Capítulo Tres
ELLA ESTABA EN medio de un campo de colza. El olor acre inundaba la atmósfera caliente y penetraba en su garganta. Alrededor, hasta donde le alcanzaba la vista, todo era como un océano amarillo, la brisa de verano soplaba suavemente produciendo olas sin fin y enredando su vigoroso cabello suelto. El sentimiento de irrealidad era aún mayor debido al calor canicular que llenaba de un trémulo resplandor todo lo que la rodeaba.
Estaba desnuda. En el aire había una tensión especial, como una sensación de preámbulo erótico que dejaba sin aliento. Oyó un susurro a sus espaldas y sonrió. Se volvió lentamente y lo vio de pie, quieto, mirándola.
No decía nada. Se dirigió hacia ella con la cara absorta. Ella sabía que esto era lo que había estado esperando y tendió sus brazos hacia él, que le cogió las manos para colocarlas alrededor de su cuello, de forma que el cuerpo desnudo de ella quedó aplastado contra el áspero algodón y la suave seda de sus vaqueros y su camisa. El tejido rozaba su piel y ella se movió. Echó hacia atrás la cabeza con temeridad y dejó el cuello a merced de los labios de él.
Sintió la frialdad de los labios en su piel, luego él levantó la cabeza y sus miradas se encontraron. Los ojos del hombre recorrieron su cara con pasión hasta posarse en sus labios entreabiertos. Se abrazó a él mientras la tendía dulcemente en el suelo, enseguida sintió la tierra fría, suave y húmeda, bajo su espalda. Cuando su cuerpo rozó las flores de la colza, se levantó una humareda de polvo amarillo que formó una nube alrededor de ellos.
Ella aguantó la respiración y él bajo lentamente la cabeza. Ella cerró entonces los ojos anticipándose a la deliciosa presión de su boca en la suya.
Anna se despertó sobresaltada, justo en el momento en que sus labios iban a unirse. Buscó a Dominic y emitió un gemido: no encontró más que la almohada vacía. Se sentó en la cama y cubrió su cuerpo caliente con el edredón. Pasaron unos minutos hasta que consiguió ralentizar los acelerados latidos de su corazón y normalizar su respiración.
El sueño había sido tan real, tan intenso, que sentía la humedad de la calentura entre sus muslos. Sonrió al recordar los acontecimientos de la noche anterior.
Anna apretó las piernas con fuerza y atrajo las rodillas hacia sí. No le importaba que en el momento de despertarse no estuviera allí, le había prometido que habría más:
Se arrastró hasta el espejo del baño; su imagen reflejada evidenciaba con claridad la agitada noche que había pasado. Después de hacer el Amor con Dominic, había caído en un primer sueño de saciedad, pero después la noche había transcurrido con desasosiego, llena de sueños eróticos fragmentados como el del campo de colza que tan insatisfecha e incompleta la había dejado.
Anna pasó en el baño más tiempo del normal y salió por fin al dormitorio con el maquillaje intacto. Se dijo que no iba a prestar más atención a su aspecto personal de lo que lo haría una mañana cualquiera, sin embargo sacó del armario el sujetador de seda más nuevo que tenía y unas bragas minúsculas.
El color albaricoque pálido lucía de maravilla sobre su piel, como si ésta hubiera tomado algo prestado del brillo de aquella fruta. También sacó del armario el liguero de conjunto que compró un día en un arranque de anhelo sexual y que de hecho aún estaba por estrenar; acarició tejido con incertidumbre.
No estaba acostumbrada a aquella opresión, a la tensión que la cinta ejercía alrededor de su talle, pero, curiosamente, se sentía cómoda. La prenda encajaba a la perfección en la parte baja de la cintura, donde sus caderas se ensanchaban tan voluptuosamente. Cogió un par de medias finas de nailon, color carne. Mientras se las subía por las piernas, escuchó el susurro de la fibra al deslizarse por su piel.
