Capítulo Trece
A LA MAÑANA siguiente, cuando estaba a punto de salir para ir a trabajar, volvió a sonar el teléfono. Se alegró de reconocer al otro lado de la línea la voz seductora de Francine.
—¡Frankie! ¿Cómo estás?
—Estoy bien, pero he estado pensando que quizá, ahora que Nicky se ha marchado, tú estarías un poco triste, ¿no es así?
Anna sonrió.
—Un poco —admitió, atenuando la situación hábilmente.
—Pensé que agradecerías un poco de compañía… ¿Te gustaría salir esta noche?
¿Esta noche? Bueno, yo…
—Ven a Londres, Anna. Tengo ganas de echar una cana al aire y necesito ayuda para hacerlo. Anna se echó a reír.
—Si me lo pones así, ¿cómo voy a rechazar tal proposición?
Y así fue como se encontró volviendo a casa a toda prisa al salir del trabajo, dándose una ducha y cambiándose antes de dirigirse a la estación. Frankie poco le había contado acerca del lugar donde iban a ir, sólo le dijo que debía vestirse de negro. Intrigada, Anna se puso una falda negra corta y una chaqueta entallada, con una camiseta granate debajo para contrastar.
Tenía que admitir que le quedaba bien. Sus piernas enfundadas en medias negras asomaban, largas y esbeltas, bajo la falda corta, y se dejó la melena suelta sobre los hombros, despeinada, a la moda.
Frankie fue a buscarla a la estación.
—¡Anna! ¡Anna… estoy aquí!
Agitaba la mano, feliz, pero no era necesario que lo hiciera ya que, cuando Anna se volvió hacia el lugar de donde venía la voz, la vio resaltar entre todos los viajeros que pululaban por el andén. Frankie llamaba la atención. Llevaba un minúsculo vestido negro de tubo y calientapiernas blancos, algo así como unos calcetines tremendamente altos o unas medias cortas. La lisa melena negra le caía hasta media cintura y llevaba el maquillaje impoluto, como siempre. Echó a correr hacia Anna y la besó dos veces en cada mejilla antes de retroceder un poco para verla bien.
—No se te ve tan triste como me había imaginado, chérie… ¿No será que ya has encontrado a otro?
Anna se echó a reír contó lo de la llamada Dominic.
—Así que ya ves, ¡apenas si he tenido oportunidad de echarle de menos!
A Frankie le encantó la historia y se la hizo volver a contar en cuanto subieron al taxi que habían parado.
—¡Cómo es Nicky! La próxima vez que te llame podrás contarle las experiencias de esta noche.
—¿Experiencias? —repitió Anna alarmada.
—Quizá hoy no pases de ser una simple espectadora…, sea lo que sea, estoy segura de que Liginey's va a interesarte mucho.
No dijo nada más, pues intuyó que Anna se sentía tan incómoda como intrigada. ¿Qué clase de lugar sería aquél?
Bajaron delante de un restaurante inclasificable por su aspecto, en una calle secundaria cercana a Kensington High Street. De entrada el lugar sorprendió a Anna. ¡Se esperaba que irían al Soho, por lo menos, no a un sitio en las cercanías de aquella calle frondosa y elegante!
Frankie pagó al taxista y sonrió a Anna. Luego con un gesto le indicó que bajara por las estrechas escaleras que conducían a la bodega. Al cruzar la verja pintada de blanco, Anna vio colgada una discreta placa de latón, como las de los médicos o los dentistas, con el nombre de Liginey's grabado en ella.
Se habían esmerado en intentar que aquel pequeño espacio en el que terminaban las escaleras quedara aseado y acogedor, para ello habían puesto macetas de terracota repletas de petunias situadas a los lados de la puerta de un negro mate.
Frankie levantó la aldaba de latón para llamar a la puerta y esperó. Al ver que el club estaba en la bodega, Anna sintió como si el suelo vibrara bajo sus pies.
—Toda esta hilera de casas pertenece a Louis Liginey y su organización. Han aprovechado las bodegas para convertirlas en un club —explicó Frankie a la perpleja Anna.
