda en la ciudad.
Mientras subíamos a una colina iluminada por un sol indeciso que apenas la calentaba, el doctor Delicado me dijo que los objetos tenían memoria. Como nosotros, las cosas poseían la facultad de registrar lo que les ocurría, de recordarlo, de guardarlo para ellas mismas, pero la mayoría de nosotros no éramos conscientes de tal hecho. «Las cosas se preguntan entre ellas, se entienden, se susurran y crean entre ellas una armonía secreta que forma esa música que llamamos mundo —dijo el doctor Delicado—. El hombre atento sabe oír, ver y comprender». Cogió una rama seca del suelo y me explicó que los zorzales habían anidado allí a juzgar por las manchas calizas que había en ella, y qué viento, por las huellas de barro, la había roto durante las lluvias que habían caído dos semanas antes.
La tienda de la ciudad no sólo vendía productos de Ankara y Estambul, sino objetos procedentes de fábricas y talleres de todas partes de Anatolia: piedras de afilar que nunca se gastaban, alfombras, cerraduras hechas a mano por herreros a fuerza de golpes, mechas perfumadas para hornillos de gas, neveras simples, gorros del mejor fieltro, piedras de mechero RONSON, picaportes, estufas hechas con bidones de gasolina, pequeños acuarios y todo cuanto pudiera venirse a la mente y todo cuanto tuviera mente. Los años que había pasado en aquella tienda, en la que podía atender a cualquier necesidad humana básica de una manera humana, habían sido los mejores de su vida. Y cuando por fin tuvo un hijo después de tres hijas, fue más feliz aún. Me preguntó mi edad y yo le respondí. Cuando su hijo murió, tenía mi edad.
De algún lugar ladera abajo nos llegaban los gritos de algunos niños que no podíamos ver. Cuando el sol desapareció tras unas nubes negras y decididas que se habían acercado a toda velocidad los vimos por fin a lo lejos jugando al fútbol en una llanura pelada. Entre la patada al balón y que oyéramos el sonido pasaban un par de segundos. El doctor Delicado me dijo que algunos de ellos se dedicaban a pequeños hurtos. Los niños eran las primeras víctimas de la inmoralidad que conllevaba el desplome de las grandes civilizaciones y el derrumbe de las memorias. Ellos olvidaban lo antiguo de manera más rápida e indolora y soñaban con más facilidad con todo lo nuevo. Agregó que aquellos niños venían de la ciudad.
Me envolvió la ira mientras me hablaba de su hijo. ¿Por qué los padres son tan dados al orgullo? ¿Por qué son tan inconscientemente crueles? Me di cuenta de que tras las gafas, o quizá a causa de las gafas, sus ojos eran extraordinariamente pequeños. Recordé que su hijo tenía los mismos ojos.