Anna se quedó unos instantes contemplando el efecto en el espejo. La piel desnuda de la parte superior de sus muslos era muy blanca y el marco creado por la tensión del liguero hacía que la mirada se dirigiera, sin poder evitarlo, a su pubis cubierto de seda. Alzó la vista para contemplar, satisfecha, la forma en que el satén de color albaricoque moldeaba sus poderosos pechos, convirtiéndolos en dos esferas perfectas. Su piel cremosa sobresalía por encima y conformaba un escote del que podía sentirse orgullosa.
Ninguna de las prendas que tenía para ir a trabajar le satisfacía, así que optó por un cómodo traje de chaqueta color caramelo. Al abrochar la cremallera lateral de la falda, corta y estrecha, Anna se percató de que estaba siendo consciente de todos sus movimientos, como si de repente su piel hubiera adquirido mayor sensibilidad.
Se deslizó en su única blusa de seda con una satisfacción de sí misma que no le era característica, dándose cuenta de lo bien que quedaba aquel rico color crema con la falda. Como no le apetecía ocultar la blusa bajo la holgada chaqueta, decidió que bajaría con ella colgada del brazo, y la dejó en la mesa del recibidor junto al bolso.
Mientras se ponía los zapatos notó que no estaba sola en el recibidor. Se volvió lentamente, preparándose a recibir la sacudida que siempre sentía al ver a Dominic; sin embargo no acababa de acostumbrarse, se le hacía un nudo en el estómago y sus ojos lo devoraban con avaricia. Se sonrojó al recordar cómo la miraba en el campo de sus sueños.
Aquella mañana llevaba una camisa de algodón almidonado de manga corta azul celeste, que dejaba a la vista sus brazos fuertes y musculosos. La mirada de Anna se deslizó por el vello oscuro que se esparcía generosamente por su piel bronceada, y no pudo evitar recordar su elegante tacto sedoso. Sentía un hormigueo en los dedos de las ganas que tenía de acariciarlo.
—Buenos días, Anna.
Ella alzó la mirada y se encontró con su enigmática expresión. De repente sintió la incómoda sensación de que él podía leer su pensamiento, de que conocía todos y cada uno de sus deseos. Cuando Dominic se acercó a ella lentamente, como un animal depredador al lanzarse sobre su presa, notó que la boca se le secaba de golpe.
—Dominic…
Apenas hubo susurrado su nombre, cuando él le cubrió la boca con un beso, breve y fuerte, que la dejó sin aliento. Al apartarse le sonrió. Era un esbozo de sonrisa que le provocó una gran excitación en el estómago. Se le volvió a hacer un nudo cuando vio que él daba la vuelta y se dirigía a la cocina.
A Anna le afectó tanto aquel pequeño intercambio que hasta se quedó sin hambre y se dedicó a jugar con la tostada y el café. Dominic, sin embargo, no parecía tener estos problemas y ella se dedicó a observarlo mientras comía; era firme y resuelto incluso comiendo.
Después de desayunar Anna le llevó a la universidad y le acompañó al despacho de Alan. Entonces se separaron. Anna se dirigió a, su puesto de trabajo mientras Dominic y Alan fueron a la sala de conferencias donde Dominic tenía que hablar a última hora de la mañana.
Fue una mañana larga. Todas las tareas rutinarias que Anna realizaba sin pensar empezaron a irritarla. Se imaginaba a Dominic preparándose para hablar ante los estudiantes de económicas y sintió envidia y un ardiente deseo de estar allí.
Entonces, como si hubiera expresado sus pensamientos en voz alta, Alan entró a preguntarle si quería acompañarle a la sala de conferencias.
—Lo encontrarás interesante, Anna, sobre todo ahora que conoces a Dominic. Es un comunicador nato.
«¡No hace falta que me lo digas!», pensó ella con ironía. Pero tenía demasiado trabajo que pasar a máquina.
—No he acabado esto…
Anna sintió alivio al ver que Alan levantaba la mano sin tomar en serio su débil protesta, y se apresuró a coger el bolso antes de que él tuviera oportunidad de cambiar de idea.
La sala de conferencias era un gran auditorio de época victoriana con los asientos dispuestos en forma de teatro. Como iba con Alan, Anna pudo sentarse en primera fila, pero cogió un sitio discreto en uno de los ángulos. En el momento de subir al escenario Dominic le lanzó una mirada y su sonrisa le provocó un cálido escalofrío de placer.
