Capítulo Catorce

CUANDO ENCONTRÓ A Francine, Anna estaba temblando. A pesar de haberlo visto con sus propios ojos, no podía dar crédito al hecho de que Paul estuviera en una de las habitaciones del olub. Sabía que era absurdo albergar esta clase de pensamientos, pero de algún modo se sentía traicionada ante su descubrimiento, se sentía también parte de toda esa basura. ¿Cómo Paul era capaz de algo así?

Frankie estaba disfrutando de lo lindo con el joven al que había estado azotando antes. Cuando Anna volvió a verla, estaba ocupada metiéndole y sacándole un vibrador del ano mientras la otra mujer le chupaba la polla con gran diligencia. El hombre sollozaba de forma incoherente ante el brutal manejo al que estaba siendo sometido. Después de todo lo que había visto, Anna era incapaz de sentir por él más que asco y desprecio.

—¡Francine! —llamó alzando la voz.

Francine, sorprendida, levantó la vista, abandonó lo que estaba haciendo y dejó al hombre lloriqueando patéticamente. Lo ignoró totalmente y miró a Anna de forma inquisitiva al ver su cara. Luego se acercó a ella dejando el consolador vibrando como un loco en el trasero del joven, abandonado, sin nadie que cogiera el relevo del timón. A pesar del disgusto que llevaba encima, Anna no pudo evitar darse cuenta de que Francine ni se volvía a mirarlo.

—¿Qué te pasa, chérie? ¡Estás fatal!

—No puedo explicártelo, Frankie, aquí no. Debo irme…, sólo quería decirte que me iba…

—Pero tengo que acompañarte a la estación, ¿no?

—Por favor, Frankie, no te preocupes…

—Merde, Anna ¡tampoco estaba pasándomelo tan bien! Si quieres, te llevaré a casa y así tendrás la oportunidad de contarme lo que te ha pasado.

—Pero si está muy lejos de Londres y aún más de tu casa… —protestó Anna.

Francine se encogió de hombros y empezó a guiar a Anna entre la multitud en dirección al guardarropía de donde retiraron las chaquetas.

—Si te apetece, puedo quedarme a dormir en tu casa. Mañana no tengo que ir a trabajar y algo me dice que no tienes ningunas ganas de pasar la noche sola.

Ya estaban en la calle y, antes de que Anna tuviera tiempo de responder, Frankie había parado un taxi que las condujo al lugar donde había dejado el coche aparcado.

De vuelta a casa, Anna le contó a Frankie lo que había visto. Desató toda su furia, indignada, avergonzada, mientras su amiga escuchaba en silencio. Una vez hubo acabado, Anna se relajó recostándose en el asiento; se sentía agotada. Hubo de pasar un buen rato hasta que Anna recobró las fuerzas necesarias para poder mirar a Francine.

Estaba de perfil. Su cabellera larga y oscura enmarcaba su delicado semblante. Tan solo la traicionaba un ligero temblor en los hombros.

—¿Francine? Frankie… ¡no tiene ninguna gracia!

Anna se quedó turbada, escandalizada, pues esta chica, a la que consideraba su amiga, se reía de su congoja. Cuando Frankie se echó a reír a carcajadas, sin poder aguantar más, no se lo podía ni creer. Al mirar a Anna y ver su cara, intentó controlarse en vano.

—¡Oh, Anna, lo siento mucho! Merde, no me estoy riendo de ti. Me río del palurdo insensible de tu marido bebiendo los vientos por una lluvia dorada… ¿No te sientes mejor ahora que lo sabes?

—¿Mejor…?

—Ya sabes,… más libre. Después de todo, ya no debes volver a guardarle ningún respeto.

Anna empezó a tranquilizarse en cuanto comprendió lo que Frankie estaba intentando decirle. Miró a través de la ventanilla para ver pasar el oscuro paisaje a toda velocidad, como si fuera un telón de fondo del recuerdo de Paul atado en la mesa metálica.