Su hijo era muy inteligente, muy brillante. Había comenzado a leer a los cuatro años y, además, si se le daba la vuelta al periódico, era capaz de leer las letras del revés. Descubría juegos cuyas reglas él mismo inventaba, ganaba a su padre al ajedrez, se aprendía de inmediato un poema de tres estrofas que se había leído un par de veces. Me daba perfecta cuenta de que aquéllas eran historias de un padre mal jugador de ajedrez que ha perdido a su hijo, pero, con todo, mordía el anzuelo. Mientras me contaba cómo Nahit y él montaban a caballo, yo me imaginaba que los acompañaba; mientras me relataba cómo en cierta ocasión, en la época de la escuela secundaria, le había dado por la religión, yo fantaseaba que, como él, me levantaba a la misma hora que la abuela en las frías noches de invierno para la comida previa al amanecer en el mes de Ramadán; como él, como su padre recordaba y contaba que había hecho él, yo también sentía una amargura mezclada con furia ante la pobreza, la ignorancia y la estupidez que me rodeaban; ¡sí, la había sentido! Y mientras el doctor Delicado me relataba todo aquello recordé que, como Nahit, yo era un joven con una profunda vida interior a pesar de todas aquellas brillantes cualidades. Sí, a veces, en medio de una multitud, mientras todos, con el cigarrillo y la copa en la mano, intentaban hacer un chiste o llamar la atención por un momento, Nahit se retiraba a un rincón y allí se sumergía en profundas meditaciones que suavizaban su dura mirada; sí, en el momento más inesperado era capaz de sentir el talento que poseía alguien en quien nunca nos habíamos fijado y se hacía amigo de él, fuera el hijo del bedel del instituto de la ciudad o el maquinista loco y poeta que siempre ponía la bobina equivocada en el proyector del cine. Pero aquellas amistades no significaban que renunciara a su propio mundo. Porque, de hecho, todos querían ser amigos suyos, sus compañeros, acercarse a él. Era honesto, guapo, sentía respeto por los mayores y por los que eran menores que él…
Durante un buen rato pensé en Canan; de hecho, siempre pensaba en ella, como una televisión que siempre mostrara el mismo canal, pero esta vez comencé a verla desde otro sillón; quizá porque había comenzado a verme a mí mismo de otra manera.
—Luego, de repente, se puso en mi contra —me dijo el doctor Delicado cuando llegamos a la cumbre—, porque había leído un libro.
Los cipreses de la colina se movían con un aire suave pero fresco e inodoro. Más allá de los cipreses había una elevación de rocas y piedras. Al principio pensé que sería un cementerio, pero cuando llegamos a la cima y mientras caminábamos entre aquellas enormes piedras talladas de una manera regular, el doctor Delicado me explicó que allí había existido una fortaleza silyuquí en tiempos. Me señaló la ladera opuesta, otra colina oscura en la que realmente había un cementerio con cipreses incluidos, las llanuras con los brillantes campos de trigo, las elevaciones en las que soplaba el viento oscurecidas por negras nubes de lluvia y una aldea: todo aquello, incluida la fortaleza, era ahora suyo.
¿Cómo podía un joven dar la espalda a toda aquella tierra viva, a aquellos cipreses, a los álamos, a los hermosos manzanos y pinos, a aquella fortaleza, a los proyectos que su padre había forjado para él, y además a una tienda repleta de objetos que armonizaban con todo aquello, y escribir a su padre que no quería volver a verlo, que no enviara a nadie tras él, que él mismo no lo siguiera, que quería desaparecer? En el rostro del doctor Delicado surgía a veces una mirada tal que me resultaba imposible saber si era que quería fastidiarnos, a mí, a los que eran como yo y al mundo entero, o si era sólo un hombre amargado y sordo que había renunciado hacía mucho a este maldito mundo. «Todo a causa de la conspiración», dijo. Había una enorme conspiración contra él, contra sus ideas, contra los objetos a los que había entregado su vida entera, contra todo lo que era vital para este país…
Me pidió que escuchara atentamente lo que iba a explicarme. Debía convencerme de que lo que iba a contarme no eran los delirios de un viejo chocho que se había quedado encerrado en un pueblo olvidado ni las fantasías que el dolor había provocado en un padre que había perdido a su hijo. Yo estaba convencido. Lo escuché con atención aunque a veces perdiera el hilo quizá porque pensaba en su hijo y Canan o quizá porque en situaciones así a cualquiera le pasaría lo mismo.