Anna levantó las cejas. Quería preguntar más cosas a Frankie, pero fue interrumpida por la llegada de un hombre vestido de esmoquin que les abrió la puerta. Era tan ancho como alto y el tamaño de su cabeza en forma de bola de billar era pequeño en comparación a su cuerpo, parecía que se la hubieran puesto de añadido. El hombre, que reconoció a Frankie, cambió la expresión prohibitiva de su cara por una gran sonrisa.
—Mademoiselle Didier… ¿una amiga? Por favor, pasen.
Anna sonrió insegura en el momento de entrar al club con Frankie. La voz del hombre resultaba inesperadamente refinada, estaba totalmente reñida con su apariencia de hombre de Neanderthal. Anna lo miró con el rabillo del ojo al pasar por su lado, y él la sonrió, consciente y divertido por haberla confundido.
Sorprendentemente, el pasillo iba a parar a una estancia muy parecida a la discoteca donde Dominic y ella estuvieron bailando unas noches antes. Había varias mesas con manteles blancos dispuestas alrededor de una pequeña pista circular de suelo de madera donde media docena de personas se movían lentamente al ritmo de la música que ponía el pinchadiscos situado en una esquina. La barra quedaba en la pared del fondo y todos los taburetes estaban ocupados. La iluminación era tenue y creaba un montón de rincones oscuros resguardados de miradas curiosas.
El hombre que las había acompañado desde la entrada les indicó una mesa y se inclinó hacia Frankie.
—¿Lo habitual, mademoiselle? —preguntó.
Frankie sonrió y asintió con la cabeza. Entonces él se dirigió a la barra. Parecía conocer a todo el mundo ya que no pararon de saludarle durante su recorrido. Llegó por fin a la barra después de saludar con la mano a uno, cruzar unas palabras con otro, y Anna lo perdió de vista.
—Es un hombre interesante, ¿no te parece? —dijo Frankie sonriendo ante la curiosidad de Anna.
—¿Quién es?
—Este, querida, es el gran Liginey en persona.
—Pero yo pensé…
—¿Que era el portero? —Francine se encogió de hombros—. Le encantaría. Esta noche ha decidido ser el portero. A Louis le gusta ser siempre alguien distinto. Tengo la teoría de que es un actor frustrado.
Anna levantó las cejas intrigada. Cuando el hombre regresó con una cubitera de plata y sacó de ella una botella de champán le miró con otros ojos.
La casa invita dijo. Luego descorchó la botella con gran parafernalia y les llenó las copas.
Hizo un ademán con la mano, para quitar importancia al agradecimiento de Anna, que contradecía su aspecto de toro, y seguidamente desapareció entre la multitud.
—Bien, ¿qué piensas? —preguntó Frankie después de beber un poco de champán.
Anna se encogió de hombros.
—¿Del club? Para ser sincera, estoy un poco defraudada. ¡Esperaba algo un poco más… subido de tono!
Francine se echó a reír y batió palmas divertida.
—¡Oh, Anna! Mira alrededor, ma chérie… ¡no es oro todo lo que reluce! Mira a aquellas mujeres, por ejemplo.
Anna siguió la mirada de Frankie. En una esquina de la barra había un grupo formado por tres mujeres que miraban hacia la pista y reían entre ellas. De no habérselo sugerido Francine, no las habría mirado con tanto detenimiento, ni se habría fijado en ellas. Pero empezó a observarlas: manos grandes, peinado crepado y un exceso de maquillaje en la cara. Eran más altas que la media de las mujeres y había algo en su forma de gesticular…
—Son hombres, ¿verdad?
Frankie se echó a reír al ver la cara de sorpresa de Anna y señaló con el dedo discretamente en dirección a la parte oscura del local que quedaba enfrente de ellas.
—No es todo tan sencillo como parece, chérie.
Pasó un buen rato hasta que los ojos de Anna se habituaron a la penumbra. Entonces se dio cuenta de lo estrafalaria que era la indumentaria que lucía la mayor parte de la clientela: vestidos negros de PVC, tipo masoquista, con detalles de cuero. En muchos casos no quedaba nada clara la diferencia de sexo entre unos u otros.
Había una chica que no llevaba más que una especie de bikini de felpa y un collar de cuero en el cuello del que colgaba una correa larga y delgada. Quienquiera que fuera el que estuviera al otro extremo de la correa quedaba oculto a la mirada de Anna por una rubia escultural que permanecía allí en medio contemplando la sala.