En todos los años que llevaban casados no le había visto jamás perder el control. El que aquella mujer hubiera vaciado la vejiga en toda su cara y el hecho de que él reaccionara con una falta de autoestima espectacular, le convertía en un perfecto desconocido.

Parecía siempre muy seguro de sí mismo, siempre tenía que ser él quien iniciara sus encuentros sexuales. E, incluso así, su forma de reaccionar ante las cópulas rápidas y sin ningún fruto que realizaban, nada tenía que ver con el éxtasis vicioso que acababa de exhibir.

Retorciéndose en el asiento, Anna recordaba la insistencia con que la obligaba a permanecer quieta estirada desde el principio hasta el fin, como si quisiera evitar pensar en su presencia mientras iba entrando y saliendo de ella. La trataba como si no fuera más que el receptáculo de su lujuria, no como la mujer de carne y hueso con que compartía la vida.

Ahora Anna se preguntaba en qué pensaría Paul mientras hacía uso de su cuerpo insensible. O en quién. Cuando derramaba la semilla en el interior de su confiada esposa, ¿estaría imaginándose el placer de someterse a otras mujeres? ¿La estaría acusando de ser una frígida porque ella no tenía ni idea de cuáles eran en verdad sus preferencias sexuales?

Si Dominic no hubiera irrumpido en su vida en un determinado momento, se habría llevado a la tumba la creencia de que el fallo era suyo, de que era incapaz de satisfacerle. De hecho Paul casi la había convencido de que la culpa era suya, de que sus necesidades sexuales no eran normales.

Frankie tenía razón, era divertido. Triste, pero gracioso. Entonces Anna se relajó y se echó a reír también. Francine la siguió, claramente tranquilizada al ver que Anna no estaba ofendida por la forma en que había reaccionado ante su relato.

—¡Tendrías que haberle visto, Frankie! ¡Mi elegante y pomposo marido pagando para que le meen encima! Si me lo llega a pedir, ¡no lo hubiera hecho ni por todo el oro del mundo? ¡Bastardo!

Entonces empezó a llorar, las lágrimas se mezclaban con su risa. Se alegró de tener a Frankie en la cama con ella, a pesar de que no hubiera ningún roce sexual. La presencia de su amiga, abrazándola como a una hermana, acariciando su cabello y animándola a hablar, era un consuelo.

—Llegó a convencerme de que yo no era normal, Frankie. Jamás podré perdonarle. ¿Por qué no podía admitir que lo que sucedía era que, sencillamente, éramos incompatibles? ¿Por qué no me ha dado la oportunidad de poder ser feliz con cualquier otro?

Se dio cuenta de que Frankie se encogía de hombros.

—Es un hombre, chérie. Y hay muy pocos hombres capaces de admitir sus errores.

—¿Errores?

—Oui. Casándose contigo lo que hizo fue intentar anular su verdadera naturaleza. El que falló fue él, Anna, no tú.

Anna frunció el entrecejo.

—Supongo.

Se quedaron un buen rato en silencio. Entretanto Anna seguía repitiéndose mentalmente la triste historia de su matrimonio, de todos los años echados a perder. Su relación tampoco había sido muy buena fuera de la cama. Hasta aquel momento no se había dado cuenta de lo estéril que había sido su vida en común; era como si el ver la verdadera cara de Paul le hubiera encendido una luz en el cerebro que iluminara hasta los rincones más oscuros.

—¿Y ahora qué voy a hacer?' —se lamentó repentinamente sorprendida por el miedo.

Los labios de Francine le rozaron la frente.

—Sobrevivirás —respondió con firmeza—, seguirás adelante. ¿Ya te has olvidado de Dominic?

—¿Olvidarle? No, naturalmente que no. Pero si voy con él no debe ser, pura y simplemente, porque abandone a Paul. Puedo sobrevivir sola.

—Naturalmente que puedes, chérie. Pero estás olvidando que Dominic te quiere. No le rechaces tan sólo por el hecho de que te hayas enfadado con Paul.

Anna no respondió. Pensaba en la nueva perspectiva que se abría ante ella. Francine tenía razón, corría el peligro de que su enojo pudiera repercutir en su forma de ver las cosas.