Me estuvo hablando largo rato de la memoria de las cosas; me hablaba del tiempo apresado en el interior de las cosas con una fe apasionada, como si lo hiciera de algo que casi se pudiera tocar. Tras la Gran Conspiración había descubierto la existencia de un tiempo mágico, necesario y poético que pasaba desde los objetos, aunque sólo fueran una simple cuchara o unas tijeras, a nosotros, que los sosteníamos, que los acariciábamos, que los usábamos. Especialmente en la época en que las aceras se llenaron de concesionarios todos parecidos que vendían y exponían en los escaparates de sus tiendas inodoras los mismos objetos novedosos pero sin alma y sin luz. Al principio no les dio importancia al concesionario de AYGAZ, que vendía ese gas líquido invisible que servía de combustible a los hornillos, o sea, a esas cosas con botones, ni al de AEG, que vendía neveras de un blanco de nieve sintética. Incluso, cuando aparecieron el yogur MIS —pis, lo llamaba él— en lugar del yogur cremoso, y los pulcros y ordenados camiones que traían primero con conductores sin corbata la imitación local TÜRKCOLA y luego con el auténtico y encorbatado Mr. COCA-COLA, en lugar del jarabe de guindas y el ayran de toda la vida, durante un tiempo se dejó llevar por un capricho estúpido y pensó adquirir alguna de aquellas concesiones, por ejemplo la del pegamento alemán UHU, que vino a sustituir la cola de resina de pino, en cuyo tubo se veía un simpático búho dispuesto a pegarlo todo, o el del jabón LUX, que reemplazó a la arcilla, y cuyo olor era tan destructivo como su caja. Pero en cuanto colocó esos objetos en su tienda, que vivía en paz en un tiempo distinto, comprendió que allí no sólo el reloj se había parado, sino también el mismísimo tiempo. Abandonó la idea de los concesionarios porque tanto él como los objetos de su tienda perdían su tranquilidad junto a aquellas cosas opacas todas iguales, como ruiseñores inquietos por los descarados jilgueros que han colocado en una jaula próxima a la suya. No le importó que por su tienda sólo pasaran las moscas y los ancianos y comenzó a vender de nuevo objetos familiares, conocidos por sus abuelos desde hacía siglos, porque quería vivir su propia vida y su propio tiempo.
Quizá hubiera podido olvidar la Gran Conspiración y acostumbrarse a ella de la misma manera que había seguido manteniendo relaciones esporádicas con algunos de los concesionarios, con algunos de ellos incluso había llegado a la amistad, de la que no eran sino un instrumento. De la misma forma que hay quien se vuelve loco por haber bebido Coca-Cola pero no se da cuenta porque todo el mundo se ha vuelto loco por beberla. Pero su tienda y los objetos que había en ella —planchas, mecheros, estufas sin olor, jaulas para pájaros, ceniceros de madera, picaportes, abanicos y cuántas cosas más—, probablemente por la armonía de la música mágica que habían formado entre ellos, se habían levantado en contra de la Conspiración de los Concesionarios. Se le unieron otros como él, concesionarios con el corazón destrozado pero de enorme fe que se oponían a la conspiración, un tipo sombrío y encorbatado de Konya, un general retirado de Sivas y hombres de Trabzon y hasta de Teherán, de Damasco, de Edirne y de los Balcanes que habían formado una asociación de concesionarios desencantados que había creado su propia organización de ventas. Justo en ese momento había recibido aquella carta de su hijo, que estudiaba Medicina en Estambul: «¡No me busques, no me hagas seguir, desaparezco!», repitió el doctor Delicado con un tono burlón causado por la furia que le provocaban las rebeldes palabras de su hijo muerto.
Había comprendido de inmediato que cuando los Grandes Conspiradores se dieran cuenta de que no podrían con su tienda, con sus ideas y con sus gustos, emprenderían el camino de apoderarse de su hijo para doblegarle a él —a mí, dijo el doctor Delicado con orgullo—. Así que quiso darle la vuelta al asunto a su favor haciendo exactamente lo que su hijo le había pedido en la carta que no hiciera. Puso a un hombre tras sus huellas y le pidió que observara cada movimiento de su hijo y le escribiera un informe. Luego, cuando encontró insuficiente al primero, envió tras él a un segundo y a un tercero. También ellos comenzaron a escribirle informes. Y los que mandó luego… Al leer aquellos informes estuvo seguro una vez más de la existencia de una Gran Conspiración que quería destruir a la nación y nuestra alma, que quería borrar nuestras memorias.
