Capítulo Uno
ANNA CERRÓ LOS ojos ante la cara absorta de Paul situada a dos centímetros de la suya. Entonces empezó a pensar en lo que debía hacer en Sainsbury. Se habían quedado sin harina y tenía que acordarse de comprar pastillas para el caldo.
Frunció el entrecejo intentando concentrarse en la lista de la compra mientras Paul respiraba cada vez más agitadamente y su embestida se hacía más y más frenética.
—Sí… sí, así… ¡ah!
Al abrir los ojos Anna vio que su marido tenía los suyos desorbitados y que miraba fijamente un punto del cabezal de hierro forjado que se elevaba por detrás de la cabeza de ella. A partir de esta señal Anna tenía que arañarle ligeramente la espalda, y así lo hizo, por obligación, lanzando además un gemido poco entusiasta.
—¡Oh! ¡Maravilloso!
Cuando él por fin se apartó de ella, Anna volvió a ponerse bien el camisón y añadió mentalmente pasta de dientes a su lista de la compra.
—¿Cómo te sientes? —murmuró como siempre Paul entre dientes.
Anna no sabía por qué se tomaba la molestia de preguntárselo ya que su falta de interés era evidente.
—Estupendo, cariño —replicó sumisa.
Se volvió agradecida, conteniendo un bostezo, contenta de haber cumplido y finalizado con su deber semanal bajo las sábanas. Despierta en la oscuridad, y mientras oía los sonoros ronquidos de Paul, se preguntó si la pasión era esto.
Cuando se casó con Paul, cinco años atrás, era una inexperta recién salida de la protección y del rigor del internado. No esperó a dar por terminada su preparación ni estuvieron a solas antes de casarse, por lo que Anna no tuvo la oportunidad de bajarle los pantalones. La madre superiora les había hablado tanto del pecado que Anna tuvo la necesidad imperiosa de descubrirlo por sí misma.
Pero, como en esta ocasión, también su noche de bodas acabó con los ojos abiertos en la oscuridad y con el enorme interrogante «¿y qué?» cerniéndose sobre su mente. Unos cuantos besos superficiales, algunas embestidas poco efectivas de Paul, y nada más. Paul, su guapo y deseado esposo, pareció quedar bastante satisfecho, por lo que Anna sacó la conclusión (ingenua, pensaba ahora) de que todo mejoraría con la práctica.
Posteriormente, cuando se armó del valor necesario para explicarle lo que ella sentía, Paul le dijo que, sencillamente, ella no era de la clase de mujeres que disfrutaban haciendo el amor. Y cuando más tarde Anna insinuó que le gustaría que él la ayudara a descubrir todos los placeres acerca de los que había leído, Paul le hizo saber, sin ningún miramiento, que si ella era una insatisfecha se debía única y exclusivamente a su propia culpa.
En alguna ocasión, justo antes del momento en que Paul vertía su semilla en el interior de su cuerpo pasivo, llegaba a percibir una sensación peculiar en la parte superior de la matriz. Por una o dos veces había intentado mantenerla, pero siempre disminuía y quedaba finalmente fuera de su alcance. Y, si alguna vez se había atrevido a moverse bajo el peso del cuerpo de Paul, había tenido que sufrir el malhumor de su marido durante los días posteriores.
Esta noche había sentido aquel comezón escurridizo. Si apretaba los muslos, aún sentía una pálida imitación de aquella sensación.
La hermana de Anna, Leigh, le había descrito el orgasmo tantas veces y de un modo tan gráfico que ella se preguntaba si lo que sentía era el inicio de la culminación del placer sexual. Pero no, volvía a desvanecerse, y se quedaba, una vez más, sin satisfacer su curiosidad. Suponía que así debía sentirse si, como decía Paul, era frígida.
Ella era la única culpable, se burlaba Paul y agregaba que a él le gustaba pasar el rato con otras mujeres que sabían responder con mayor entusiasmo. La responsabilidad acerca de cómo se suponía que ella debía responder era completamente de Anna, y Paul se mostraba tan inflexible que ella era incapaz de mover un músculo.