—Pero, ¿y tú… y Dominic? —preguntó de pronto.

Los dedos de Francine interrumpieron las rítmicas caricias por un instante. Le respondió lentamente, a la vez que reemprendía sus caricias.

—Nicky es un buen amigo. Le quiero, pero del mismo modo que tú. Hay algo… especial entre vosotros dos que creo que Dominic nunca había encontrado antes.

—¿Te importa? —murmuró Anna, sintiéndose complacida por lo que había dicho Frankie.

—Non, chérie. Vosotros estáis bien juntos y eso me hace feliz. Me da la impresión de que no volveré a estar nunca tan cerca de vosotros como antes, pero, c'est la vie, ¿n'estcepas? Sin resentimientos.

Volvieron a quedarse en silencio, cada una inmersa en sus propios pensamientos. Anna sonrió al pensar en Dominic. A pesar de haberla conducido a los mismísimos límites de la experiencia sexual, siempre la había respetado. No importaba lo que hubieran hecho, no importaba a qué extremo pudieran llegar, ella se sentía siempre a salvo. Jamás había experimentado tal sensación con Paul. Sus encuentros eran una experiencia terrible, sus cópulas tristemente miserables.

¿Tenía él idea, algún indicio de cómo pudiera sentirse ella? ¿Habría pensado alguna vez en ella mientras daba rienda suelta a sus fantasías en manos de sus dominatrices? Quizá ni sería capaz de comprender la vergüenza que estaba llegando a sentir. Al fin y al cabo la humillación era un placer para él, ¿no era eso?

De repente Anna tuvo clara cuál era la solución para recuperar su autoestima. Mientras le contaba a Frankie lo que pretendía hacer, se le abrían nuevos objetivos.

—Quizá entonces vaya con Dominic —concluyó—, pero sólo lo haré si estoy completamente convencida. A partir de ahora la única persona que podrá obligarme a hacer algo voy a ser yo misma.

La mirada topacio de Francine brillaba en la oscuridad. Su amiga la miraba con cariño.

—Bravo, chérie. Estoy segura de que tomarás la decisión más adecuada… tanto para ti como para nuestro querido Dominic. ¿Permitirás que te ayude a preparar la vuelta a casa de Paul el próximo jueves?

Anna se incorporó y la besó en la mejilla.

—Me encantará que me ayudes, Frankie —murmuró—, igual que me encanta disfrutar de tu compañía esta noche. Ahora creo que es mejor que durmamos un poco. ¡Tenemos que hacer compras muy importantes entre hoy y el jueves!

Paul aparcó el coche en el caminito de entrada y apagó el motor. Se quedó un rato sentado dentro cogiendo fuerzas para abrir la puerta. Siempre le costaba mucho superar el terrible trance de tener que volver a su hogar y enfrentarse a su mujer.

Sin duda Anna estaría esperándole convenientemente recatada ante un fondo de papel pintado de Laura Ashley. Su boca esbozaría una amplia sonrisa, aunque sus grandes ojos grises le persiguieran, acusativos, por toda la habitación. Suspiró. Era una verdadera lata. El desasosiego estaba empezando a apoderarse de él. ¿Por qué últimamente había aumentado de forma tan dramática su postura adversa hacia ella? ¿Por qué le resultaba tan difícil controlarse?

Consciente de que Anna, a buen seguro, habría oído el rechinar de los neumáticos frenando en el camino de gravilla, salió del coche y cerró la puerta. Se dio prisa, pues pensó que ella saldría enseguida para ver qué ocurría.

Normalmente, cuando volvía a casa después de sus «viajes», Anna solía recibirle con alguna comida casera, a veces con la mesa adornada con velas, y con una expresión en la cara que recordaba siempre la de un cachorro suplicando que le prestaran atención. Cuando la veía así, le entraban ganas de darle una patada. Lanzó un suspiro exagerado, puso la llave en la cerradura y abrió la puerta.