—Cuando lea los informes comprenderá lo que estoy diciendo. Tenemos que examinar cada cosa de cada persona que aparece en ellos. Ese enorme trabajo que debería hacer el Estado, lo hago yo. Puedo hacerlo porque ahora hay muchas personas decepcionadas que me estiman y que creen en mí.
Ahora toda aquella geografía de postal que se contemplaba desde la colina a la que habíamos subido y que pertenecía al doctor Delicado se encontraba bajo unas nubes gris palomino. La vista, clara y brillante, que comenzaba en la colina en la que estaba situado el cementerio, se perdía en una especie de vaivén de color azafrán pálido. «Allí está lloviendo —dijo el doctor Delicado—, pero no llegará hasta aquí». Hablaba como un dios que desde una alta colina contempla su creación, a la que su voluntad ha dotado de movimiento, pero también había en su voz un cierto tono de broma, de burla dirigida hacia sí mismo, que demostraba que era consciente de cómo había hablado. Decidí que su hijo no tenía en absoluto ese delicado sentido del humor apenas perceptible. Me empezaba a gustar el doctor Delicado.
Mientras delgadísimos y frágiles relámpagos iban y venían entre las nubes, el doctor Delicado repitió que lo que había hecho que su hijo se rebelara contra él había sido un libro. Creía que su hijo había leído un libro un día y que toda su vida había cambiado. «Ali Bey —me dijo—, usted también es hijo de un concesionario, también tiene unos veinte años, dígame: un libro que cambie todo el mundo de una persona, ¿es posible hoy día algo así?». Guardé silencio mirándolo de reojo. «En nuestros días, ¿qué truco puede hacer realidad un hechizo tan potente?» Por primera vez me preguntaba, no para dar mayor fuerza a sus argumentos, sino para que yo le diera una respuesta; me callé asustado. Por un momento creí que marchaba sobre mí y no que se dirigía hacia las piedras de la fortaleza. De repente se detuvo y arrancó algo del suelo.
—Mira lo que he encontrado —me mostró lo que había arrancado del suelo y que ahora tenía en la palma de la mano—. Un trébol de tres hojas —me dijo sonriendo.
Para responder a ese ataque del libro, y de la escritura en general, el doctor Delicado había reforzado sus relaciones con el hombre de la corbata de Konya, con el general retirado de Sivas, con un tal Halis Bey de Trabzon y con los demás amigos desencantados que alzaban la voz desde Damasco, Edirne y los Balcanes. Los que se oponían a la Gran Conspiración comenzaron a comerciar sólo entre ellos, a abrirse a otros hermanos decepcionados y a organizarse con cuidado, de forma humana y modesta, contra los esbirros de la Gran Conspiración. Y cuando el día de la liberación llegara tras estos tiempos de miseria y olvido, para que no nos encontráramos impotentes como los estúpidos que han perdido la memoria, «nuestro tesoro más valioso», y para forjar de nuevo victoriosa «la soberanía de nuestro tiempo puro, que han querido destruir», el doctor Delicado le había pedido a todos sus compañeros que guardaran todos esos objetos auténticos que eran la prolongación de sus manos y brazos y que, como la poesía, completaban sus almas: vasos de té en forma de tulipán, aceiteras, plumieres, edredones, «todo lo que te haga ser real». Y así cada cual había escondido en sus tiendas —siempre y cuando ese terrorismo de Estado llamado ordenanzas municipales no lo prohibiera—, en sus casas, en sus sótanos, bajo tierra en agujeros cavados en los jardines, viejas máquinas de calcular, estufas, jabones sin colorantes, mosquiteros y relojes de péndulo según sus posibilidades.