Leigh opinaba de un modo distinto. Decía que ninguna mujer con un poco de autoestima sería capaz de aguantar a un hombre como Paul. Pero Leigh era una mujer de verdad, una mujer de sangre caliente que siempre tendría alternativas, mientras que Anna… Anna se aferraba desesperadamente a lo malo conocido.
A la mañana siguiente Paul observaba con los ojos entreabiertos cómo se vestía Anna. Andaba a media luz y de puntillas para no despertarle y sus movimientos resultaban gráciles. Una oleada de rabia irracional corrió por las venas de Paul. Dios, ¿por qué tenía que comportarse como una puñetera mártir?
El no se sentía orgulloso de su comportamiento, pero había algo en Anna que le sacaba de quicio y hacía que la tratara a patadas. Metafóricamente hablando, como era natural, ya que jamás, se decía, sería capaz de levantarle la mano. Enseguida rechazaba la incómoda sensación de que, emocional y mentalmente, estaba abusando de ella del mismo modo que lo haría si utilizara la violencia física.
¡Había cometido una tontería casándose con Anna! Se autocensuraba, impotente, mientras contemplaba cómo ella se cepillaba el cabello. Aquel cabello. Tan largo y tan fino que le daba un aspecto asquerosamente vulnerable. Y aquella figura, exuberante y fecunda, sin ángulos rectos, sólo curvas, cálidas y femeninas; y la dulzura de su sonrisa…, No es que no la quisiera, esto no era del todo cierto. La quería a su manera. Pero estaba seguro de que nunca podría hacerla feliz y de que ella tampoco podría hacerle feliz.
¿Qué le hizo pensar que casándose con Anna se redimiría? Sólo había conseguido arrastrarla al hoyo de su propia miseria. De repente se dio cuenta de que estaba a punto de llorar. Apretó los puños hasta clavarse las uñas en la palma de la mano y aquella ligera sensación de dolor le hizo volver a sentirse un hombre.
Una vez recuperado el dominio, simuló que se desperezaba y bostezaba para que Anna pensara que acababa de despertar.
—¿Tienes que ir a Edimburgo? —Anna se despreció al oír el tono lastimero que adquiría su voz mientras dirigía la mirada a la maleta de Paul.
La irritación que él sintió al oír aquellas palabras arruinó enseguida sus buenas intenciones.
—Son sólo dos noches, Anna. Además ¿no tenía que venir hoy ese tío francés?
Ella asintió con la cabeza y Paul se encogió de hombros sin darle importancia; cerró la cremallera de la maleta con una resolución que hizo estremecer a Anna.
—Bien, entonces no vas a quedarte sola y abandonada.
Le dio un breve beso en la mejilla y se dirigió a la puerta de la habitación, sin darle ocasión de replicar.
—¡Vuelve el martes! —dijo ella siguiéndole, pues sabía que aquellas dos noches podían llegar a convertirse fácilmente en dos semanas. Lo único que recibió como respuesta fue el golpe de la puerta de la entrada al cerrarse a las espaldas de Paul.
—La verdad, Alan, no me convence mucho la idea de que el señor Gérard se quede —dijo Anna a su jefe mientras iban camino del aeropuerto.
—¡No digas tonterías, Anna! Confiaría a mi propia hija a Dominic Gérard. Es un perfecto caballero y, a pesar de la reputación que tienen los franceses, te aseguro que lo encontrarás muy civilizado, incluso a pesar de que tu marido no esté en casa… otra vez.
Anna no hizo ningún comentario al énfasis final de la frase; además de ser su superior en la universidad, Alan Sawyer y su esposa Sarah se contaban entre sus mejores amigos. De forma exasperante, sin embargo, Alan nunca se refería a Paul por su nombre, sino que siempre le mencionaba como «tu marido».