—Pero Leste lugar ¿qué es? —preguntó Anna a su amiga, a la vez que apartaba la mirada de la rubia que acababa de descubrirla y estaba observándola con interés.
Frankie soltó una carcajada.
—Es un club, Anna. Un club muy exclusivo para gente con gustos muy particulares. Vamos… acaba la copa y daremos una vuelta.
Mientras bordeaban la pista, Anna tuvo que reprimir una carcajada cuando vio a un hombre de mediana edad que, con gran orgullo, llevaba puesto tan sólo un tutú blanco de tul. Anna, cada vez más interesada, se percató de que había un montón de pasillos que se alejaban de la zona de la pista hacia el interior. Frankie empezó a caminar por lirio de ellos, pero antes se volvió hacia Anna y le sonrió por encima del hombro. _
Ella la siguió intrigada. En el pasillo había una serie de habitaciones sin puerta Llenas de gente en la entrada. Anna se detuvo un momento para ver qué pasaba en la primera habitación y casi se le salen los ojos de las órbitas y se le desencaja la mandíbula ante el espectáculo.
En la habitación sólo había una enorme mesa cuadrada con cantos metálicos. Encima de ella había una mujer tendida con la cabeza colgando de uno de los extremos, de forma que su larga cabellera pelirroja rozaba el suelo. Un hombre que estaba de pie le introducía el pene en la boca mientras que en el otro extremo otro hombre le enterraba la cara entre sus desnudos muslos blancos.
La atmósfera tensa que reinaba en la habitación era palpable, los espectadores estaban concentrados en la escalada de placer de la que gozaban los participantes. Al otro lado de la mesa un hombre se masturbaba enfurecidamente. En aquel momento, cuando Anna lo miró, se corrió lanzando los espesos chorros de esperma blanco sobre los pechos de la mujer que al sentirlos en su piel se retorció sobre la mesa.
Esto fue demasiado fuerte para una de las espectadoras que, lanzando un pequeño grito de angustia, se abalanzó sobre la mesa, cogió el pene del hombre que estaba lamiendo a la mujer tendida y se lo puso en la boca.
Anna se volvió, se sentía violenta. Jamás se hubiera imaginado que pudiera existir tanto libertinaje. Miró alrededor, buscando a Frankie entre la multitud, pero ésta había desaparecido. Sin saber qué hacer, echó a caminar lentamente por el pasillo buscando con la mirada la cabeza oscura de Frankie.
En una habitación que quedaba a mano derecha había un hombre de mediana edad, barrigudo, follando de la manera más vulgar. Estaba tendido de espaldas al suelo, mientras que una mujer joven con el pelo corto de punta montaba sobre él como si fuera a caballo. Cuando ella subía, quedaba a la vista el pene grueso y oscuro del hombre, brillante por los fluidos del cuerpo de la chica y, al bajar, volvía a desaparecer.
Cuando, por fin, Anna dio con Francine, casi se muere del susto. Frankie había entrado en uno de estos escenarios y se había apoderado de él. Estaba de pie, con las manos en jarras y las piernas cubiertas con las medias blancas abiertas. Un joven ancho de espaldas estaba arrodillado enfrente de ella como si estuviera rindiéndole homenaje. Su lengua incansable, totalmente inconsciente de los espectadores, entraba y salía como una flecha de la vulva abierta de Francine.
Ésta guiñó un ojo a Anna cuando la descubrió entre la pequeña multitud de cabezas que se habían detenido a contemplar el espectáculo. Entonces Francine emitió un breve gemido orgásmico y, adelantando un poco el pie, le pegó una patada al hombre para apartarlo de su lado. Anna lanzó un grito sofocado cuando el joven rodó por el suelo.
—¿Qué demonios se supone que estabas haciendo? —dijo Frankie con desprecio—. ¡Con una actuación así jamás conseguirás poner a tono a una mujer!
El hombre se encogía en el suelo, pero Anna se percató de la avidez que transparentaba su pálida mirada. Frankie le dio un empujón para levantarlo del suelo y ponerlo boca abajo sobre la mesa. El temblaba, pero, como un perro fiel, no perdía de vista ninguno de los movimientos de la mujer.