Como el doctor Delicado se alejaba a veces de mí y desaparecía entre los cipreses que había detrás de las ruinas de la fortaleza, por entre los cuales paseaba arriba y abajo, yo me veía obligado a esperarlo. Pero cuando lo vi caminar hacia una colina oculta tras los altos arbustos y los cipreses, eché a correr tras él para alcanzarlo. Bajamos por un declive suave cubierto por helechos y arbustos espinosos y comenzamos a subir por una abrupta pendiente. El doctor Delicado me precedía y a veces me esperaba para que pudiera escuchar lo que me contaba.
Puesto que los instrumentos y peones, conscientes o inconscientes, de la Gran Conspiración —les dijo a sus compañeros— nos atacan con la escritura y los libros, nosotros debemos tomar medidas en consecuencia. «¿Qué escritura? —me preguntó mientras saltaba de una roca a otra como un ágil explorador—. ¿Qué libros?». Había meditado sobre eso. Como para demostrarme lo detalladamente que lo había pensado y la enorme cantidad de tiempo que le había llevado hacerlo, guardó silencio un rato. Me lo explicó mientras me liberaba de una zarza que me había atrapado por las perneras de los pantalones. «No sólo ese libro, no sólo el libro que engañó a mi hijo. Cualquier libro que salga de una imprenta es enemigo de nuestro tiempo y de nuestra vida.»
No estaba en contra de la literatura escrita a pluma, de la cual la pluma es una extensión de la mano, la que satisface a la mente que pone en movimiento la mano y que expresa la tristeza, la curiosidad y la compasión del alma que ilumina la mente. Tampoco estaba en contra de los libros que informaban al campesino que no podía acabar con los ratones, ni de los que enseñaban a los despistados que habían perdido su camino la ruta a seguir, los que explicaban a los confusos que habían perdido su alma los hechos de sus antepasados, los que con sus cuentos ilustrados educaban sobre el mundo al niño que lo ignoraba, así como sobre las aventuras que nos presenta, además, esos libros eran tan necesarios ahora como lo habían sido antiguamente y cuantos más se escribieran, mejor. A los libros que el doctor Delicado se oponía era a los que han perdido su brillo, su corrección y su autenticidad y sin embargo se presentaban como brillantes, correctos y auténticos. Eran libros que nos decían que podríamos encontrar la magia y la paz del paraíso dentro de los límites de nuestro reducido mundo y que los peones de la Gran Conspiración —un ratón de campo desapareció ante nosotros en un abrir y cerrar de ojos— imprimían sin cesar en las imprentas y distribuían para hacernos olvidar la poesía y la gracia de nuestra vida. «¿La prueba? —dijo mirándome con desconfianza como si hubiera sido yo quien hubiera planteado la pregunta—. ¿La prueba?». Trepaba a toda velocidad esquivando las rocas cubiertas de excrementos de pájaros y los debiluchos robles.
Para tener la prueba debía leer todos los informes de las investigaciones que había ordenado a sus hombres y a sus espías de Estambul y de todo el país. Después de leer el libro, su hijo, además de perder el rumbo y dar la espalda a su padre y a su familia —en fin, digamos que ese desafío se debía a la juventud—, se había dejado arrebatar por una especie de «ceguera» que le había cerrado los ojos hacia toda la riqueza de la vida, o sea, hacia «la oculta simetría del tiempo», o sea, a «los detalles de los objetos», por una especie de «obsesión por la muerte». «¿Puede llegar a tanto el efecto de un único libro? —preguntó el doctor Delicado—. Ese libro es sólo un pequeño instrumento de la Gran Conspiración».
No obstante, me avisó de que nunca había subestimado al libro ni a su autor. Leyendo los informes que habían redactado sus amigos y sus espías, sus testimonios, vería que aquel hombre y su libro habían sido utilizados para fines completamente distintos a los que pretendía el escritor. Éste era un pobre funcionario jubilado, una persona débil que ni siquiera tenía el suficiente valor como para defender el libro que había escrito. «Una persona débil como buscan entre nosotros los que quieren infiltrar los vientos que vienen de Occidente y contagiarnos con la peste del olvido que vacía nuestras memorias… ¡Un tipo débil, borroso, un don nadie! Desapareció, fue destruido, borrado de la superficie de la tierra.» Me dijo claramente que no lamentaba lo más mínimo que el autor del libro hubiera sido asesinado.