La escena que se encontró al entrar en el salón le hizo quedarse con los pies clavados en el suelo. Anna estaba esperándole, sí, pero no había florecitas alrededor de ella.

Estaba de pie en medio de la habitación, con las piernas abiertas y los brazos en jarras. Llevaba un corsé de cuero negro que iba desde el pecho hasta la altura de los muslos. Le ceñía la cintura de tal forma que Paul tuvo la imperiosa necesidad de tocarla y comprobar si, como él sospechaba, era capaz de abrazar el perímetro de la cintura con las manos.

Aparte del corsé, iba completamente desnuda, sin medias; tan sólo llevaba un par de botas de tacón alto atadas con cordones que, combinadas con la cola de caballo que recogía su larga melena dorada, la hacían parecer tremendamente alta. La sola contemplación de aquellas botitas tan peligrosas le provocó al instante una erección. Naturalmente, cuando por fin pudo hablar, la voz le salió una octava de tono más elevado de lo normal.

—¡Anna! ¿Qué te has hecho?

Tuvo tiempo suficiente para darse perfecta cuenta de la forma en que se curvaban sus labios. Anna sonrió burlonamente cuando advirtió que Paul no podía resistirse a mirar la clara pelusa de vello púbico que asomaba entre sus piernas.

—Calla, Paul.

Se le cerró la boca de golpe al oírla hablar así, e inmediatamente se echó a temblar. Su tono de voz era tan calmado, tan bien controlado, tan tremendamente convincente.

—No… no te entiendo.

—¿No me entiendes? —respondió sonriendo de un modo desagradable. Entonces, por vez primera, él se dio cuenta de que Anna llevaba en la mano una fusta. Casi descarga toda su pasión allí mismo.

—Sube a la habitación, Paul… Tengo ganas de oír cómo te ha ido el viaje.

Paul sabía que lo que debía hacer era dar por terminada aquella escena en aquel mismo momento, acabar con la pantomima ridícula que protagonizaba su mujer, pero era demasiado tarde. No hizo caso de su razón. Contento ante aquella oleada de calentura sexual que le convertía las piernas en pura gelatina, se volvió lentamente en dirección a las escaleras y empezó a subir por ellas, sumiso y obediente.

Anna se quedó abajo viéndole subir por las escaleras, estaba asombrada ante el éxito espectacular de su representación. Era evidente que estaba excitado, la atmósfera que les rodeaba parecía incluso vibrar debido a lo potente de su calentura. Debía admitir que la rápida rendición de su marido la chiflaba. Tuvo que recordarse que ésta no era la finalidad, que ella no tenía que pasárselo bien y que debía mantener la cabeza lúcida en todo momento para que su plan llegara a buen fin.

—Desnúdate.

Le pareció que el ataque directo era lo más adecuado. Anna contempló a su marido con los ojos entrecerrados. Era evidente el temblor de sus dedos mientras intentaba desabrocharse torpemente los botones de la camisa. No pensaba ayudarlo, esto no formaba parte del plan.

Esperó de pie a que estuviera completamente desnudo, aunque manifestaba su impaciencia golpeando la alfombra con la punta de la bota, lo que, advirtió, provocaba todavía una mayor excitación en Paul. ¡Pensar que en todos los años de su matrimonio no había tenido ni la más remota idea de cómo poner en marcha el reloj sexual de su marido!

Aguantándose la risa, se rozó levemente el muslo con la punta de la fusta, pero lo hizo con la fuerza suficiente para que sonara un leve chasquido. Paul la miró con los ojos muy abiertos, incapaz de decir una palabra.

Tenía el cuerpo en forma y bronceado. Su pene bailaba, arriba y abajo, como si fuera un bastón blanco e incontrolado, de un color de piel tan diferente al resto del cuerpo que parecía pertenecer a otro hombre. Dando un latigazo en el suelo, Anna le dio a entender que tenía que subirse a la cama.

Así lo hizo, y escogió aquel momento para hablar.

—Anna, no tengo ni idea de lo que crees saber sobre mí, pero te aseguro…

—¡Calla! —dijo, y pasó la fusta por sus nalgas.