Era un orador inspirado. Su voz profunda y melodiosa, con aquel acento francés tan sensual, resonaba en la sala, y con tan sólo echar una mirada alrededor, Anna se .dio cuenta de que la mayoría de las mujeres allí reunidas estaba cautivada por su presencia. Sus palabras hacían transparente la evidente pasión que sentía por el tema que trataba y era evidente, por su inevitable entusiasmo, que disfrutaba comunicando sus conocimientos.
Anna escuchaba, exorcizada, el sonido de su voz. A medida que avanzaba la conferencia fue dándose cuenta de que estaba totalmente enganchada, embelesada más por el orador que por el contenido de sus palabras. Dominic gesticulaba con las manos para ilustrar cada uno de los puntos que tocaba. Anna era incapaz de apartar la mirada de sus dedos largos y sensuales y los recordaba moviéndose sobre su piel, haciéndola responder y sentirse caliente; estaba muy lejos del resto de público de la sala.
Al finalizar, el auditorio estalló en aplausos y Dominic dejó el tema abierto a discusión. Las preguntas surgieron con rapidez, señal inequívoca del interés que había despertado con su hora de charla. Respondió atento y solícito a todas las preguntas de los estudiantes, y al acabar, tras haber satisfecho la curiosidad de sus interlocutores, se le veía exhausto. Por fin, a regañadientes, le dejaron marchar.
—¡Bravo, Dominic! —dijo Alan subiendo al escenario y dándole una palmada en la espalda, en cuanto los estudiantes salieron y sólo hubo tres de ellos en la sala—. Muchas gracias… y esto es sólo el principio, ¿eh? ¿Qué te parece comer algo?
La mirada de Dominic buscó la de Anna y ella sonrió; de pronto se sentía ridículamente tímida.
—¿Va a venir Anna con nosotros?
Por un momento Alan lo miró sorprendido. Después sonrió alegremente como si le pareciera una idea excelente.
—Naturalmente. Vendrás con nosotros, ¿no, Anna?
—Bien, yo… Anna no sabía a ciencia cierta si Alan quería que rechazase la invitación. No solía invitarla a comer cuando tenía conferenciantes, incluso aunque ella hiciera de anfitriona temporal.
Dominic vino en su ayuda.
—Esto está hecho. Un momento, por favor, mientras yo… voy a refrescarme un poco.
Viendo que Alan no estaba del todo convencido de que ella les acompañara, Anna decidió visitar el lavabo de señoras para retocarse el maquillaje.
Alan les llevó a un pequeño y tranquilo restaurante, tal como Anna había imaginado que haría. El jefe del restaurante saludó a Alan por su nombre y con gran ceremonia se sentaron a una mesa redonda al lado de la ventana. La mesa era lo suficientemente pequeña como para que Anna sintiera la presencia de los dos hombres sentados a su lado: Dominic a la izquierda y Alan a la derecha. Pero mientras que Alan conservaba educadamente su espacio, la pierna de Dominic se apretaba contra la suya.
Pidieron pechugas de pollo al vino blanco, bañadas con crema y cintas de pasta con salsa de champiñones especiada. Alan comió vorazmente, sin embargo Anna, que sintió la oscura mirada de Dominic sobre ella durante todo el rato, estuvo cohibida.
Dominic seguía apretando con insistencia su cálida pierna contra la de Anna. Cuando ella se limpió los labios con la servilleta, cruzaron sus miradas descaradamente. La tensión crecía entre ellos y Anna se preguntaba si Alan se habría dado cuenta. Pero no, era encantadoramente inconsciente.
Anna no tenía idea de cómo lo hacía, pero Dominic seguía manteniendo una conversación totalmente normal y poco metódica con Alan mientras le hacía el amor a ella con la mirada. Bajo la mesa tenían los pies entrelazados, cuero contra cuero. Anna sorbía constantemente de su copa de vino en un vano intento de contrarrestar la sequedad que sentía tanto en la boca como en la garganta.