Durante un largo rato continuamos subiendo en silencio por un camino de cabras. Relámpagos aterciopelados iban y venían entre las nubes de lluvia, que continuamente cambiaban de lugar pero que ni se alejaban ni se acercaban, pero no oíamos el menor ruido, como si estuviéramos viendo una televisión con el volumen al mínimo. Al llegar a la cumbre no sólo vimos las tierras del doctor Delicado, sino también la ciudad, que reposaba en la llanura de abajo tan ordenada como una mesa puesta por un hipocondríaco meticuloso, sus tejados de rojas tejas, su mezquita de airoso alminar, las calles que se extendían libremente, y, fuera ya de la ciudad, campos de trigo, separados unos de otros por rectas líneas que los delimitaban, y huertas de frutales.
—Por las mañanas, me levanto y recibo el día antes de que él me despierte y me salude —me dijo el doctor Delicado contemplando el paisaje—. La mañana llega desde detrás de las montañas, pero uno comprende por las golondrinas que el sol ha salido mucho antes en algún otro sitio. A veces camino hasta aquí por las mañanas y recibo al sol que me saluda. La naturaleza está tranquila y aún no han salido las abejas ni las culebras. El mundo y yo nos preguntamos por qué existimos, por qué estamos aquí a esa hora, cuál es nuestro objetivo, nuestro mayor objetivo. Pocos mortales piensan en todo eso en compañía de la naturaleza. Si los humanos piensan algo, no son sino una serie de pobres ideas que han oído a otros pero que imaginan que son suyas, nada que hayan descubierto contemplando la naturaleza. Ideas débiles, borrosas, frágiles.
»Antes incluso de descubrir la existencia de la Gran Conspiración había comprendido que para seguir vivo había que ser fuerte y decidido —prosiguió el doctor Delicado—. Ni las tristes calles, ni los pacientes árboles, ni las pálidas farolas me hacían el menor caso, así que yo recogí mis cosas y ordené mi propio tiempo; no me sometí a la Historia ni al juego de los que pretenden gobernarla. ¿Por qué someterme? Creía en mí. Y como creía en mí, otros creyeron en mi voluntad y en la poesía de mi vida. Me esforcé deseoso en que se unieran a mí. Y así ellos también descubrieron su propio tiempo. Nos unimos los unos a los otros. Nos comunicábamos utilizando claves, nos escribíamos como enamorados, nos reuníamos en secreto. La primera reunión de concesionarios en Güdül es la victoria de una lucha que ha durado años, de un movimiento organizado con la paciencia infinita de quien cava un pozo con un alfiler, de una organización tejida con la meticulosidad y el cuidado de una tela de araña, Ali Bey. ¡Ahora Occidente puede hacer lo que quiera, que no nos desviará de nuestro camino! —y después de una pausa añadió que tres horas después de que me alejara sano y salvo de Güdül con mi joven y hermosa mujer, comenzaron los incendios en la ciudad. El hecho de que los bomberos hubieran luchado en vano contra ellos a pesar de todo el apoyo estatal no era una coincidencia porque los amotinados, los saqueadores provocados por la prensa, tenían la misma furia y las mismas lágrimas que nuestros decepcionados compañeros, habían comprendido intuitivamente que les habían robado sus almas, su poesía, sus recuerdos. ¿Sabía yo que habían ardido automóviles, que se habían disparado armas, que una persona, un hermano, había muerto? Por supuesto, el prefecto, que había organizado toda aquella provocación con Ankara y los partidos locales, había prohibido la reunión de los concesionarios decepcionados con la excusa de que amenazaba el orden público.