—Pero…

—No te está permitido hablar a menos que yo te lo pida. ¿Entendido?

Por un instante pensó que iba a ponerse a discutir con ella, pero enseguida una extraña expresión invadió la mirada de Paul que, resignado, se tendió de espaldas en la cama.

—Sí —musitó con voz ronca.

—¿Sí, qué? —dijo Anna, amenazándolo.

Paul cerró los ojos un instante, la nuez de Adán se le movía agitadamente en la garganta cuando hacía fuerza para tragar la saliva.

—Sí… mi ama —refunfuñó.

Anna seguía asombrada por la rapidez con que aceptaba su autoridad. El disfraz la había ayudado, tal y como dijo Frankie…

—Separa las piernas y los brazos.

La obedeció al instante, pero a Anna le encantó ver la sombra de duda que tenía su mirada. Entonces fue a buscar el gran surtido de pañuelos y cuerdas que tenía preparado y se dispuso a atarlo bien fuerte, por las muñecas y por los tobillos, a las cuatro esquinas de la cama.

Francine le había enseñado la clase de nudo que debía hacer para que Paul no pudiera soltarse. Incluso lo había estado practicando ella misma atándose los tobillos hasta conseguir hacer un nudo bien seguro… Se había propuesto que Paul fuera consciente de lo serias que eran sus intenciones.

Paul probó dando un tirón a uno de los nudos y Anna, que vio el temor que transparentaban todos sus miembros, quedó convencida de que Paul sabía perfectamente que la cosa iba en serio.

¿Cómo debía sentirse, allí tendido, tan vulnerable? Una vez terminada su tarea, Anna, sin dejar de sonreír, dio un paso hacia atrás para contemplar mejor el resultado. Paul no sospechaba siquiera, ni incluso entonces, lo que ella se llevaba entre manos. La miraba cauteloso, con los ojos empañados por la lujuria, sin poder llegar a imaginarse las horas que ella había pasado planeándolo todo, esperando aquel momento.

El pene formaba ángulo recto con su barriga, parecía una columna blanca y delgada balanceándose ligeramente debido al esfuerzo que tenía que hacer para no apartar los ojos de ella, que no dejaba de dar vueltas alrededor de la cama. Anna se acercó y lo cogió con la mano; luego empezó a moverlo de arriba abajo con un ritmo cada vez más acelerado hasta que finalmente lanzó un fuerte gemido.

—Mmm… Veo que no le guardas respeto a tu ama —dijo Anna apartando la mano.

—¡Oh, claro que sí! Por favor, Anna… quiero decir, mi ama, por favor, permite que me corra…

—¿Que permita que te corras? —Anna levantó las cejas en un gesto de desprecio—. ¿Qué te hace pensar que mereces desahogarte?

Paul respiraba cada vez con mayor dificultad intentando controlar la excitación. Una fina película de sudor empapó su carne cuando ella se subió cuidadosamente a la cama y se puso a horcajadas encima de él como había hecho la pelirroja de Liginey. Pero las botas nuevas de tacón alto le hacían muy difícil sostener el equilibrio en aquella posición, así que tuvo que apretar con fuerza los músculos de las pantorrillas para no caerse vergonzosamente de la cama. La excitación de Paul era patética, como si de un animal en celo se tratara, la erección de su pene era aún más enfurecida ante el sexo totalmente expuesto de Anna.

Anna no se molestó más en ocultar su repugnancia. Apartándose del guión, se dispuso a tirárselo verbalmente.

—¡Dios, Paul, qué asco me das! Mírate, atado como un perro, regocijándote por el miedo a que pueda azotarte con esta fusta.

—¡Oh, sí, sí, por favor, pégame?

—¿Es que no estás escuchándome? ¡No tengo ganas de entrar en tus jueguecitos asquerosos…, estúpido pervertido!

—¡Sí! ¡Si!

Anna movió la cabeza en un gesto de incredulidad cuando advirtió que su asco aún excitaba más a Paul.