Acabado el primer plato, Dominic levantó la copa de vino y vació el contenido de un trago. Anna era incapaz de apartar la mirada de aquella garganta suave, de piel dorada; la nuez de Adán se desplazaba por toda su longitud. Su cuello era fuerte, apenas sin arrugas. Anna suponía que tendría unos treinta y tres o treinta y cuatro años, al menos era diez años mayor que ella. Experimentado.
Sorprendida, notó de repente que la conversación se había detenido y que los dos hombres la estaban mirando, expectantes. Los ojos de Dominic mostraban una chispa de divertimiento.
—¿Perdón?
Alan la miró frunciendo el entrecejo. Estaba confundido, y ella se dio cuenta de que debía mantener la calma, al menos en horas de trabajo.
—Tan sólo te preguntaba qué quieres de postre, Anna —repitió Alan.
—Oh, sí. Perdón. ¿Podría ver la carta, por favor?
A duras penas podía leer lo que ponía en la carta, por lo que pidió lo primero de la lista. Fresas y crema.
Una vez más, sintió la mirada atenta de Dominic mientras comía. La fruta blanda y gruesa y la crema fría le acariciaban la garganta al tragar. Estaba segura de que Dominic estaba leyendo sus pensamientos.
Cuando terminaron de comer, Alan se excusó y se dirigió al servicio. En cuanto hubo desaparecido, Dominic se inclinó hacia ella, servilleta en mano, y le acarició suavemente la comisura de la boca.
—Crema —susurró. Al aproximarse, sus ojos se reflejaron ardientes en los de Anna.
Anna, nerviosa, pasó la punta de la lengua por los labios. La mirada de Dominic vagó por su boca siguiendo el movimiento circular, luego miró hacia abajo, hacia sus pechos. Anna se sonrojó al darse cuenta de que la silueta de sus pezones endurecidos era claramente visible a través del sujetador y de la fina seda de la blusa.
Anna se movió en la silla, segura de que Dominic conocía perfectamente cuál era su estado de excitación. Cuando él se inclinó sobre la mesa y le presionó con el dedo pulgar uno de sus florecientes pezones, Anna emitió un suspiro sofocado.
Resistió el instinto de apartar bruscamente su mano y empezó a mirar, nerviosa, a derecha e izquierda. Dominic sonreía tranquilamente y su mirada le hacía sentir unos escalofríos inaguantables.
Entonces él apartó la mano y Anna vio que Alan regresaba a la mesa. Cuando se sentó de nuevo, Anna estaba acalorada y temblorosa, tanto que apenas pudo mover la cabeza en un gesto de negación cuando Alan le preguntó si quería café.
Se puso aún más rígida al sentir de repente la mano de Dominic en el muslo. Miró a Alan con nerviosismo, pero estaba concentrado encendiendo su pipa. En aquel momento llegó el café, acompañado de queso y galletas, y los dos hombres se sirvieron. Anna se cortó un trozo de Brie y cogió de la bandeja un par de finas galletas.
La mano de Dominic, oculta por los voluminosos pliegues del mantel, subió unos centímetros más arriba de su pierna en el momento en que el cálido queso cremoso le acariciaba la lengua. Anna se quedó mirando fijamente enfrente de ella mientras la mano llegaba a la piel desnuda que dejaba al descubierto la parte superior de sus medias. Entonces las puntas de los dedos de Dominic empezaron a trazar pequeños y repetidos círculos.
Anna, presa del pánico, miró alrededor en el momento en que Dominic empezó a tocarla bajo la fina seda de sus medias. Alan, reclinado en su asiento, tenía el aspecto de un hombre satisfecho del mundo que le rodea. Dominic seguía concentrado en el café y el queso. En la mesa de la izquierda una joven pareja se miraba a los ojos por encima de la lasaña y la ensalada, y en la de la derecha había unos hombres vestidos con traje oscuro que hablaban de negocios y deportes. Nadie parecía notar lo que estaba sucediendo bajo el mantel de su mesa.
Incapaz de contenerse, Anna relajó los muslos y los separó para facilitar a Dominic el acceso de sus caricias a su sexo caliente. Insinuando los dedos bajo el tejido elástico de sus bragas, Dominic pasó la mano por sus húmedas hendiduras, buscando alegremente el duro brote que anhelaba sus caricias.