»La flecha ya ha salido del arco —dijo el doctor Delicado—. No voy a doblegarme. Fui yo quien quiso que en la reunión se discutiera la cuestión de los Ángeles. Fui yo quien quiso también que se hiciera una televisión que reflejara nuestra alma y nuestra infancia, yo ordené construir ese instrumento. Fui yo quien quiso que se siguieran todas las maldades, como ese libro que me ha arrebatado a mi hijo, hasta la madriguera de la que habían salido, hasta el abominable agujero del que procedían y que se las destruyera. Nos enteramos de que a cientos y cientos de nuestros jóvenes se les «cambia la vida por completo» cada año poniéndoles en las manos un par de esos libros como mucho y «todo su mundo» se desvía del buen camino. Todo lo he pensado yo, cada cosa. Tampoco es una casualidad que no acudiera a la reunión. Y que en esa misma reunión me haya ganado a un joven como usted, ese don del cielo tampoco es fruto del azar. Todo está resultando según lo había pensado… Cuando mi hijo me fue arrebatado por un accidente de tráfico tenía su edad… Hoy estamos a catorce. Perdí a mi hijo un catorce.
Cuando el doctor Delicado abrió su enorme mano vi el trébol. Lo cogió por el tallo y después de examinarlo cuidadosamente un momento lo dejó caer en la suave brisa. Aquel viento casi imperceptible soplaba desde el lado de las nubes. Pero me daba la impresión de que percibía su existencia, no porque soplara, sino por su frescura. Las nubes color palomino seguían allí donde estaban como poseídas por una extraña indecisión. En un lugar muy alejado de la ciudad había una luz pálida, un fulgor de un suave color amarillento. El doctor Delicado me dijo que «ahora» estaba lloviendo allí. Cuando llegamos junto al barranco rocoso del otro lado de la colina vimos que las nubes se abrían sobre el cementerio. Un gavilán, que debía de haber construido su nido entre aquellos riscos verticales realmente espantosos en algunas partes, echó a volar inquieto al notar nuestra presencia y comenzó a trazar un amplio arco sobre los terrenos del doctor Delicado. Observamos en silencio el vuelo del ave, que apenas movía las alas, respetuosos y con una especie de admiración.
—Todas estas tierras —me explicó el doctor Delicado— contienen la fuerza y la riqueza suficientes como para mantener en pie este gran movimiento, este gran pensamiento que he ido madurando a lo largo de años siguiendo la inspiración de una única idea. Si mi hijo hubiera sido lo suficientemente fuerte y voluntarioso como para no convertirse en juguete de la Gran Conspiración, a pesar de su brillantez, y no se hubiera dejado engañar por un libro, hoy contemplaría conmigo el paisaje desde esta colina y sentiría toda la fuerza y la creatividad que yo siento. Hoy, lo sé, usted ve la misma inspiración y el mismo horizonte. Comprendí desde el principio que los que me hablaban de la decisión que demostró en la reunión de concesionarios no exageraban en absoluto. Ni siquiera vacilé al saber su edad; no me es necesario saber nada de su pasado. Con su edad, con la misma edad a la que me fue arrebatado mi hijo de una forma cruel mediante engaños, usted ha comprendido lo suficiente como para participar voluntariamente en la reunión. Sólo nos conocemos desde hace un día, pero me ha bastado para saber que el movimiento iniciado por la voluntad de un hombre, y que la Historia ha obligado a que quedara a medias, puede ser comenzado de nuevo por otro. No le he abierto las puertas de ese museo que construí para mi hijo en vano. Aparte de su madre y sus hermanas, ustedes son los únicos que lo han visto. Y allí ha visto usted su propio pasado y su futuro, se ha visto a sí mismo. Ahora, mirándome a mí, al doctor Delicado, comprende el próximo paso que hay que dar. ¡Sé mi hijo! Ocupa su lugar. Encárgate de todo después de mí. Soy un anciano pero mis pasiones no se han marchitado: quiero creer que este movimiento va a seguir. Tengo buenas relaciones en altas instancias del Estado. Aún hay gente activa que me escribe informes. Sigo a cientos de jóvenes engañados. Te enseñaré los informes, todos los informes, ordené que siguieran cada movimiento de mi hijo, podrás leerlo. ¡Cuántos jóvenes hay apartados del buen camino! No hace falta que rompas con tu padre, con tu familia. Quiero que veas también mi colección de armas. ¡Dime que sí! Dime: sí, soy consciente de mis responsabilidades. Dime: no soy un degenerado, lo veo todo claramente. Durante años no tuve un hijo varón, sufrí, luego me lo arrebataron, sufrí de una manera aún más cruel, pero nada me resultaría tan duro como dejar toda esta herencia sin dueño.