Anna no podía dejar de mirar, horriblemente fascinada, cómo Frankie cogía el látigo que acababan de ofrecerle y azotaba las nalgas desnudas del joven. Frankie seguía azotándole y él chillaba apretando convulsivamente las caderas contra la mesa. Fancine estaba disfrutando de verdad. Ordenó a una de las mujeres que estaban mirando que cogiera la polla del joven con la mano.
—Avísame cuando esté a punto de correrse para darle más fuerte —exclamó.
Aquella Francine era tan distinta a la criatura cálida y maleable a la que Anna había hecho el amor que dio media vuelta y se marchó. Estaba confundida. No le gustaba ver a un hombre humillado sexualmente. Acababa de descubrir algo más: esta clase de dominación la dejaba helada.
Empezó a vagar por el laberinto de pasillos que inundaban las bodegas sintiéndose como atrapada en un extraño paisaje surrealista. Aquel mundo no era el suyo, era incapaz de comprender cómo podían llegar estos hombres y mujeres a tales extremos de dolor y degradación. Algunos de los escenarios de los que fue testigo involuntario podían ser descritos literalmente como lugares de tortura.
Al volver una esquina no pudo evitar pararse a mirar la escultural cabeza pelirroja de una mujer puesta en pie, a horcajadas, encima de una de aquellas mesas metálicas que se repetían incansablemente en todas y cada una de las habitaciones. Llevaba los ojos cubiertos por una máscara de cuero negro perfectamente ajustada sobre el puente de la nariz. Sus carnosos labios rojos esbozaban una mueca de burla hacia el hombre tendido bajo ella, que estaba atado de pies y manos.
Anna estiró el cuello por encima de la muchedumbre para poder verlo, pero sólo vio el cuerpo tendido, con el pene en plena erección a pesar de estar completamente desatendido. Claramente, estaba a punto de llegar al clímax y Anna, por un momento, sintió pena por él. Pero entonces pensó que si estaba allí, de aquel modo, era realmente porque él lo quería así, por lo que Anna volvió a centrar la atención en la persona que estaba atormentándole.
La mujer llevaba puesto una especie de corsé muy cursi, de cuero negro, repleto de tachuelas plateadas que ceñía su cintura hasta extremos ridículos. Los enormes pechos, blancos como la leche, estaban tan comprimidos que se le salían del corsé dejando ver los pezones enrojecidos. De cintura para abajo iba completamente desnuda. Sólo llevaba unas botas de tacón alto abotonadas desde el tobillo hasta la rodilla.
Sostenía en la mano un vaso largo lleno de un líquido que tenía el aspecto de ser agua y del que bebía con frecuencia. En cuanto acabó con su contenido, alguien se adelantó para rellenárselo y que siguiera bebiendo.
Su vello público era espeso, de un color rojo oscuro excepcional. Desde donde estaba situada, detrás de toda la multitud, veía perfectamente los oscuros pliegues de su vulva, secos, a su entender, casi amenazantes de tan abiertos como estaban.
Entonces la mujer dobló ligeramente las piernas a la altura de las rodillas y se quedó casi en cuclillas sobre la cara desconocida de su víctima. Esbozó una sonrisa y luego soltó un chorro de orina. Anna no podía creer lo que estaba viendo.
El público exhaló un suspiro colectivo, tan sólo la exclamación de Anna era de sorpresa. El chorro seguía y seguía, llenando el espacio cerrado de la estancia con su olor acre, siseando y derramándose sobre la piel temblorosa del hombre. Por la posición en que estaba colocada la mujer, Anna imaginó que el chorro de orina caía directamente en la cara del hombre. Al cabo de unos segundos él se corrió.
Anna sintió un impulso repentino de ver la cara del hombre, de ver su reacción ante lo que a ella le parecía la humillación más extrema, así pues, se adelantó un poco. Tenía los ojos cerrados y la boca abierta para recoger las últimas gotas de orina. Fue entonces cuando Anna lo reconoció.
—¡Paul…? —murmuró.
Tocada en lo más profundo de su alma, echó a correr lejos del espectáculo que estaba ofreciendo su marido con la cara mojada.