Anna suspiró y echó un vistazo por la ventanilla. A medida que se acercaban a Heathrow, el paisaje iba haciéndose más llano y pronto se encontraron inmersos en el típico atasco de última hora de la tarde.
No había razón alguna para inquietarse. A menudo solía realizar tareas de azafata de forma no oficial para atender a las personalidades que les visitaban, y disfrutaba haciéndolo. De ese modo su trabajo de secretaria del director de Estudios Económicos era mucho más interesante y le alegraba tener compañía durante las ausencias de Paul, que eran muy frecuentes.
—Lo siento, no tengo derecho alguno a hacer comentarios de esta clase sobre tu vida privada.
Anna se quedó mirando a Alan con curiosidad, consciente de que él había interpretado su silencio como una desaprobación. Le sonrió intentando alentarle.
—¡Tonterías! Además nunca tomo como una ofensa las palabras de los amigos.
Ajan pareció tranquilizarse y su cara, delgada y de expresión inteligente, volvió a relajarse. Era un hombre guapo, a pesar de sus sesenta y dos años. Por las fotos que había visto de su boda con Sarah, Anna sabía que en su juventud había sido muy atractivo. De pronto sintió una oleada de cariño hacia él e intento explicarle su rechazo.
—Sabes de sobra que no me importa ayudar, especialmente desde que Sarah sufre quebrantos de salud. Lo que pasa es que acaban de citarme los de orientación matrimonial. Es el jueves que viene y presiento que estoy llegando un poco al limite.
Alan apretó los labios, pero permaneció en silencio y concentrado en la tarea de conducir por el carril de una sola dirección que llegaba hasta el aeropuerto.
—Si te resulta embarazoso, puedo pedir a Natasha que vaya a casa a ayudar a Sarah —dijo finalmente.
Natasha era la hija de Alan y Anna no pudo evitar sonreír al imaginarse a aquella criatura, bonita y cariñosa pero absolutamente informal, ayudando a Sarah a distraer al hombre de negocios francés.
Alan reparó en ello e hizo una mueca.
—Está bien, quizá no se trate de una buena idea. Pero si en verdad no quieres hacerlo…
Anna movió la cabeza en un gesto de negación.
—Tienes razón, soy una tonta. De hecho el tener que atender al señor Gérard no tiene por qué interferir en mi cita de una hora con Relate. Además es sólo por una semana, ¿verdad?
Alan hizo un movimiento con la cabeza y le dedicó una sonrisa agradecida. No tenían más tiempo para seguir hablando, acababan de aparcar y el reloj digital que se veía por el retrovisor les anunciaba que su huésped estaría desembarcando justo en aquel instante.
Anna permaneció junto a Alan en el vestíbulo de llegadas, escudriñando las caras de los pasajeros que salían en tropel. Ninguno de ellos se parecía ni remotamente a cualquiera de los ancianos y dulces caballeros que solían venir a dar conferencias en los cursos de Alan; y empezó a ponerse nerviosa.
Entonces vio a un hombre de unos treinta años, alto e impecablemente vestido, que hablaba animadamente con una joven morena del personal del aeropuerto, extremadamente atractiva con el uniforme de la compañía aérea. No parecía tener ninguna prisa en cruzar la puerta y Anna se quedó fascinada observando cómo hablaba aquel hombre; se expresaba tanto con la boca como con el movimiento de las manos. A pesar de la distancia que los separaba, advirtió lo largos y elegantes que eran sus dedos, parecían los de un artista. ¿Sería un escultor?
Anna se sorprendió al encontrarse sumida en pensamientos tan fantasiosos e, impaciente, apartó la mirada del desconocido.
—Me pregunto dónde se habrá metido el señor Gérard —murmuró.
Pero Alan no la escuchaba. Tenía la mano levantada y la agitaba con nerviosismo.
—¡Dominic! ¡Dominic!… ¡Aquí!