—Entiéndelo, Paul. Es verdad… ¡creo que eres patético!

—Lo soy, oh, Dios, sí que lo soy. Soy patético, no merezco ni mirarte a la cara…, méate encima de mí, mi ama, ¡hazme sentir el asco que te doy!

Anna se quedó contemplando aquella cara que tanto había llegado a querer, deformada por el rictus del éxtasis, y casi estuvo a punto de hacer lo que le pedía. Había tenido la intención de azotarle con la fusta, de dejarle su marca de algún modo, pero ya no le importaba. Entonces se le ocurrió la forma más satisfactoria, la mejor manera de humillarlo.

Bajó con cuidado de la cama, se dirigió hacia el vestidor y se quitó el ceñido corsé. Hasta entonces no había sido realmente consciente de lo que iba a hacer. De repente todo estaba claro y en el lugar que le correspondía. La invitación de Dominic, las torpes indirectas de Alan insinuándole que lo comprendería a la perfección si ella deseaba desaparecer de repente sin avisar.

Paul no advirtió qué estaba haciendo Anna hasta que la vio con unos tejanos y una camiseta.

—¿Anna?

Ella se volvió hacia él y observó que el pene de Paul, que finalmente comprendió que el juego se había terminado, iba desinflándose lentamente. Aquella venganza ya le era suficiente.

—¿Qué estás haciendo?

—Estoy haciendo las maletas, querido, ¿es que no lo ves?

—¿Haciendo las maletas? Pero… no puedes.

—¿Que no puedo?

—¿Dónde vas?

Anna ignoró su pregunta y continuó con su tarea de guardar el pasaporte y la cartera en el bolso.

—Mandaré a recoger el resto de mis cosas más adelante.

—Pero… Anna, ¡espera! ¡Por el amor de Dios!

Se detuvo en la puerta y se volvió a mirarlo inquisitivamente.

—¡No puedes abandonarme así!

Esta frase, formulada como una súplica, parecía un gemido lastimero.

—Pensaba que esto era lo que más te gustaba, Paul. La humillación —dijo Anna sonriendo.

—¡Anna, sé razonable!… ¿Cómo voy a desatarme? —balbuceó. Su voz se volvió histérica cuando advirtió que Anna hablaba en serio.

Anna le envió un beso con la mano. Pensaba llamar a uno de sus amigos desde el aeropuerto, pero no tenía por qué saberlo de momento.

—Au revoir, Paul. O, aún mejor, ¡adiós!

Cogió la bolsa de viaje y desapareció escaleras abajo dejándole atado y desnudo en la cama.

Se llevó una sorpresa cuando se encontró a Francine esperándola fuera con el coche.

—Sabías que lo haría, ¿verdad? —dijo cuando hubo tomado asiento junto a su amiga.

Frankie sólo sonrió, luego sacó un sobre de la guantera y lo entregó a Anna mientras ponía el motor en marcha. En el interior había un billete para París. Un solo billete.

—¿Qué…?

—Dominic me pidió que te lo consiguiera. Estará esperándote en el aeropuerto.

Una gran excitación recorrió su cuerpo. ¿Tan seguro estaba de ella?

—Sólo una cosa —dijo Anna en cuanto dejaron el coche en uno de los aparcamientos de tiempo restringido de Heathrow—: he dejado a Paul atado en la cama.

—¿Que has hecho qué? —exclamó Frankie echándose a reír—. Dame las llaves.

—¿Las llaves?

—Iré a liberarle… eventualmente, claro.

Viendo la mirada maliciosa de Frankie, Anna se echó a reír a su vez y le dio las llaves de la puerta.

—¡Diviértete! —dijo abrazándose a su amiga a modo de despedida.

—Y tú. Diviértete toda la vida.

—Si. Au revoir, Frankie. Y gracias… por todo.

—No tienes por qué dármelas.

Las dos mujeres volvieron a abrazarse. Luego Anna bajó del coche para entrar a toda prisa en el aeropuerto en busca del avión que la conduciría a una nueva vida… y a Dominic.