A lo lejos, mientras las nubes se iban abriendo aquí y allá, los rayos del sol comenzaban a caer sobre el país del doctor Delicado como si fueran focos que iluminaran sólo un rincón de la escena. Por un momento pudimos ver un rayo de sol de forma cónica que iluminaba una parte del terreno, una llanura cubierta de manzanos y árboles del paraíso, el cementerio en el que me había dicho que yacía su hijo y tierras áridas que rodeaban un aprisco, y que poco después cambió de color y desapareció dando algunos pasos rápidos sobre los campos sin conocer fronteras, como un espíritu que avanza preocupado. Al darme cuenta de que podíamos ver gran parte del camino que habíamos recorrido para subir hasta la cumbre desde el punto en que nos encontrábamos, mi mirada retrocedió por la ladera rocosa, el camino de cabras, las moreras, la primera colina, las huertas y los campos de trigo, y de repente, tan sorprendido como alguien que por primera vez ve su casa desde un avión, vi también la mansión del doctor Delicado. Estaba en medio de un amplio llano rodeado por arboledas, comprendí que una de las cinco personas que caminaban en dirección a un pinar por la carretera que llevaba desde el llano a la ciudad era Canan por el último vestido estampado color cereza que se había comprado, no, no sólo por eso, también por su forma de andar, por su prestancia, por su delicadeza, por su elegancia, no, por los latidos de mi corazón. De repente vi que a lo lejos, al pie de las montañas que comenzaban en la frontera del pequeño país de las maravillas del doctor Delicado, se había formado un prodigioso arco iris.
Cuando otros observan la naturaleza —dijo el doctor Delicado— ven en ella sus propias limitaciones, sus insuficiencias, sus miedos. Luego, asustados por sus propias debilidades, le llaman a eso la grandeza, la infinitud de la naturaleza. Yo veo en la naturaleza un mensaje poderoso que habla conmigo, que me recuerda la voluntad que necesito para seguir en pie, veo un riquísimo escrito que leo con decisión, sin miedo y sin compasión. Los grandes hombres, como las grandes épocas y los grandes países, son aquellos capaces de acumular en su interior una fuerza tan poderosa que siempre esté a punto de estallar. Cuando llega el momento, cuando surge la oportunidad, cuando se va a escribir una nueva historia, esta fuerza enorme se mueve y toma una decisión sin la menor piedad acompañando al gran hombre al que pone en movimiento. Entonces el destino se pone también en marcha de manera igualmente despiadada. Ese gran día, ¿qué importancia pueden tener la opinión pública, los periódicos, las ideas modernas, el Aygaz, los jabones Lux, la Coca-Cola y el Marlboro, los miserables objetos y la miserable moral de nuestros pobres hermanos engañados por los vientos que llegan de Occidente?
—Esto… ¿me sería posible leer los informes? —le pregunté.
Hubo un largo silencio. El arco iris se reflejaba brillando en las gafas polvorientas y manchadas del doctor Delicado produciendo dos arco iris simétricos.
—Soy un genio —dijo el doctor Delicado.