A Anna se le desencajó la mandíbula cuando el hombre que había estado observando se volvió al oír la voz de Alan. Luego, mientras se despedía de la joven y empezaba a caminar hacia ellos, se le cerró la boca de golpe.
A medida que se aproximaba sus facciones se fueron haciendo más nítidas. Su cabello oscuro se ondulaba ligeramente alrededor de las orejas y la frente. Su cara, iluminada por la más amplia y cálida de las sonrisas, estaba dotada de unas facciones perfectamente simétricas.
Incluso, aunque una parte del intelecto de Anna se maravillaba ante el hecho de haberse dado cuenta de esta clase de detalles, era totalmente consciente de la peculiar tensión que .estaba sintiendo en los músculos abdominales y que iba en aumento cuanto más se acercaba aquel hombre, como si acabara de bajar de uno de esos ascensores que suben a gran velocidad.
Tragó saliva y permaneció de pie al lado de Alan, que se hallaba envuelto en el exuberante abrazo del francés. Entonces Alan se apartó y Anna quedó prendida con la mirada de su nuevo huésped.
—Encantada de conocerle —dijo con embarazo cuando Alan la presentó.
Un firme pero agradable apretón de manos estrechó su mano tendida. Era incapaz de apartar la mirada de aquel hombre.
—Es un placer, madame, y le agradezco mucho su hospitalidad —respondió él con una voz capaz de erizar el terciopelo.
Tenía un marcado acento, pero se le entendía con claridad. Anna abrió aún más los ojos, de un modo involuntario, cuando él le rozó ligeramente la mano con la boca y sus labios se deslizaron sobre sus nudillos.
Cuando el francés finalmente apartó la mirada, Anna, totalmente aturdida, se encontró siguiendo a los dos hombres en dirección al coche de Alan. Cuando Dominic Gérard le abrió la puerta trasera galantemente y le rozó el brazo, Anna se sobresaltó, era como si este breve e inocente contacto la hubiera herido.
Turbada, trató de sonreír con cortesía, aunque advirtió que las mejillas le ardían y que él enarcó las cejas en un gesto de sorpresa. «¿Qué me está pasando?», se preguntó Anna mientras él cerraba la puerta y se sentaba en la parte delantera junto a Alan. No era una persona que soliera tener problemas en las relaciones sociales, sin embargo estaba actuando como una torpe quinceañera que pierde la cabeza por un hombre al que acaba de conocer. Una cosa estaba clara: si Dominic Gérard iba a pasar la próxima semana bajo su techo, tenía que superar esta reacción ridícula que acababa de tener, ¡y debía hacerlo rápidamente!
El tiempo apremiaba, así que Alan fue directamente al domicilio de Anna y les invitó a cenar en su casa en cuanto se hubieran cambiado.
—¡Vestido informal! suplicó Alan en el momento en que Anna y Dominic llegaban a la verja.
Por la mirada que intercambiaron, Anna adivinó que su huésped también conocía el profundo y enraizado horror que le producía a Alan el tener que arreglarse. Anna abrió la pequeña verja de hierro y subió ágilmente por las escaleras en dirección a la casa, mientras buscaba la llave. Al mirar por encima del hombro vio que el señor Gérard se había parado y que, con una mano apoyada en la verja, contemplaba la ancha avenida arbolada.
Cuando se volvió y le sonrió, Anna sintió de nuevo aquella extraña y profunda sensación en la boca del estómago.
—Esta zona es muy bonita, con todas estas callejuelas cubiertas de hojas, ¿no?
—A menudo pienso que se parece un poco a los suburbios de Paris —dijo Anna con una sonrisa.
Dominic sonrió a su vez y empezó a subir por los escalones de dos en dos.
—Quizá sí.
—Por aquí, monsieur.
La vieja puerta de roble se cerró a sus espaldas sin hacer ruido; las bisagras estaban bien engrasadas.
—Dominic, por favor —protestó él al tiempo que la seguía escaleras arriba—. Y ¿su nombre es…?
—Anna.