Anna tuvo que dejar de comer para poder concentrarse desesperadamente en mantener el control de su respiración. Se las arregló para conseguir que su cara mantuviera una expresión socialmente aceptable, a la vez que sucumbía ante la búsqueda que estaban llevando a cabo los dedos de Dominic y se restregaba contra ellos sintiendo cómo el calor crecía más y más entre sus piernas.
¡Dios! ¡Si alguien lo supiera, si alguien se diera cuenta! Al sentir las sacudidas de sus caderas, la invadió una caliente oleada de vergüenza, sin embargo, finalmente descargó su pasión, aunque tuvo que morderse el labio inferior para no gritar.
Se cogió fuerte a la mesa, y entonces Dominic retiró la mano. Se acercaba un camarero.
—¿Qué les ha parecido la comida? —preguntó educadamente mientras llenaba de nuevo las tazas de café.
Anna apenas si pudo sonreír tontamente, consciente como era de la mirada de asombro que lucían sus ojos.
—Excelente —respondió Dominic, y se llevó los dedos que acababa de retirar del cuerpo de Anna a la boca, besándolos teatralmente.
Entonces se volvió y miró a Anna. Ella, incapaz de adivinar el significado de su expresión, se asustó y, tras pedir excusas, se levantó para ir al servicio.
Una vez en esa especie de santuario que son los aseos de señoras, Anna apoyó la frente caliente contra el frío espejo que cubría la pared en su totalidad. Tenía las mejillas encendidas y los ojos le brillaban de un modo tan anormal que le sorprendió el hecho de que Alan no se hubiera dado cuenta de lo ocurrido.
Al apartarse del espejo observó que la blusa seguía tensa y ceñida sobre sus pechos y que los rosados pezones se transparentaban con claridad. Mojó las muñecas con agua fría a la vez que se concentraba en respirar profunda y rítmicamente, decidida a volver a la mesa totalmente recuperada.
Salió de los servicios un poco más tranquila. Dominic estaba esperándola.
—¡Dominic…!
Sin decir palabra, la cogió de la mano y la empujó hacia una puerta con un letrero que advertía: «privado. Sólo personal autorizado.» Estaban en una especie de armario lleno de útiles de limpieza y trastos almacenados. Cuando Dominic cerró la puerta a sus espaldas y la atrajo hacia sí, Anna reconoció al instante el empalagoso aroma de lavanda.
—¡Dominic! —suspiró—. ¡Aquí no! ¡Oh, Dios!
Ya le había subido la falda, corta y estrecha, y le estaba bajando las bragas albaricoque de seda. Cuando los dedos tentadores de Dominic se aproximaron a su sexo, húmedo y caliente, Anna notó que le fallaban las piernas. En medio de aquella oscuridad vislumbró el brillo de su sonrisa al tiempo que él iba al encuentro de su calentura y la penetraba con dos dedos, mientras que con la otra mano se desabrochaba los pantalones.
Dominic puso la rodilla sobre la pierna de Anna y la levantó a la altura de sus caderas; después la sostuvo con las dos manos por la cintura y entonces la penetró sin más preámbulos. La apoyó contra la puerta, hundiendo la cara en el cabello, de forma que se le soltó el moño y el pelo le cayó sobre los hombros. Estaba completamente abierta de piernas y apoyada de puntillas en el suelo.
Sentir en el oído el ritmo creciente de la respiración de Dominic hizo que Anna se excitara aún más. Entonces se abrazó a él y apretó la pelvis, para restregar el clítoris contra la piel peluda de la parte inferior del vientre de Dominic.
Percibió el momento en que él llegaba al punto de no retorno y sucumbía, liberándola de aquella presión que sentía en su interior. Ambos tuvieron su crisis a la vez: Anna lanzó un pequeño grito de angustia, Dominic emitió un caudal de palabras en su propia lengua que intensificaron aun más el placer de Anna.
Él se desplomó contra su cuerpo y la abrazó, ella gemía en voz baja. Jamás hubiera imaginado que el disfrute de sexo caliente y sudoroso como aquel pudiera hacerla sentir tan bien. Los labios de Dominic acariciaron, casi con ternura, su frente.
