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Vestido únicamente con un par de pantalones negros holgados, con el cuerpo cubierto de sudor, el consejero Kaleb Krychek fue hasta el borde de su balcón y bajó la mirada al cañón que se abría a un par de centímetros de sus pies. Pero no reparó en la peligrosa vista, su mente estaba absorta en el problema de Shoshanna y Henry Scott. Si bien Nikita, Tatiana y Ming eran adversarios peligrosos, los Scott eran problemáticos porque trabajaban como una unidad. Ninguno de los dos poseía la fuerza de un cardinal, pero juntos eran una combinación letal.
Con Marshall muerto, Shoshanna estaba empezando a intentar hacerse con el control del Consejo. Kaleb había ganado la primera escaramuza, pero no se hacía ilusiones de que la batalla fuera a ser fácil. Se miró la marca grabada en su antebrazo, un motivo de aspecto engañosamente inocente que había cambiado el curso de su vida más allá de la redención. Un recordatorio de lo que era, de lo que estaba dispuesto a hacer.
Algo rozó su mente en ese momento, una oscuridad oleosa que acudía a él en busca de consuelo. Era la gemela muda de la MentalNet, el ente neoconsciente que mantenía el orden en la PsiNet. La MentalDark, en comparación, era puro caos. Muy, muy pocas personas conocían la existencia de la MentalDark. Y solo una podía ejercer el control sobre ella.
Como telequinésico cardinal, Kaleb tenía una afinidad natural con la MentalNet y la MentalDark. Extendió una mano psíquica y tocó a la MentalDark.
—Duerme —le dijo—. Duerme.
La MentalDark estaba cansada ese día. De modo que durmió. Kaleb sabía que el respiro era temporal a lo sumo. La MentalDark albergaba en su interior toda la violencia y el dolor, la cólera y la locura que los psi se negaban a sentir. Carecía de voz, pero hablaba mediante los actos de violencia que perpetraba por medio de las mentes débiles de los psi comprometidos. En cierto sentido era una niña perdida. También era pura maldad.
Kaleb había hablado con ella por primera vez a los siete años.
Satisfecho con que la MentalDark no causara más caos durante las próximas horas, centró de nuevo su atención en el problema que le ocupaba. Si alguno de los Scott descubría la verdad que se ocultaba tras el símbolo que le marcaba, les proporcionaría el arma que necesitaban para oponerse a la toma de poder del Consejo que con tanta meticulosidad había planeado. No podía consentir que eso sucediera.
Echó un vistazo a su reloj. Aunque el sol brillaba en Moscú, en San Francisco eran las tres de la madrugada. Pero aquella conversación no podía posponerse. Cogió un teléfono seguro del interior de la casa e introdujo un código.
—Ponme con Anthony Kyriakus. Del clan psi NightStar.