—Anna. —Lo pronunció, como si fuera alguna clase de jeroglífico que tuviera que resolver. La palabra pareció deslizarse en su lengua y Anna se estremeció sin saber por qué.
Le enseñó la habitación de invitados. Dominic dejó su maleta sobre la confortable cama de matrimonio y miró alrededor con aprobación. La estancia había sido decorada recientemente en tonos azules y crema y Anna pensaba que había quedado más elegante que bonita. La habitación tenía un aire masculino, a pesar de que ella se había esforzado en conseguir que resultara confortable. La pálida alfombra de color crema era gruesa y cálida, las cortinas que cubrían las ventanas —estampadas con dibujos en forma de diamante— iban recogidas en amplios pliegues.
Por la mañana Anna había colocado en el alféizar de la ventana un jarrón con crisantemos recién recogidos y las flores amarillas daban a la habitación un toque alegre de color. Se sorprendió de que Dominic se diera cuenta de inmediato de este detalle y se acercara al alféizar para tocar las flores. Los ojos de Anna se vieron arrastrados irremediablemente hacia su mano, que se ahuecaba sobre uno de los magníficos capullos de los crisantemos. Al recordar cómo los había sentido en sus propias manos, Anna volvió a estremecerse.
—Bellísimas —suspiró, y clavó sus ojos sonrientes en los de ella.
La cálida sensación, de placer experimentada por Anna no guardaba proporción con el pequeño cumplido recibido. Con el fin de disimular su confusión, le enseñó el pequeño baño de la habitación. Dominic movió la cabeza en un gesto de aprobación, deslizando la mirada por el montoncito de toallas azul marino y crema situadas sobre la estantería de vidrio y por la hilera de productos de aseo que ella había dispuesto, perfectamente ordenados, sobre el alféizar de la ventana.
—Es usted muy amable —dijo sonriendo. Anna advirtió que tenía la boca seca.
—Dispone de toda el agua caliente que desee —parloteó—. Si le apetece, puede tomar una ducha antes de ir a cenar. Tenemos una hora antes de marchar a casa de los Sawyer.
Le dejó en la habitación de invitados y se dirigió a la suya para cambiarse. Desde su dormitorio le oía moverse arriba y abajo; seguramente estaría arreglando el armario y los cajones, ya que oía el abrir y cerrar de puertas. Debió deshacer el equipaje rápidamente pues enseguida oyó correr el agua de la ducha.
Anna, contenta de haberse dado un baño justo después de que Paul se marchara por la mañana, se aseó, se cambió de ropa interior y se puso el vestido que había dejado preparado con antelación.
Era verde oscuro, de corte clásico, con botones dorados en la parte delantera y en los puños de las mangas tres cuartos. AI deslizarlo por las caderas se miró en el espejo con ojo crítico y pensó que debía haber elegido algo más bonito para la ocasión.
Se detuvo en seco. ¿Por qué demonios quería sentirse atractiva ante los ojos de Dominic Gérard? «Dios, ¡eres patética! —pensó mofándose ante su figura reflejada en el espejo—. ¡Ponerte a punto de caramelo sólo porque un guapo francés te ha hecho un cumplido! Eres una mujer casada, por Dios. Abandonada, debes admitirlo, ¡pero ésta no es excusa para comportarte como una ama de casa triste y frustrada!»
De todos modos no es que fuera una mujer particularmente fascinante. Se miró en el espejo haciendo una mueca. Como decía Paul a menudo, era un poco ancha de caderas y no valía la pena mirarla dos veces. Ella estaba de acuerdo con esa opinión.
En cambio, cuando Dominic se reunió con Anna en el salón, media hora después, sí valía la pena mirarlo tres veces, hasta cuatro incluso. Llevaba unos pantalones de lino gris oscuro y una americana azul marino, con un jersey amarillo pálido de cuello alto debajo.
—Pensé que quizá le apetecería tomar algo antes de salir —sugirió Anna precipitadamente para que él no notase el rápido examen que acababa de hacerle.