Mientras se subía las bragas y se ponía bien la falda, Anna se quedó helada al oír que alguien llamaba a la puerta.
—¿Qué pasa ahí dentro? ¿Hola? ¿Hay alguien ahí?
Anna permaneció completamente inmóvil deseando que el hombre se marchara. El corazón le latía aceleradamente en el pecho y la sangre le subía hasta las orejas sólo de pensar que les habían descubierto.
Sin embargo, Dominic apenas se detuvo un instante: siguió abrochándose la bragueta, después la cogió de la mano por sorpresa y abrió la puerta en cuanto ella se retiró.
—Perdón por haberle hecho esperar —dijo con una sangre fría increíble, mientras el camarero les miraba asombrado—. Ya sabe que hay cosas que no pueden demorarse.
La empujó hacia el pasillo y Anna notó que estaba intensamente ruborizada. Sentía la mirada del chico en su espalda y no pudo resistir el impulso de mirarlo por encima del hombro. Les contemplaba con cara de incredulidad mezclada, eso si, con ávida envidia. Anna apartó la mirada enseguida.
Antes de entrar en el comedor se detuvo e intentó arreglarse el pelo. La camisa estaba totalmente arrugada y no había forma de arreglarla; a pesar de ello, le pasó las manos por encima sin obtener ningún resultado.
—Olvida eso —dijo Dominic, guasón, deslizando suavemente la punta de los dedos por su boca húmeda—. ¿Te han dicho que tus ojos brillan como luceros?
Anna parpadeó cuando él la besó en las comisuras de los ojos.
—Alan se dará cuenta —murmuró casi desesperada—. ¡Oh, Dominic! ¿Cómo has podido? ¡Me siento tan violenta!
Pero aquel reproche no le salió con el tono ofendido que ella esperaba y él se echó a reír de un modo tan exquisito que ella no podía enfadarse.
—¿Dónde estabais metidos? —se quejó Alan al verlos acercarse a la mesa.
Anna se imaginó su mirada recorriendo su cara sonrosada y el pelo despeinado, y enrojeció aún más por el enfado.
—Ah, bueno, no importa. Yo… estaba pagando la cuenta. Deberíamos regresar.
El camarero que les había encontrado en el cuarto de la limpieza fue quien les abrió la puerta. Al pasar Anna el muchacho le guiñó un ojo y ella casi se cae escaleras abajo con las prisas por marchar. Dominic la cogió enseguida por el codo y, por la forma en que lo hizo, ella adivinó que se había percatado de aquel intercambio de miradas y que, en cierto modo, le satisfacía.
—Después de comer tengo una tutoría, Dominic —dijo Alan, cuando esperaban un taxi—, y me temo que la reunión con la Cámara de Comercio que te comenté nos va a ocupar toda la tarde y parte de la noche. Te dejo libre mañana. La previsión del tiempo es excelente y he pensado que quizá te gustaría ir a dar un paseo por el campo.
—Perfecto —dijo Dominic, abriendo la puerta negra del taxi que acababa de pararse.
Alan subió el primero, seguido por Anna. La altura del escalón hacía imposible subir y bajar de forma elegante. Dominic acarició el culo de Anna mientras subía, y ella aterrizó en el asiento granate al lado de Alan. Cuando Dominic se sentó a su lado, no se atrevió a mirarlo.
—Sería agradable salir un rato a tomar un poco de aire fresco —dijo cuando arrancaron, siguiendo la conversación—. Alan, podrías hacerme el favor de prestarme a tu bonita secretaria para el resto del día.
Alan lo miró sorprendido.
—Bueno, naturalmente… si eso hace feliz a Anna.
Anna sonrió torpemente.
—Si estás seguro, Alan —dijo con toda la sangre fría que pudo conseguir.
—Bien. ¿Qué le parece si preparáramos una merienda campestre, Anna?
Ella se volvió y se encontró con la mirada de Dominic. El corazón se le salía del pecho al ver cómo la suavidad de su sonrisa entraba en contradicción con la intensidad de su mirada.
—¿Una merienda campestre? —murmuró débilmente—. Sería encantador.