—Gracias. ¿Qué está tomando usted?
—Un jerez seco.
—Entonces, Anna, si me permite tomaré lo mismo.
Una vez más, el énfasis puesto al pronunciar la última sílaba de su nombre hizo que Anna sintiera un escalofrío inexplicable que le recorría las venas. Mientras le entregaba la copa, cuidando de que sus dedos no rozaran los de él, le sonrió tímidamente. Cuando él cogió la copa, Anna se sintió inmersa en el aroma sutil y especiado de su loción de afeitado, que, sin ser muy fuerte, bastaba para acentuar el sabor y la esencia de su piel masculina.
Como se sintió ligeramente mareada, tomó asiento a una distancia considerable, evitando mirar cómo el cuerpo alto y fornido de Dominic se acomodaba en el sofá situado enfrente de donde estaba ella. Empezaron a beber de sus respectivas copas acompañados por un silencio incómodo.
—¿Ha dado antes alguna conferencia aquí?
—¿Hace tiempo que trabaja para Alan…?
Se echaron a reír al encontrarse hablando a la vez, y de esta manera se liberaron de la tensión que los envolvía. Dominic movió la cabeza.
—Después de usted, Anna.
Esta vez su pregunta sonaría aún más necia, pero la repitió de todos modos.
—Le preguntaba si ha estado antes por aquí.
—En Surrey no, pero he estado varias veces en Inglaterra. Por suerte nuestros vinos son aquí muy populares y me gusta mantener el contacto con nuestros clientes. ¿Es su marido? —Anna se sobresaltó cuando Dominic cogió de encima de la mesita lateral el marco plateado con el retrato de Paul. En la fotografía ostentaba su codiciado trofeo de golf y lucía una sonrisa de oreja a oreja.
—Si, es Paul. En estos momentos está fuera… —Anna se ruborizó al pensar cómo podría ser interpretada su rapidez en dar explicaciones sobre la ausencia de su marido.
Mientras colocaba de nuevo la fotografía en su lugar, Dominic se quedó mirándola fijamente; sus ojos castaños la escudriñaban. Anna advirtió que colocaba el retrato un poco ladeado, de manera que desde el sofá donde estaba sentada no podía verlo.
—Deberíamos irnos ya —sugirió él tranquilamente.
Anna se levantó y retiró la copa vacía de Dominic antes de coger el bolso y el abrigo.
Era una tarde calurosa, así que decidió llevar el abrigo en el brazo. Se dirigieron al coche.
—¡No llueve! —dijo Dominic mirando hacia arriba con ironía.
—Estamos en junio —recordó ella.
La velada transcurrió más agradablemente de lo que Anna había supuesto, dado lo incómoda que se sentía en presencia de Dominic. Sin embargo, entre amigos, empezó a relajarse y comprobó que su huésped le gustaba más a medida que transcurría el tiempo.
Por su parte, Dominic se encontraba muy a gusto con Alan y Sarah y la anciana pareja disfrutaba de su compañía. A Anna le conmovió la ternura que Dominic mostraba hacia la todavía delicada Sarah. Y poco a poco, tan despacio que apenas se dio cuenta, fue abandonando, olvidando, la extraña e incómoda tensión que le venía embargando desde el momento en que lo vio.
Por eso llegaron a casa riendo felizmente como si fueran un par de viejos amigos en lugar de dos personas que se acababan de conocer hacía tan sólo unas horas.
A Anna se le enganchó un tacón del zapato en la alfombrilla al entrar en el salón y dio un traspié. Unos brazos poderosos la cogieron por la cintura y se encontró de pronto contra el fuerte pecho de Dominic.
Sin saber por qué, le pareció natural permanecer entre sus brazos y sonreírle. Anna se quedó sin respiración al ver cómo los ojos castaños de él se oscurecían y su semblante se ensombrecía; las risas se habían desvanecido.
«Va a besarme», pensó mientras una parte de su cerebro, la que incluso entonces mantenía la serenidad, le decía que se apartara cuando aún estaba a tiempo de hacerlo. Demasiado tarde, la boca de Dominic estaba ya contra la suya moviéndose suavemente, explorando, probando, mientras con la punta de la lengua trataba de separar los labios atónitos de Anna.
Cuando la mano de Dominic se enmarañó por el cabello de su nuca y el beso se hizo más profundo, Anna pestañeó y cerró los ojos. Se sentía como si no tuviera huesos, como si se derritiera en sus brazos, percibiendo, eso sí, todos y cada uno de los músculos y tendones de él y la presión que éstos ejercían sobre su cuerpo.
Pasaron varios minutos hasta que advirtió que lo que estaba oyendo no provenía de la conmoción a que estaban siendo sometidos sus sentidos, sino que se trataba del timbre del teléfono. No quería, pero lo hizo: cruzó el salón con piernas temblorosas y descolgó el auricular, consciente de que la mirada oscura de Dominic seguía fija en ella.
—¿Di… diga?
—¿Anna?
La voz de su marido fue como recibir una ducha de agua helada.
—¿Paul? ¿Eres tú?
Con sentimiento de culpa, se llevó la mano a sus labios y miró con el rabillo del ojo a Dominic que estaba en el vestíbulo. Sintió una mezcla de decepción y alivio al verlo desaparecer escaleras arriba dejándola a solas con la llamada.
—¿Perdón? ¿Me estás diciendo que vas a quedarte?
—Si, Anna, ¿no puedes prestar atención por un momento? —La voz de Paul sonaba incluso más irritada de lo normal, y Anna notó que se le encogía el corazón.
—Pero, Paul, ¡prometiste volver a casa el martes! Teníamos que ir a lo de la orientación matrimonial, ¿no te acuerdas?
—Tendrás que postergar la entrevista.
Sintió cómo la frustración y la impotencia, tan enojosas y familiares, recorrían sus venas.
—Sí, para que vuelvas a fallar otra vez. Paul, hace meses que habíamos quedado. ¡Ya sabes cómo es la lista de espera!
El resoplido que se oyó al otro lado del teléfono fue ensordecedor
—Ve tú sola, si es tan puñeteramente importante para ti. Al fin y al cabo la que tiene el problema eres tú.
—¡Paul! —Como siempre no sabía esconder su dolor. Entonces escuchó una risa femenina de fondo.
—No estás solo, ¿verdad, Paul? Estás con alguien.
El no se molestó en negarlo, aunque el tono de su voz se volvió más amable.
—Mira, ahora no puedo hablar. Te veré dentro de una semana. Si quieres mantener la entrevista, adelante. Y que te proporcionen toda la terapia que necesites.
Anna supo que la conversación había terminado al oír la fría señal telefónica. Colgó el auricular de un golpe y corrió a su habitación, pero se paró justo en el momento en que iba a dar un portazo. Dominic estaba en su dormitorio, ¿qué habría escuchado? A Anna le ardían las mejillas, tanto por el hecho de pensar qué podría haber oído Dominic de su conversación telefónica, como por el recuerdo del beso que acababan de darse.
¡Cualquiera fuese el geniecillo loco que la había poseído aquella noche, pensaba dejar bien claro que ella no solía ser tan amigable con sus invitados ocasionales! No encontraba explicación a la rareza de su comportamiento. ¡Si la hubiera visto su impaciente e infiel marido…!
Anna empezó a quitarse el maquillaje sin dejar de cavilar. ¡La frígida esposa abandonada se entregaba al primer hombre atractivo que se le cruzaba en el camino!
Enojada, colocó bien las almohadas, se removió bajo el edredón y cerró los ojos. Pero, bajo sus párpados, no empezó a imaginarse las terribles y esperadas imágenes de Paul con su última «pequeña aventura», sino que pensó en el hombre que dormía en su casa, tan sólo separados por una delgada pared, y en el recuerdo de sus labios.